Alphonse Daudet
(Nîmes, Francia, 1840 – París, 1897)
El mal zuavo (1873)
(“Le Mauvais Zouave”)
Contes du Lundi
(edición de 1879)
(París: Éditions Alphonse Lemerre, 1873, 258 págs.)
El viejo herrero de Sainte-Marie-des-Mines no se
encontraba aquella tarde de buen humor. Normalmente, cuando apagaba su fragua y
el sol se ponía, él se sentaba en un banco ante la puerta para saborear la
dulce fatiga que produce el trabajo y el calor del día y, antes de despedir a los
aprendices, tomaba con ellos una cerveza fresca, mientras pasaban los obreros
que venían de las fábricas. Pero aquella tarde no salió de la fragua sino en el
momento de sentarse a la mesa, a la que se acercó como de mala gana. La mujer
de Lory se preguntaba mientras miraba al marido: “¿Qué tendrá? ¿Habrá recibido
alguna mala noticia del regimiento y no me la quiere decir? ¿Estará malo el
hijo?” Pero no se atrevió a preguntarle y se dedicó a poner orden entre sus
tres hijos pequeños, rubios y tostados como espigas de trigo, que reían en
torno a la mesa, mientras tomaban una ensalada de remolacha. Al cabo de unos
minutos, el herrero alejó su plato, enfadado:
—¡Bribones! ¡Canallas!
—Pero ¿qué te ocurre? ¿qué estás diciendo?
—Lo que ocurre —dijo estallando finalmente— es
que hay por ahí, desde esta mañana, cinco o seis indeseables vestidos de
soldados franceses, a partir un piñón con los bávaros... Son de los que han
optado por la nacionalidad prusiana, según ellos mismos dicen. Todos los días
vemos llegar a más falsos alsacianos... ¿qué pócima les habrán dado?
La mujer intentó defenderlos:
—La culpa no es toda suya... ¡Esa Argelia de
África a la que los mandan está tan lejos! Echan de menos su tierra y la
tentación de volver a su casa y de dejar las armas es demasiado fuerte para
ellos.
Lory golpeó violentamente la mesa:
—Cállate... ¿qué sabéis las mujeres de esas
cosas?... A fuerza de vivir siempre con los hijos y sólo para ellos, todo lo
hacéis del tamaño de los niños. Pues yo te digo que esos tipos son unos
miserables, unos renegados, unos cobardes y te aseguro que si, por desgracia,
nuestro Christian fuera capaz de cometer esa infamia, tan cierto como que me
llamo Georges Lory y que serví siete años en un regimiento de cazadores de
Francia, le atravieso el cuerpo con mi sable.
Y con expresión furiosa, el herrero señalaba su
largo sable de cazador que se encontraba colgado en la pared, por debajo del
retrato del hijo hecho en África, y en el que aparecía con uniforme de zuavo.
Pero al ver aquel rostro de alsaciano honesto, tostado, curtido por el sol, con
los blancos y negros que forman los colores vivos a plena luz, se tranquilizó
de repente y se echó a reír.
—¡Vaya unas ganas absurdas de romperme la
cabeza! ¡Christian no puede hacerse prusiano, él que ha matado a tantos en la
guerra!
Y con mejor humor, acabó de cenar alegremente.
Cuando se tomó un par de picheles de cerveza, se marchó a la ciudad de
Estrasburgo.
La mujer se ha quedado sola. Después de acostar
a los tres pequeños, que siguen gorjeando en la habitación de al lado como si
fueran un nido que se adormece, ha cogido su labor y se ha puesto a coser
delante de la puerta que da al patio. De vez en cuando suspira y piensa: “Son
unos cobardes, unos renegados, es verdad, pero sus madres se pondrán muy felices
al verlos de nuevo.” Y se pone a pensar en el suyo: antes de marcharse al
ejército, a esta hora andaba trabajando por allí en el patio; y le parece verlo
ir al pozo y llenar la regadera, en camisa y con el pelo largo, con los
mechones que le cortaron cuando ingresó en el regimiento de zuavos. De pronto
se estremece. La puertecilla del fondo que da al campo, ha sonado. Los perros
callan, y la persona que acaba de entrar va pegada a los muros como un ladrón,
deslizándose entre las colmenas.
—¡Mamá!
Su Christian está ahí, delante de ella, con el
uniforme roto, avergonzado, turbado, tartamudeando. El desgraciado ha regresado
a su tierra como otros, y desde hace una hora está rondando la casa, esperando
que su padre se marchara para poder entrar. A la madre le gustaría enfadarse,
pero no puede. ¡Hace tanto tiempo que no lo ha visto, ni lo ha besado! Él le da
unas razones que le parecen convincentes: que añoraba su tierra, su fragua; que
se aburría estando lejos; que la disciplina era muy dura; que los compañeros le
decían prusiano por su acento alsaciano... La madre se creía todo lo que él
decía. ¡Sólo tenía que mirarlo para creerlo!... Entraron en la casa; los
pequeños se despertaron y vinieron, descalzos y en camisón, a abrazar a su
hermano mayor. Le ofrecieron de comer, pero dijo que no tenía hambre; sólo
tenía sed y bebía gran cantidad de agua, además de los vasos de cerveza y de
vino blanco que se había tomado desde por la mañana en la taberna.
Alguien se oye andar por el patio. Es el herrero
que regresa.
—Christian, ahí llega tu padre. ¡Escóndete! Deja
que yo hable con él, que le explique...
Le hace esconderse detrás de la estufa y ella se
pone de nuevo a coser, con manos temblorosas. Para desgracia de todos, el gorro
rojo del zuavo se había quedado sobre la mesa y fue lo primero que Lory vio el
entrar. La palidez de la madre, su nerviosismo... No necesita adinivar mucho:
—¡Christian ha vuelto! —grita con una voz
terrible, y tras descolgar su sable se dirige como un loco hacia la estufa
detrás de la cual se encuentra agazapado, lívido y asustado el zuavo, que tiene
que apoyarse en la pared para no caerse.
La madre se interpone.
—¡Lory! ¡Lory! ¡No lo mates!.... Yo le he
escrito pidiéndole que volviera, que lo necesitabas en la fragua...
Lo coge por un brazo y se arrastra llorando. Los
niños, en la oscuridad de su habitación, gritan al escuchar aquellas voces
airadas, tan cambiadas que no las reconocen. El herrero se detiene y dice
mirando a su mujer:
—¿Tú le has pedido que vuelva?... Está bien; que
vaya a acostarse. Mañana veremos qué debo hacer.
Al día siguiente, al despertar de un sueño
poblado de pesadillas y temores, Christian se encuentra en su cuarto de niño. A
través de los cristales emplomados ante los que crece una hermosa enredadera,
el sol empieza a calentar. Abajo, en la herrería los martillos golpean
ruidosamente sobre el yunque. Su madre se encuentra sentada junto a la cama;
tenía tanto miedo de la ira de su marido que no se ha separado del hijo en toda
la noche. El padre tampoco se ha acostado; a lo largo de la noche se le ha oído
andar por la casa, llorando, suspirando, abriendo y cerrando armarios, y en ese
preciso instante entra en la habitación con expresión grave, vestido como para
hacer un largo viaje, con polainas, sombrero de ala ancha y un bastón grueso,
herrado en la punta. Se dirige hacia la cama y dice:
—¡Vamos, levántate!
El chico, algo turbado, hace ademán de coger su
uniforme de zuavo.
—No, esa ropa no —dice el padre con severidad.
—Pero si no tiene otra —dice la madre con tono
asustado.
—Dale la mía. A mí no me hace falta.
Y mientras el hijo se viste, Lory dobla
cuidadosamente el uniforme: la chaquetilla, los pantalones rojos. Y cuando
termina de hacer el paquete, se echa al cuello el cordón del cilindro de
hojalata que contiene su pasaporte.
—Vamos abajo —dice— y los tres bajan sin hablar
a la fragua. El fuelle resopla, todos están trabajando. Al ver abierto aquel
taller que recordaba sin cesar mientras se hallaba lejos, el zuavo vuelve con
la imaginación a su infancia cuando jugaba bajo el sol y veía las chispas de la
fragua chisporrotear sobre el tono negro del carbón. Un deseo de cariño se
adueña de él; un deseo de conseguir el perdón paterno; pero siempre que levanta
los ojos encuentra la misma mirada severa. Finalmente, el herrero rompe el
silencio para decir:
—Muchacho: aquí está el yunque, las
herramientas... Todo es tuyo, y todo esto también —dice indicándole el patio
que aparece lleno de sol y de abejas por el marco de la puerta—. Las colmenas,
la viña, la casa, todo es tuyo; puesto que has sido capaz de sacrificar tu
honor por todo esto, es justo que todo sea para ti. Eres el dueño... Por lo que
a mí respecta, me voy... Le debes aún cinco años a Francia; yo voy a pagarlos
por ti.
—Lory, Lory ¿dónde vas? —grita la pobre mujer.
—¡Padre! —suplica el hijo.
Pero el herrero se marcha a grandes pasos y sin
volver la cara. En el cuartel del tercer regimiento de zuavos, en Sidi-bel-Abbés,
hay desde hace unos días un voluntario de cincuenta y cinco años.
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