Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)
Wood’stown (1873)
(“Wood’stown”)
Originalmente publicado en el periódico Le Bien Public [Dijón, Francia]
(27 de mayo de 1873);
Robert Helmont: études et paysages
(París: E. Dentu, 1874, 304 págs.);
Contes choisis: la fantaisie et l’histoire
(París: G. Charpentier, 1882, 497 págs.)
El emplazamiento era soberbio para construir una
ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del
inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces,
rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto
magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas
del mar.
En cuanto al gobierno de Washington acordó la
concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían
visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las
raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus
heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las
calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas
por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que
en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.
Para terminar con esas resistencias donde se
enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a
recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los
matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El
bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la
frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La
nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos
de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.
Muy pronto una ciudad inmensa, toda de madera
como Chicago, se extendió en las riberas del Río Rojo, con sus largas calles
alineadas, numeradas, abriéndose alrededor de las plazas, la
Bolsa, los mercados, las iglesias, las escuelas y todo un despliegue marítimo
de galpones de aduanas, de muelles, de entrepuertos, de astilleros para la
construcción de los barcos. La ciudad de madera, Wood´stown —como se la llamó—
fue rápidamente poblada por los secadores de yeso de las ciudades nuevas. Una
actividad febril circulaba en todos los barrios; pero sobre las colinas de los
alrededores, que dominaban las calles repletas de gente y el puerto lleno de
barcos, una masa sombría y amenazadora se instaló en semicírculo. Era el bosque
que miraba.
Miraba aquella ciudad insolente que había
ocupado su lugar en las riberas del río, y de tres mil árboles gigantescos.
Toda Wood’stown estaba hecha con su vida misma. Los altos mástiles que se
balanceaban en el puerto, aquellos innumerables desniveles uno tras otro, hasta
la última cabaña del barrio más alejado, todo se lo debían, tanto los
instrumentos de trabajo como los muebles, tomando sólo en cuenta el largo de
sus ramas. Por esto, ¡qué rencor terrible guardaba contra esta ciudad de
ladrones!
Mientras duró el invierno, no se notó nada. Los
habitantes de Wood’stown oían a veces un crujido sordo en sus techumbres y en
sus muebles. De vez en cuando una muralla se rajaba, un mostrador de tienda
estallaba en dos estruendos. Pero la madera nueva padece estos accidentes y
nadie les daba importancia. Sin embargo, al acercarse la primavera —una
primavera súbita, violenta, tan rica de savia que se sentía bajo la tierra como
el rumor de las fuentes— el suelo comenzó a agitarse, levantado por fuerzas
invisibles y activas. En cada casa, los muebles, las paredes de los muros se
hinchaban y se veía en los tablones del piso largas elevaciones, como ante el
paso de un topo. Ni puertas, ni ventanas, ni nada funcionaba. “Es la
humedad —decían los habitantes— con el calor pasará”.
De pronto, al día siguiente de una gran
tempestad que provenía del mar, y que trajo el verano con sus claridades
ardientes y su lluvia tibia, la ciudad, al despertar, lanzó un grito de
estupor. Los techos rojos de los monumentos públicos, las campanas de las
iglesias, los tablones de las casas y hasta la madera de las camas, todo estaba
empapado en una tinta verde, delgada como una capa de moho, leve como un
encaje. De cerca parecía una cantidad de brotes microscópicos, donde ya se veía
el enroscamiento de las hojas. Esta nueva rareza divirtió sin inquietar más;
pero, antes de la noche, ramitas verdes se abrieron en todas partes sobre los
muebles, sobre las murallas. Las ramas crecían a ojos vistas; si uno las
sostenía un momento en la mano, se las sentía crecer y agitarse como alas.
Al día siguiente todas las viviendas parecían
invernaderos. Las lianas invadían las rampas de las escaleras. En las calles
estrechas, las ramas se enlazaban de un techo al otro, poniendo por encima de
la ruidosa ciudad la sombra de avenidas arboladas. Esto se volvió inquietante.
Mientras los sabios reunidos discutían sobre este caso de vegetación
extraordinaria, la muchedumbre salía fuera para ver los diferentes aspectos del
milagro. Los gritos de sorpresa, el rumor sorprendido de todo aquel pueblo
inactivo daba solemnidad al extraño acontecimiento. De pronto alguien gritó:
“¡Miren el bosque!” y percibieron, con terror, que desde hacia dos
días, el semicírculo verde se había acercado mucho. El bosque parecía descender
hacia la ciudad. Toda una vanguardia de espinos, de lianas se extendían hasta
las primeras casas de los suburbios.
Entonces Wood’stown empezó a comprender y a
sentir miedo. Evidentemente el bosque venía a reconquistar su lugar junto al
río; sus árboles, abatidos, dispersos, transformados, se liberaban para
adelantárselo. ¿Cómo resistir la invasión? Con el fuego se corría el riesgo de
incendiar la ciudad entera. ¿Y qué podían las hachas contra esta savia sin
cesar renaciente, esas raíces monstruosas que atacaban por debajo del suelo,
esos millares de semillas volantes que germinaban al quebrarse y hacían brotar
un árbol donde quiera que cayeran?
Sin embargo todos se pusieron bravamente a luchar
con las hoces, las sierras, los rastrillos: se hizo una inmensa matanza de
hojas. Pero fue en vano. De hora en hora la confusión de los bosques vírgenes,
donde el entrelazamiento de las lianas creaban formas gigantescas, invadía las
calles de Wood´stown. Ya irrumpían los insectos y los reptiles. Había nidos en
todos los rincones, golpes de alas y masas de pequeños picos agresivos. En una
noche los graneros de la ciudad fueron totalmente vaciados por las nidadas
nuevas. Después, como una ironía en medio del desastre, mariposas de todos los
tamaños y colores volaron sobre las viñas florecidas, y las abejas previsoras y
buscando abrigos seguros, en los huecos de los árboles tan rápidamente crecidos
instalaron sus colmenas, como una demostración de permanencia y conquista.
Vagamente, en el gemido rumoroso del follaje se
oían golpes sordos de sierras y de hachas; pero el cuarto día se reconoció que
todo trabajo era imposible. La hierba crecía demasiado alta, demasiado espesa.
Lianas trepadoras se enroscaban en los brazos de los leñadores y agarrotaban
sus movimientos. Por otra parte, las casa se volvieron inhabitables; los
muebles, cargados de hojas, habían perdido la forma. Los techos se hundieron
perforados por las lanzas de las yucas, los largos espinos de la caoba; y en
lugar de techumbres se instaló la cúpula inmensa de las catalpas. Era el fin.
Había que huir.
A través del apretujamiento de plantas y de
ramas que avanzaba cada vez más, los habitantes de Wood’stown, espantados, se
precipitaron hacia el río, arrastrando en su huida lo que podían de sus
riquezas y objetos preciosos. ¡Pero cuántas dificultades para llegar al borde
del agua! Ya no quedaban muelles. Nada más que musgos gigantescos. Los
astilleros marítimos, donde se guardaban las maderas para la construcción,
habían dejado lugar a bosques de pinos; y en el puerto, lleno de flores, los
barcos nuevos parecían islas de verdor. Por suerte se encontraban allí algunas
fragatas blindadas en las que se refugió la muchedumbre desde donde pudieron
ver al viejo bosque unirse victorioso con el bosque joven.
Poco a poco los árboles confundieron sus copas y
bajo el cielo azul resplandeciente de sol, la enorme masa del follaje se
extendió desde el borde del río hasta el lejano horizonte. Ni rastro quedó de
la ciudad, ni de techos, ni de muros. A veces un ruido sordo de algo que se
desmoronaba, último eco de las ruinas, donde se oía el golpe de hacha de un
leñador enfurecido, retumbaba en las profundidades del follaje. Solamente el
silencio vibrante, rumoroso, zumbante de nubes de mariposas blancas giraban
sobre la ribera desierta, y lejos, hacia alta mar, un barco que huía, con tres
grandes árboles verdes erguidos en medio de sus velas, llevaba los últimos
emigrantes de lo que fue Wood’stown.
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