Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)


El poeta Mistral (1866)
(“Le poète Mistral”)
Originalmente publicado en L’Événement
(21 de septiembre de 1866);
Lettres de mon Moulin. Impressions et Souvenirs
(París: J. Hetzel et Ce., Éditeurs, 1869, 302 págs.), págs. 207-225.



      Cuando el domingo último me levanté, de la cama, creí despertarme en la calle, del Faubourg-Montinartre. Llovía, el cielo estaba gris, el molino triste. Me dio miedo pasar en casa aquel día de lluvia, y al punto sentí deseos de ir a calentarme un poco a la de Federico Mistral, ese gran poeta que vive a tres leguas de mis pinos, en su villorrio de Maillane.
       Dicho y hecho: una estaca de rama de mirto, mi Montaigne, una manta, ¡y en marcha! Nadie en los campos... Nuestra hermosa Provenza católica deja a la tierra descansar el domingo... Los perros solos en los hogares, las granjas cerradas... De tarde en tarde, una galera de “ordinario” con el toldo chorreando; una vieja, cubierta la cabeza con su mantón de color de hoja seca; mulas en traje de gala, guarnición de esparto azul y blanco, madroños rojos, cascabeles de plata, conduciendo una carreta de gentes de las masías que van a misa; después, allá abajo, a través de la bruma, una barca en la roubine y un pescador de pie, lanzando su esparavel.
       No hubo medio de leer en el camino aquel día.
       Caía a torrentes la lluvia, y la tramontana la arrojaba a cubos al rostro... Hice la caminata de un tirón, y después de tres horas de andar, vi a la postre ante mí los tres cipresitos en medio de los cuales se resguarda la comarca de Maillane por temor al viento.
       Ni un gato en las calles de la aldea; todo el mundo estaba en misa mayor. Cuando pasé por delante de la iglesia, zumbaba el piporro, y vi relucir los cirios a través de las vidrieras de colores.
       La residencia del poeta está a lo último del, término municipal; es la postrera casa a la izquierda, en el camino de Saint—Reiny, una casita de un piso, con un jardín delante... Entro quedito... ¡Nadie! La puerta del salón está cerrada, pero oigo que detrás de ella anda alguien y habla en voz alta... Conozco muchísimo ese paso y esa voz... Me detengo un rato en el corredorcito enlucido con cal, puesta la mano en el pestillo de la puerta, muy emocionado. El corazón me palpita.
       Ahí está. Trabaja... ¿Debo esperar a. que —concluya la estrofa? ¡A fe mía, tanto peor! Entremos.
       ¡Ah, parisienses! Cuando el poeta de Maillane fue entré vosotros a enseñar a París su Mireya, y visteis a ese Chactas con traje de ciudad, con cuello recto, y sombrero alto, que le molestaba tanto como su gloria, habéis e reído que ese era Mistral... No; no era él. No hay nada más, que un Mistral en el mundo, el que sorprendí yo el domingo último en su lugarejo, con el sombrero de fieltro de alas anchas en la oreja, sin chaleco, de chaquetón, con su roja faja catalana ciñéndole los riñones, brillantes los ojos, con el fuego de la inspiración en las mejillas, magnífico con su dulce sonrisa, elegante como un pastor griego, y andando a paso largo, con las manos en los bolsillos, haciendo versos.
       —¡Cómo! ¿Eres tú? —gritó Mistral, incliándoseme de un salto al cuello.
       —¡Qué buena idea has tenido de venir! ... Precisamente, hoy es la fiesta de Maillane. Tenemos la música de Aviñón, toros, procesión, farándula; esto será magnífico... Mi madre va a volver de misa, almorzaremos y luego izas! nos vamos a ver como bailan las mozas, guapas.
       Mientras me hablaba, miré con emoción ese saloncito de papel claro, que hacía mucho tiempo que no había visto y donde he pasado ya tan hermosas horas. Nada estaba cambiado. Siempre el mismo sofá de cuadros amarillos, los dos sillones de paja, la Venus sin brazos y la Venus de Arlés en la chimenea, el retrato del poeta por Hébert, su fotografía por Esteban Carjat, y en un rincón, junto a la ventana, el escritorio, una pobre mesita de oficial del registro, enteramente cargada de libracos viejos y de diccionarios. En medio de esa mesa de despacho, vi un gran cuaderno abierto... Era Calendal, el nuevo poema de Federico Mistral, que debe aparecer este año el día de Navidad. Hace siete años que Mistral está trabajando en ese poema, y cerca de seis meses que escribió el último verso; sin embargo, no se atreve aún á separarse de él. Se comprende; siempre hay una estrofa que, pulir, una ritma más sonora que encontrar... Por más que Mistral escribe en provenzal, trabaja sus versos como si todo el mundo tuviese que leerlos en esa lengua y tenerle en cuenta sus esfuerzos de buen obrero... ¡Oh, valiente poeta! De Mistral hubiera podido también decir Montaigne: Acordaos de aquel a quien, como le preguntasen a qué venía tomarse tanto trabajo en un arte que no podía llegar a conocimiento sino de escasas personas, respondió: “Pocas necesito. Me sobra una. Me basta con ninguna.
       Tenía yo en las manos el cuaderno de Calendal, y hojeábalo lleno de emoción... De pronto, una banda de pífanos y tamboriles resonó en la calle delante de la ventana, y cátate a mi Mistral que corre al armario, saca de él vasos y botellas, arrastra la mesa al medio del salón, y abre la puerta a los músicos, diciéndome: —No te rías... Vienen a darme la alborada... Soy concejal.
       El saloncillo se llenó de gente. Pusieron los tamboriles encima de las sillas, la vieja bandera en un rincón, y circuló el vino trasañejo. Luego de beberse algunas botellas, a la salud de don Federico, de conversar gravemente acerca de la fiesta, de si la farándula será tan bonita como el año último, de si se portarán bien los toros, retíranse los músicos y van a dar la alborada a casa de los demás regidores.
       En ese momento llega la madre de Mistral.
       En un periquete ponen la mesa; un hermoso mantel blanco y dos cubiertos. Yo conozco los usos de la casa: sé que cuando Mistral tiene convidados, su madre no se sienta a la mesa... La pobre anciana sólo conoce el provenzal, y se las vería y desearía para hablar con franceses... Por otra parte, hace falta en la cocina.
       ¡Santo Dios, qué hermosa comida tuve aquella mañana! Un trozo de cabrito asado, queso de monte, mostillo, higos, uvas moscateles; todo ello rociado con ese magnífico Cháteau —neuf de los Papas, de un color rojo tan precioso en los vasos...
       A los postres, voy en busca del cuaderno del poema y lo pongo en la mesa delante de Mistral.
       —Habíamos quedado en salir —dijo sonriéndose el poeta.
       —¡No, no! ¡Calendal! ¡Calendal! Mistral se resigna, y con su voz musical y dulce, llevando el compás de los versos con la mano, la emprende con el canto primero:

De tina moza loca de amor,
Ahora que he dicho la triste aventura,
Cantaré, si Dios quiere, un hijo de Cassis,
Un pobrecito pescador de anchoas...

       Fuera tocaban a vísperas las campanas, estallaban los cohetes en la plaza, pasaban y repasaban pífanos y tamboriles por las calles. Mugían los toros de Camargue, que llevaban a lidiar.
       De codos en el mantel, con lágrimas en los ojos, escuché la historia del pescadorcillo provenzal.
       Calendal no es más que un pescador; el amor lo convierte en un héroe... Para conquistar el corazón de su amada, la hermosa Estérelle, emprende cosas milagrosas, y los doce trabajos de Hércules son nada en comparación de los suyos.
       Una vez, habiéndosele puesto en la cabeza hacerse rico, inventa formidables artes de pesca y se trae al puerto todos los pescados del mar. Otra vez, va a retar en su propio nido de águilas a un terrible bandolero de las gargantas de Ollionles, el conde Severan, entre sus matones y sus ganforras... ¡Vaya un mozo de temple ese mocito Calendal! Un día se encuentra en Sainte-Baume con dos partidas de artesanos que habían ido allí a solventar sus disputas a fuerza de grandes golpes de compás, encima del sepulcro del maestro Yago, un provenzal que hizo la armadura del templo de Salomón, sí solo llevan ustedes a mal. Calendal se arroja en medio de la carnicería y apacigua á los compañeros sólo con ¡Empresas sobrehumanas!... Había allá arriba, en las peñas de Lure, un bosque de cedros inaccesibles, donde jamás leñador alguno se había atrevido a subir.
       Va Calendal allí y se queda treinta días enteramente solo. Durante treinta días, óyese el ruido de su hacha, que resuena al hundirse en los troncos.
       Ruge la selva; uno a uno caen los viejos árboles gigantescos y ruedan al fondo de los abismos, y cuando baja Calendal, ya no queda ni un cedro en la montaña...
       Al fin y al cabo, en recompensa de tales hazañas, el pescador de anchoas consigue el amor de Estérelle, y es nombrado cónsul por los habitantes de Cassis. He ahí la historia de Calendal. Pero; qué importa Calendal? Lo que, ante todo, está vivo en el poema, es la Provenza, la Provenza del mar, la Provenza de la montaña, eón su historia, sus costumbres, sus leyendas, sus paisajes, todo un pueblo candoroso y libre que ha encontrado su gran poeta antes de morir...
       Y ahora, ¡trazad caminos de hierro, plantad postes de telégrafos, expulsad la lengua provenzal de las escuelas! ¡Provenza vivirá eternamente en Mireya y en Calendal! —¡ Basta de poesía! —dijo Mistral, cerrando su cuaderno. —Hay que ir a ver la fiesta.
       Salimos. Todo el pueblo estaba en las calles; un ramalazo de cierzo había despejado el cielo, el cual brillaba alegremente sobre las rojas techumbres, mojadas por la lluvia. Llegamos a tiempo de ver de regreso la procesión. Durante una hora fue aquello un interminable desfile de penitentes con capirotes, penitentes blancos, penitentes azules, penitentes grises, cofradías de muchachas con velo, estandartes rojos con flores de oro, grandes santos de madera desdorados y conducidos en cuatro hombros, santas de loza coloridas como ídolos, con grandes ramos en la mano, capas de coro, incensarios, doseles de terciopelo verde, crucifijos rodeados de seda blanca; todo esto ondulando al viento, entre la luz de los cirios y la del sol, en medio de salmos, de letanías y de las campanas, que tocaban a rebato.
       Concluida la procesión y vueltos á poner los santos en sus capillas, fuimos a ver los toros, después los juegos en la era, las luchas de hombres, los tres saltos, el ahorcagato, el juego del odre y todo el regocijado aparato de las fiestas de Provenza... Caía la noche cuando regresamos a Maillane. En la plaza, frente al cafetín donde va Mistral por la noche a jugar su partida con su amigo Zidore, hablan encendido una gran hoguera... Organizábale la farándula Faroles de papel recortado alumbraban por todas partes entre la obscuridad; la juventud tomaba puesto, y bien pronto, a un redoble de los tamboriles, comenzó alrededor de las llamas un corro loco, estrepitoso, que había de durar toda la noche.
       Después de cenar, demasiado rendidos de cansancio para correr otra vez, subimos a la alcoba de Mistral. Es un modesto dormitorio de campesino, con dos grandes camas. Las paredes no tienen papel; se ven descubiertas las vigas del techo... Hace cuatro años, cuando la Academia otorgó al autor de Mireya el premio de tres mil francos, se le ocurrió a la señora Mistral una idea.
       —¿No te parece que hagamos empapelar y poner cielo raso en tu alcoba? —preguntó a su hijo.
       —¡No, no! —respondió Mistral. —Esto es el dinero de los poetas; no se le puede tocar.
       Y el dormitorio quedó desnudo. Pero en tanto que duró el dinero de los poetas, los que han acudido a Mistral siempre han encontrado abierta su bolsa...
       Me había yo llevado a la alcoba el manuscrito de Calendal, y quise hacer que me leyese otro pasaje antes de dormirme. Mistral eligió el episodio de la loza. Helo aquí en pocas palabras: Hay una gran comida, no sé dónde. Ponen en la mesa una magnífica vajilla de loza de Moustiers. En el fondo de cada plato hay un asunto provenzal, dibujado en azul sobre el vidriado; toda la historia regional está allí dentro.
       Así es de ver con cuánto amor está descrita esa hermosa vajilla de loza; una estrofa para cada plato, otros tantos poemitas de un trabajo sencillo y erudito, acabados como una descripción de Teócrito.
       Mientras que Mistral me recitaba sus versos en aquella hermosa lengua provenzal, latina en, mas de sus tres cuartas partes, hablada antaño por las reinas y que hoy sólo comprenden los frailes, admiraba yo en mi interior a ese hombre. Y recapacitando el estado de ruina en que halló su lengua materna y lo que con ella ha hecho, me figuraba uno de esos vetustos palacios de los príncipes de Baux que se ven en los Alpilles: sin techo, sin balaustradas en las escalinatas, sin vidrios en las ventanas, roto el trébol de las ojivas, corroído por el moho el escudo de las puertas; gallinas picoteando en el patio de honor, cerdos revolcándose bajo las esbeltas columnillas de las galerías, el asno paciendo dentro de la capilla, donde crece la hierba, las palomas acudiendo a beber en las grandes pilas de agua bendita, colmadas, de agua de lluvia, y por último, entre esos escombros dos o tres familias de labriegos que han construido chozas a los lados del viejo palacio.
       Y luego llega un día en que el hijo de uno de esos campesinos préndase de esas grandes ruinas y se indigna al verlas así profanadas; á toda prisa expulsa el ganado fuera del patio de honor, y viniendo en su ayuda las hadas, por sí solo reconstruye la monumental escalera, vuelve a poner tableros en las paredes y vidrieras en los ventanajes, reedifica las torres, vuelve a dorar la sala del trono y pone en pie el vasto palacio de otros tiempos, donde se hospedaron papas y emperatrices.
       Ese palacio restaurado es la lengua provenzal.
       Ese hijo de labriego es Mistral.



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