D. H. Lawrence
(Eastwood, Inglaterra, 1885 - Vence, Francia, 1930)
St. Mawr (1925)
(“St. Mawr”)
St. Mawr: Together with The Princess
(Londres: Martin Secker, 1925, 238 págs.);
St. Mawr
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1925, 222 págs.), págs. 3-47.
Lou Witt llevaba tanto tiempo saliéndose con la suya que, a los veinticinco años, no sabía muy bien dónde se encontraba. Cuando uno se sale siempre con la suya, pierde el rumbo por completo.
Es innegable que durante una temporada había fracasado en su maravillosa historia de amor con Rico. Y entonces sí que había tenido motivos para la desesperación. Mas hasta aquello se había solucionado como ella quería. Rico había vuelto a ella, y era un marido sumiso. Y ahora, cuando ella tenía veinticinco años y él tres meses más, eran una pareja casada encantadora. Él todavía flirteaba con otras mujeres, de eso no había duda. Dejaría de ser el apuesto Rico si no lo hiciese. Pero su “dueña” era ella. ¡Vaya si lo era! No había más que ver la mirada nerviosa que le dirigía de reojo, con sus grandes ojos azules, igual que un caballo que se aleja despacio de su dueño, para saber hasta qué punto está dominado.
Lou, con aquel extraño museau [hociquillo, morritos] suyo, no era exactamente bonita, aunque sí muy atractiva; y aquella característica suya tan peculiar de dar siempre la impresión de estar jugando a ser bien educada, en una especie de juego de charadas; y su familiaridad tan especial con ciudades foráneas e idiomas extranjeros; y la sensación omnipresente de ser una extraña en todas partes, una especie de gitana que se siente en casa en cualquier parte y en ninguna a la vez: todo aquello formaba parte de su encanto y de su fracaso. No tenía raíces.
Por supuesto, era estadounidense, de una familia de Luisiana, trasladada a Texas. Y era además moderadamente rica, sin parientes próximos a excepción de su madre. Pero la habían enviado al colegio a Francia a los doce años y, tras finalizar su educación, había rodado de un lado a otro: de París a Palermo, de Biarritz a Viena, y de vuelta vía Munich a Londres, para irse una vez más a Roma. Tan solo viajes esporádicos a su América.
Así pues, ¿qué clase de estadounidense era después de todo? No tenía “raíces” en ningún sitio. Es posible que en Roma más que en ninguna otra parte, entre los artistas y la gente de la embajada.
Era en Roma donde había conocido a Rico. Era australiano, hijo de un funcionario del gobierno de Melbourne, al que le habían otorgado el título de barón. Así que algún día Rico sería sir Henry, ya que era el único hijo varón. Mientras tanto se dedicaba a circular por Europa con una asignación muy pequeña —su padre no era rico en capitales—, y a ser pintor.
Se conocieron en Roma cuando ambos tenían veintidós años, y vivieron una aventura amorosa en Capri. Rico era apuesto, elegante, pero sobre todo llevaba los pantalones salpicados de manchas de pintura y destrozaba las corbatas al quitárselas. Se comportaba de una forma elegante y florida, que los italianos encontraban fascinante. Pero al mismo tiempo era todo lo astuto, sagaz y sensato que todo joven afectado debe ser, y por principio de buen corazón y ansioso. Estaba ansioso por su futuro, y ansioso por su lugar en el mundo, era pobre y de repente derrochador, pese a las estrecheces económicas; y de pronto se mostraba rencoroso, a pesar de su empeño por caer en gracia; y de súbito era desagradecido, pese a sus muestras de gratitud; y de repente grosero, en contra de sus buenos modales; y de pronto detestable, muy a pesar de su amabilidad y finura cortesanas.
Estaba fascinado por el peculiar aplomo de Lou, por sus experiencias, su “sabiduría”, su malicia de gamine [chiquilla, jovencita], su soledad, sus bonitas ropas que a veces eran un auténtico desastre, y su acento sureño por momentos tan irritante: aquella entonación suya tan estadounidense. Sin embargo, ella no utilizaba nunca americanismos, salvo en algún raro momento de ironía ácida, y entonces ¡vaya sí era americana!
Y Lou estaba fascinada con Rico. Jugueteaban el uno con el otro igual que dos mariposas que revolotean en torno a la misma flor. Fingieron ser muy pobres en Roma —él sí lo era—; y muy ricos en Nápoles. A la gente se le salían los ojos de las órbitas de tanto mirarlos. Y tuvieron aquella aventura en Capri.
Pero se sacaron de quicio mutuamente. Lou cayó enferma, y apareció su madre. Rico no soportaba a la señora Witt, y la señora Witt no lo soportaba a él. Vivieron dos semanas horrorosas. Después metieron a Lou en un convento que hacía las veces de casa de reposo, en la Umbría, y Rico se apresuró a irse a París. No había nada que lo detuviese: tenía que regresar a Australia.
Se marchó a Melbourne, y mientras se encontraba allí, falleció su padre, dejándole un título nobiliario y unos ingresos que seguían siendo muy moderados. Lou se fue de visita a Estados Unidos una vez más, como quien va al país más ignoto de todas las tierras que le son foráneas. Regresó descorazonada, suspirando por Europa y, por supuesto, abocada a encontrarse de nuevo con Rico.
No fueron capaces de alejarse el uno del otro, pese a que, en el curso de la escasa correspondencia que mantuvieron, él la informó de que era “probable” que se casase con una joven muy querida, amiga de la infancia, hija única de una de las familias de más abolengo de Victoria. Sin dar más explicaciones.
Mas aquella probabilidad no se cumplió, y él reapareció en París, deseoso de pintar hasta la extenuación, inspirado sin medida por Cézanne y el viejo Renoir.
Cenó en La Rotonde con Lou y la señora Witt, quien, con aquella altanería democrática suya tan propia de Nueva Orleans, se dedicó a escudriñar aquel antro de bebedores sin esconder su desdén, y a Rico como parte del espectáculo.
—Es evidente que —afirmó—, cuando esta gente tiene dinero, se enamora con el estómago lleno. Y cuando no lo tiene, se enamora de un bolsillo lleno. Jamás estuve en lugar más repugnante. Se toman el amor como quien se toma una pastilla para la digestión.
Se dedicaba a observar con aquellos ojos arqueados de color gris, grandes y penetrantes, sentada bien erguida y silenciosa, con su cara vestimenta americana. Y después soltaba una andanada [munición usada por Napoleón contra las revueltas parisinas de 1795] de ese tipo. Y tras cada una de ellas, a Rico se le retorcían las entrañas.
La señora Witt odiaba París: “esta ciudad sórdida y de mal agüero”, la llamaba.
—Es inevitable que me suceda algo desafortunado en esta ciudad siniestra y sucia —afirmó—. Lo percibo en el ambiente. Noto miasmas de corrupción en el aire de esta ciudad. Por lo que más quieras, Lou, vayámonos a Marruecos o a otro lugar.
—No, madre querida, ahora me es imposible. Rico me ha propuesto matrimonio, y yo lo he aceptado. Organicemos la boda, ¿te parece?
—¡Vaya! —exclamó la señora Witt—. ¡Ya dije que era una ciudad de mal agüero!
Y aquella expresión de intenso enfado tan propia de Nueva Orleans apareció en su rostro e invadió el contorno de su nariz. Pero Lou y Rico ya tenían veinticuatro años, y manejarlos estaba fuera de su alcance. Y después de todo, Lou iba a convertirse en lady Carrington. Mas la exasperación de la señora Witt no tenía límite. Casi habría preferido que Lou se escapase con uno de aquellos mozos fornidos y malévolos del mercado de Les Halles. La señora Witt había alcanzado esa edad en la que el elemento malévolo masculino presente en todo hombre, el Adán primigenio, es lo que destaca sobre cualquier barniz social. Y sin embargo… era mejor tener por hija a lady Carrington, ya que Lou era como era.
Se celebró la boda, tras la cual la señora Witt regresó a Estados Unidos. Lou y Rico alquilaron una pequeña casa en Westminster, y empezaron a integrarse en cierto estrato de la sociedad inglesa. Rico se estaba convirtiendo en un retratista casi de moda. Al menos, él se puso casi de moda, lo de los retratos ya era otra cuestión. Y Lou también estaba casi de moda: era casi un éxito. Mas en alguna parte había un fallo. Pese a la apariencia de ambos, ni ella ni Rico encajarían nunca por completo en ninguna sociedad. Eran los típicos artistas a la deriva. Sin embargo, a ninguno de los dos le satisfacía ser un artista a la deriva. Querían encajar, triunfar.
De ahí la casita de Westminster, los retratos, las cenas, los amigos y las visitas. La señora Witt regresó y, rebosante de sarcasmo, se instaló en la suite de un hotel tranquilo pero de buena categoría, no muy lejos. Estaba en pleno meollo. Y no escapó a aquellos terribles ojos grises de chispa burlona lo vacuo y paródico de la situación. ¡Como si ella conociese algo mejor!
Lou y Rico producían un curioso efecto agotador el uno en el otro: ninguno sabía el porqué. Se profesaban afecto mutuo. Un lazo inescrutable los mantenía unidos. Pero más que una vibración de la sangre, era una vibración de los nervios. Era la suya una unión nerviosa, más que un amor sexual. Una peculiar tensión de voluntades, más que una pasión espontánea. Cada uno de ellos estaba bajo el influjo del otro. Eran una pareja; tenían que estar juntos. Sin embargo, no tardaron en sentir un rechazo mutuo. Aquella unión de voluntades y nervios resultaba destructiva. Tan pronto como uno se encontraba fuerte, el otro se sentía enfermo. Nada más recuperar fuerzas el que había estado enfermo, decaía el que había estado bien.
Y pronto, por acuerdo tácito, el matrimonio empezó a asemejarse más a una amistad platónica. Era un matrimonio, pero sin sexo. El sexo era demoledor y los dejaba exhaustos, a ambos les producía rechazo, y se convirtieron en una especie de hermanos. Pero seguían siendo marido y mujer, y aquella ausencia de relación física era una fuente secreta de inquietud y desazón para los dos, aunque se negaran a reconocerlo. Rico miraba a otras mujeres con ojos contemplativos y ansiosos.
A la señora Witt no se le escapaba detalle, lo observaba todo como si estuviese al otro lado de la valla, como una especie de demonio poderoso y elegante, rebosante de misteriosa energía y de un sentido común demoledor. No decía mucho, mas sus comentarios breves, en ocasiones mordaces, revelaban una actitud de desprecio hacia aquella unión.
Rico agasajaba a gente inteligente y famosa. La señora Witt solía acudir con sus modelos de Nueva York y unas cuantas joyas buenas. Era bien parecida, con cabello gris y vigoroso, pero aquellos ojos grises de pesados párpados eran el terror de cualquier anfitriona. Expresaban demasiadas cosas demoledoras, y dejaban demasiado a las claras que aquellos ingleses inteligentes y famosos le resultaban del todo insoportables, con sus melindres y sus discriminaciones tan sutiles. Querría deshacerse a patadas de todas aquellas distinciones tan sutiles. Pensaba de continuo en la casa de su niñez, en la plantación, en los negros, en los jornaleros: en aquella severidad rebosante de sarcasmo que subyacía a toda vida grandiosa e inútil. Y quería trasladar parte de aquella severidad, desde los inmensos y peligrosos Estados Unidos, hasta los salones seguros y melindrosos de Londres. Así que, como era de esperar, no gozaba de gran popularidad.
Pero, al ser una mujer llena de energía, tenía que hacer algo. Durante la última parte de la guerra había trabajado para la Cruz Roja estadounidense en Francia, de enfermera. Adoraba a los hombres; a los hombres auténticos. Pero, bien mirado, resultaba difícil definir lo que entendía por “auténtico”: jamás había conocido a ninguno.
De la debacle de la guerra, de los escombros, había rescatado una extraña muestra que tenía por nombre Jerónimo Trujillo. Era un estadounidense, hijo de padre mexicano y madre india navajo, y provenía de Arizona. Cuando se lo conocía bien, se distinguía su auténtico mestizaje, aunque a primera vista podría pasar por un ciudadano bronceado por el sol de cualquier país, especialmente de Francia. Se parecía a cierto tipo de franceses, con sus ojos oscuros de curiosa forma, el pelo negro y liso, el fino bigote negro, las mejillas más bien largas, y aquel aire suyo casi desgarbado, tímido y sardónico. Solo al conocerlo, y mirarlo directamente a los ojos, se distinguía en ellos el inconfundible destello del indio.
Había sido víctima de una tremenda neurosis de guerra y, durante un tiempo, había estado hundido. La señora Witt, que lo había atendido durante su convalecencia, le preguntó adónde pensaba ir después. Él no lo sabía. Su padre y su madre habían muerto, y no había nada que lo impulsase a regresar a Phoenix, en Arizona. Tras haber recibido educación en una de las escuelas secundarias para indios, el desgraciado sujeto no tenía ahora hueco alguno en la vida: era otro de tantos inadaptados.
Había algo en su apariencia que recordaba a aquellos apaches [gángsters] parisinos, pero mantenía siempre la reserva y, nervioso, se encerraba en sí mismo. A la señora Witt la tenía intrigada.
—Muy bien, Phoenix —le dijo, negándose a utilizar su nombre español—. Veré qué puedo hacer.
Lo que hizo fue conseguirle empleo en una especie de granja señorial, con unos conocidos suyos. Era muy hábil con los caballos, y tenía un curioso éxito con pavos, gansos y aves de corral.
Algún tiempo después de la boda de Lou, la señora Witt reapareció en Londres, procedente del campo, con Phoenix tras ella, y un par de caballos. Había decidido que iría a cabalgar a Hyde Park por las mañanas, para así ver el mundo desde su montura. Phoenix sería su mozo de caballerizas.
Así que, para gran desgracia de Rico, imaginemos a la señora Witt con su espléndido traje de amazona y sus perfectos botines, un elegante sombrero negro sobre el elegante cabello gris, montada a lomos de un corcel gris tan elegante como ella, y mirando por encima del hombro, con aquella expresión suya orgullosa, inquisitiva, burlona, aristocrática a la vez que democrática tan del estilo de Luisiana, a la gente de Piccadilly, al cruzar hacia el Row, seguida de la taciturna sombra de Phoenix, a lomos de un caballo castaño con tres pezuñas blancas, que daba la impresión de haber nacido allí.
La señora Witt, como mucha otra gente, siempre tenía la esperanza de encontrarse con el auténtico beau monde, con el grand monde de verdad, en alguna parte. No se quedó muy convencida con lo que vio en el Bois de Boulogne, ni en Montecarlo, ni tampoco en el Pincio: todo era un tanto burdo, y ni muy beau, ni en absoluto grand. Y ahí estaba con su mirada gris de águila, su espléndida tez y la salud de una mujer de cincuenta años como arma, con los párpados un poco entornados, muy ligeramente nerviosa, pero preparada por completo para despreciar aquel monde en el que se introduciría al llegar a Rotten Row.
Entró a toda vela, y navegó por aquella especie de canal de regatas formado de caballeros y amazonas bajo los árboles de Hyde Park. Y sí, había jóvenes preciosas de melena rubia hasta la cintura, a lomos de ponis alegres. Y padres de lo más elegantes, y madres estiradas que daban la impresión de disponerse a servir el té entre las orejas de los caballos, y de conversar con banal habilidad de anfitriona, con un ojo en la tetera, el otro en el visitante con quien estuviesen charlando y, como si tuviesen el mismo número de ojos que Argos, el resto en todo aquel que estuviese a la vista. Aquella capacidad mitológica para verlo todo de las matronas inglesas era sobrecogedora y un tanto horripilante. A la señora Witt le hacía pensar de inmediato en las ancianas mammies negras, allá en Luisiana. Y sus ojos se convirtieron en una especie de dagas al observar a los jóvenes ingleses, tan relamidos, esquilados y remilgados. A los judíos prósperos ni los miraba.
