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Alphonse Daudet I Es víspera de Navidad en una gran ciudad de
Baviera. Por las calles blanqueadas por la nieve, en la confusión de la niebla,
el ruido de los coches y de las campanas, la gente se apretuja feliz, ante los
asadores al aire libre, las barracas, los tenderetes. Rozando con un toque
ligero las tiendas engalanadas y floridas, ramas de acebo verde o abetos
enteros cargados de adornos pasan llevados en brazos, por encima de todas las
cabezas, como una sombra de los bosques de Turingia, como un recuerdo natural
entre la vida artificial del invierno. Cae la tarde. Allá lejos, tras los
jardines de la Residencia, se ve aún el resplandor del ocaso rojo a través de
la bruma, y hay por la ciudad tal alegría, tantos preparativos de fiesta, que
cada luz que se enciende tras los cristales parece colgar de un árbol de
Navidad. Y es que hoy no es una Navidad cualquiera. Estamos en el año de gracia
de 1870, y el nacimiento de Cristo no es sino un pretexto más para beber en
honor del ilustre Von der Than y celebrar el triunfo de los soldados bávaros.
¡Navidad! ¡Navidad! Hasta los judíos del arrabal están alegres. Ahí tienen al
anciano Augustus Cahn que da la vuelta a la esquina del “Racimo azul”. Sus ojos
de hurón no han brillado nunca como esta noche. Su pequeña barba aborrascada no
se ha movido nunca tan alegremente. Sobre su manga, desgastada por las cuerdas
de las talegas, lleva una pequeña cesta llena hasta el borde, cubierta con una
servilleta oscura, de la que sobresalen el cuello de una botella y una rama de
acebo. ¿Qué demonios piensa hacer el viejo usurero con todo eso? ¿Es que
también él piensa celebrar la Navidad? ¿Habrá reunido a sus amigos, a su
familia para brindar por la patria alemana?... No. Todo el mundo sabe que el
viejo Cahn no tiene patria. Su Vaterland es su caja de caudales. Tampoco tiene
familia, ni amigos; sólo tiene deudores. Sus hijos, o más bien sus asociados,
se marcharon hace tres meses con el ejército. Trafican allá tras los furgones
de la landwehr, vendiendo aguardiente, comprando relojes y, las noches de batalla,
yendo a revolver los bolsillos de los muertos, o a reventar las bolsas caídas
en las cunetas de las carreteras. Demasiado viejo para acompañar a sus hijos,
el señor Cahn se ha quedado en Baviera donde realiza buenos negocios con los
prisioneros franceses. Siempre merodeando alrededor de los campamentos de
barracas, él es el que rescata los relojes, los cordones con herretes, las
medallas, los bonos de Correos. Se le ve entrar en los hospitales fijos y en
los de campaña. Se acerca a la cama de los heridos y les pregunta en voz baja
en su horrible jerga: “¿Tiene usted algo que vender?” Y, si en este instante lo
ven caminar tan rápido con su cesta al brazo, es porque el hospital militar
cierra a las cinco, y hay dos franceses que lo esperan allá en aquel enorme
edificio de ventanas enrejadas y estrechas donde la
Navidad no tiene para iluminar su velada nada más que las pálidas lamparillas
que guardan la cabecera de los moribundos... II Aquellos dos franceses se llaman Salvette y
Bernadou. Son dos cazadores de a pie, dos provenzales del mismo pueblo,
enrolados en el mismo batallón y heridos por el mismo obús. Sólo que Salvette
tiene la vida más dura y ya empieza a levantarse, a dar unos pasos desde su
cama a la ventana. Bernadou no quiere curarse. Entre las cortinas amarillentas
de su lecho de hospital, su rostro parece cada vez más demacrado, más lánguido
cada día; y cuando habla de su país, del regreso, no es sino con la triste
sonrisa de los enfermos, en la que hay más resignación que esperanza. Hoy, no obstante,
se ha animado un poco pensando en esa hermosa fiesta de Navidad que, en el
medio rural de Provenza, se parece a un gran fuego de alegría encendido en
mitad del invierno; pensando en la salida de la
Misa del Gallo, con la iglesia adornada e iluminada; en las calles del pueblo
llenas de gente; luego en la larga velada alrededor de la mesa con los tres
blandones tradicionales, el alioli, los caracoles y la bonita ceremonia del
cacho fio (el tronco de Navidad) que el abuelo pasea alrededor de la casa y riega
con vino cocido. III Aquella medianoche solemne, que suena en todos
los campanarios de la ciudad, cae lúgubremente sobre la noche blanca de los
enfermos. La sala de hospital está silenciosa e iluminada sólo por las
lamparillas que cuelgan del techo. Grandes sombras errantes flotan sobre los
lechos y los muros desnudos, con un balanceo constante que parece la
respiración fatigada de todas las personas allí tendidas. Por momentos, hay
sueños que hablan en alto, pesadillas que gimen, mientras que desde la calle
suben un ruido vago, pasos, voces, confundidos en la noche sonora y fría como
bajo el atrio de una catedral. Se percibe la prisa recoleta, el misterio de una
fiesta religiosa que atraviesa la hora del sueño y pone en la ciudad apagada el
resplandor sordo de las farolas y el ardor suavizado de las vidrieras de
iglesia. Literatura
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