Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)


Baladas en prosa:
La muerte del Delfín
(1866)
(“Ballades en prose: La Mort du Dauphin”)
Originalmente publicado en L’Événement
(13 de octobre de 1866);
Lettres de mon Moulin. Impressions et Souvenirs
(París: J. Hetzel et Ce., Éditeurs, 1869, 302 págs.), págs. 166-172.



      El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín va a morir... En todas las iglesias del reino el Santo Sacramento permanece expuesto día y noche, y grandes cirios arden permanentemente en pos de la curación del Real Infante.
       Las calles de la vieja Residencia están tristes y silenciosas; las campanas ya no suenan, los carruajes van al paso... En los accesos al palacio los burgueses observan, curiosos a través de las verjas, a los Guardas Suizos de doradas panzas conversando, en los patios, con gesto solemne.
       Todo el Palacio está consternado... Chambelanes y Mayordomos suben y bajan corriendo las escaleras de mármol... Las galerías están repletas de Pajes y Cortesanos, vestidos de seda, que van de un grupo a otro buscando noticias, en voz baja... Sobre las anchas escalinatas las afligidas Damas de Honor se hacen elaboradas reverencias, mientras secan sus ojos con hermosos pañuelos bordados.
       En el Invernadero se han dado cita, en asamblea, multitud de médicos con largas togas. Los vemos, a través de los cristales, agitar sus anchas y negras mangas e inclinar doctoralmente sus pelucas de rulos...
       El Gobernador y el Mozo de Cuadras del pequeño Delfín se pasean delante de la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Algunos Pinches de Cocina pasan junto a ellos sin saludarles. El Mozo de Cuadras jura como un pagano, el Gobernador recita versos de Horacio... Y mientras tanto, de allá, del lado de las cuadras, puede oírse un prolongado y lastimero relincho. Es el alazán del pequeño Delfín del que parecen haberse olvidado y quien se agita tristemente ante su comedero vacío.
       ¿Y el Rey? ¿Adónde está Su Majestad el Rey?... El Rey se encerró en una habitación, a solas, al otro lado del edificio... A las Majestades no les gusta que les vean llorar... Para la reina, es otra cosa... Sentada junto a la cabecera del pequeño Delfín, con su bello rostro bañado en lágrimas, solloza muy alto y en presencia de todos, tal y como haría una verdulera.
       En su litera de encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los cojines que le dan reposo, mantiene los ojos cerrados. Creemos que duerme; pero no. El pequeño Delfín no duerme... Se vuelve hacia su madre, y al ver que ésta llora, le dice:
       —¿Señora Reina, por qué lloráis? ¿Acaso consideráis seriamente que me voy a morir?
       La reina quiere responder. Los sollozos le impiden hablar...
       —¡Ea pues! No lloréis, Señora Reina; olvidáis que soy el Delfín, y que los Delfines no pueden morir así...
       La Reina solloza todavía más alto, y el pequeño Delfín comienza a asustarse.
       —¡Venga pues!, dice, no quiero que la muerte venga cogerme, y sabré impedirle que llegue hasta aquí... ¡Que se haga venir sin demora a cuarenta lanceros muy fuertes, y que monten guardia alrededor de nuestra cama!... ¡Que cien gruesos cañones velen noche y día, mecha encendida, bajo nuestras ventanas! Y... ¡Ay de la muerte, si osa acercársenos!...
       Para complacerlo, la reina hace un signo. Enseguida, podemos oír los gruesos cañones rodando en el patio; y cuarenta grandes lanceros, arma en mano, vienen a situarse alrededor de la cámara. Son veteranos soldadotes, de largos mostachos grises. El pequeño Delfín aplaude viéndolos. Reconoce a uno de ellos y le llama:
       —¡Lorrain!, ¡Lorrain!
       El soldado da un paso hacia la cama:
       —Te quiero mucho, mi viejo Lorrain, déjame ver un poco tu gran sable... Si la muerte quisiera llevarme, habríamos de matarla ¿no??
       Lorrain responde:
       —Sí, mi Señor...
       Mientras dos gruesas lágrimas fluyen por sus curtidas mejillas.
       En ese momento, el capellán se acerca al pequeño Delfín y le habla mucho tiempo en voz baja, mostrándole un crucifijo. El pequeño Delfín le escucha un tanto asombrado. De pronto le interrumpe y dice:
       —Comprendo bien lo que usted me cuenta, señor Abad: pero ¿no podría mi amigo Beppo morir en mi lugar, dándole mucho dinero?...
       El capellán continúa hablándole en voz baja, el aspecto del pequeño Delfín luce cada vez más contrariado... Cuando el capellán pareció haber terminado, el pequeño Delfín respondió con un largo suspiro:
       —Todo lo que usted me dice ahora es muy triste, señor Abad; pero una cosa me consuela, y es que allá arriba, en el paraíso de las estrellas, seré todavía el Delfín... Sé que el buen Dios es mi primo y que sabrá tratarme como corresponde a la altura de mi rango.
       Luego añade, volviéndose hacia su madre:
       —¡Que me traigan mis más bellos vestidos, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero hacerme fuerte ante los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.
       Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla nuevamente en voz baja... En medio de su discurso, el niño le interrumpe con cólera:
       —¿¡Pero entonces, grita, esto de ser Delfín, no sirve absolutamente para nada!?
       ... Y, sin querer atender a nada más, el pequeño Delfín se vuelve hacia la muralla, y llora amargamente.



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