Eran todavía los tiempos anteriores a que se permitiese la entrada de automóviles en el parque, pero Rico y Lou, cuando rodeaban Hyde Park Corner para subir por Park Lane en su coche, contemplaron a la acerada amazona y al saturnino escudero con algo similar a la consternación. La señora Witt daba la impresión de apuntar con una pistola al pecho de cada uno de los caballeros y amazonas con los que se cruzaba, al grito de: “¡La virilidad o la vida! ¡La feminidad o la vida!”. Ni ella misma sabía muy bien en qué quería que se convirtiesen: pero era en algo tan democrático como Abraham Lincoln y tan aristocrático como un zar ruso; tan altanero como Arthur Balfour y tan taciturno y alejado de cualquier ideal como Phoenix. Todo a la vez.
No había nada que hacer: a Lou no le quedó más remedio que comprarse un caballo y montar en compañía de su madre, en nombre de la decencia. La señora Witt era tan parecida a una pistola de metal, bruñida y calibrada, que Lou tenía que ser como una especie de funda. Y la verdad es que se la veía muy bonita, con sus bucles de pelo al estilo de Nueva Orleans, oscuros y rizados, y aquellos curiosos ojos castaños que no llegaban a ser iguales del todo, y que daban la impresión de estar un poco adormilados y ser un tanto erráticos pero, a la vez, rápidos como los de una ardilla. Era esbelta y elegante, y una pizca disoluta, y alguien comentó que podría dedicarse al cine.
Pese a todo, aparecieron en las columnas de sociedad a la mañana siguiente: “Dos nuevas e impresionantes figuras en el Row esta mañana eran las que ofrecían lady Henry Carrington y su madre, la señora Witt”, etcétera: y, dijera lo que dijese, a la señora Witt le gustó. Y a Lou también. A Lou le gustó muchísimo. Se entregó con deleite y disfrutó sin más del sol de la publicidad.
—Rico, cariño, tienes que comprarte un caballo.
El tono era suave y sureño, y la pronunciación arrastrada, pero había en aquellas palabras una nota de implacable finalidad. Rico se resistió en vano: tenía una forma muy suya de resistirse y revolverse que quizá hubiese adquirido en Oxford. En vano adujo que no sabía montar, y que no le gustaba la equitación. Se enfadó bastante, torció su hermosa nariz arqueada y despegó el labio superior de los dientes, como un perro a punto de morder, que, sin embargo, no se atreve a hacerlo.
Y así era Rico. No se atrevía del todo a morder. No es que en realidad le diesen miedo los demás. Se tenía miedo a sí mismo, una vez que se dejaba ir. Podría destrozar por completo, con una explosión de ira acumulada durante toda una vida, aquella imagen tan hermosa de la joven esposa encantadora, el agradable y sencillo hogar y el fascinante éxito como pintor de retratos de moda, pero a la vez “grandes”: llenos de color, de un color maravilloso, y a la vez de formas, de maravillosas formas. Había creado aquel pequeño tableau vivant con gran esfuerzo. No quería irrumpir en él como un corcel súbitamente malvado: Rico en realidad era más parecido a un caballo que a un perro, un caballo que podía volverse desagradable en cualquier momento. Por el momento, era bueno, muy bueno, peligrosamente bueno.
—Pero, Rico, querido, yo creía que estabas acostumbrado a montar con frecuencia, en Australia, de jovencito. ¿Acaso no me hablaste tanto de eso, eh?
Y cuando Lou remató sus palabras con aquel “eh” lento y cantarín, que ejercía sobre él el efecto de una droga o de un estimulante, Rico supo que estaba vencido.
Lou guardaba su yegua alazán en unas caballerizas situadas justo detrás de la casa de Westminster, y se pasaba el tiempo yendo a los establos. Sentía una extraña y leve nostalgia por aquel lugar: algo que la dejó muy sorprendida. Nunca había tenido ni la menor idea de sentir el más mínimo interés por los caballos, los establos y los mozos. Pero así era. Estaba fascinada. Quizá fuese un retorno a los recuerdos de su niñez en Texas. Fuera lo que fuese, su vida con Rico en aquella casa pequeña y elegante, y todos sus compromisos sociales, le parecieron una especie de sueño cuya realidad tangible eran aquellas caballerizas de Westminster, su yegua alazán, el dueño de los establos, el señor Saintsbury, y los mozos que tenía empleados. El señor Saintsbury era un anciano caballuno con aspecto de solterona, y sentía debilidad por el sonido de los títulos.
—¡Lady Carrington! ¡Qué sorpresa! Veo que ha venido en busca de nuestra compañía. No sé qué haremos si usted se va, ¡qué solos vamos a quedarnos! —Y le dedicó una de sus sonrisas de solterona—. Por muy gris que sea la mañana, usted, señora, la ilumina como un rayo de sol. Poppy está bien, creo que…
Poppy era la yegua alazán de ojos asustados que no tenía las pezuñas blancas, y estaba perfectamente. Y el señor Saintsbury sonreía con su boca de anciana solterona, y mostraba toda su dentadura.
—Venga conmigo, lady Carrington, venga a ver un nuevo caballo que acaba de llegar del campo. Pienso que se merece una ojeada, y espero que usted tenga un momento que perder, señora.
La señora tenía demasiados momentos que perder. Siguió a aquel hombre anciano, de paso ágil y bien afeitado, a través del patio hasta una caballeriza independiente, y esperó mientras él abría la puerta.
En la oscuridad interior vio un hermoso caballo bayo con las limpias orejas enhiestas cual dagas en la cabeza desnuda, cuando el animal se volvió con elegancia para mirar hacia la puerta abierta. Tenía unos ojos negros, grandes y brillantes, en los que había un centelleo afilado e inquisitivo, y ese aire tenso de calma en constante alerta que indica que un animal puede ser peligroso.
—¿Es tranquilo?
—¡Pues claro, mi lady! Es tranquilo con aquellos que saben manejarlo. “¡Ven, muchacho! ¡Ven, preciosidad! ¡Ven aquí! ¡St. Mawr!”
Locuaz hasta con los animales, se adelantó con ligereza y posó la mano en el lomo del caballo, suave y tranquila como una mosca al posarse. Lou vio la piel brillante del caballo arrugarse un poco con aprensión a la espera, fue como la sombra de una mano al descender hasta un líquido brillante de color rojo dorado. Pero después el animal volvió a relajarse.
—Tranquilo con aquellos que saben cómo manejarlo, y un poco granuja con los que no. ¿No es así, eh, St. Mawr?
—¿Cómo se llama? —preguntó Lou.
El hombre lo repitió con un ligero acento galés.
—Procede de la frontera con Gales, pertenece a un caballero galés, el señor Griffith Edwards. Pero quieren venderlo.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Lou.
—Unos siete. Siete años y cinco meses —respondió el señor Saintsbury, bajando la voz como si de un secreto se tratase.
—¿Se lo podría montar en el parque…?
—¡Pues… claro! Yo diría que un caballero que supiese manejarlo podría montarlo sin problemas y que mostraría una fina estampa en el parque…
Lou decidió de inmediato que aquella fina estampa sería la de Rico. Porque ya estaba medio enamorada de St. Mawr. Tenía un color rojo dorado tan precioso…, y un fuego oscuro e invisible parecía emanar de él. Pero en los grandes ojos negros había como un designio al acecho. Algo le decía que el caballo no era del todo feliz: que en las profundidades de su consciencia animal habitaba un peligroso resentimiento, revelado a medias, un sentimiento difuso de hostilidad. Se dio cuenta de que estaba lleno de sensibilidad, pese a aquella fuerza refulgente y saludable, y de que era nervioso, con un toque de inquietud que podría hacer que fuese vengativo.
—¿Tiene alguna peculiaridad? —preguntó.
—Que yo sepa, no, mi lady: no son exactamente peculiaridades. Pero, como dicen, es una de esas criaturas temperamentales. Aunque yo diría que, en el fondo, todo caballo es temperamental. Pero este es como si tuviese algo en carne viva en algún lado. Si se toca ese punto, no respondo de él.
—¿Dónde está esa carne viva? —preguntó Lou, un tanto confundida. Pensó que la herida era física en realidad.
—Pues, eso es difícil decirlo, mi lady. Si se tratase de un ser humano, se podría decir que algo le ha ido mal en la vida. Pero, al ser un caballo, no es exactamente así. Un animal de la categoría de St. Mawr necesita comprensión, y yo no sé de nadie que haya llegado a entenderlo por completo. Confieso que yo no lo he hecho. Pero de lo que sí me doy cuenta es de que es un animal especial, que necesita un tipo de trato especial, y estoy decidido a que lo consiga, y ojalá supiese con exactitud de qué se trata.
Lou miró al resplandeciente caballo bayo, que estaba allí con las orejas replegadas hacia atrás, la cabeza a un lado, pero atento como si fuese un pararrayos. Era un semental. Cuando se dio cuenta de eso, sintió más temor hacia él.
—¿Por qué quiere venderlo el señor Griffith Edwards? —preguntó.
—Bueno, mi lady, lo criaron para que fuese un semental, pero no les funcionó. Hay caballos que son así: por alguna razón, no parecen gustarles las yeguas. Bueno, de cualquier forma, no lograron convertirlo en un semental. Y como puede apreciar, es un corcel precioso y lleno de brío, limpio como una patena, y consumido por su propia fuerza. Pero no hay manera de meterlo entre los postes. No lo soporta. Es un estupendo caballo de silla, de movimiento precioso, y fantástico para montar. Pero hay que saber llevarlo, y ahí lo tiene usted.
Lou percibió que algo se ocultaba tras las reticencias del hombre.
—¿Se ha desbocado alguna vez? —preguntó con aprensión.
—¿Desbocado? —respondió el hombre—. Bueno, si es necesario que lo reconozca, ha tenido dos accidentes. El hijo del señor Griffith Edwards lo montó un poco a lo loco, allá en el bosque de Dean, y el joven se partió la crisma contra la rama baja de un roble. El otoño pasado fue eso. Y hace algún tiempo aplastó a un mozo contra un lado de la caballeriza, hiriéndolo de muerte. Pero, en ambos casos, se trató de accidentes, mi lady. Esas cosas pasan.
El hombre habló lleno de melancolía y fatalismo. El caballo, con las orejas replegadas, parecía escucharlo en tensión, con la cabeza ladeada. Daba la impresión de un ser de fina casta, lleno de pasión, al que se hubiese juzgado y condenado.
—¿Puedo preguntarte cómo estás? —dijo Lou al caballo, aproximándose un poco, con su vestido blanco de verano, y alzando una mano, que refulgió de esmeraldas y brillantes.
El animal se apartó de ella, como empujado por el viento. Después bajó la cabeza y la miró de lado, con un ojo negro y atento.
—Creo que yo estoy bien —dijo la joven, acercándose, mientras él la observaba.
Posó la mano en su flanco y lo acarició con suavidad. Después le recorrió el lomo, y a continuación el arco duro y tenso que era su cuello. Y se sobresaltó al sentir cómo el calor vívido de aquel ser se transmitía hasta ella, a través del brillante barniz rojo dorado. ¡Tan escurridizo y con aquella vida ardiente latiendo en él!
Hizo una pausa, como si reflexionase, mientras su mano reposaba sobre el cuello arqueado bajo el sol del caballo. Tenuemente, su cansada alma de mujer joven pareció inundarse de una comprensión antigua.
Quería comprar a St. Mawr.
—Creo que —dijo dirigiéndose a Saintsbury—, si es posible, lo compraré.
El hombre le dirigió una larga mirada perspicaz.
—Bien, mi lady —dijo al fin—. No se le ocultará nada. Pero, si me permite el atrevimiento, ¿qué haría usted con él?
—No lo sé —respondió con vaguedad—. Puede que llevármelo a Estados Unidos.
El hombre hizo una nueva pausa, para a continuación decir:
—Según dicen, a algunos caballos les ha venido muy bien que se los llevasen allende los mares, a Australia y sitios por el estilo. Puede que obtenga réditos de él, nunca se sabe.
Lou quería comprar a St. Mawr. Deseaba que le perteneciese. Por alguna razón, aquella fuerza, aquella intensidad en alerta, aquella resistencia a doblegarse le hicieron sentir ganas de llorar.
Y ella nunca lloraba: a excepción de alguna vez al verse contrariada, o para salirse con la suya. En lo que a lágrimas se refiere, su corazón estaba más reseco que una pasa. Además, ¿para qué servían las lágrimas? En esta vida uno tenía que aferrarse, no ceder nunca, no rendirse jamás. Lo único que hacían las lágrimas era dejarle a uno debilitado y hecho añicos.
Pero ahora, como si aquel fuego misterioso en el cuerpo del caballo hubiese fundido una roca en su interior, regresó a casa y se escondió en su habitación a llorar. La cabeza salvaje, brillante y alerta de St. Mawr parecía examinarla desde un mundo distinto. Era como si hubiese tenido una visión, como si las murallas que rodeaban su propia vida se hubiesen derretido de repente, dejándola sumida en la más profunda oscuridad, en medio de la cual los ojos inmensos y brillantes de aquel caballo la contemplaban inquisitivos y demoníacos, mientras las desnudas orejas se erguían como dagas en las desnudas líneas de su cabeza animal, y su enorme cuerpo refulgía rojo de poder.
¿Qué era aquello? Casi como si un dios la contemplase con mirada terrible desde las tinieblas eternas, así le habían hecho sentir los ojos de aquel caballo; ojos grandes, refulgentes, terroríficos, enarcados en una pregunta, y con un filo de luz blanca como una amenaza encerrado en ellos. ¿Cuál era su pregunta animal, y su amenaza misteriosa? Lou no lo sabía. Era un espléndido ser demoníaco, y ella tenía que reverenciarlo.
Se escondió de Rico. No soportaba la trivialidad ni la superficialidad de sus relaciones humanas. Como un dios que surge de la oscuridad, así era la cabeza de aquel caballo de ojos inquisitivos, enormes y terribles. Y sintió que le prohibía comportarse como lo haría de ordinario su personalidad cotidiana. Le prohibía ser solo la esposa de Rico, la joven lady Carrington, con todas sus implicaciones.
Le obsesionaba aquel caballo. La había mirado como nadie antes lo había hecho: con ojos inquisitivos, terribles, fulgurantes, que se arqueaban en la oscuridad y que tenían tras ellos todo el fuego de aquel enorme cuerpo rojizo. ¿Qué significado tenía, y qué prohibición le imponía? Sintió que decretaba un precepto a su corazón: ejercía sobre ella una misteriosa autoridad que no entendía, que no se atrevía a interpretar.
No importaba dónde se encontrase, qué estuviese haciendo, en el fondo de su consciencia se cernía una figura grande, sobrecogedora, que surgía de la oscura profundidad: St. Mawr que la miraba sin verla en realidad, pero que sin embargo irradiaba una pregunta hacia ella, desde aquellos ojos inmensos y terribles, e irradiaba una especie de amenaza, de condena. ¡El Señor de la Expiación!, parecía ser.
—Estás pensando en algo, Lou, querida —quiso saber Rico aquella noche.
Era tan rápido y tan sensible para detectar sus estados de ánimo, tan conmovedor en ese aspecto… Y sus grandes ojos azules ligeramente prominentes, con el blanco un poco enrojecido, le dirigieron una mirada rápida, inquisitiva y ansiosa, en la que había un poso de miedo. Como si su conciencia estuviese siempre intranquila, también él se asemejaba mucho a un caballo, pero siempre temblorosa, con una especie de desconfianza fría y peligrosa, que él encubría con su amor nervioso.
En el núcleo de sus ojos había una impotencia básica que le provocaba ansiedad. Antes, esa apariencia básica de impotencia en él la había conmovido hasta la piedad. Pero ahora, desde que había visto el fulgor pleno, oscuro y apasionado del poder y de una vida distinta en los ojos del frustrado caballo, la impotencia nerviosa del hombre le resultaba insoportable. Rico era tan apuesto, y tan controlado…, era poseedor de una especie de bondad galante y de una astucia auténtica y mundana. Uno no tenía más remedio que admirarlo, al menos a ella no le quedaba otra opción. Pero después de todo, y pese a todo, no era sino una pantalla, una actitud. Deliberadamente, mantenía todo aquello activo en su interior. Era una pose. Lou había leído a psicólogos que afirmaban que todo era cuestión de pose. Incluso lo mejor de todo. Mas ahora se había dado cuenta de que, tanto en los hombres como en las mujeres, todo era pose únicamente cuando existía una carencia de algo. Al carecer de algo, se veían obligados a utilizar sus propios recursos. Aquel flujo negro y fiero en los ojos del caballo no era una “pose”. Era algo mucho más auténtico y aterrador, la única cosa que era auténtica. Brotaba de una oscuridad amenazante e inquisitiva, y refulgía en el espléndido cuerpo del animal.
—¿Estaba pensando en algo? —inquirió, con su manera lenta, divertida y despreocupada. Como si todo fuese tan fácil y tan indiferente para ella. Y así era, para la parte dura y refinada que había en ella. Pero eso no era todo.
—Creo que sí, Loulina. ¿Puedo ofrecerte algo a cambio de tus pensamientos?
—No te molestes —respondió ella—. De pensar en algo, pensaba en un caballo bayo llamado St. Mawr. —Aquel secreto suyo casi se reflejó en su mirada.
—El nombre es de lo más atractivo —dijo él con una carcajada.
—No tan atractivo como la criatura en sí. Voy a comprarlo.
—¿En serio? —preguntó Rico—. Pero ¿por qué?
—Es tan atractivo… Voy a comprarlo para ti.
—¡Para mí! ¡Cariño! Cómo das todo por supuesto. Puede que a mí no me resulte atractivo en absoluto. Como sabes, los caballos apenas despiertan interés en mí. Además, ¿cuánto cuesta?
—Eso no lo sé, Rico, querido. Pero estoy segura de que lo adorarás, para contentarme. —Sintió que, en aquel momento, lo estaba manipulando para sus propios fines.
—Mi querida Lou, no te gastes una fortuna en un caballo para mí que yo no deseo. Sinceramente, prefiero un automóvil.
—¿Por qué no, cariño? Harías una estampa tan preciosa… Me gustaría que aceptases. De cualquier forma, ven conmigo a conocer a St. Mawr.
Rico se sintió dividido en su fuero interno. Los caballos le provocaban cierta inquietud. Al mismo tiempo, le atraía la idea de exhibir una apuesta figura por Hyde Park.
Fueron hasta las caballerizas. Un mozo galés de pequeña estatura estaba lavando al resplandeciente caballo.
—Sí, cariño, no cabe duda de que es precioso: ¡Qué color tan maravilloso! ¡Es casi naranja! Pero un tanto grande, diría yo, para montar en el parque.
—No, para ti es perfecto. Eres muy alto.
—Resultaría fantástico en una composición pictórica. ¡Qué color!
Y todo lo que Rico pudo hacer fue mirar al caballo con ojos de pintor, y dirigir una ojeada al mozo.
—¿No crees que ese hombre resulta también bastante fascinante? —inquirió, mientras se acariciaba la barbilla con mucho arte y exhibía una mirada penetrante.
El mozo, Lewis, era un individuo pequeño, rápido, un tanto patizambo, de constitución poco definida y edad indeterminada; tenía una mata de pelo negro y una pequeña barba del mismo color. Estaba acicalando al resplandeciente St. Mawr en el exterior, al aire libre. El caballo era en verdad esplendoroso como una caléndula, tenía el brillo del oro puro, el refulgir de un barniz verde dorado, sobre un intenso fondo rojo anaranjado. Sobre el lomo se apreciaba un bruñido barniz amarillo. Lewis, que era un hombrecillo menudo, estaba absorto en su tarea, entregado sin pausa al caballo, con una dedicación que era casi un ritual. Parecía la sombra atenta del rojizo animal.
—Va incluido en el lote —dijo Lou—. Si compramos a St. Mawr, nos llevamos también al hombre.
—Sería tan interesante pintarlos: ¡qué contraste tan increíble! Pero, cariño, espero que no te empeñes en comprar el caballo. Es horriblemente caro.
—Mi madre me ayudará. Se te vería tan bien sobre él, Rico.
—Si es que alguna vez me atrevo a tomarme la libertad de montarlo.
—¿Y por qué no? —Lou atravesó a paso rápido el patio recubierto de adoquines.
—Buenos días, Lewis. ¿Cómo está St. Mawr?
Lewis se enderezó y la miró por debajo de la alborotada mata de cabello negro.
—Muy bien —respondió.
Sus ojos la observaron directamente por debajo de la negra cabellera desordenada. Eran de un color gris pálido que parecía fosforescente, y recordaban los ojos de un gato montés que mira con intensidad desde la oscuridad del arbusto bajo el que yace oculto. Lou, con sus ojos castaños, desiguales, extrañamente perplejos, se sintió al descubierto.
“No es más que un hombrecillo vulgar”, pensó para sí. “Pero es capaz de conocer a primera vista a una mujer y a un caballo.” En voz alta preguntó con aquel acento sureño suyo:
—¿Cómo cree que se comportará con sir Henry?
Lewis dirigió los ojos distantes, fríamente observadores, al joven barón. Rico era alto, apuesto y equilibrado de caderas. El rostro era largo y bien definido, y llevaba el pelo retirado hacia atrás en la frente. Parecía igual de bien hecho que su ropa, y poseer la misma elegancia perpetua. Era inimaginable aquel rostro sucio, o rasposo y sin afeitar, o con barba, ni tan siquiera con bigote. Iba perfectamente arreglado para su cometido social.
Si le hubiesen cortado la cabeza como a san Juan Bautista, habría sido un elemento completo en sí mismo, no habría tenido necesidad alguna del cuerpo. El cuerpo estaba perfectamente confeccionado. La cabeza era una de esas famosas “cabezas parlantes” de la juventud moderna, con cejas un tanto mefistofélicas, grandes ojos azules un tanto descarados, y labios curvos que invitan al beso.
Lewis, el mozo, cuya mirada flanqueada por la mata de pelo y la barba no se apartaba de él, lo observaba como un animal entre la maleza. Y en Rico aún existía suficiente sentimiento colonial para sentirse incómodo y consciente de la existencia de dicha maleza, incómodo bajo la mirada vigilante de aquellos ojos gris pálido, e incómodo ante esa exposición cara a cara característica de las colonias democráticas y de Estados Unidos. Sabía que, en última instancia, iba a ser juzgado por sus méritos como hombre, solo y sin circunstancias, como un colono sin más adornos.
Esa ausencia de circunstancias, ese cara a cara lleno de indefensión que lo dejaba a merced de cualquier sirviente, era nocivo para sus nervios. Porque también era un artista. Se revolvía contra aquello con cierta desesperación, y fácilmente se veía empujado al resentimiento y al rencor.
Al mismo tiempo, no estaba sometido a aquella suffisance rígida de los ingleses. Era del todo consciente de que tenía que mantenerse en su sitio por sí mismo, que lo habían dejado solo en el universo con sus propias defensas por toda arma. La extrema democracia de las colonias le había enseñado esa lección.
Y Lewis, el insignificante nativo, había reconocido aquello en él. Asimismo, reconocía el extraño recelo vacuo de Rico, el miedo a mostrar alguna deficiencia en su persona, que había bajo toda apariencia y apostura de joven héroe.
—No tendrá ningún problema con alguien dispuesto a alcanzar un compromiso —dijo Lewis, con su rápida forma galesa de hablar sin personalizar.
—¿Has oído, Rico? —preguntó Lou con aquella cadencia suya, volviéndose hacia su esposo.
—Perfectamente, cariño.
—¿Estarías dispuesto a llegar a un compromiso con St. Mawr, eh?
—Hasta el final, cariño. Mahoma irá a esa montaña hasta el final. ¿Quién se atrevería a hacer otra cosa?
Hablaba con sarcasmo alegre, aunque un tanto resentido.
—Bien, creo que St. Mawr lo entendería a la perfección —dijo Lou con la voz suave de una mujer obsesionada por el amor.
Y se acercó y posó la mano en el lomo resbaladizo, extremadamente suave, del caballo. Este, con la extraña cabeza equina agachada, las líneas exquisitas adelantadas, que recordaban un poco a una serpiente, y las orejas ligeramente retraídas, la observaba de lado con el rabillo del ojo. Se encontraba en un estado de absoluta desconfianza, cual gato agazapado dispuesto a saltar.
—¡St. Mawr! —preguntó ella—. ¡St. Mawr! ¿Qué sucede? ¡Si tú y yo nos entendemos bien!
Y mientras hablaba con dulzura, acariciaba soñadora el cuello del animal, y percibió que poco a poco él le respondía. Pero se negaba a alzar la cabeza. Y cuando Rico se aproximó de repente, se echó hacia atrás con movimiento súbito, como si un rayo le hubiese alcanzado los cascos.
El mozo pronunció en galés unas cuantas palabras en voz baja. Lou, asustada, se quedó con la mano alzada detenida en el aire. Su intención había sido acariciarlo.
—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó.
—Le han dado una paliza en una o dos ocasiones —dijo el mozo con voz neutra—, y no lo olvida.
Ella percibió un tono de neutra condena en la voz de Lewis. Y pensó en aquella herida en “carne viva”.
No se trataba de ninguna herida en carne viva. Era una batalla entre dos mundos. Se dio cuenta de que los resoplidos ardientes de St. Mawr procedían de un mundo distinto al de Rico, al nuestro. Tal vez los antiguos caballos griegos habitasen en aquel mundo de St. Mawr. Y los antiguos héroes griegos, incluido Hipólito, lo habían sabido.
Con sus equinas cabezas extrañamente desnudas, y algo de serpiente en la forma de mirar a su alrededor, y levantando los hocicos sensibles, amenazadores, se movían en una penumbra prehistórica en la que todas las cosas se erguían fantasmagóricas, todo en un plano único, con presencias súbitas que surgían de las matrices. Era otro mundo, un mundo más antiguo y pleno de fuerza. Y en aquel mundo el caballo era rápido y fiero; supremo, indómito e insuperable. “Hay que alcanzar un compromiso”, había dicho Lewis. Pero alcanzar un punto intermedio entre nuestro mundo humano y aquella aterradora penumbra equina no era un paso fácil. Era un paso que, no podía ignorarlo, Rico jamás estaría dispuesto a dar. Estaba convencida. Pero se sentía dispuesta a sacrificar a Rico.
Compraron a St. Mawr, y contrataron a Lewis a la vez. En un principio, Lewis iba detrás de Lou montando al caballo por el Row, para irlo acostumbrando. El animal se comportaba a la perfección.
Phoenix, el indio mestizo, se sintió muy celoso cuando vio al galés de barba negra encargarse de St. Mawr.
—¿Qué caballo tienes ahí? —preguntó, mirando al otro hombre de aquella curiosa forma ciega con sus duros ojos de indio navajo, en los que el fulgor de su raza se movía cual chispa en medio del oscuro caos. En el rostro de pómulos marcados de Phoenix se reflejaba todo el sufrimiento de la raza india desposeída, junto con la vacuidad añadida que le había provocado la neurosis de la guerra. Pero, a la vez, mostraba esa implacable actitud ante la muerte que es característica de su tribu, de la tribu de su madre. Era difícil decir qué hilo sutil lo unía al pueblo navajo y hacía que su destino fuese aún el de un piel roja.
Era una curiosa pareja de mozos de caballerizas la que cabalgaba tras la pareja de señoras estadounidenses, tan correctas, y a la vez tan poco comunes. La señora Witt y Phoenix utilizaban espuelas largas y montaban con las piernas rectas, pegados a la silla, y no al estilo inglés. Phoenix daba la impresión de formar un todo con el caballo, parecía no levantarse nunca de la silla, ni ir al trote ni al galope, sino ir sentado como un hombre que monta a pelo. Y siempre miraba a su alrededor, a los jinetes del Row, a la gente que charlaba en grupos al otro lado de la barandilla, a los niños que paseaban con sus niñeras, como si contemplase un espejismo en cuya realidad no creyese ni por un instante. Londres era en sí una especie de espejismo para él. Sus ojos alargados, de mirada nerviosa, de pupila castaña y pequeña que dejaba ver todo el blanco a su alrededor, parecían centrarse en la lejanía, como si fuese incapaz de distinguir las cosas que estaban demasiado próximas. Veía los pálidos desiertos de Arizona titilar bajo la luz cambiante, el largo espejismo de un lago poco profundo al ondularse, la imponente concavidad del cielo y la tierra expandirse al intercambiarse la luz. Y una figura equina cernirse, enorme y portentosa, sobre el espejismo, cual si de una bestia prehistórica se tratara.
Eso era real para él: el fantasma de Arizona. Pero aquel Londres era algo en lo que no detenía la vista, una especie de falso espejismo.
Tenía un aspecto en exceso elegante con su vestimenta de mozo de fina confección, tan elegante que podría haber pasado por uno de aquellos nuevos ricos objeto de sátira. Tal vez fuese la reafirmación del mestizo que traspasaba su ropa, la reafirmación física que el salvaje hace de sí mismo. Fuera lo que fuese, parecía “normal”, mejor dicho, parecía un aficionado a los caballos y resultaba llamativo.
Excepto por su rostro. En medio de la dorada expresión de su rostro indio de marcados pómulos, que era lampiño y sin apenas cejas, había una mirada perdida, desorientada, que resultaba casi conmovedora. La misma mirada perpleja y desorientada que mostraban sus ojos. Pero en las pequeñas pupilas oscuras relucía todavía indómito el brillo de aquella luz acerada.
Era un buen mozo de cuadras, vigilante, rápido y, si algo iba mal, presente al instante. Tenía un poder extraño y callado sobre los caballos, carente de emoción, indiferente, pero convincente en su silencio. De igual forma, tras observar el tráfico de Piccadilly con su mirada perdida y destellante, lo calculaba todo instintivamente, como si se encontrase frente al enemigo, y dirigía a la señora Witt con la fuerza silenciosa de su voluntad. La rodeaba de la vigilancia tensa de aquel país suyo, y la hacía sentirse en casa.
—Phoenix —dijo ella, volviéndose de repente en la silla cuando iban con los caballos al paso y rebasaban al policía apostado en Hyde Park Corner—, no sabes cuánto me alegra llevar a alguien que es cien por cien americano a mis espaldas cuando atravieso estas verjas.
Lo miró con sus amenazadores ojos grises como si de verdad así lo creyese, con vengativa sinceridad. La sombra de una sonrisa se extendió por los marcados pómulos del mozo, pero no respondió.
—¿Por qué madre? —preguntó Lou, cadenciosa—. Yo lo encuentro todo tan inofensivo.
—Sí, Louise, así es. ¡Tan inofensivo! Por eso no me produce ni la más mínima confianza…
Y salió a medio galope Row arriba, bajo los verdes árboles; el rostro, como el de una Medusa de cincuenta años, un arma en sí mismo. Lo contempló todo, examinó a todos, con fijeza, con aquella mirada fría de dinamita a la espera de volarlos a todos por los aires. Lou se puso a su altura al trote, grácil y elegante, y ligeramente divertida. Tras ellas iba Phoenix, como una sombra, con aquel rostro amarillento y huesudo que todavía parecía enfermizo. Y a su lado, sobre el refulgente caballo bayo, el insignificante galés de barba negra.
Entre Phoenix y Lewis había una afinidad latente, pero silenciosa y desconfiada. Phoenix estaba tremendamente impresionado por St. Mawr, no podía apartar la vista de él. Y Lewis montaba al brillante semental, que se movía con apostura, de manera tan silenciosa que parecía una insinuación.
De los dos hombres, Lewis era el que tenía aspecto más oscuro, con su negra barba que le llegaba hasta las pobladas cejas negras. Tenía la tez morena, la nariz un tanto corta, y aquellos misteriosos ojos gris pálido que lo observaban todo y no se preocupaban por nada. No había nada en el mundo que le preocupase, a no ser, en aquel momento, St. Mawr. La gente le traía sin cuidado. Montaba al caballo y observaba el mundo desde la posición estratégica que le proporcionaba St. Mawr con indiferencia absoluta.
—¿Llevas mucho tiempo con ese caballo? —preguntó Phoenix.
—Desde que nació.
Phoenix observó los movimientos de St. Mawr mientras avanzaban. El bayo se movía con orgullo y ligereza, pero con muy buen sentido, entre el torrente de jinetes. Era una preciosa mañana de junio, las hojas en lo alto eran verdes y gruesas, llegaban las primeras bocanadas de aroma de lima. Para Phoenix, no obstante, la ciudad era una especie de espejismo de pesadilla, y para Lewis, era una especie de prisión. La presencia de la gente la percibía a su alredor como el muro de una cárcel.
La señora Witt y Lou daban ya la vuelta, al final del Row, y saludaban a unos conocidos. Los mozos se hicieron a un lado. La señora Witt miró a Lewis con frialdad.
—Me parece de lo más sorprendente, Louise —dijo—, ver a un mozo con barba.
—No es tan raro, madre —dijo Lou—. ¿Es que te molesta?
—En absoluto. Al menos, creo que no. Me aburren infinitamente esos jóvenes modernos barbilampiños. ¡Infinitamente! Esos muchachos aseados y puros, ya sabes. ¿Es que a ti no te aburren…? No, creo que un mozo con barba resulta de lo más atractivo.
Examinó a la multitud con mirada desafiante, mientras apoyaba el pie elegantemente calzado con firmeza guerrera en el metal del estribo. Después, sin previo aviso, tiró de las riendas y giró el caballo hacia los mozos de caballerizas.
—¡Lewis! —dijo—. Quiero hacerle una pregunta. Supongamos que lady Carrington quisiese que se afeitase la barba, ¿qué diría usted?
Lewis instintivamente se llevó la mano a la mencionada barba.
—Han querido que me la afeitase, señora —respondió—. Pero jamás lo hice.
—Pero ¿por qué? Dígame el porqué.
—Forma parte de mí, señora.
La señora Witt se puso de nuevo en movimiento.
—¿Acaso no es sorprendente, Louise? —dijo—. ¿No te gusta la forma en que pronuncia “señora”? A mí me suena tan imposible… ¿Podría alguna mujer considerarse a sí misma una señora? ¡Jamás!… desde la reina Victoria. Pero, ¿sabes?, no se me había ocurrido que la barba de un hombre formase en realidad parte de él. Siempre tuve la impresión de que los hombres lucían sus barbas, de igual forma que lucen sus corbatas, para impresionar. Siempre recordaré a Lewis por decir que la barba forma parte de él. ¿No es curiosa la forma que tiene de montar? Da la impresión de hundirse en el caballo. Cuando me dirijo a él, no estoy segura de si hablo con un hombre o con un caballo.
Unos días más tarde, el propio Rico apareció a lomos de St. Mawr a dar el paseo matinal. Montaba con afectación, como lo hacía todo, y estaba ligeramente nervioso. Pero su suegra fue benevolente. Le obligó a cabalgar entre ella y Lou, cual tres naves que avanzasen surcando las aguas con lentitud.
Y aquel preciso día, ¿a quién se le ocurrió aparecer en el parque paseando en coche descubierto? ¡Nada menos que a la reina madre! A la querida reina Alejandra, y hubo una conmoción general. Y su majestad saludó a Rico expresamente, sin duda, confundiéndolo con otra persona.
—¿Sabéis? —dijo Rico cuando estaban sentados a almorzar él, Lou y la señora Witt en el saloncito de la señora Witt, en aquel oscuro y tranquilo hotel de Mayfair—. En realidad me gusta mucho montar a St. Mawr. Sin duda es un animal noble. Si alguna vez me nombran lord, ¡Dios no lo quiera!, seré lord St. Mawr.
—¿Estás diciendo —dijo la señora Witt— que el auténtico lord sería el caballo?
—Muy posiblemente, lo reconozco —dijo Rico, a la vez que torcía su largo labio superior.
—¿No crees madre —preguntó Lou— que hay algo muy noble en St. Mawr? A mí me parece que es la primera cosa noble que he visto en mi vida.
—Ciertamente yo no he visto hombre que pueda comparársele. Porque estos nobles ingleses… En fin, que preferiría mirar a un revisor negro del Pullman, si lo que buscase es lo que yo entiendo por nobleza.
El pobre de Rico estaba cada vez más indignado. Había un verdadero demonio en la señora Witt. Guardaba en su interior un diablo cruel y brillante, que daba la impresión de poder dejar suelto cuando le apetecía.
Al día siguiente lo dejó suelto, cuando Rico y Lou se reunieron con ella en el Row. Guardaba silencio, pero se mostró letal con el resto de los caballos al obstaculizarles el paso de todas las formas posibles. De repente, se colocó junto a la barandilla, delante de St. Mawr, de forma que el caballo se vio obligado a retroceder, para así frenar. A continuación, al tener el camino despejado, partió de súbito al galope, como una explosión, y el semental, con los nervios a flor de piel, salió tras ella.
Parecía que aquella mañana todo el parque estuviese en un estado de tensión nerviosa. Tal vez flotase la tormenta en el ambiente. Pero St. Mawr continuó con su caracoleo, mientras trataba a la vez de librarse del bocado, y se lanzaba de costado contra la barandilla, para terror de niños y espectadores, que profirieron alaridos y se apartaron de un salto de repente, lo que hizo que los nervios del semental se desbocasen como cohetes. Se echó hacia atrás y opuso toda su resistencia cuando Rico quiso hacerlo girar.
Después siguió con aquello, con el caracoleo y la resistencia, con el impetuoso avance lateral, como si estuviese poseído por todos los demonios de la obstinación. La cara del pobre Rico cada vez era más larga y mostraba más furia. Se despertó en él un sentimiento de ira que apenas era capaz de controlar. Odiaba a su caballo, y trató, sin piedad, de forzarlo a adoptar un trote tranquilo y en línea recta. Para terror del Row, St. Mawr se encabritó sobre las patas traseras. Apretó el bocado entre los dientes, y empezó a resistirse.
Pero Phoenix, con muy buen sentido, se situó frente a él.
—¡Descabalga, Rico! —se oyó la voz de la señora Witt, con toda la tranquilidad que le producía su exultación malévola.
Y casi antes de darse cuenta de lo que hacía, Rico había saltado al suelo con ligereza y mantenía sujetas las riendas del indómito corcel.
Phoenix también bajó al suelo con agilidad y corrió hacia St. Mawr, al tiempo que dejaba las riendas de su caballo en manos de Rico. A continuación comenzaron los movimientos y las salpicaduras, el ir hacia delante y hacia atrás. St. Mawr se comportaba con perversidad, pero Phoenix, con el rostro indiferente ante el conflicto, continuó sentado inmutable, sin emoción alguna, con solo el peso de la propia voluntad impersonal apoyado sobre el caballo todo el tiempo, como si fuese una carga. Tal vez existiese en aquel empeño oscuro, carente de emoción y de sentimientos personales, el rastro de una extraña exultación primitiva.
Así que, durante casi cinco minutos, ofrecieron un pequeño espectáculo en el Row mientras el deslumbrante caballo reculaba y oponía resistencia. Rico, con cara larga y expresión tensa, se subió al caballo de Phoenix y se apartó para guardar una distancia de seguridad. Aparecieron unos policías, y un servicial agente a caballo se acercó para poner fin a la situación. Pero resultaba obvio que Phoenix, distante y en apariencia indiferente, pero con una fuerza primitiva en su voluntad, acabaría por controlar al caballo.
Y así lo hizo, y cabalgó en él de vuelta a casa. A Rico le rogaron que no volviese a montar a St. Mawr por el Row, ya que el semental representaba un peligro para la seguridad pública. Las autoridades estaban al corriente de todo lo concerniente al animal.
Y así terminó el primer fiasco de St. Mawr.
—Esta mañana no nos hemos llevado muy bien que digamos con su señoría —dijo la señora Witt con aire triunfante.
—No, la compañía no le gustaba en absoluto —replicó Rico con un gruñido.
Quería que Lou volviese a vender el caballo.
—Dudo que nadie quisiese comprarlo, cariño —respondió aquella—. Es un personaje conocido.
—En tal caso, regálaselo a tu madre —dijo Rico con verdadero veneno.
—¿Por qué a mi madre? —le preguntó Lou con aire inocente.
—Puede que ella sea capaz de medirse con él, ¡o que él lo haga con ella! —Aquella última frase fue mortífera. Tras haberla pronunciado, Rico se marchó.
Lou permaneció sin saber a qué atenerse. Se sentía casi siempre un poco aturdida, como si fuese incapaz de ver o de pensar con claridad. Una extraña sensación de falta de vida invadía su ser, como si fuese un primer contacto con la muerte. Y a través de esa bruma de aturdimiento, o de falta de vida, le llegaban todas sus experiencias en sordina.
¿Por qué era así? No lo sabía. Pero sospechaba que, de alguna manera, el origen estaba en un enfrentamiento de voluntades. Su madre, Rico, ella misma, siempre había un enfrentamiento de voluntades tácito, inconsciente, que poco a poco la iba sumiendo en el aturdimiento y la dejaba paralizada. Sabía que a Rico no le movía otra cosa que la bondad hacia ella. Sabía que su madre solo quería protegerla. Sin embargo, existía siempre aquella tensión que tanto aturdimiento le producía. Como si, en las profundidades de su ser, Rico estuviese siempre enfadado, aunque exteriormente pareciese tan “feliz”. Y el enfado de la señora Witt era orgánico. Así que eran como un par de bombas programadas para explotar algún día, pero que, en el entretanto, funcionasen como si de dos relojes normales se tratase.
Había llegado a una conclusión definitiva: la ira de Rico estaba enraizada con fuerza en el fondo de su persona, como un resorte de acero que lo mantuviese en funcionamiento, mientras que él en sí era “encantador”, como si fuese una bomba de relojería decorada por fuera cual porcelana de Sèvres o figurilla de Dresde. Pero aquel encanto suyo no era sino una especie de ira, y su amor, la destrucción en sí mismo. Y él no podía evitarlo.
¿Y ella? Tal vez ella fuese en gran medida similar, estuviese ovillada con fuerza en su interior y disfrutase al ser “maravillosa”, pero se mantuviese allí enroscada gracias a la fuerza en tensión de algo que, ahora veía con estupor, no era otra cosa en realidad que una especie de ira. Y eso era el resorte que la movía en aquel carrusel de la “alegría”.
Solía disfrutar de la tensión, y del élan que le proporcionaba. Cuando aún lo desconocía todo sobre la misma. Cuando pensaba que aquel élan, aquella tensión y aquella emoción por “estar disfrutando” eran de verdad la vida y la felicidad.
Ahora, de súbito, dudaba de todo el montaje. Lo atribuía a la extraña sensación de aturdimiento que se estaba adueñando de ella, como si fuese ya incapaz de volver a sentir nada.
Quería desenroscarse. Quería escapar de aquel enfrentamiento de voluntades.
Solo St. Mawr le proporcionaba un resquicio de esperanza. Era tan poderoso, y tan peligroso. Pero en su mirada oscura, que en aquella oscura pupila empañada semejaba una nube dentro de un oscuro fuego, como un mundo que existiese más allá del mundo conocido, refulgía una tenebrosa vitalidad, y en el fondo del fuego, una sabiduría diferente. Tenía la certeza de que así era: incluso cuando replegaba las orejas, enseñaba los dientes, y los enormes ojos desorbitados resaltaban en la desnuda cabeza, y ella no veía sino demonios y más demonios dentro del caos que había en aquellos terribles ojos.
¿Por qué le daba la impresión de que fuese un abismo en el que latía la vida, donde ella quería buscar refugio? Cuando el animal echaba atrás la cabeza y relinchaba desde lo profundo de su pecho, como el resonar profundo de unas campanillas al viento, a ella le parecía oír los ecos de otro mundo más espléndido, más peligroso, más espacioso, más tenebroso que el nuestro, un mundo más allá de ella. Y ahí era adonde quería ir.
Se lo guardaba para sí, en el más absoluto de los secretos. Porque Rico se habría limitado a elevar su largo labio superior, en su rostro lampiño, en una especie de gesto de “comprensión” condescendiente. Y su madre, como de costumbre, habría sospechado que lo que hacía no era sino eludir las cosas. La gente, toda la gente que conocía, parecía estar completamente inserta en aquel mundo de cartón y en su seamos felices. Sus voluntades se centraban cual máquinas en la felicidad, o en la diversión, o en lo mejor de lo mejor. Una actitud espantosa y despreocupada que hacía que se le helase la sangre.
Desde que de verdad había visto a St. Mawr erguirse fogoso y terrible en medio de las tinieblas exteriores, era incapaz de creer en el mundo que habitaba. Le resultaba imposible creer que las cosas sucediesen en realidad cuando bailaba por la tarde en el Claridge, o por la noche en el Carlton, y se deslizaba en brazos de un joven engolado que para ella no era hombre en absoluto. O cuando pasaba el fin de semana en Sussex con los Enderly: aquellas conversaciones, aquel comer y beber, aquel bailar sin fin; le parecía más incorpóreo y, curiosamente, más espectral que cualquier cuento de hadas. Le daba la impresión de estar tomando una comida imaginaria que hubiese surgido por conjuro de la nada, gracias al poder de las palabras. Le invadía la sensación de estar hablando con irrealidades con apariencia de hermosos rostros jóvenes, y en absoluto con hombres; mientras se deslizaba con ellos en aquella danza perpetua, parecían ser también el fruto de algún conjuro y haber salido de la nada con el único fin de deslizarse vertiginosamente en aquel baile. Y se resistía a creer que, al apagarse las luces, no volviesen a esfumarse otra vez en el aire, a disolverse en la nada absoluta. ¡Qué extraña inexistencia tenía todo! Todas las cosas eran fruto de un conjuro, nada era real. “¿Acaso no es esto lo mejor de lo mejor?”, afirmaban radiantes, cual espectros del goce, sin ninguna entidad auténtica. Y ella contestaba sonriente: “¡Es fantástico!”.
Era muy de agradecer que la temporada de festejos llegase a su fin, y que todo el mundo abandonase Londres. Ella y Rico tenían pensado irse a Escocia, pero no hasta agosto. En el entretanto irían a ver a su madre.
La señora Witt había alquilado un cottage en Shropshire, en la frontera con Gales, y se había trasladado allí en compañía de Phoenix y de sus caballos. Las despejadas colinas, tapizadas de brezo y arándanos, eran espléndidas para cabalgar.
Rico consintió pasar el mes en Shropshire, porque la señora Witt tenía por vecinos próximos a los Manby, en Corrabach Hall. Los Manby eran unos ricos australianos que habían regresado al viejo país y se habían instalado como señores, con todo esplendor. Rico los había conocido en Victoria: provenían de una buena familia, y las hijas lo colmaban de atenciones.
Así que hacia allá se dirigieron Lou y Rico, Lewis, Poppy y St. Mawr, a Shrewsbury, y después a la campiña. El “cottage” de la señora Witt era una alta casa georgiana de ladrillo rojo con vistas al cementerio y a la enorme, tenebrosa iglesia que lo dominaba.
—Jamás imaginé —dijo la señora Witt— lo reconfortante que podía ser tener lápidas bajo las ventanas de mi saloncito, y entierros a la hora de comer.
Y lo cierto era que obtenía un extraño placer al sentarse en aquella estancia recubierta de paneles, que estaba pintada de gris, y contemplar al deán o a alguno de los coadjutores mientras oficiaban junto a una sepultura, rodeados de un grupo de dolientes enlutados con sus pañuelos ribeteados de negro en constante uso.
—¡Madre! —exclamó Lou—. ¡Lo encuentro horripilante!
Ella tenía una habitación en la parte de atrás, con vistas al jardín tapiado y a los establos. Pese a ello, oía el tilín tilín de la campanilla al pasar, y el doblar y repicar de los domingos. ¡Vaya con la sombra de la iglesia! Era una sombra muy audible, que se hacía oír con insistencia.
El deán era un hombre grande, robusto y corpulento, de maneras agradables. Era un caballero, y un hombre cultivado en lo suyo. Pero dejó claro a la señora Witt que la miraba con cierto desdén —como a una estadounidense advenediza, una yanqui, pese a que ella jamás había sido una yanqui—; y al mismo tiempo sentía un sincero respeto hacia ella, como mujer adinerada. Sí, un respeto auténtico hacia ella, como mujer adinerada.
Lou sabía que a todo inglés, sobre todo a los pertenecientes a las clases superiores, la riqueza les infunde un saludable respeto. Pero ¿es que dejan inmune a alguien?
Al deán le causó más impresión la señora Witt que Lou. Pero con lady Carrington era encantador: la dama casi era “uno de los nuestros”, ¿a qué sí? Y fue de lo más gentil con Rico: “espléndida la labor llevada a cabo por su padre en las colonias”.
La señora Witt tenía ahora una nueva pantomima con la que entretenerse: la casa georgiana, su propio banco en la iglesia, que iba en un lote con la antigua mansión, una aldea de casitas con tejados de brezo, algunas con chapas de hierro sobre el techado; la gente de las casitas, trabajadores agrícolas y sus familias, con unos cuantos —muy pocos— intrusos: el pequeño grupo de infames que vivían en las casitas de Mile End, famosos por su mala vida. Los habitantes de Mile End se apellidaban todos Allison y Jephson, y se casaban entre ellos, dijo el deán: era el resultado de trabajar durante siglos en la cantera, y de vivir aislados allí en Mile End.
¡Aislados! ¡Ver para creer! A milla y media de la estación de ferrocarril, a diez millas de Shrewsbury. La señora Witt pensó en Texas, y dijo:
—¡Cómo no van a estar aislados, allá tan lejos!
Y el deán ni por un momento sospechó que lo dijese con sarcasmo.
Pero allí tenía todo escenificado ante sus ojos: la vida de una aldea inglesa. Había hasta mineros para romper tanta armonía sana y un tanto asfixiante. Todos los hombres la saludaban llevándose la mano a la gorra, todas las mujeres le dedicaban una especie de reverencia, los niños se hacían a un lado a su paso, si aparecía por la calle Mayor.
Todo el mundo volvía a ser pobre: los jornaleros ya no podían permitirse ni un vaso de cerveza por la noche, desde la Gran Guerra.
—En mi opinión eso es horrible —dijo la señora Witt—. No poder escapar de esas casitas asfixiantes, sórdidas y pintorescas ni una hora por la noche, a beber un vaso de cerveza.
—Es una lástima, en eso estoy de acuerdo con usted, señora Witt. Pero el señor Watson ha organizado una sala de lectura para los hombres donde pueden fumar y jugar al dominó, y leer si lo desean.
—Pero eso no es lo mismo —respondió la señora Witt— que el acogedor bar del Moon and Stars.
—Estoy completamente de acuerdo —dijo el deán—. No lo es.
La señora Witt se aproximó al tabernero del Moon and Stars y pidió un vaso de sidra.
—Quiero —dijo con su acento estadounidense— que a estos pobres trabajadores no les falte su vaso de cerveza por las noches.
—Ellos también lo quieren —afirmó Harvey.
—En ese caso deben tenerlo.
El resultado fue que decidió poner a disposición de ellos un gran barril de cerveza a la semana, y el tabernero debía vendérselo a los trabajadores a penique el vaso.
—En mi país tenemos la Ley Seca —aseguró—, pero no es porque no podamos permitírnoslo.
Cuando Lou y Rico llegaron, la señora Witt ya estaba de lo más integrada. De hecho, apenas se entrometía en nada: el barril de cerveza era su único acto público. Pero sí que conocía ya a todo el mundo de vista, y sí que estaba al tanto de las circunstancias de todos ellos. Y había asistido a un rezo de plegarias, a una reunión de madres, a un ropero, a un baile, a una sesión de la escuela dominical, a un encuentro de jóvenes defensores de la templanza y a una fiesta de la escuela dominical. Pasaba por alto la existencia de las diminutas capillas baptista y metodista, y era una episcopaliana de pies a cabeza.
—¡Qué extrañas son estas viejas aldeas pintorescas, Louise! —afirmó, mientras una sombra rodeaba su nariz aguileña y llena de distinción—. Qué fácil parece todo, como si todo siguiese un plan establecido. Pero ¡qué falso! Y por debajo, ¡cuánta corrupción!
Le dirigió aquella mirada extraña, triunfante y lasciva de sus ojos grises, y unas arrugas extrañas y demoníacas parecieron dibujarse en su rostro.
Lou sintió rechazo. Empezaba a temer aquella curiosidad insaciable de su madre, que siempre buscaba la serpiente oculta bajo las flores. O mejor, los gusanos.
Siempre ese mismo interés morboso por los demás y por sus actos, sus intimidades, sus trapos sucios. Siempre esa actitud alerta ante los sucesos personales, los personalismos, los personalismos, los personalismos. Siempre esa crítica sutil y ese juzgar a los demás, ese análisis de los motivos de los otros. Si la anatomía presupone la existencia de un cadáver, la psicología presupone todo un mundo de cadáveres. Los personalismos, con su componente de crítica y análisis personales, presuponen la existencia de un mundo, de un laboratorio de psiques humanas a la espera de ser diseccionadas. Cuando se abre algo de un tajo, lo lógico es que huela. De ahí que nada produzca un hedor tan infernal, finalmente, como la psicología humana.
La señora Witt era una psicológa en estado puro, una psicóloga diabólica. Y Rico, a su manera, también era psicólogo. Pero tenía una receta propia. “¡Sepamos lo peor, cariño! Pero veamos el lado bueno, y creámonos lo mejor.”
—¿No es el deán un encanto de persona? —dijo Rico a la hora del desayuno.
Y eso era el inicio. Se ponía en marcha el laboratorio de disección de psiques.
—¡Es maravilloso! —dijo Lou ausente.
—¡Tan deliciosamente mundano! “Algunos de nosotros no nacemos para hacer dinero, querido muchacho. Por suerte, podemos casarnos con él” —citó Rico con expresión impagable.
—¿Tan rica es la señora Vyner? —preguntó Lou.
—Sí, es una mujer muy adinerada… gracias al carbón —respondió la señora Witt—. Pero sin duda el deán vale lo que pesa, incluso en oro. Y es bien corpulento. Imagino que debe de ser de lo más satisfactorio tenerlo como marido.
—¿Por qué, madre?
—¡Oh, menuda presencia! Es uno de esos ingleses a la antigua usanza que nadie se mete en el bolsillo. No se imagina uno a su mujer pidiéndole que le enhebre la aguja. Algo tan sólido al fin y al cabo. Tan distinto a esos jóvenes ingleses, que a mí me parecen todos unas damiselas, unas auténticas damiselas.
—Alguien tiene que encargarse de perpetuar la tradición de la auténtica dama —intervino Rico.
—Lo sé —dijo la señora Witt—. Y si las mujeres no lo hacen, esa responsabilidad recae sobre los jóvenes. Y ellos cumplen bien con ese cometido.
El toma y daca estaba en pleno funcionamiento. Y la pobre Lou, a la que el juego había llevado al borde de la estupefacción, fue consciente de que no sabía qué hacer consigo misma.
Rico y la señora Witt eran enemigos declarados, sin embargo ninguno de ellos era capaz de mantenerse a distancia del otro. Podía haberse tratado de un matrimonio, ya que tan incesantes eran los dúos y los duelos entre ellos.
Pero Rico empezó de inmediato a recorrer su circuito social: primero fue a casa de los Manby, a continuación recorrió veinte millas en automóvil para comer con lady Tewkesbury; después apareció el joven señor Burns a bordo de su avioneta desde Chester; más tarde, tuvieron que ir en coche hasta la costa, a la residencia de sir Edward Edwards, en la que se celebraba una zambullida en el mar a la luz de la luna. Todo ello tan lleno de emoción, y en el fondo tan tedioso, en opinión de Lou.
Pero tras todo aquello estaba St. Mawr, que destacaba como una hoguera en medio de la oscuridad. En realidad era agotador poseer aquel caballo. Molestaba a las yeguas si compartían cercado con él, obligándolas a dar vueltas sin cesar. Y con cualquier otro caballo no hacía sino pelear con la clara intención de matar. Por lo tanto había que mantenerlo aislado.
—Ese St. Mawr es un caballo malo —dijo Phoenix.
—Quizá —contestó Lewis.
—¿Es que no te gustan los caballos tranquilos?
—La mayor parte de los caballos son tranquilos —reconoció Lewis—. St. Mawr es distinto.
—¿Por qué no ha tenido nunca potrillos?
—Porque no quiere. Igual que yo.
—¿De qué sirve un caballo así? Sería mejor pegarle un tiro, antes de que mate a alguien.
—¿Y de que serviría pegarle un tiro a St. Mawr? —preguntó Lewis.
—¿Y si mata a alguien…? —quiso saber Phoenix.
Pero no recibió respuesta.
Los dos mozos vivían encima de los establos, y Lou, desde su ventana, los veía con mucha frecuencia. Ambos eran hombres callados, sin embargo ella era siempre muy consciente de su presencia, consciente de los hombros más bien altos y cuadrados de Phoenix y de su bonito cabello negro, liso y lleno de vigor, que tenía tendencia a ponerse de punta en su cabeza como muestra de firmeza, mientras realizaba las distintas tareas en silencio. No era un holgazán, pero lo hacía todo con una especie de retraimiento, como desde la distancia, y manejaba a los caballos con cuidado, cautela e inteligencia, pero sin afecto. Daba la impresión de guardarse algo para sí, siempre, inconscientemente, como si en su propio ser guardarse un secreto. Pero el secreto era su voluntad. Sus movimientos pausados y renuentes, como si en realidad no quisiese hacer nunca nada; sus largas zancadas planas; el permanente desafío de sus marcados pómulos, el destello indio en sus ojos, y aquella mirada tan peculiar, observadora pero a la vez perdida, no contribuían a hacerlo popular entre las criadas.
Pese a todo, las mujeres sentían cierta fascinación por Phoenix, quien clavaba su mirada intensa y vacua en las doncellas jóvenes y bonitas cuando ellas no lo miraban. Pero era un tanto autoritario y dominante con ellas, y las jóvenes se sentían molestas. Para Lou era evidente que él pensaba que pertenecía a la clase de los señores, y no a la de los criados. Cuando flirteaba con las doncellas, como con frecuencia hacía, porque hacía gala de una burda ostentación, parecía hacerles sentir que las despreciaba como inferiores, como sirvientas, a la vez que admiraba sus bellos encantos de campesinas lozanas.
—Ese Phoenix me pone muy nerviosa —confesó Fanny, la doncella de rubios cabellos—. Te hace ver lo que haría contigo si pudiese.
—Será mejor que conmigo no lo intente —dijo Mabel—. Sería capaz de arrancarle esos ojos descarados. ¡Menudo caradura! Porque no es otra cosa. Es un don nadie. Ordinario como el que más.
—Te hace sentir que estás ahí para que él pueda pisotearte —añadió Fanny.
—¡Dios nos asista! ¡Qué blanda eres! ¡De pisotear a alguien sería a él! Por Dios, Fanny, no puedes consentir que ningún tipo te haga sentir así. Hazles tú sentir que no son más que tierra, que la que puede pisotearlos eres tú: ¡no se merecen otra cosa!
Fanny, sin embargo, al tratarse de una muchachita rubia y tímida, no era la adecuada para asumir el papel dominante. Phoenix la ponía claramente nerviosa. Y a él eso le encantaba. Una sonrisa invisible parecía extenderse por sus pómulos, y el destello recorría sus ojos cuando la hacía rabiar. Como bien sabía, su sola presencia la atormentaba.
Cuando la muchacha estaba atareada, se acercaba a ella en silencio y se quedaba inmóvil a su espalda para que ella no se diese cuenta de su presencia. Después, en silencio, haría que ella se diese cuenta. Hasta que ella miraba a su alrededor nerviosa y, al verlo, pegaba un grito.
Un día Lou presenció el juego. Fanny había estado escogiendo grosellas de un cuenco, sentada en un banco bajo el arce en un rincón del patio. No miró a su alrededor hasta que se puso en pie y cogió el cuenco para volver a la cocina. A continuación se oyó un grito y el ruido de algo al caer.
Cuando Lou salió, Phoenix estaba agachado en silencio y recogía las grosellas que la doncellita, ruborizada y temblorosa, iba metiendo en otro cuenco. Visto de espaldas, daba la impresión de que Phoenix se estuviese riendo.
—¡Phoenix! —dijo Lou—. ¡No quiero que vuelva a asustar a Fanny!
Él levantó la mirada, y Lou distinguió en sus ojos aquel destello burlón.
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó.
—Sí, usted. Se coloca detrás de Fanny para pegarle un susto. Le prohíbo que lo haga.
Con lentitud, el hombre se puso en pie, y se sumió de nuevo en aquel silencio suyo, peculiar e invisible. Durante tan solo un segundo, su mirada se cruzó con la de Lou, y ella distinguió en sus ojos la cólera fría, el brillo malévolo y el desprecio. No soportaba que una mujer le diese órdenes ni que le echase una reprimenda.
Pero aún fue peor con un hombre.
—¿Qué pasa, Lou? —preguntó Rico, que apareció apuesto y acicalado como si fuese a posar para un cuadro, ataviado con pantalones de franela blanca y camisa de seda color albaricoque.
—Le estoy diciendo a Phoenix que no puede dedicarse a atormentar a Fanny.
—¡Ah! —Y la voz de Rico se convirtió de inmediato en la de su padre, en la de un importante miembro del gobierno—. ¡Claro que no! ¡Por supuesto que no! —Y miró hacia las grosellas desperdigadas por el suelo y el cuenco roto. Fanny se deshacía en lágrimas—. Y esto, imagino, es el resultado. Escúcheme bien, Phoenix, deje a las criadas completamente en paz. Voy a encargarme de pedirles que me lo hagan saber cada vez que las moleste, si es que vuelve a ocurrir. Pero espero que no las moleste en forma alguna. ¿Está claro?
A medida que Rico se convertía en sir Henry y miembro del gobierno, a Lou la invadía una sensación de incomodidad que la calaba hasta los huesos. Phoenix permanecía sumido en su peculiar silencio, con la sonrisa invisible en los pómulos.
—¿Entiende lo que le digo? —exigió Rico en tono cada vez más acre.
Pero Phoenix siguió allí inmóvil, como guarecido tras la cubierta de su propia voluntad, y le devolvió la mirada a Rico con la sombra de una sonrisa en el rostro y el destello bailándole en los ojos.
—¿Piensa contestarme? —El labio superior de Rico se elevó peligrosamente.
—A mí la que me da las órdenes es la señora Witt.
Un rubor escarlata cubrió el cuello de Rico y se extendió por su rostro; sus ojos se tornaron glaucos. Y a continuación su rostro adquirió un tinte amarillento.
Lou miraba a ambos hombres: a su marido, cuyos ataques de ira, controlados férreamente, eran físicamente terribles; y al mestizo, cuyos labios de color pronunciado estaban entreabiertos en una leve sonrisa de desdén, pero en cuyos ojos la prudencia y el odio libraban una batalla entre ellos. Se dio cuenta de que Phoenix aceptaría una reprimenda suya, o de su madre, porque a ambas podía despreciarlas al no ser más que mujeres. Pero el autoritarismo de Rico, simple y llanamente, despertaba en él el instinto asesino.
Tomó a su marido del brazo.
—¡Ven, cariño! —dijo de aquella manera suya medio quejumbrosa—. Estoy segura de que Phoenix lo entiende. De que todos lo entendemos. Fanny, vuelve a la cocina, no te preocupes por las grosellas: hay muchas más en el jardín.
Rico siempre agradecía que lo alejasen rápidamente de su propia ira, y lo aceptaba sumiso. Le daba miedo. Tenía terror de lanzarse sobre el mozo de forma descontrolada. Solo pensarlo lo llenaba de horror. Pero la realidad era que había estado a punto de hacerlo.
Se alejó andando con rigidez, sintiéndose paralizado por su propia furia. Y aquellas palabras, “a mí la que me da órdenes es la señora Witt”, eran como un ácido caliente en su cerebro. ¡Un insulto!
—A propósito, belle-mère —dijo cuando se reunieron con la señora Witt, que odiaba que la llamase belle-mère [suegra] y quien había dicho en una ocasión: “Si yo soy la yegua, ¿tú quién eres, uno de los potrillos?”, y asimismo odiaba aquel tono de furia contenida—. He tenido que llamarle la atención a Phoenix por andar persiguiendo a las criadas. Él se tomó la libertad de informarme de que era usted la que le daba las órdenes, así que tal vez sea mejor que hable con él.
—Por supuesto que lo haré. Creo que son mis criadas, y de nadie más, por lo tanto es mi deber protegerlas. ¿A quién andaba persiguiendo?
—Soy yo la responsable, madre… —dijo Lou.
Rico desapareció al instante. Tenía que salir de allí: alejarse de la casa. ¿Cómo? Había algún problema con el coche. Pero necesitaba irse, alejarse. Se acercaría a Corrabach, iría a lomos de St. Mawr. Había estado hablando del caballo, y Flora Manby se moría de ganas de verlo. Le había dicho: “Ay, estoy impaciente por ver ese maravilloso caballo tuyo”.
Iría hasta allí a caballo. No eran más que siete millas. Buscó a Elena, la doncella de Lou, y la mandó a comunicárselo a Lewis. Mientras tanto, para tranquilizarse, se vistió con todo detalle: pantalones de montar blancos y camisa de crepé de seda morada, corbata negra ancha con pintas rojas como una mariquita, y botas de montar también negras. Después eligió un sombrerito blanco adornado con una banda negra de lo más chic.
St. Mawr estaba ensillado y esperando, y Lewis había preparado un segundo caballo.
—Gracias, Lewis, pero iré solo —dijo Rico.
Aquella era la primera vez que montaba a St. Mawr en el campo, y estaba nervioso. Pero también sentía una inmensa furia contenida. Todo aquel cuidado en el vestir no había logrado tranquilizarlo. Así que la furia vencía al nerviosismo.
Se montó a ciegas de un salto, sin delicadeza alguna. St. Mawr reculó.
—¡Ni se te ocurra! —ordenó Rico con un gruñido, y lo dirigió a la verja de entrada.
Una vez en la calle del pueblo, el caballo empezó a caracolear hacia un lado. Se empeñó en caracolear en dirección a la acera, para terror exagerado de los niños. Rico, exasperado, trataba de apartarlo. Pero no había manera, el animal se negaba a irse hacia el centro de la calzada de la calle del pueblo. Comenzó de nuevo a caracolear en dirección a la otra acera, así que los transeúntes huyeron aterrorizados a refugiarse en las tiendas.
El diablo se había adueñado de él. Se empeñaba en girar en los cruces y en tomar el camino contrario al que le marcaban. Reculó presa del pánico al toparse con un camión de muebles. Insistía en ir por el lado contrario de la calle. Rico le había colocado una gamarra para montarlo, y le veía poner el ojo en blanco, inyectado en sangre.
—¡Maldito seas, arre! —le ordenó, al tiempo que le hincaba las espuelas.
Y allá fueron, carretera abajo, como una exhalación. Era un día caluroso, y amenazaba tormenta, así que Rico pronto se vio envuelto en una llamarada de calor. Agarró las riendas con fuerza, con la mirada fija, intentando todo el tiempo mantener controlado al caballo. Lo que de verdad le daba miedo era que el animal respingase mientras iban al galope. Al ir tan pendiente de eso, no se dio cuenta de que dejaban atrás el cruce de Corrabach.
St. Mawr cortaba el viento, impulsado por una especie de élan. Eran maravillosas la fuerza y la vida que emanaban del animal. El movimiento era de lo más placentero, salvo por aquellos virajes que hacía a todo galope, en los que estaba a punto de derribar a Rico. Afortunadamente la carretera se encontraba despejada. ¡Galopar, galopar a aquella velocidad de vértigo, hasta la eternidad!
Tras recorrer varias millas, el caballo aminoró la marcha, y Rico logró hacerle tomar una vereda que era probable que los condujese hasta Corrabach. A pesar de los pesares, fue una cabalgada maravillosa. St. Mawr era capaz de volar como el viento, pero acompañado de aquella exuberante y continuada oleada de vida que es superior a cualquier otra cosa sobre la tierra. Daba la sensación de transportarlo a uno a un mundo distinto, de alejarlo de las inquietudes de la vida.
Así que, después de todo, Rico llegó a Corrabach como una especie de conquistador. Sin duda, estaba cubierto de sudor, al igual que su caballo, pero era un héroe procedente de un mundo épico.
—¡Menuda galopada más tórrida! —exclamó al pisar el césped de Corrabach Hall—. Entre el sol y el caballo, ha sido como estar entre dos fuegos.
—No te preocupes, tienes un aspecto estupendo, solo un poco acalorado y sofocado —dijo Flora Manby—. Vamos a ver a tu caballo.
Y su exclamación fue:
—¡Qué preciosidad! ¡Qué maravilla! Me encantaría probarlo alguna vez…
Rico decidió aceptar la invitación de quedarse a pasar la noche en Corrabach. Normalmente tenía mucho cuidado, y se negaba a quedarse, a no ser que Lou estuviera con él. Pero llamaron por teléfono a la estafeta de correos de Chomesbury, y pidieron al señor Jones que por favor hiciese llegar a lady Carrington el mensaje de que lord Henry iba a pasar la noche en Corrabach Hall, pero que estaría de vuelta a casa el día siguiente. El señor Jones recibió la solicitud con sumo respeto, y les aseguró que iría en persona a darle el recado a lady Carrington.
Lady Carrington se encontraba en el jardín rodeado de muros. La peculiaridad de la casa de la señora Witt residía en el hecho de que, como terreno en sí, tenía el cementerio de la iglesia.
—Jamás había pensado, Louise, en que un día tendría como jardín setos y un parque, y un viejo cementerio inglés, y asistentes a entierros en lugar de manadas de ciervos. Es curioso. Por vez primera en mi vida, un entierro se ha convertido en algo real para mí. Creo que podría escribir un libro sobre ellos.
Pero Louise solo se sentía intimidada.
Detrás de la casa había un patio enlosado, con establos y un arce en una esquina, y grandes puertas que daban a la calle del pueblo. Pero a un lado, rodeado de muros, había un jardín con árboles frutales y groselleros, una gran mata de ruibarbo, y algunos arriates de flores: peonías, rosas, clavelinas. Phoenix, que tenía cierta afición a la jardinería, a menudo estaba allí escardando brotes de zanahoria o poniendo guías a las lechugas. No era un holgazán. Lo que pasaba era que no se tomaba el trabajo en serio, como si fuese un empleo. Se entretenía mucho con las lechugas, y ataba una planta tras otra con bastante acierto. Después, cuando se aburría, abandonaba la tarea, encendía un cigarrillo y se iba al umbral del portón, desde donde tenía una buena perspectiva de la calle, y se ponía a observarlo todo, aunque sin dar muestra alguna de interés.
Tras la partida de Rico a lomos de St. Mawr, Lou salió al jardín. Y allí vio a Phoenix, que trabajaba entre las matas de cebollas. Estaba inclinado, sumido en su característico silencio, concentrado en los ágiles dedos que se movían entre los herbáceos brotes de cebollas tiernas. Lou pensó que no la había visto, así que tomó otro sendero que llevaba hasta una hamaca colgada bajo los manzanos. Una vez allí, se sentó con un libro y una pila de revistas, pero no se puso a leer.
Se dedicó a reflexionar con vaguedad. Vagamente, se alegraba de que Rico estuviese fuera algún tiempo. Vagamente, tenía una sensación de amargura, de inutilidad completa: su vida era completamente inútil. Eso la dejó a la deriva en un mar de desilusión. Y para ella Rico representaba el símbolo de la inutilidad. Vagamente, era consciente de que había algo más, pero no sabía ni dónde se encontraba ni en qué consistía.
En la distancia veía la oscura y bien erguida cabeza de Phoenix, con aquella mata de cabello negro y fino, lleno de vida, con tendencia a ponerse de punta, semejante a un cepillo de cerdas negras largas y finas. Aquel pelo, pensó, ponía en evidencia que era un ser de una especie diferente. Se estaba aburriendo un poco de escardar las cebollas, de eso también se percató. Pronto tendría necesidad de otro entretenimiento.
En aquel momento apareció Lewis. Era pequeño, lleno de energía, con las piernas un poco arqueadas, y se pavoneaba un poco al andar. Vestía pantalones de montar color caqui, polainas de cuero y camisa azul. Y, al igual que Phoenix, raramente se cubría la cabeza con un sombrero o una gorra. Llevaba el espeso cabello negro peinado con raya a un lado y retirado por completo hacia atrás, aunque un mechón le caía sobre el lado derecho de la frente, y era muy largo, una auténtica mata de pelo, bajo la que se adivinaban unas cejas oscuras y rectas.
—¿Has visto a lady Carrington? —preguntó a Phoenix.
—Sí, está sentada en aquel columpio de allí. Lleva ahí un buen rato.
¡Menudo tunante! ¡La había visto desde el primer momento!
Lewis se aproximó a grandes zancadas, mirando hacia ella con sus ojos gris pálido, bajo la mata de pelo.
—El señor Jones de la estafeta de correos desea verla, señora, tiene un mensaje de sir Henry.
Al instante, la alarma se apoderó del alma de Lou.
—¿Sí? ¿Quiere verme personalmente? ¿Cuál es el mensaje? ¿Ha pasado algo…? —Y arrastró la voz con la última palabra, con una especie de ansiedad despreocupada.
—No creo que pase nada —dijo Lewis para tranquilizarla.
—¡Ah, no lo cree! —Su voz expresó alivio. Después miró a Lewis con una leve sonrisa llena de encanto en sus ojos desiguales—. Es que St. Mawr me da tanto miedo, sabe. —La voz era suave y engatusadora. Phoenix escuchaba desde la distancia.
—St. Mawr no da problemas, a menos que le hagan algo —afirmó Lewis.
—Estoy segura de que así es… pero ¿cómo sabe uno si le está haciendo algo…? Dígale al señor Jones que venga, por favor —concluyó Lou, cambiando de tono.
El señor Jones, de cuarenta y seis años, fornido, de tez fresca y ojos castaños un tanto bobalicones, y con un gran bigote castaño, apareció pavoneándose por el sendero, con una sonrisa más bien fatua, y se quitó el sombrero de paja, al tiempo que hacía una elaborada reverencia, nada más ver a Lou sentada con su ligero vestido blanco en la colorida hamaca bajo los árboles repletos de duras manzanas verdes.
—¡Buenos días, señor Jones!
—Buenos días, lady Carrington… Si me permite el atrevimiento, qué estampa hace usted, qué estampa más bonita…
Y exhibió una radiante sonrisa bajo su enorme bigote castaño, cual consumado conquistador.
—¿De verdad…? ¿Ha dicho sir Henry si se encontraba bien?
—No lo dijo exactamente, pero confío en que se encuentre bien… —Y el señor Jones transmitió el mensaje, regodeándose en su propia untuosidad.
—Se lo agradezco mucho, señor Jones. Es muy amable de su parte venir a decírmelo. Ahora ya no tengo motivo alguno para preocuparme por sir Henry.
—Es un verdadero placer venir a darle un recado tranquilizador a lady Carrington. Pero no sería justo para sir Henry que usted no se preocupase en absoluto por él en su ausencia. A todos nos gusta que se preocupen por nosotros aquellos que amamos… siempre que, por supuesto, no haya motivo alguno de preocupación.
—¡Cierto! —dijo Lou—. ¿Y ahora no le gustaría tomar un vaso de oporto con unas galletas, o un whisky con soda? Y muchísimas gracias por todo.
—Soy yo el que se lo agradece, señora. Ya que es tan amable, me tomaría un whisky con soda.
Y la obsequió con su fatua sonrisa.
—Lewis, permita que el señor Jones se sirva él mismo un whisky con soda —ordenó Lou—. ¡Cielos! —pensó para sus adentros, cuando el encargado de la estafeta se iba un tanto incómodo por el sendero del jardín, y el sol y la sombra se alternaban en su calva al pasar bajo los árboles—: ¡Qué ridículo es todo! ¡Qué ridículo! —Pero en realidad no le desagradaba el señor Jones, ni le había molestado aquel interludio con él.
Phoenix inició una maniobra para escabullirse del jardín; no quería perderse la diversión.
—¡Phoenix! —gritó Lou—. Tráigame un vaso de agua, si hace el favor. O dígale a alguien que me lo traiga.
El hombre se detuvo en el sendero y volvió la vista hacia ella.
—¡Muy bien! —dijo.
Y se dio la vuelta de nuevo.
A Lou no le gustaba estar sola en jardín. Le agradaba tener a los hombres trabajando cerca. Resultaba curioso lo placentero que era estar allí sentada y tener próximo a Phoenix, o a Lewis. Tenía la sensación de que jamás se encontraría sola ni inquieta. Sin embargo, cuando Rico se encontraba allí, no era más que un manojo de nervios.
Phoenix regresó con un vaso de agua, zumo de limón, azúcar y una pequeña botella de coñac. Sabía que a Lou le gustaba añadir una cucharada de coñac a su limonada helada.
—¡Qué detalle de su parte, Phoenix! —exclamó—. ¿Le han dado el whisky al señor Jones?
—Se lo estaban dando.
—Muy bien… A propósito, Phoenix, me gustaría que no se enfadase cuando sir Henry le habla. En realidad, es muy bueno.
Levantó los ojos hacia el hombre. Él la contemplaba en silencio, con la sonrisa invisible dibujada en el rostro, y el inescrutable destello indio presente en los ojos. ¿Qué estaría pensando? Había en él algo pasivo, casi sumiso, pero bajo eso, una resistencia y una crueldad implacables: sí, crueldad. Lou percibía que, exteriormente, era sumiso y atento, pues le había traído la limonada como a ella le gustaba sin habérselo mandado: pensando en ella de manera sutil. Pero, bajo aquella capa, residía un odio inalterable. Se sometía porque las circunstancias le obligaban a hacerlo, a trabajar a cambio de un salario. E incluso, dadas las circunstancias, no le disgustaban ni su ama —la patrona— ni su hija. Pero mucho más profundo que cualquier circunstancia, que cualquier simpatía circunstancial, era aquel odio implacable sobre el que estaba cimentado, y contra el que no podía hacer nada. El hecho de que le gustasen Lou y la señora Witt, de estar a su servicio y de trabajar a cambio de un sueldo, significaba ir en contra de su naturaleza, que estaba cimentada en el odio hacia la mera existencia de ellas. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que vivir. Por lo tanto, no le quedaba más remedio que servir, trabajar a sueldo, e incluso mostrarse fiel.
Y sin embargo, la mera existencia de ellas hacía que la suya fuese negativa. Si quería existir positivamente, ellas tendrían que dejar de hacerlo. Pero, al mismo tiempo, una especie de tolerancia fatídica le obligaba a estar al servicio de aquellas mujeres, y a seguir sirviendo.
—Sir Henry es tan bueno con todo el mundo… —insistió Lou.
La mirada del mestizo se cruzó con la suya, y sonrió incómodo.
—Sí, es un buen hombre —respondió, con aire de sinceridad.
—Entonces ¿por qué le molesta que se dirija a usted?
—A mí no me molesta —afirmó Phoenix sin inmutarse.
—Claro que sí. De lo contrario, no lo haría enfadarse tanto.
—¿Estaba enfadado…? No lo sabía —dijo Phoenix.
—Estaba muy enfadado. Y claro que lo sabía.
—No, yo no sé si se enfada. No lo sé —insistió el hombre. Y en el tono de sus palabras se percibía cierto aire de satisfacción.
—Eso es muy desconsiderado de su parte, Phoenix —afirmó Lou, que a su vez empezaba a sentirse ofendida.
—No, yo no sé si se enfada. No quiero enfadarlo. No lo sé…
Había adoptado un tono de ignorancia ingenua que satisfizo su orgullo de mujer y, a la vez, la defraudó.
—Muy bien, pero me creerá si le digo que sí que lo ha hecho enfadar, ¿no?
—Sí, si usted me lo dice, me lo creo.
—Y me promete que no volverá a hacerlo, ¿a que no? Es completamente contraproducente para él, completamente nefasto para sus nervios y para sus ojos. Hace que se le inflamen, y le daña la vista. Y usted sabe muy bien que, como es pintor, sería terrible que le pasase algo en la vista…
Phoenix la observaba con detenimiento, para que no se le escapase nada. Todavía no era del todo capaz de seguir una argumentación lógica y continuada. La conexión lógica del lenguaje parecía dejarlo aturdido, atontarlo. Pero recopiló lo que ella le decía: “Se enfada contigo. Cuando se enfada, se hace daño en los ojos. Los ojos le duelen. No puede ver bien porque le duelen los ojos. Quiere pintar un cuadro, no puede. No puede pintar un cuadro, no puede ver con clari…”.
Sí, lo había entendido. Lou vio que lo había entendido. Un refulgente destello de satisfacción apareció en los ojos del mestizo.
—Así que ahora me tiene que prometer, ¿sí?, que no volverá a hacerlo enfadar otra vez. ¿Me promete que no lo hará enfadar?
—No, no lo haré enfadar. No haré nada que pueda enfadarlo —respondió Phoenix, sin inmutarse.
—Y lo entiende, ¿a qué sí? Sabe que es un hombre bueno, que le haría un favor a cualquiera.
—Sí, es un buen hombre —asintió Phoenix.
—Me alegra tanto que lo comprenda… ¡Vaya, llaman a comer! ¡Qué bien se está aquí en el jardín, cuando todos son tan amables con una! No, no se moleste con la bandeja, ya la llevo yo.
Pero él tomó la bandeja de sus manos, y la siguió de vuelta a la casa. Y mientras caminaba tras ella, contempló aquella nuca blanca y esbelta, bajo la melena recogida, como un armiño al acecho contempla a un conejo.
Por la tarde, una vez más, Lou se refugió en aquel lugar del jardín. Se tumbó en la hamaca, recostada sobre una pila de cojines, sin leer ni hacer ninguna tarea, dedicada únicamente a reflexionar. Había descubierto un nuevo placer: no hacer absolutamente nada más que estar tumbada, ver el sol filtrarse entre las hojas y contemplar cómo un macizo de flores rojas tiñe de escarlata la tarde, junto al tono neutro en comparación de las dedaleras. El mero color rojo fuego, como las grandes amapolas orientales que habían caído, y de aquellas flores rojas perduraban en su consciencia como una comunicación.
En medio de aquella tranquila indolencia, cuando hasta las campanas de la torre gris oscuro de la iglesia, más allá de la tapia y de los tejos, guardaban silencio, se abrió paso la señora Witt, ataviada con un sombrero panamá de ala ancha y un vestido blanco.
—¿No te apetece salir a cabalgar o hacer algo, Louise? —preguntó con tono amenazador.
—¿Y a ti no te apetece la tranquilidad, madre? —replicó Louise.
—Sí, la tranquilidad activa. No puedo creer que mi hija se contente con estar sentada en una hamaca y no hacer nada, ni tan siquiera leer para cultivar la mente, durante la mayor parte del día.
—Pues bien, tu hija se contenta con eso. Es su mayor placer.
—Ya lo sé, lo veo. Y me sorprende muchísimo. Cuando tenía tu edad, no estaba quieta nunca. Tenía tanta energía…
—“Gracias a Dios, doncellas tales y su generación entera bajo la tierra yacen”. No lo niego, madre, pero yo me tomo la vida de otra forma. Puede que tú consumieses todo ese ímpetu. Yo soy más bien una mujer de harén, madre: solo que nunca quiero que los hombres traspasen la celosía.
—¿Estás segura de que eres hija mía? Una mujer nunca sabe qué puede pasarle. Yo soy una mujer estadounidense, e imagino que tengo que seguir siéndolo dondequiera que esté. ¿Y usted que quería, Lewis?
El mozo de cuadra se había acercado por el sendero.
—Saber si tengo que ensillar a Poppy —dijo Lewis.
—No, aparentemente no —respondió la señora Witt—. Su ama prefiere la hamaca a la silla de montar.
—Gracias, Lewis. Lo que dice mi madre es cierto, al menos esta tarde. —Y le dedicó una sonrisa extraña, con los ojos un tanto bizcos.
—¿Quién se ha dedicado a cortarle el pelo? —preguntó la señora Witt al mozo.
Se produjo un momento de silencio preñado de resentimiento.
—He sido yo quien lo ha hecho, señora. Sir Henry dijo que lo llevaba demasiado largo.
—Y dijo la verdad. Pero me parece que los sábados viene un barbero al pueblo, y, si no, podría ir a caballo a Shrewsbury. Dese la vuelta y déjeme ver. ¿Es cuestión de dinero?
—No, señora. Es que no me gusta que esos individuos me toquen la cabeza.
Habló con frialdad, con cierta reserva hostil que despertó de inmediato el resentimiento en la señora Witt.
—¡Así que no le gusta! —dijo—. Pues a mí me parece imposible que salga usted de esa guisa. Le da aspecto de retrasado mental. Vaya al patio, coja una silla y un guardapolvo, y yo le cortaré el pelo.
El hombre, hostil, titubeó.
—No tenga miedo, sé cómo hacerlo. He cortado el pelo de muchos pobres muchachos en el hospital, y también los he afeitado. “¡Qué arte tiene usted, enfermera!” Pobre muchacho, estaba a punto de morir, aunque ninguno de nosotros lo sabíamos. Esos son los halagos que yo valoro, Louise. Vaya a buscar la silla y el guardapolvo. Yo iré a pedirle tus tijeras prestadas a Elena, Louise.
La señora Witt, feliz de retomar su época de guerra, volvía a ser la misma de siempre. No sentía mucho aprecio por el trabajo, el trabajo de verdad, pero le encantaban los adornos. Disfrutaba con la preparación de ensaladas bonitas e inusuales, inventando helados nuevos y de aspecto sabroso, haciendo rellenar el pavo exactamente como lo hacían en Luisiana, con castañas, mantequilla y demás, o mostrar a una criada cómo dar la vuelta a las tortitas en la plancha, o cómo asar un jamón con azúcar moreno, clavos y un chorrito de ron. Le gustaba podar los rosales, o empezar a dar forma a los tejos. Le agradaba encargar sus zapatos y los de Louise, con tal exactitud y conocimiento de la confección del calzado que volvía locos a los dependientes. En cuestión de calzado, era un auténtico demonio. Cuando volvía de Estados Unidos, se abalanzaba sobre su hija: “Louise, tira esos zapatos. Dáselos a una de las doncellas.” “Pero, madre, son zapatos franceses de lo mejorcito. Me gustan.” “Tíralos. Solo hay dos excusas para que un zapato exista: comodidad perfecta o aspecto inmejorable, y esos no tienen ni lo uno ni lo otro. Te he traído unos cuantos”. Y, en efecto, le había traído diez pares de Nueva York. Conocía los pies de su hija tan bien como los suyos propios.
Así que ahora se encontraba en su elemento, cerniéndose sobre Lewis mientras él estaba sentado en medio del patio envuelto en el guardapolvo. Se había puesto una bata y un par de guantes de cuero, y empuñaba un par de largas tijeras como si de una Parca se tratase. Bajo aquel gran sombrero parecía curiosamente joven, pero con la juventud propia de una generación de antaño. Sus ojos, de un gris lacónico y de pesados párpados, estaban alerta mientras estudiaba la mata de pelo negro del mozo. Las finas cejas dibujaban arcos ascendentes en la frente. La fresca tez estaba ligeramente empolvada, y resultaba en verdad bella, de un estilo anticuado y llamativo, más propio del siglo dieciocho. Mezcla de aquel estoicismo curioso y aventurero tan dieciochesco, y de cierta eficiencia y desenvoltura muy americanas.
Lou, que se había acercado al patio a ver, parecía a la vez mucho más joven y miles de años mayor que su madre, rodeada de un halo de falta de confianza en sí misma, con sus rizos cual racimos de uvas que enmarcaban un rostro de tez fresca y cansancio antiguo, y aquellos ojos de leve estrabismo, tan repletos de desilusión que cada vez recordaban más a los de un fauno.
—¡No se lo cortes demasiado, madre! ¡Que no le quede demasiado corto! —protestó, al ver que la señora Witt, con una exhibición terrorífica de su eficiencia, la emprendía con el cabello negro del hombre, y los espesos mechones caían al suelo como negros copos.
—Vamos, Louise, sé bien lo que hago, haz el favor de no entrometerte. Si hay dos cosas que odio es ver a un hombre con el cuello y las orejas cubiertos de lanas, y a un joven barbilampiño que parece que haya conseguido el rostro y el pelo gracias a los cuidados de un especialista en belleza masculina.
Y con aire eficiente se inclinó, y tris tras siguió cortando, mientras Lewis guardaba una inmovilidad absoluta, con la cabeza gacha en actitud un tanto desesperada.
Phoenix estaba junto a la puerta del establo con su eterno cigarrillo impaciente. Y en la entrada de la cocina las criadas aparecían y desaparecían entre risas. El viejo jardinero, incluido en el precio de la casa, llegó renqueante y se quedó en silencio con las piernas separadas, mostrando su más absoluta condena.
—¡Es la primera vez que veo una cosa así! —musitó para sí, mientras se dirigía renqueante hacia el jardín.
Era un anciano malhumorado, que desaprobaba por completo a los inquilinos de la casa, y se hubiese despedido, de no ser por el hecho de que sabía bien lo que le convenía para comer y, en la cocina de la señora Witt, había comida sin límite a su disposición.
La señora Witt se echó hacia atrás para admirar su obra, con aquellas terroríficas tijeras de trasquilar enhiestas en la mano. Lewis levantó el rostro y miró a su alrededor a hurtadillas, como una criatura presa en una trampa.
—¡Quédese quieto! —ordenó la señora Witt—. ¡No he acabado!
Y se dedicó con vigor a la parte de delante de la cabellera, a levantar largas capas de pelo y recortar las puntas con arte hasta que, por fin, una aureola negra rodeó la silla en la que Lewis se sentaba, y sus orejas quedaron al descubierto con un nuevo y curioso aire de alerta a ambos lados de la rapada cabeza.
—Levántese —le mandó—, y deje que lo vea.
Lewis se puso en pie, su aspecto era absurdamente joven, con el cuello y las orejas despejados de pelo, que solo había quedado espeso en la parte superior. La señora Witt inspeccionó su obra con satisfacción.
—Parece mucho más joven —dijo—; va a quedar sorprendido. Siéntese otra vez.
Recortó la parte de atrás del cuello con las tijeras y, a continuación, tras un titubeo mínimo, anunció:
—¡Y ahora a por la barba!
Pero el hombre se levantó de repente de la silla y se arrancó el guardapolvo del cuello con desesperación.
—No, de eso me encargaré yo —declaró, mirándola fijamente con un frío destello en sus misteriosos ojos gris pálido.
La señora Witt titubeó, sorprendida por aquella rara rebelión masculina.
—Escuche, yo lo haría mucho mejor que usted, y además —añadió a trompicones, mientras cogía el guardapolvo que él lanzaba sobre la silla—, todavía no he terminado alrededor de las orejas.
—Creo que me encargaré yo —dijo, mirándola de nuevo a los ojos, con un frío destello blanco de irrevocabilidad—. Gracias por lo que ha hecho.
Y se alejó hacia el establo.
—Debería barrer esto —gritó la señora Witt a sus espaldas.
—Sí, señora —respondió Lewis, al tiempo que se volvía de nuevo a mirarla con extraño resentimiento, sin detener el paso.
—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó la señora Witt—. Habrá que conformarse.
Y se despojó de los guantes y de la bata, y se metió en la casa a lavarse y cambiarse. Lou también entró.
—¡Es increíble el pelo que tiene ese hombre! —declaró la señora Witt—. ¿Te conté que cuando estaba en París vi en el hotel el rostro de una mujer que creí reconocer? No fui capaz de ubicarla hasta que se aproximó a mí. “¿No es usted Rachel Fannière?”, me preguntó. Y yo, a mi vez, “¿No es usted Janette Leroy?”. No nos habíamos visto desde que éramos unas niñas de doce y trece años en el colegio de Nueva Orleans. “¡Ay!, —me dijo—. ¿Es que toda ilusión está abocada a desaparecer? ¡Qué rizos rubios tan maravillosos tenía usted! Me he pasado toda la vida repitiéndome: ¡Ojalá tuviese un pelo tan bonito como Rachel Fannière! He tenido aquellos preciosos rizos rubios presentes durante toda mi vida. Y ahora que me la encuentro, ¡se han vuelto canos!” ¿No te resulta terrible, Louise? Pues bien, el cabello de ese hombre me hizo recordarlo, es tan espeso y extraño… Resulta raro ver lo distinto que puede ser el pelo. Imagino que será porque es como el de un animal, ¡sin cerebro! No hay nada que yo admire más en un hombre que un buen cerebro. Tu padre era un hombre muy inteligente, y todos los hombres que he admirado siempre lo han sido. Pero, ¿a qué es curioso?, jamás me apeteció tocarles el pelo. ¡Qué extraña es la vida! Te da con una mano lo que te quita con la otra. E incluso con aquellos pobres muchachos del hospital: los afeitaba, o les cortaba el pelo, como una madre, sin pensar nunca en otra cosa. Y eran muchachos encantadores, inteligentes y limpios en su mayoría. Sin embargo, jamás le di la menor importancia a aquello. Nunca antes me había dado cuenta de que el pelo de una persona podía ser tan importante para uno. Como le pasó a Janette Leroy con mis rizos infantiles. Y ahora, como dijo ella, tengo canas. Me pregunto qué edad tendrá Lewis, Louise. ¿A que parecía absurdamente joven con las orejas al aire?
—Creo que Rico dijo que tenía cuarenta o cuarenta y uno.
—¿Y no se ha casado nunca?
—Por lo que yo sé, no.
—¡No me digas que no es curioso! ¡Como un animal! ¡Sin cerebro! ¡Un hombre sin cerebro! Justo lo que yo siempre he considerado de lo más despreciable. Y, sin embargo, qué maravilloso es tocar ese pelo. Tu Henry tiene un cerebro bastante bueno, no obstante, me repelería tocarle el pelo. Imagino que es lo mismo que cuando a uno le gusta acariciarle el pelo a un gato: la parte animal del hombre. Qué curioso que no me haya pasado nunca, Louise. Pero, ahora que lo pienso, Lewis tiene ojos de gato humano, de gato macho. ¿Dirías que es tonto? Sí, es muy tonto.
—No, madre, no es ningún tonto. Lo único que pasa es que no le importan las mismas cosas que a nosotras.
—¡Igual que a un animal! ¡Pero qué extraña mirada la de sus ojos! ¡Con esa especie de extraña inteligencia! Y llena de confianza en sí mismo. ¿No es raro, Louise, en un hombre de tan pocas luces como él? ¿Sabes?, me atrevería a decir que es muy capaz de ver a través de una mujer.
—¿Y qué, madre? —dijo Lou con impaciencia—. Creo que estoy harta de esos hombres, según tú, tan inteligentes. Hay muchos hombres inteligentes de esos. Como hay otros muchos que, pese a no ser muy inteligentes, son encantadores; y muchos que son tontos. Me parece a mí que hay más cosas aparte de cerebro e inteligencia, de encanto y pulcritud. Quizá esté en los animales. No hay más que pensar en St. Mawr, y yo he pensado mucho en él. Decimos que es un animal, pero nunca sabemos a qué nos referimos. Para mí representa un misterio mucho más insondable que el de un hombre inteligente. Es un caballo. ¿Por qué no podemos decirlo igual de un hombre: “es un hombre”? No parece que haya misterio alguno en ser hombre, pero sí hay uno terrible en St. Mawr.
La señora Witt contempló a su hija con aire socarrón.
—Louise —dijo—, ¿no estarás diciéndome que lo único que cuenta en un hombre es la parte meramente animal?, porque jamás lo creeré. El hombre es maravilloso porque tiene la capacidad de pensar.
—Pero ¿es así? —gritó Louise con repentina exasperación—. Yo encuentro sus pensamientos muy infantiles: es como ensartar en un hilo las mismas cuentas una y otra vez. ¡Ay, los hombres…! Tanto ellos como sus pensamientos son tan mezquinos… ¿Cómo es posible que dejes que te impresionen de esa forma?
La señora Witt enarcó las cejas con gesto irónico.
—Quizá ahora ya no sea así —afirmó con sonrisa forzada, para a continuación añadir—: Pero todavía no entiendo por qué tendría que dejarme impresionar por lo que el hombre tiene de mero animal. Los animales son como nosotros. En mi opinión, tienen los mismos sentimientos y sienten las mismas necesidades que nosotros, en general. La única diferencia es que ellos carecen de mente, de mente humana al menos. Y puedes decir lo que quieras, Louise, pero esa carencia de mente es lo que constituye la vulgaridad.
