Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)
El Buen Dios de Chemillé,
que no está ni a favor ni en contra (1873)
(“Le Bon Dieu de Chemillé qui n’est ni pour ni contre”)
Originalmente publicado en el periódico Le Bien Public [Dijón, Francia]
(21 de julio de 1872);
Robert Helmont: études et paysages
(París: E. Dentu, 1874, 304 págs.);
Contes choisis: la fantaisie et l’histoire
(París: G. Charpentier, 1882, 497 págs.)
El párroco de Chemillé iba a llevar al Buen Dios
a un enfermo. Realmente, daba pena pensar que alguien pudiera morirse en un día
tan hermoso de verano, en pleno Angelus de mediodía, en el momento de la vida y
de la luz. Daba pena también pensar que aquel pobre párroco se había visto
obligado a ponerse en camino nada más terminar de comer, a la hora en la que de
costumbre iba —con el breviario entre las manos— a echarse una pequeña siesta
bajo su cenador de viña, al fresco y al reposo de un bonito huerto lleno de
melocotones maduros y de malvarrosas.
—Os ofrezco este pequeño sacrificio —pensaba el
santo hombre suspirando y, subido en su asno gris, con el Buen Dios delante de
él cruzado sobre la albarda, seguía un camino a la mitad del repecho entre la
roca roja cubierta de musgos en flor, y la pendiente de guijarros y de altos
matorrales que descendía hasta las praderas.
Igualmente el asno, el pobre asno suspiraba: “Señor,
os lo ofrezco” y suspiraba a su manera, levantando unas veces una oreja, luego
la otra, para espantar las moscas que lo atormentaban. Es que son endiabladas y
zumbantes las moscas de mediodía; además de eso, la cuesta que había que subir,
y el párroco de Chemillé que pesaba tanto, sobre todo al terminar de comer...
De vez en cuando, los campesinos pasaban a su
lado y se echaban un poquito a la orilla para dejar sitio al Buen Dios, con ese
toque de sombrero característico de los campesinos de Turena; la mirada
maliciosa y el saludo respetuoso, mirada que parece burlarse del gesto. A cada
uno de ellos el señor párroco le devolvía el saludo en nombre del Buen Dios, de
forma muy educada, pero sin saber muy bien lo que hacía porque, sin duda,
empezaba a poderle el sueño.
El tiempo era caluroso, la senda blanca. Al pie
del cerro, detrás de los álamos, las pequeñas olas de Loira parecían escamas de
plata deslumbrantes. Toda aquella luz repartida, el zumbido de las abejas que
levantaban el polen de las flores junto al camino, el canto de los zorzales en
las viñas, un canto feliz de pequeño animal goloso y saciado, acababa por
adormecer al cura, ya bastante aturdido por un buen almuerzo de vino blanco y
estofado de cerdo.
He aquí que, pasado Villandry, allí donde la
roca se hace más alta y la cuesta más estrecha, el párroco de Chemillé fue
sacado bruscamente de su sueño por los ¡Dia! ¡Hue! de un carretero que venía
hacia él, con un gran carro de heno que se balanceaba a cada vuelta de rueda.
El momento era crítico. Aunque se apretaran lo más posible contra las rocas, no
había sitio para los dos en el camino... ¿Regresar hasta la carretera? El
párroco no podía hacerlo, pues había tomado aquel sendero para llegar más
rápido sabiendo que su enfermo estaba muy grave. Eso fue lo que intentó
explicarle al carretero; pero el patán no quería comprender.
—Lo siento mucho señor cura, —dijo sin retirar
la pipa de los labios— pero la jornada es demasiado calurosa como para que
regrese hacia Azay por el atajo. En cambio usted, que van tan tranquilamente
sobre su asno...
—Pero, desgraciado, ¿no has visto pues lo que
llevo aquí? Es el Buen Dios, mal cristiano, el Buen Dios de Chemillé que llevo
a un enfermo.
—Yo soy de Villandry —rio tontamente el
carretero—... El Buen Dios de Chemillé no me interesa... ¡Dia! ¡Hue! —Y el
pagano lanzó un latigazo a su atalaje para hacerle avanzar, con riesgo de
enviar el asno y todo lo que éste llevaba encima a rodar hasta el pie del
cerro, hasta los pastizales.
Nuestro cura sólo era paciente lo justo. “¡Ah!
¡Así es la cosa! Pues bien, ¡espera!”. Y, saltando abajo de su animal, depositó
delicadamente el Buen Dios de Chemillé al borde del camino, sobre un macizo de
serpol, entre las giniestas doradas y las lucérnulas blancas, auténtico mantel
de altar florido y perfumado, como no se encuentra ni siquiera en la catedral
de Saint—Martin de Tours. Luego, el santo hombre se arrodilló e hizo esta breve
oración:
—Buen Dios de Chemillé, ya ves lo que me sucede
y que este descreído va a obligarme a hacerle entrar en razón. Para hacerlo, no
necesito a nadie, pues tengo puños robustos y el derecho de mi parte... Quédate
pues aquí tranquilo contemplando nuestra batalla y no te pongas ni a favor ni
en contra. Su asunto estará rápidamente resuelto.
Una vez concluida su oración, se levantó y
comenzó a remangarse, lo que permitió ver después de sus manos, sus hermosas
manos de cura suaves y pulidas por las bendiciones, dos muñecas de panadero
fuertes como troncos de fresno. ¡Vlin! ¡Vlan! Del primer golpe, el carretero
tuvo la pipa rota entre los dientes. Del segundo se encontró tendido en el
fondo de la cuneta, avergonzado, molido, inmóvil. Después de lo cual el párroco
hizo retroceder la carreta, la colocó cuidadosamente a lo largo del talud, la
cabeza del caballo a la sombra de una morera, y se fue al trotecillo hacia su
enfermo, que encontró sentado entre dos cortinas de indiana, repuesto de su
fiebre como por milagro y abriendo una vieja botella de Vouvray espumoso, para
volver a la vida. Les dejo pensar si nuestro párroco le ayudó en la operación.
A partir de entonces, el Buen Dios de Chemillé
es muy popular en Turena, y es a Él al que todos los tureneses invocan en sus
disputas: “Buen Dios de Chemillé, no te pongas ni a favor ni en contra...”. Es
el auténtico Dios de las batallas, el Dios de Chemillé que no favorece a nadie
y deja a cada uno triunfar de acuerdo con su fuerza y su recto derecho. Por lo
que cuando luzca el día —ya sabéis amigos míos, lo que quiero decir— no es al
viejo Sabaoth, el sanguinario amigo de Augusta y de Guillaume, ese Sabaoth al
que se convence con Te Deum y misas cantadas, ¡no! No es a ése al que hay que
dirigir nuestras oraciones sino al Buen Dios de Chemillé, y he aquí lo que le
diremos:
oración
“Buen Dios de Chemillé,
los franceses te imploran. Ya sabes lo que esas gentes de allí nos han hecho...
Ahora la hora de la revancha ha llegado... Para tomarla, no necesitamos ni a Ti
ni a nadie, dado que esta vez tenemos buenos cañones, botones en todas nuestras
polainas y el derecho de nuestra parte. Quédate pues ahí bien tranquilo mirando
nuestra batalla, y no te pongas ni a favor ni en contra. El asunto de esos
bellacos estará rápidamente resuelto. Amén”.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar