Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)
El prusiano de Belisario (1876)
(“Le Prussien de Bélisaire”)
Contes du Lundi
(París: Charpentier et Cie., Libraires-Editeurs, nueva edición, 1876, 335 págs.), págs. 85-92.
Voy a contarles una historia que oí narrar hace
unos días en un cabaret de Montmartre. Para que el relato conservara todo su
valor necesitaría poseer el vocabulario pintoresco del señor Belisario, su gran
mandil de carpintero, y haberme tomado dos o tres sorbos de ese vino blanco de
Montmartre, capaz de proporcionarle acento parisino incluso a un marsellés.
Sólo así lograría hacer correr por sus venas el estremecimiento que yo sentí al
escuchar a Belisario contando en una tertulia de amigos esta historia lúgubre y
auténtica.
“Era el día de la amnistía —Belisario se refería
al armisticio—. Mi mujer me había pedido que fuera con el niño a Villeneuve-la-Garenne,
a ver cómo se encontraba una casilla que teníamos allí, a orillas del río, de
la que no teníamos noticias desde el sitio. Yo iba resoplando al verme obligado
a tirar del niño. Estaba seguro de que me toparía con los prusianos y, como
nunca los había visto de cerca, tenía miedo de que ocurriera algo. ¡Pero cuando
mi mujer se empeña en algo! ‘Anda, ve —me dijo—, de esa manera el chico tomará
un poco el aire’.”
Y la verdad es que lo necesitaba, el pobre,
después de cinco meses de sitio y reclusión. En definitiva, que salimos los dos
hacia el campo. No sé si el niño se sentía contento al comprobar que aún
seguían existiendo los árboles y los pájaros, y al poder introducirse y chapotear
por los sembrados, pero yo iba a regañadientes; me parecía que había demasiados
cascos puntiagudos a lo largo del camino. Desde el canal a la isla no se veía
otra cosa. Y, ¡qué descarados! Tenía uno que tragar bastante saliva para no
liarse a golpes con ellos. Pero cuando llegué a Villeneuve, la rabia me sofocó
al ver que los huertos estaban destrozados, las casas descerrajadas, pilladas,
y que aquellos bandidos se encontraban tan a gusto en nuestro lugar, llamándose
por las ventanas, tendiendo su ropa para que se secara en nuestras persianas,
en nuestras rejas. Afortunadamente, el niño iba junto a mí, y cada vez que la
mano quería actuar, lo miraba y me decía para mis adentros: “Ten quietas las
manos, Belisario, que quien va a pagarlo va a ser tu hijo”. Y eso era
suficiente para no cometer tonterías. Comprendí entonces por qué mi mujer había
insistido tanto en que llevara al niño conmigo.
La casilla estaba al final del pueblo, la última
a mano derecha, en la orilla. Estaba vacía de arriba abajo, como todas. No
quedaban ni muebles ni cristales; sólo había unos haces de paja y la última
pata de un sillón ardiendo en la chimenea. Todo olía a prusiano desde una
legua; sin embargo, no se veía a ninguno... Me pareció que había alguien en el
sótano. Allí tenía yo un banco de carpintero donde me entretenía los domingos
haciendo chapuzas. Le dije al niño que me esperara un momento y bajé a ver qué
pasaba.
Nada más abrir la puerta, vi a un grueso soldado
de Guillermo, que se levantaba de un montón de virutas y se dirigía hacia mí,
con los ojos fuera de las órbitas, y soltando por la boca un montón de tacos
que yo no entendía. Debía tener mal despertar, porque antes de que yo despegara
los labios ya había agarrado su sable...
La bilis que se me había ido acumulando a lo largo
del trayecto, se me revolvió y la sangre se me subió a la cabeza. Agarré el tonelillo
del banco y le propiné un buen golpe. Ya saben cómo son los puños de Belisario;
bueno, pues ese día parecía que tenía rayos en el brazo. Al primer golpe, el
prusiano se inclinó y cayó a todo lo largo. Pensé que sólo lo había atontado...
¡Vaya un atontamiento! ¡Lo dejé laminado por completo! ¿Qué digo? ¡Listo,
liquidado!
Yo no había matado jamás ni a un pájaro, y me
parecía absurdo, raro, ver ante mí y en el suelo, a un cuerpo tan grande; tengo
que reconocer que era un rubio bastante guapo, con una barba con pelos que se
rizaban como las virutas de fresno. Al mirarlo, me empezaron a temblar las
piernas; mientras tanto el niño, que se estaba aburriendo arriba, me estaba
llamando: “¡Papá, papá!”
Unos cuantos prusianos pasaban en aquel momento
por el camino; pude ver sus sables y sus largas piernas por la ventana del
sótano. De repente una idea se me vino a la cabeza: “Si entran, el niño estará
perdido...; no dejarán títere con cabeza”. Y entonces dejé de temblar; cogí al
alemán, lo metí bajo el banco, lo tapé con lo que tuve a mano, tablas, virutas,
aserrín, y subí a recoger al niño.
—¡Vámonos! ¡Andando!
—¿Qué te pasa, papá? ¡Estás muy pálido!
—¡Vámonos! ¡Rápido!
