Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)


Baladas en prosa:
El subprefecto en el campo
(1866)
(“Ballades en prose: Le Sous-préfet aux champs”)
Originalmente publicado en L’Événement
(13 de octobre de 1866);
Lettres de mon Moulin. Impressions et Souvenirs
(París: J. Hetzel et Ce., Éditeurs, 1869, 302 págs.), págs. 173-180.



      El señor subprefecto está de expedición. Con el cochero delante y él lacayo a la zaga, el coche de la subprefectura le lleva majestuosamente a la Exposición regional de La—Combe—aux——Fées. En ese día memorable el señor subprefecto se ha puesto la hermosa casaca bordada, el sombrerito apuntado, el pantalón estrechó con galón de plata y la espada de gala con puño de nácar. En sus rodillas descansa una gran cartera de piel de zapa con relieves, y la contempla tristemente.
       El señor subprefecto mira con tristeza su cartera de zapa estampada en hueco; piensa en el famoso discurso que pronto ha de tener que pronunciar en presencia de los habitantes de La—Combe—aux— Fées.
       —Señores y queridos administrados.
       Pero, por más que atusa las rubias y sedosas patillas, y repite veinte veces seguidas: Señores y queridos administrados, no se le ocurre la continuación del discurso.
       No se le ocurre la continuación del discurso...
       ¡Hace tanto calor dentro de aquel coche! ...
       Hasta perderse de vista, el camino de La—Combe—aux—Fées está lleno de polvo, bajo el sol de mediodía. El aire abrasa... y sobre los olmos de orillas del camino, enteramente cubiertos de blanco polvo, millares de cigarras se desprenden de un árbol a otro.
       De pronto se estremece el señor subprefecto. Allá abajo, al pie de una ladera, acaba de ver un verde robledal que parece hacerle señas.
       El bosquecillo de carrascas parece hacerle, señas:
       —Venga usted aquí, señor subprefecto, para componer su discurso estará usted mucho mejor al pie de mis árboles.
       El señor subprefecto queda seducido, apéase del coche y dice a sus gentes que le aguarden que va a componer su discurso en el pequeño robledo.
       En el bosquecillo de verdes carrascas hay aves, violetas y fuentes bajo la fina hierba... Cuando ven al señor subprefecto con sus lindos pantalones y su cartera de zapa estampada, los pájaros tienen miedo y dejan de cantar, las fuentes no se atreven a meter ruido y las violetas se esconden entre el césped., Toda esa gentecilla menuda jamás ha visto a un subprefecto, y pregúntase en voz baja quién será ese gran señor que se pasea con pantalón de plata.
       Bajo el follaje pregúntanse en voz baja quién es ese señor con pantalón de plata. Mientras tanto el señor subprefecto, encantado con el silencio y la frescura del bosque, se levanta los faldones de la casaba, deja encima de la hierba el sombrero apuntado y toma asiento en el musgo al pie de una encina joven. Luego abre en las rodillas la gran cartera de piel de zapa con relieves y saca de ella un ancho pliego de papel ministro.
       —¡Es un artista! —dice la curruca.
       —No —contesta un pajarillo —no es un artista, puesto que lleva pantalón de plata, es más bien un príncipe.
       —Es más bien un príncipe —repite otro pajarito.
       —Ni un artista, ni un príncipe —interrumpe un viejo ruiseñor, que ha estado cantando una temporada en los jardines de la subprefectura.
       —Yo sé quién es: es... ¡un subprefecto! Y en todo el bosquecillo se oye cuchichear: —¡ Es un subprefecto! ¡Un subprefecto!
       —¡Qué calvo está! —observa una alondra muy moñuda.
       Las violetas preguntan:
       —¿Es mala persona?
       —¿Es mala persona? —preguntan las violetas.
       El viejo ruiseñor responde:
       —¡No es del todo malo! Y con esta seguridad, los pájaros vuelven ponerse a cantar, las fuentes á correr y las violetas a embalsamar el aire, como si aquel señor no estuviese allí.
       Impasible en medio de todo aquel grato barullo, el señor subprefecto invoca en su corazón a la Musa de los comicios agrícolas, y lápiz en ristre, comienza a declamar con su voz de ceremonia:
       —Señores y queridos administrados...
       Señores y queridos administrados —dice el subprefecto, con su voz de ceremonia.
       Una carcajada le interrumpe, vuelve la cabeza y sólo ve un gran pico verde que lo mira riéndose, de patas en el sombrero apuntado, El subprefecto se encoge de hombros y quiere continuar su discurso.
       Pero el pico verde lo interrumpe, y le grita desde lejos:
       —¿Para qué sirve eso? ¿Para qué sirve eso? —dice el subprefecto, poniéndose encarnado, y echando con un ademán a aquel pájaro atrevido, prosigue a más y mejor: Señores y queridos administrados —prosigue a mas y mejor el subprefecto.
       Pero cátate que entonces se yerguen hacia él las violetas desde la punta de sus tallos, y le dicen con dulzura: —Señor subprefecto, ¿nota usted qué bien olemos? Y las fuentes le dan bajo el musgo una música divina, y entre las ramas, por encima de su cabeza, bandadas de cucurrucas acuden á cantarle sus aires más bonitos, y todo el bosquecillo conspira para impedirle componer su discurso.
       Todo el bosquecillo conspira para impedirle componer su discurso.
       El señor subprefecto, marcado de aromas, ebrio de música, en vano trata de resistir el nuevo encanto que le invade. Se pone de codos de la hierba, se desabrocha la hermosa casaca; y tartamudea otras dos o tres veces: —Señores y queridos administrados. Señores y queridos adminis... Señores y queridos...
       Luego envía al demonio los administrados, y la Musa de los comicios agrícolas no tiene más remedio que taparse el rostro.
       Cúbrete el rostro, ¡oh! Musa de los comicios agrícolas! Cuando al cabo de una hora las gentes de la subprefectura, intranquilos por su señor, entran en el bosquecillo, Ven un espectáculo que les hace retroceder con horror. El señor subprefecto estaba echado boca abajo encima de la hierba, despechugado como un bohemio. Habíase quitado la casaca, y mascando violetas, el señor subprefecto hacía versos.



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