D. H. Lawrence
(Eastwood, Inglaterra, 1885 - Vence, Francia, 1930)


El hombre inmortal (1927)
(“The Undying Man”)
Phoenix: The Posthumous Papers of D. H. Lawrence
Ed. Edward D. MacDonald
(Nueva York: Viking Press, 1936, 852 págs.), págs. 808-810.



      Hace mucho tiempo hubo en España dos hombres muy doctos, tan inteligentes y con tantos conocimientos que eran famosos en todo el mundo. Uno de ellos era llamado el rabino Moisés Maimónides, un judío —¡bendita sea su memoria!—, y al otro lo llamaban Aristóteles, un cristiano perteneciente a los griegos.
       Esos dos hombres eran grandes amigos, porque siempre habían estudiado juntos, y descubierto juntos muchas cosas. Por fin, al cabo de muchos años, descubrieron una cosa que habían perseguido especialmente. Descubrieron que si se toma una pequeña vena del cuerpo de un hombre, y se pone en un jarro de vidrio con ciertas hojas y plantas, empezará a crecer gradualmente, y seguirá creciendo y creciendo hasta convertirse en un hombre. Cuando ha crecido al tamaño de un niño, se puede sacar del jarro, y entonces vivirá y seguirá creciendo hasta convertirse en un hombre, un hermoso hombre que jamás morirá. Sería inmortal. Ya que, no habiendo jamás nacido, jamás moriría, sino que viviría por siempre. Ya que los hombres más sabios de la tierra le habrían hecho, y no habría tenido que nacer.
       Cuando estuvieron completamente seguros de que esto era cierto, el rabino Moisés Maimónides y el cristiano Aristóteles decidieron hacer realmente un hombre. Hasta entonces, sólo habían experimentado. Pero ahora harían el auténtico hombre inmortal.
       La cuestión era: ¿de quién tomar la pequeña vena? Porque el hombre del que se tomara moriría. De modo que, al comienzo, decidieron tomarla de un esclavo. Pero luego pensaron que un esclavo no era lo bastante bueno para servir de punto de partida al hombre inmortal. Así que decidieron pedir a alguno de sus fieles discípulos que se sacrificara. Pero aquello tampoco les pareció bien, porque podían de este modo obtener un hombre que no les gustara del todo, y al que no quisieran como origen del hombre que jamás moriría. Así que, finalmente, decidieron dejar la decisión a la suerte; reunieron a sus mejores y más doctos discípulos, y todos estuvieron de acuerdo en echar suertes. La suerte señaló a Aristóteles, y la pequeña vena se obtendría de su cuerpo.
       Así, Aristóteles tuvo que aceptar. Pero antes de que le cortaran del cuerpo la pequeña vena, Aristóteles pidió a Maimónides que le tomara la mano y le jurara, por sus manos enlazadas, que jamás se interferiría con el crecimiento de la pequeña vena, jamás, en ningún momento y de ninguna manera. Maimónides le tomó de la mano y juró. Y entonces a Aristóteles le cortó la pequeña vena del cuerpo el propio Maimónides.
       Así que entonces Maimónides, ya solo, tomó la pequeña vena y la colocó entre las hojas y las hierbas, según lo que habían descubierto, dentro de un gran jarro de vidrio; y cerró el jarro. Luego puso el jarro en un anaquel, en su propia habitación, donde nadie entraba sino él, y esperó. Pasaron los días, y él recitaba sus oraciones, caminando arriba y abajo por su habitación, y rezando en voz alta mientras caminaba, como hacen los judíos. Luego volvió a sus libros y a su química. Pero cada día miraba el jarro, para ver si la pequeña vena había cambiado. Durante mucho tiempo no cambió. De modo que pensó que aquello era en vano.
       Luego, finalmente, pareció cambiar, haber crecido un poco. El rabino Moisés Maimónides contempló el jarro, atónito, y se olvidó de toda otra cosa sobre la ancha tierra; perdido para todos y para todo, contemplaba el jarro. Y, finalmente, vio un tenue, muy tenue temblor en la pequeña vena, y supo que era un temblor de crecimiento. Cayó al suelo y quedó sin sentido, porque había visto el primer temblor del crecimiento del hombre inmortal.
       Cuando volvió en sí, la habitación estaba oscura, era casi de noche. Y el rabino Moisés Maimónides estaba asustado. No sabía de qué estaba asustado. Se puso en pie y miró hacia el jarro. Y le pareció que, en las tinieblas del anaquel, había un débil resplandor rojo, como el ascua más pequeña de una hoguera. Pero no desaparecía, como lo hace la última ascua de una hoguera mientras se la mira. Permanecía, y brillaba un tenue resplandor moribundo que no moría. Entonces supo que estaba viendo el resplandor de la vida del hombre inmortal, y tuvo miedo.
       Cerró con llave su habitación, a la que nadie entraba sino él, y salió a la ciudad. La gente le saludaba con venias y reverencias, porque era el más docto de los rabinos. Pero aquella noche todos le parecían muy lejos de él. Los veía pequeños, y, a sus ojos, hacían muecas como los monos. Y pensaba para sí: ¡todos morirán! ¡Hacen muecas de este modo, como los monos, porque todos morirán! ¡Sólo yo no moriré!
       Pero, mientras pensaba esto, le dio un vuelco el corazón, porque se dio cuenta de que también él moriría. Se quedó inmóvil en plena calle, a pesar de que llovía, y la gente pasaba respetuosamente por su lado, creyendo que estaba recitando alguna gran plegaria. Pero él sólo estaba encerrado en un único pensamiento: yo moriré, me disiparé, pero esa pequeña chispa roja que procede de Aristóteles, el cristiano, jamás morirá. Vivirá por siempre y para siempre, como Dios. Tan sólo Dios vive por siempre y para siempre. Pero este hombre del jarro también vivirá por siempre y para siempre, incluso esa chispa roja. Será un hombre, y vivirá por siempre y para siempre, igual que Dios. ¡No, mejor que Dios! ¡Ya que, sin duda, valer tanto como Dios, y ser un hombre y vivir, eso sería mejor incluso que ser Dios!
       El rabino Moisés Maimónides se sintió sobresaltado ante esa idea, como si le hubieran pinchado. E inmediatamente se puso a caminar por la calle en dirección a su casa, para ver si el resplandor rojo brillaba realmente. Cuando llegó frente a su puerta, se quedó inmóvil, con miedo a abrir. No podía abrir.
       Así que de repente profirió un tremendo grito dirigido a Dios, llamándole a que le ayudara y ayudara a su pueblo. Un tremendo grito pidiendo auxilio. Porque ellos eran el pueblo de Dios, el pueblo elegido de Dios. Aunque a los ojos de Moisés Maimónides hicieran muecas como los monos, eran hermosos a los ojos de Dios, y, en la otra vida, los mejores judíos, entre ellos, se sentarían en puestos altos, muy altos, en la eterna gloria de Dios.
       Este pensamiento fortaleció tanto a Maimónides que abrió la puerta y entró en su habitación. Pero volvió a inmovilizarse, como si su cuerpo hubiera sido atravesado por aquella extraña luz roja, no parecida a ninguna luz de Dios, que brillaba de un modo tan tenue y era, sin embargo, tan terrible y fuerte. “¡Terrible y fuerte! ¡Terrible y fuerte!” se murmuraba a sí mismo mientras caminaba arriba y abajo por su habitación. “¡Terrible y fuerte!” Siguió andando arriba y abajo. Y él mismo creía que estaba rezando. Estaba tan acostumbrado a rezar las oraciones rituales mientras caminaba por su habitación, que ahora creía que estaba rezando al solo y único Dios. Pero, de hecho, iba diciendo: “¡Terrible y fuerte! ¡Terrible y fuerte!”
       Finalmente, quedó exhausto; y entonces su mujer llamó a la puerta y entró con la bandeja. Pero él le dijo que volviera a llevarse la bandeja, porque no comería en su habitación, sino que bajaría al comedor. Porque no podía comer en presencia de aquel pequeño resplandor rojo.
       De modo que hizo sus abluciones y bajó a comer. Y durmió en la habitación de huéspedes, porque no podía dormir en presencia del pequeño resplandor rojo. A decir verdad, no podía dormir en absoluto, sino que permanecía tendido, gimiendo en su espíritu, pensando en aquella pequeña luz roja que, sola entre todas las luces, no era la luz de Dios. Y él sabía que crecería y crecería, y sería un hombre, el más espléndido de ellos, un hombre que jamás moriría. Y todo el mundo pensaría: ¿Cuál es la más maravillosa de las cosas vistas y no vistas? Y entonces vendría el...

(sin terminar)

[Se inserta a continuación el final del cuento escrito en yiddish del que el fragmento anterior constituye una variación. N. del E.]

      ...Al cabo de un tiempo, la pequeña vena en el jarro empezó a crecer, y el rabino Moisés Maimónides —¡bendita sea su memoria!— se dio cuenta de que el hombre que iba a crecer a partir de la pequeña vena y que viviría eternamente sería convertido en un dios por la gente: que la gente abandonaría al Dios vivo y serviría al hombre eterno, creado por Aristóteles y él mismo. Maimónides se sintió terriblemente desolado debido a esto; pero había dado su mano a Aristóteles jurando no interferirse en el crecimiento del hombre del jarro, impidiendo de este modo que la pequeña vena se convirtiera en el hombre eterno. Cuanto más percibibles fueron los signos de que la pequeña vena se convertía en un hombre, tanto más pesaroso y desolado se sintió Maimónides, porque ya no tenía dudas en cuanto a que la gente convertiría al hombre eterno en Dios, y lo serviría y lo adoraría. Después de muchos meses de reflexión, plegaria y ayuno, Maimónides llegó a una determinación. Dijo a los sirvientes que pusieran dentro de la habitación, donde oraba y estudiaba, y donde, sobre un anaquel, estaba el jarro con la pequeña vena, todas las gallinas y gallos de su casa. Luego, Maimónides se puso su largo manto de oraciones; y, como tenía la costumbre de caminar por la habitación mientras rezaba, en cuanto empezó a rezar los gallos y gallinas se asustaron por la ondulación del manto y se pusieron a saltar y volar por la habitación. Finalmente, un gran gallo saltó sobre el anaquel en el que estaba el jarro, y volcó el jarro. El jarro cayó al suelo y se rompió en pedazos. Y cuando Maimónides vio que la frágil criaturilla le apuntaba con un dedo, como señal de que había quebrantado su juramento a Aristóteles, Maimónides lloró amargamente, y todo el resto de su vida rezó por su perdón.



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