Y entonces, aunque los cosacos se toparan
conmigo, o me miraran de reojo, les aseguro que no me habría atrevido a
reclamarles lo más mínimo... Me parecía a cada instante que venían corriendo
detrás de nosotros, gritando. Hubo un momento en el que oí un caballo acercarse
a toda marcha y estuve a punto de caerme de miedo. Pero tan pronto como pasé
los puentes empecé a tranquilizarme; en Saint—Denis había bastante gente, y ya
no había peligro de que nos atraparan. Mi gran preocupación era la casilla; estaba
seguro de que cuando los prusianos entraran y vieran a su compañero muerto, le
prenderían fuego para vengarse. Entonces me acordé de mi vecino Jacques, el
guarda, que era el único francés que había aún por la zona y que lo pasaría mal
con aquel soldado muerto cerca de su casa. Pensé que no era muy valiente
escaparme de esta forma, que había debido hacer algo para hacer desaparecer el
cuerpo. Cuanto más nos acercábamos a París, más vueltas me daba esta idea en la
cabeza. No podía dejar al prusiano en mi sótano. En definitiva, cuando estaba
llegando a las puertas de la ciudad, no aguanté más y le dije a mi hijo:
—Ve tú delante. Tengo que visitar a un cliente
en Saint-Denis.
Y después de darle un beso me volví. El corazón
me latía con mayor intensidad, pero estaba más tranquilo al no llevar al niño
conmigo.
Cuando entré en Villeneuve era ya casi de noche.
Yo iba mirando por todas partes —¡imagínense!— y no levantaba un pie sin tener
antes el otro bien seguro. Pese a todo, el pueblo parecía tranquilo. Y a juzgar
por lo que podía ver entre la niebla, la casilla estaba tal cual. Junto al
muelle, había algo semejante a una larga empalizada oscura; eran los prusianos
que estaban pasando lista. Me pareció que era el momento oportuno para que no
hubiera ninguno en la casa. Me deslicé a lo largo de los setos, y pude ver al
señor Jacques en su patio, estirando las redes. La noticia no había corrido
aún... Entré en la casa, bajé al sótano y me moví a tientas. El prusiano seguía
aún bajo las virutas, y me pareció que había dos grandes ratas que pretendían
roer el casco; al oír que se movía el barboquejo, me subió un escalofrío por la
espalda. Pensé que el muerto iba a levantarse...; pero no fue así; su cabeza
estaba fría y pesada. Me refugié en un rincón dispuesto a esperar, pues pretendía
arrojarlo al Sena tan pronto como los demás se durmieran.
No sé muy bien si fue por la cercanía de la
muerte o por qué, pero lo cierto es que aquella noche, el toque de queda de los
prusianos me pareció más triste que de costumbre. Toques de trompeta que se
oían de tres en tres: ¡Ta, ta, ta! Me pareció el canto de un sapo. Creo que
nuestros soldados no se irían a dormir muy contentos oyendo aquella música.
A lo largo de unos cinco minutos, oí arrastrar
los sables y golpear las puertas; después unos soldados entraron en el huerto y
empezaron a llaman: “¡Hofmann! ¡Hofmann!”. El pobre no podía moverse, pero yo,
en cambio, estaba temblando. Esperaba verlos entrar de un momento a otro en el
sótano; había cogido el sable del muerto y permanecía inmóvil, pensando: “Si te
salvas de ésta, amigo, tendrás que llevarle un cirio bien grueso a san Juan
Bautista, de Belleville.”
Cuando se cansaron de llamar a Hofmann, los
soldados decidieron entrar. Oí sus botas por la escalera, y al poco rato toda
la casilla roncaba de forma acompasada, como un reloj de pueblo. Era eso
precisamente lo que yo estaba esperando para salir de mi escondite.
Los márgenes del río estaban desiertos; las
ventanas apagadas; todo a pedir de boca. Bajo rápidamente, saco a Hofmann de
debajo del banco, lo pongo de pie y me lo echo a la espalda como un bulto.
¡Cómo pesaba el maldito! Con el peso, el miedo, y el no haber comido desde por
la mañana, creí que no iba a poder llegar... Cuando me encontraba a mitad de la
calle, tuve la sensación de que alguien me seguía. Volví la cabeza, pero no
había nadie, sólo la luna que empezaba a surgir en el cielo... “Tengo que tener
cuidado —me dije—, los centinelas pueden apuntarme.”
Para colmo, el Sena iba bajo... Si hubiera
arrojado el cadáver allí, en la orilla, se habría quejado como en una
palangana... Entro, avanzo...; no había agua; no podía más, me dolían las
articulaciones. Finalmente, cuando pensé que me había introducido bastante en
el agua, solté el cuerpo... Se iba... pero de pronto se detiene... No podía
moverlo... Empujo, empujo... ¡imposible! Por suerte se levanta algo de viento
del este y el Sena empieza a agitarse... el prusiano se mueve y zarpa
tranquilamente... ¡Buen viaje! Tomo un buen trago de agua y subo de un salto a
la orilla.
Al pasar por el puente de Villeneuve, vi una
cosa oscura en medio del Sena. Parecía una barca, pero era mi prusiano que
descendía hacia Argenteuil, llevado por la corriente.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar