Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)


Los Viejos (1868)
(“Les Vieux”)
Originalmente publicado en el periódico Le Figaro
( 23 de octubre de 1868);
Lettres de mon Moulin. Impressions et Souvenirs
(París: J. Hetzel et Ce., Éditeurs, 1869, 302 págs.), págs. 70-96.



      —¿Una carta, tío Azam?
       —Sí, señor... ésta viene de París.
       ¡Y poco orgulloso estaba el buen tío Azam de que ésta viniese de París! Yo no. Algo me decía que aquella parisiense de la calle de Juan Jacobo, al caer en mi mesa tan de improviso y tan temprano, iba a hacerme perder toda la mañana. No me equivoqué, y si no, vedlo: “Amigo mío: Necesito que me hagas un favor.
       Cierra por un día tu molino, y véte a escape a Eygnières. Eygnières es un lugarón a tres o cuatro leguas de tu residencia, un paseo, como quien dice. Al llegar, preguntas por el convento de las huérfanas. A continuación del convento, la primera casa es una de un solo piso, que tiene postigos grises y un jardinillo detrás. Entra sin llamar, la puerta está siempre abierta, y al entrar grita fuerte: —¡ Buenos días, buena gente! Soy amigo de Mauricio. —Entonces verás dos viejecitos, ¡oh! pero viejos, reviejos, archiviejos, echarte los brazos desde el fondo de sus grandes sillones, y los abrazas de mi parte, de todo corazón, como si fuesen cosa tuya. Luego charlaréis, te hablarán de mí, nada más que de mí, te contarán mil chocheces, que debes escuchar sin reírte. ¿No te reirás, eh? Son mis abuelos, dos seres para los cuales yo soy toda su vida, y que no me han visto desde hace diez años. ¡Mira tú que diez años ya tienen días! Pero, ¿qué quieres? Me tiene cogido París, y a ellos la edad avanzada. Son tan viejos, que si viniesen a verme, se quebraban en el camino. Por fortuna, mi querido molinero, estás tú por ahí abajo, y al abrazarte, los pobres creerán en cierto modo que me abrazan a mí mismo. ¡Les he hablado tan a menudo de nosotros y de nuestra buena amistad! ¡Llévese el diablo la buena amistad! Precisamente aquella mañana hacía un tiempo admirable, pero poco a propósito para andar por los caminos, demasiado mistral y excesivo sol, un verdadero día de Provenza. Cuando llegó aquella maldita carta había ya elegido mi abrigo (cagnard) entre dos rocas, y soñaba con permanecer allí todo el día como un lagarto, embriagándome de luz y oyendo cantar los pinos. En fin, ¿qué hemos de hacerle? Cerré el molino refunfuñando, y puse la llave debajo de la gatera. Cogí el garrote y la pipa, y andando.
       Llegué a Eygnières a eso de las dos. El villorrio estaba desierto, todo el mundo en el campo. En los olmos, cerca a la acequia, blancos de polvo, cantaban las cigarras como en pleno Crau. En la plaza de la Alcaldía estaba un asno tomando el sol, y en la fuente de la iglesia una bandada de palomas, pero ni un alma para indicarme el convento de las huérfanas. Por fortuna, aparecióseme de pronto un hada vieja, hilando en cuclillas junto al quicio de su puerta, le dije lo que buscaba, y como aquella hada era muy poderosa, no tuvo más que levantar la rueca, y enseguida se alzó ante mí, como por magia, el convento de las huérfanas. Era un caserón destartalado y oscuro, muy orgulloso de ostentar sobre su pórtico ojival una vetusta cruz de arenisca roja, con un poco de latín alrededor. Junto a aquella casa, vi otra más pequeña, postigos grises, el jardín detrás.
       La conocí enseguida, y entré sin llamar.
       En toda mi vida se me despintarán aquel largo corredor fresco y tranquilo, la pared pintada de color de rosa, el jardinillo que oscilaba en el fondo a través de una cortina de color claro, y en todos los tableros flores y violines descoloridos. Parecíame llegar a casa de algún antiguo bailío de los tiempos de Maricastaña. Al fin del pasillo, a la izquierda, por una puerta entornada se oían el tic tac de un gran reloj y una voz infantil, pero de niño de la escuela, que leía parándose en cada sílaba: En... ton... ces San... I... re... ne... o... ex...cla...mó:... Yo... soy... el... tri... go ... del.... Se... ñor... Es... me... nes... ter... que... me... tri... tu... ren... las... mue... las... de... es... tos... a... ni... ma... les... Me aproximé con tiento a aquella puerta y miré.
       Entre el sosiego y la media luz de un cuartito, un buen anciano de pómulos rojos, arrugado hasta la punta de los dedos, dormía en el fondo de un sillón, con la boca abierta y las manos en las rodillas. a sus pies, una niñita vestida de azul, esclavina grande y capillo pequeño, el traje de las huérfanas, leía la Vida de San Ireneo en un libro mayor que ella. Esta lectura milagrosa había obrado sobre toda la casa. El viejo dormía en su sillón, las moscas en el cielo raso y los canarios en sus jaulas, allá abajo, en la ventana.
       El gran reloj zumbaba, tic tac, tic tac. En toda la estancia no había despierto nada más que un gran haz de luz que entraba derecho y blanco por entre los postigos cerrados, lleno de chispas vivientes y de valses microscópicos. En medio del adormecimiento general, la niña continuaba su lectura con aire grave: Al... pun... to... dos... le... o... nes se... a... rro... ja... ron... so... bre... él... y... lo... de... yo...ra... ron... En ese momento entré yo. Los leones de San Ireneo, precipitándose dentro de la habitación, no hubieran producido allí más asombro del que yo produje. ¡Un verdadero golpe teatral! La pequeña exhala un grito, cáese el librote, se despiertan los canarios y las moscas, el viejo se yergue sobresaltado, despavorido y turbado yo mismo un poco, me detengo en el umbral gritando muy fuerte: —¡Buenos días, buenas gentes, soy amigo de Mauricio! ¡Oh! Entonces, si hubieseis visto al pobre viejo, si le hubieseis visto venir hacia mí, con los brazos extendidos, abrazarme, apretarme las manos, correr trastornado por el cuarto, diciendo:
       —¡Dios mío, Dios mío! Reíansele todas las arrugas de la cara. Estaba' rojo. Tartamudeaba.
       —¡Ah, caballero! ¡Ah, caballero!
       Luego se iba al fondo, llamando:
       —¡Mamette! Abrese una puerta, suena por el pasillo un trotecito de ratón. Era Mamette.
       Nada tan lindo como aquella viejecita con su gorro de casco, su hábito carmelita y el pañuelo bordado, que tenia en la mano por honrarme, a la antigua, usanza. ¡Cosa enternecedora: se asemejaban! Con papelina y cocas amarillas, también él hubiera podido llamarse Mamette. Sólo que la verdadera Mamette había debido llorar mucho en su vida, y aun estaba más arrugada que la otra. También, como la otra, tenía junto a sí una niña del asilo de huérfanas, guardianita con esclavina azul que jamás la abandonaba, y el ver esos viejos protegidos por esas huérfanas, era lo más, conmovedor que imaginarse pueda.
       Al entrar había comenzado Mamette por hacerme una gran reverencia; pero el viejo le cortó por la mitad la susodicha reverencia con cuatro palabras.
       —Es amigo de Mauricio.
       Y cátate que enseguida tiembla, llora, pierde el pañuelo, se pone encarnada, muy roja, aun más roja que él.
       —¡Esos viejos! No tienen mas que una gota de sangre en las venas, y á la menor emoción se les sube a la cara.
       —¡Pronto, pronto una silla! —dice la vieja a su niña.
       —¡Abre los postigos! —grita el viejo a la suya.
       Y cogiéndome cada cual por una mano, lleváronme de un trote a la ventana, abierta de par en par, con objeto de verme mejor. Acercan los sillones, me instalo entre ambos en una silla de tijera, se ponen detrás de nosotros, las dos niñas de azul, y comienza el interrogatorio.
       —¿Cómo está? ¿Qué hace? ¿Por qué no viene? ¿Está contento?
       Y patatín, y patatán. Así durante dos horas.
       Respondí lo mejor que pude a todas las preguntas, diciendo acerca de mi amigo los detalles de que era sabedor, inventando descaradamente los que no sabía, y guardándome sobre todo, de confesar que nunca había reparado en si cerraban bien sus ventanas, o de qué color era el papel de su cuarto.
       —¡El papel de su cuarto! Es azul, señora, azul claro con guirnaldas.
       —¿Verdad? —exclamaba enternecida, la pobre vieja.
       Y dirigiéndose a su marido, añadía:
       —¡Es tan buen muchacho!...
       —Oh, sí, es un buen muchacho —repetía el otro con entusiasmo.
       Y todo el tiempo que yo hablaba había entre ellos meneos de cabeza, sonrisitas maliciosas, guiños de ojos, aires de valor entendido. O bien, el viejo que se me acercaba para decirme: —Hable usted más fuerte. Es un poco dura de oído.
       Y ella por su parte:
       —Un poco más alto, se lo ruego. Es un poco teniente.
       Entonces alzaba yo la voz, y ambos me daban las gracias con una sonrisa, y entre esas marchitas sonrisas con que se inclinaban hacia mí, buscando en el fondo de mis ojos la imagen de su Mauricio, conmovíame el hallar yo mismo aquella imagen, vaga, velada, casi imperceptible, cual si viese a mi amigo sonreírseme, muy lejos, entre una bruma.
       De pronto se endereza el viejo en el sillón.
       —¿A que no sabes en qué estoy pensando, Mamette? ¡Quizá no habrá almorzado!
       Y Mamette, trastornada, alzando los ojos al Cielo:
       —¡ Sin almorzar! ¡Santo Dios! Creí que aun se trataría de Mauricio, é iba a responder que ese buen, muchacho nunca se retrasaba más del mediodía para ponerse a la mesa. Pero no, era de mí de quien se hablaba. Y eran de ver las idas y venidas cuando confesé que aun estaba yo en ayunas:
       —¡Pronto, el cubierto, azulitas! La mesa en, medio del cuarto, el mantel del domingo, los platos de flores. No os riáis tanto, haced el favor, y despachemos de prisita.
       Creo que, en efecto, se apresuraron. Apenas en el tiempo preciso para romper tres platos, encontróse servido el almuerzo.
       —¡Un buen almuercito! —me decía Mamette al llevarme a la mesa —sólo que es únicamente para usted. Nosotros hemos comido ya esta mañana.
       A cualquiera hora que se coja a esos pobres viejos, siempre resulta que han comido por la mañana.
       El buen almuercito de Mamette consistía en dos dedos de leche, unos dátiles y una barquette, una cosa así como un pestiño, algo con que alimentarse ella y sus canarios lo menos durante ocho días. ¡Y decir que yo solo di fin a todas aquellas provisiones! Así, pues, ¡qué indignación en torno de la mesa! ¡Cómo cuchicheaban las azulitas, dándose con el codo! Y allá abajo, en el fondo de sus jaulas, cómo parecían decirse los canarios: ¡Oh! ¿Pues no se come ese señor todo el pestiño de una sentada? En efecto, me lo comí todo y casi sin darme cuenta de ello, ocupado como estaba en mirar a mi alrededor en aquella estancia clara y apacible, donde flotaba como un olor a cosas antiguas. Había, sobre todo, dos camitas de las cuales no podía separar los ojos. Figurábame esos lechos, casi como dos cunas, a la hora del alba, cuando aun están, sepultados bajo sus grandes cortinajes de cenefas. Dan las tres de la madrugada. Es la hora en que todos los viejos se despiertan:
       —¿Duermes, Mamette?
       —No, querido.
       —¿No es verdad que Mauricio es un buen muchacho?
       —¡Oh, sí! Es un buen muchacho.
       Y así por el estilo, una charla entera imaginábame yo, sólo con haber visto esas dos camitas de viejo, alzadas una junto a otra. Durante este tiempo al extremo opuesto de la habitación ocurría un drama terrible delante del armario. Tratábase de alcanzar allá arriba, en la última tabla, cierto frasco de cerezas en aguardiente que esperaba a Mauricio diez años ha, y con cuya apertura quisieron, obsequiarme. A pesar de las súplicas de Mamette, el viejo se había empeñado en ir a buscar él mismo las cerezas, y subido en una silla, con gran espanto de su mujer, trataba de llegar allá arriba. Figuraos el cuadro; el viejo temblaba, y empinábase; las niñas de azul, agarradas a la silla de éste, detrás de él Mamette, jadeante, con los brazos tiesos, y sobre todo esto un leve aroma de bergamota que exhalan desde el armario abierto grandes pilas de ropa blanca amarillenta. Era encantador.
       Al fin, tras muchos esfuerzos, logróse sacar del armario el famoso frasco y con él un antiguo vasito de plata todo abollado, el vaso de Mauricio cuando era pequeño. Me lo llenaron1de cerezas hasta el borde, ¡le gustaban tanto a Mauricio las cerezas! Y al servirme el viejo me decía al oído con aire golosón:
       —¡Qué feliz es usted al poder comerlas! Mi mujer es quien las ha hecho. Va usted a probar cosa buena.
       Su mujer, ¡ah! las había hecho, pero se le había olvidado echarles azúcar. ¿Qué queréis? Al envejecer se vuelve uno distraído. Pobre Mamette mía, las cerezas de usted eran atroces. Pero eso no fue óbice para que me las comiese hasta los, rabos, sin pestañear.
       Terminada la refacción, me levanté para despedirme de mis huéspedes. Bien hubieran querido tenerme aún junto a ellos un poco, para hablar del muchacho, pero iba atardeciendo, estaba lejos el molino, era preciso partir.
       El viejo se había levantado al mismo tiempo que yo.
       —Mamette, mi sobretodo. Quiero acompañarlo hasta la plaza.
       De seguro que para sus adentros pensaba Mamette que hacía ya un poco fresco para acompañarme hasta Ja plaza, pero no lo dio a conocer. Sólo, mientras le ayudaba a meterse las mangas del sobretodo, un bonito sobretodo de color rapé con botones de nácar, oí a la buena señora que le decía con dulzura:
       —No te recogerás demasiado tarde, ¿no es así? Y él, con aire picaresco:
       —¡Jem! ¡Jem! No lo sé. Quizá.
       Tras esto se miraron riéndose, y las niñitas de azul se reían de verlos reír, y en su rincón reíanse también a su modo los canarios. Dicho sea entre nosotros, creo que el olor de las cerezas los había emborrachado a todos un poquillo.
       Caía la tarde cuando salimos el abuelo y yo. La niña del vestido azul nos seguía de lejos, para acompañarlo a la vuelta, pero él no la veía, y estaba orgulloso de marchar de mi brazo como un hombre. Mamette, radiante, veía todo esto desde el quicio de la puerta, y al mirarnos hacía unos graciosos meneítos de cabeza que parecían decir: A pesar de todo, mi pobre hombre... anda todavía.



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