Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)
La arlesiana (1866)
(“L’Arlésienne”)
Originalmente publicado en L’Événement (31 de agosto de 1866);
Lettres de mon Moulin. Impressions et Souvenirs
(París: J. Hetzel et Ce., Éditeurs, 1869, 302 págs.), págs. 59-69.
Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se
pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de
un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de
agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada
irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los
fardos y algunos haces de heno que sobresalen...
¿Por qué me había impresionado aquella casa?
¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo,
y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su
alrededor... Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían
sin gritar... Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un
cascabel de mula... De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el
humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.
Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y,
para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los
almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos
acababan de cargar una carreta de heno... El portón estaba abierto. Eché una
mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de
piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una
chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados... Me detuve. Uno de los
hombres me dijo en voz baja: “¡Chut! Es el patrón... Está así desde que ocurrió
la desgracia de su hijo.”
En ese instante, una mujer y un muchacho,
vestidos de negro, pasaron cerca de nosotros con gruesos devocionarios de
cantos dorados, y entraron en la hacienda. El hombre añadió: “Son la patrona y
Cadet, que vuelven de misa. Van todos los días desde que el chico se mató...
¡Ah! señor, ¡qué tristeza!... El padre lleva aún la ropa del fallecido; no hay
forma de que se la quite... ¡Dia! ¡hue! ¡mula!”. La carreta se movió para
marcharse. Yo, que quería saber más cosas, le pedí al carretero que me dejara
subirme a su lado, y ya arriba, entre el heno, tuve conocimiento de esta
desgarradora historia...
Se llamaba Jan. Era un admirable agricultor de
veinte años, prudente como una chica, fuerte y de rostro franco. Como era muy
guapo, las mujeres lo miraban; pero él sólo llevaba una en la cabeza, una
pequeña arlesiana, vestida de terciopelo y encajes, que había encontrado un día
en la Plaza de Arles. En la hacienda no vieron esta relación con buenos ojos,
al principio. La chica pasaba por ser muy coqueta y además los padres no eran
de la región. Pero Jan quería a su arlesiana a toda costa. Decía: “Me moriré si
no me la dan.” Tuvieron que ceder. Se decidió que se casarían después de la
siega. Un domingo por la tarde, la familia acababa de cenar en el patio de la
finca. Era casi un banquete de bodas. La novia no estaba presente, pero se
había bebido en su honor todo el tiempo... Un hombre se presenta en la puerta
y, con voz temblorosa, pide hablar con el patrón Estève a solas. Estève se
levanta y sale a la carretera:
—Patrón —le dice el hombre— va usted a casar a
su hijo con una desvergonzada que ha sido mi amante durante dos años. Esto que
estoy diciendo puedo probarlo: ¡aquí tiene sus cartas!... sus padres lo saben
todo y me la habían prometido, pero desde que su hijo la busca, ni ellos ni la
bella quieren saber nada de mí... Yo creía que después de lo nuestro, no podía
ser la mujer de otro...
—Está bien —dice el patrón Estève después de
mirar las cartas —entre a tomarse un vaso de moscatel.
El hombre responde: “¡No, gracias! Tengo más
pena que sed.” Y se va. El padre vuelve a entrar, impasible; ocupa su lugar en
la mesa y la cena termina alegremente... Aquella noche, el patrón Estève y su
hijo se fueron juntos por los campos. Permanecieron bastante rato fuera; cuando
regresaron, la madre los estaba esperando: “Mujer —dice el hacendado
acercándole a su hijo— ¡abrázalo! ¡está sufriendo!...”
Jan no volvió a hablar de la arlesiana. Seguía
amándola no obstante, e incluso más que nunca, desde que se la habían mostrado
en brazos de otro. Pero era demasiado orgulloso para decir nada; eso fue lo que
lo mató, ¡pobre chico!... A veces, pasaba los días enteros en un rincón, sin
moverse. Otros días se ponía a trabajar la tierra con rabia y hacía él solo el
trabajo de diez jornaleros... Cuando llegaba la noche, tomaba la carretera
hacia Arles y caminaba hasta que veía surgir en el atardecer los gráciles
campanarios de la ciudad. Entonces se daba la vuelta. Nunca fue más allá. Al
verlo así, siempre triste y solo, la gente de la hacienda no sabía qué hacer.
Temían una desgracia... Un día, estando a la mesa, la madre le dice mirándolo
con los ojos arrasados en lágrimas: “Escucha Jan, si la quieres a pesar de
todo, te la daremos...”. El padre, rojo de vergüenza, bajaba la cabeza. Jan
hizo un gesto negativo, y salió...
A partir de aquel día cambió su forma de vivir
simulando estar siempre alegre para tranquilizar a sus padres. Volvieron a
verlo en el baile, en la taberna, en los hierres. En la votación de Fonvielle,
fue él el que encabezó la farándola. El padre decía: “Ya está curado”. La madre
por su parte, seguía estando preocupada y vigilaba a su hijo más que nunca...
Jan dormía con Cadet, muy cerca del criadero de gusanos de seda; la pobre vieja
hizo que colocaran una cama al lado de la habitación de sus hijos...
Llegó la fiesta de san Eloy, patrón de los
agricultores. Gran fiesta en la hacienda... Hubo châteauneuf para todo el mundo
y vino cocido como si cayera del cielo. Y petardos, fuegos artificiales en la
era, y farolillos de colores en todos los almeces. Bailaron farándolas hasta
agotarse. Cadet se quemó su camisa nueva. Jan parecía contento; quiso invitar a
su madre a bailar; la pobre mujer lloraba de felicidad. A las doce fueron a
acostarse. Todo el mundo necesitaba dormir. Pero Jan no dormía. Cadet contó
después que había estado sollozando toda la noche. Al día siguiente, de
madrugada, la madre oyó a alguien cruzar su habitación corriendo. Tuvo un
presentimiento: “Jan, ¿eres tú?” Jan no respondió, estaba ya en la escalera.
Rápidamente la madre se levanta: “¿Adónde vas, Jan?” Él sube al granero; ella
sube detrás: “¡En nombre del Cielo, hijo mío!”. Él cierra la puerta y echa el
cerrojo. “Jan, mi Janet, contéstame. ¿Qué vas a hacer?” A tientas, con sus
viejas manos temblorosas busca el picaporte... Una ventana se abre, se oye el
golpe de un cuerpo caer sobre las losas del patio, y eso es todo... El pobre
chico se había dicho: “La amo demasiado... Me voy...” ¡Ah! ¡qué miserables
somos! Sin embargo, es un poco fuerte que el desprecio no pueda matar al
amor...
Aquella mañana las gentes del pueblo se
preguntaban quién podía gritar así, allá, en dirección a la hacienda de
Estève... En el patio, ante una mesa de piedra cubierta de rocío y de sangre,
la madre se lamentaba con su hijo muerto sobre sus brazos.
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