Louise frunció el ceño nerviosa.
—Supongo que así es, madre. Pero las mentes de los hombres sí que son vulgares: ¡recuerda al deán Vylner y su mente! O, por poner un claro ejemplo, fíjate en Arthur Balfour. ¿Acaso no es vulgar ese tipo de inteligencia? Me horrorizaría que una mente así estropease a St. Mawr.
—Sí, Louise. A mí también. Porque los hombres de los que hablas son como ancianas que se dedican a tejer el mismo modelo una y otra vez. Pero, pese a todo, jamás cambiará mi opinión de que lo que de verdad importa en un hombre es la inteligencia auténtica, y que eso es lo que a las mujeres nos encanta.
—¡Sí, madre! Pero ¿en qué consiste la auténtica inteligencia? ¿En que una anciana teja el diseño más intrincado? ¡Ya oigo el entrechocar de las agujas de todos esos hombres inteligentes! De hecho, madre, creo que la inteligencia de Lewis es más auténtica que la del deán Vyner o de cualquiera de esos hombres inteligentes. Su inteligencia es intuitiva, sabe las cosas sin necesidad de pensar en ellas.
—¡Tal vez sea así, Louise! Pero es un criado. Está sometido. Un hombre de verdad jamás lo estaría. Y además, nunca podrías tener intimidad con un hombre como Lewis.
—Yo no busco intimidad, madre. Estoy hastiada de todo eso. Me encanta St. Mawr porque no ofrece intimidad alguna, porque resulta completamente inalcanzable. Y en él bulle la vida. ¿Y de dónde procede esa vida que hay en él? Ese es el misterio. Esa intensa vida que bulle en él, que jamás se apaga. La mayoría de los hombres están apagados, y eso me llena de terror porque yo también lo estoy. ¿Por qué no son capaces los hombres de encarar de frente la vida, como hace St. Mawr, y pensar después? ¿Por qué no tienen capacidad de pensar con rapidez, madre, con la rapidez de una mujer, y de ir más allá que nosotras? ¿Por qué el pensamiento del hombre no es rápido como el fuego, madre? ¿Por qué es tan lento, tan apagado, tan mortalmente aburrido?
—No sabría responderte, Louise. Mi opinión sobre los hombres de hoy en día es poco halagüeña. Pero, pese a ello, puedo sobrevivir.
—No, madre. Da la impresión de que lo que nos alimenta es una energía antigua, como los camellos cuando sobreviven gracias al agua almacenada en su giba. La vida no fluye en nosotros, como hace incluso en St. Mawr, pese a ser un animal dependiente. No puedo vivir, madre. No puedo.
—No entiendo el porqué. Yo estoy llena de vida.
—Sé que lo estás, madre. Pero yo no, y soy tu hija. Y no me interpretes mal, madre. No quiero ser un animal como un caballo, un gato o una leona, aunque todos me fascinen por la manera en que encaran la vida de frente, y no como nosotras, que tenemos que echar mano de antiguas reservas. No admiro al hombre de las cavernas, ni nada por el estilo. Pero piensa, madre, en cómo sería si la vida fluyese en nosotros directamente desde su origen, como sucede con los animales, y no por ello dejásemos de ser como somos. A ti no te gustan los hombres, pero no tienes idea de lo agotadores que a mí me resultan: me agota hasta el simple hecho de pensar en ellos. Dices que son demasiado animales, pero no es así, madre, es que su parte animal se ha pervertido, o se ha vuelto servil, o humilde, o ha sido domesticada, igual que sucede con los perros. No conozco ni a un hombre que se muestre como un animal vivo y orgulloso. Sé que han renunciado al pensamiento auténtico. Pero es que el hombre siempre renuncia al pensamiento auténtico cuando muere en él el último vestigio del animal salvaje que lleva dentro.
—Porque tenemos mentes…
—Una vez domesticados, no tenemos mentes, madre. Los hombres son todos iguales a las mujeres: se dedican a entretejer y a hacer labores de ganchillo con las palabras.
—Sabes que no puedo estar del todo de acuerdo, Louise.
—Ya sé que no: a ti te gustan los hombres inteligentes. Pero los hombres inteligentes son en su mayoría animales del todo desagradables. Como animales, resultan del todo desagradables. Y en los hombres como Rico, la parte animal se ha torcido, se ha maleado. Y en todos esos muchachos encantadores y pulcros que tanto te agradaron durante la guerra no queda vestigio del animal salvaje. Son perros mansos, hasta cuando son valientes y con buena formación. Todos perros mansos, madre, y tienen a seres humanos por amos. No hay en ellos misterio alguno.
—¿Qué es lo que quieres, Louise? ¿Es que quieres un hombre de las cavernas que te dé en la cabeza con el mazo?
—No digas bobadas, madre. Eso es más bien lo que tú, que admiras tanto la inteligencia, tienes en el subconsciente. Para mí, el hombre de las cavernas no es en absoluto un animal humano. Es un bruto, un degenerado. Un auténtico hombre animal sería igual de encantador que un ciervo o un leopardo, ardería como una llama que se alimenta directamente de las profundidades. Y formaría parte de lo desconocido, como lo hace hasta un ratón. Y no cesaría nunca de maravillar, destilaría silencio y asombro ante lo desconocido, como hacen las perdices que corren entre los rastrojos. Sería todos los animales a la vez, en vez de algo unívoco, prefijado, automático como es ahora, con los nervios triturados. Ay, no, madre, lo que yo quiero es recuperar el misterio, o me moriré. No quiero ser como tú, que lo único que haces es criticar y aniquilar a esta gente tan deprimente, y que disfrutas haciéndolo.
—Querida hija, dejando a un lado todo lo demás que ese animal humano podría ser, lo que sí está claro es que sería un elemento peligroso.
—Ojalá así fuese, madre. Me están matando estos hombres vacuos e inocuos, que no son otra cosa que unos sentimentales y unos resentidos.
—Bobadas. Tú no te estás muriendo.
—Sí que lo estoy, madre. Y ya estaría muerta, si no fuese porque en el mundo existen St. Mawr, Phoenix y Lewis.
—St. Mawr, Phoenix y Lewis. ¡Creí que habías dicho que eran siervos!
—Eso es lo peor. ¡Ojalá fuesen amos! ¡Ojalá hubiese hombres con tanta vida natural como la de ellos, y que tuviesen además mentes valientes y rápidas, que estuviesen al mando en lugar de servir!
—No existen hombres así —declaró la señora Witt con cierta satisfacción malsana.
—Ya lo sé. Pero soy joven, y tengo que vivir. Y con lo que se me ofrece como vida, madre, me muero de inanición, me mata de hambre. ¿Qué puedo hacer? Tú disfrutas destrozando a gente como el deán Vyner, pero yo soy joven y no puedo vivir así.
—En eso puede que tengas razón.
Hacía mucho tiempo que a Lou le había sorprendido el hecho de que su madre percibiese y entendiese mucho más de lo que lo hacía Rico. Rico tenía miedo, sentía siempre temor de ser consciente de las cosas. Rico, con sus exquisitos modales y su bonhomía habitual, y con aquel desdén tan propio de él.
Llegó a la mañana siguiente a lomos de St. Mawr, un tanto acalorado y llamativo, amable hasta el exceso, y sus muestras de preocupación tan empressé por el bienestar de Lou lo decían todo. Especialmente al venir en compañía de Flora Manby, de su hermana Elsie y de Frederick Edwards, marido de esta. Todos llegaron a caballo.
—¡Es horrible el tiempo que llevaba sin verte! —dijo Flora a Lou—. Perdón por aparecer así de repente. Solo hemos pasado a saludar, y nos vamos a la posada, donde tenemos habitaciones preparadas. Pensamos pasar aquí la noche, e ir mañana a caballo hasta Devil’s Chair. ¿Te vienes con nosotros? Será divertidísimo. ¿No se encuentra en casa la señora Witt?
La señora Witt había salido en aquel momento. Cuando regresó, pese a mostrar aquella cara larga tan suya, saludó a los recién llegados con cierta cordialidad. Sin duda, pensó que sería lo más diplomático.
—Tenemos dos habitaciones libres —afirmó—, y si les apetece ocuparlas, estaríamos encantados de acogerlos. Pero antes se las mostraré, porque se trata de habitaciones incómodas y mal amuebladas, sin agua corriente y a kilómetros de distancia de los baños.
Flora y Elsie declararon que las habitaciones “eran absolutamente encantadoras y que estaban muy despejadas”.
—Bueno —aseguró la señora Witt—. Está claro que las comodidades no ocupan mucho espacio. Pero si no les importa aceptarlas tal como son…
—Muy al contrario. Estamos de lo más abrumadas, ¿verdad, Elsie? ¡Pero no hemos traído ropa!
El silencio de pronto había dado paso a una casa llena de invitados. Las jóvenes Manby aparecieron a la hora del almuerzo con elegantes vestidos de muselina adquiridos en París, frescas como lechugas. ¡La ropa femenina ocupa tan poco espacio, sobre todo en verano! Fred Edwards era uno de esos ingleses rubios de bigotillo y ojos muy azules que siempre parecen tender a lo sentimental, pero que Lou, con todos sus prejuicios, consideraba crueles, sin haberse parado nunca a analizar por qué motivo. Sin embargo, Edwards adoptó de inmediato un tono galante hacia ella, y se vio obligada a exhibir una sonrisa tonta. Rico, que la observaba, se sintió por completo aliviado al ver aparecer la sonrisilla.
Ya estaba de nuevo en marcha la maquinaria de “pasarlo en grande”.
—¿No te parece de lo más descarado que Fred se dedique a flirtear con lady Carrington? ¡Parece tan encantadora…! —exclamó Flora a la hora del café—. ¿A ti no te importa, Harry?
Llamaban a Rico, Harry, el diminutivo de cuando era niño.
—Solo un poquito —contestó Harry—. L’uomo é cacciatore.
—¡Ah! ¿Y eso qué significa? —preguntó Flora, que siempre respondía a las muestras de afectación de Rico.
—Significa —intervino la señora Witt, que se inclinó hacia ella y utilizó su tono de voz más untuoso— que el hombre es un cazador.
Hasta Flora sintió rechazo ante aquella muestra suave de ácida ironía.
—¡Oh, vale! —gritó—. Sí así es, ¿qué es la mujer?
—La presa —declaró la señora Witt, con todavía mayor suavidad y acritud.
—Al menos —apuntó Rico—, siempre acepta ser la pieza.
—¿Es eso cierto? —preguntó la voz masculina y educada de Fred—. Yo no estoy tan seguro.
La señora Witt miró a uno y otro hombre, como si fuese a arrojarlos al abismo.
Lou se escapó a ver a St. Mawr. El lugar que había ocupado la silla todavía estaba cubierto de sudor, y parecía un tanto mortecino, como si el espíritu lo hubiese abandonado.
Pero cuando alzó la bella cabeza desnuda, cual manojo de llamas, para ver quién había entrado, Lou vio que seguía siendo el mismo. Siempre sensible y vigilante, su cabeza se elevó como el surtidor de una fuente. Y dentro de él los huesos golpearon la tierra, con los cascos, meros adornos sin valor, interpuestos entre él y el suelo.
La reconocía y no rechazaba su presencia, pero no le prestaba la mínima atención. Jamás le “respondía”. Al principio Lou se había sentido molesta; ahora se alegraba. Gracias a Dios, jamás habría intimidad entre ellos.
Se mantuvo oculta hasta la hora de la cena, pero era imposible aislarse del sonido de las voces. La cena se sirvió pronto: a las siete. Llegó el deán Vyner —su esposa estaba impedida— en compañía de un pintor que tenía un estudio en la aldea y se dedicaba al grabado. Era un hombre de unos treinta y ocho años, sin recursos, y apenas comenzaba a aceptar su fracaso en lo que a hacer dinero se refiere. Pero estaba entregado a los grabados y al estudio de materias esotéricas como la astrología y la alquimia. Rico lo protegía, y sentía cierto temor hacia él; Lou no acababa de entenderlo del todo. Tras haber vagado por París, Londres y Munich, estaba tratando de encontrar la estabilidad, y de convencerse a sí mismo de que la vida rural inglesa, con señor y deán como fondo, un humilde pintor en medio, y un vulgar labriego en primer plano, era la auténtica. Mas solo había logrado convencerse a medias, hecho que revelaba la curiosa inmovilidad de su cuerpo: daba la impresión de que tenía que obligarse a moverse; y la peculiar duplicidad que reflejaban sus ojos centelleantes, de un gris amarillento, que se dilataban y brillaban cual los de una cabra, repletos de burla, ironía y frustración.
—Es curioso, pero su rostro recuerda al del dios Pan —le dijo Lou durante la cena.
Era cierto, en términos generales. Tenía las cejas inclinadas, la brillante mirada caprina, y las orejas picudas de un Pan chivo.
—Eso afirma la gente —respondió él—. Pero me temo que no es el rostro del gran dios Pan, sino más bien el del gran chivo Pan.
—¡Esa sí que es buena! —exclamó Rico—. ¡El gran chivo Pan!
—A mí siempre me ha resultado difícil —interpuso el deán— ver al gran dios Pan en ese anciano de patas de chivo, padre de los sátiros. Puede que tenga mucha influencia (el mundo siempre estará lleno de viejos chivos sátiros), pero resultan un tanto vulgares. Incluso en el caso de nuestro difunto rey Eduardo [Eduardo VII (1841-1910),]. En mi opinión, esos viejos chivos resultan demasiado fáciles de entender para ser venerables, y no veo por ningún lado a un gran dios en el padre de todos ellos.
—Debería ruborizarse hasta las orejas —le dijo Lou a Cartwright. También a ella le pasaba algo similar: había algo en aquella sonrisa suya bizca, cierto aire de irresponsabilidad e irreverencia, que recordaba a las ninfas.
—¡No, por Dios, no es nada personal! —exclamó entonces el deán.
—No es que esté muy seguro —dijo Cartwright con una media sonrisa—, pero ¿no les parece posible que Pan fuese alguna vez un gran dios, antes de que los griegos, tan antropomórficos ellos, lo convirtiesen en mitad hombre?
—¡Ah! Quizá. Eso es muy posible. Pero soy consciente de que una de mis limitaciones es la imposibilidad de imaginarme una Europa anterior al surgimiento de Grecia. Y tampoco, en ese sentido, encuentro ayuda alguna en el Esquema de Wells —añadió el deán con una sonrisa.
—Pero ¿qué era Pan antes de convertirse en un hombre con patas de chivo? —preguntó Lou.
—¿Antes de parecerse a mí? —preguntó Cartwright a su vez con una leve sonrisa—. Yo diría que era el dios que está oculto en todas las cosas. En aquellos tiempos, lo que se veía era la cosa en sí, nunca el dios que había oculto en ella: me refiero a los árboles, a los manantiales o a los animales. Si alguien veía al dios en lugar de la cosa, moría. Quiero decir, si lo veía cara a cara. Pero por la noche sí era posible ver al dios. Y se sabía que allí estaba.
—Los panteístas actuales no se limitan a ver a Dios en todas las cosa, le hacen fotografías —afirmó el deán.
—¡Y qué imagen más divina la suya! —exclamó Rico.
—¡Y tanto! —añadió Cartwright.
—Pero, si los antiguos jamás veían al dios en las cosas, ¿cómo sabían que estaba allí? ¿Cómo llegaron a tener a Pan? —preguntó Lou.
—Pan era el misterio oculto, la causa escondida. Así fue como se convirtió en un gran dios. Pan no lo era, ni tan siquiera era uno de los grandes dioses. Era Pan, el todo: lo que se ve cuando se mira de pleno. A la luz del día, uno ve la cosa en sí, pero cuando se abre el tercer ojo, el que solo ve aquellas cosas que no están a la vista, es cuando se puede ver a Pan en la cosa, oculto: a través del tercer ojo, que es la oscuridad.
—¿Cree que es posible que yo vea a Pan en un caballo, por ejemplo?
—Con toda certeza. ¡En St. Mawr! —Cartwright le dirigió una mirada llena de complicidad.
—Pero —intervino la señora Witt— lo difícil, en mi opinión, sería abrir el tercer ojo y ver a Pan en un hombre.
—Es probable —afirmó Cartwright con una sonrisa—. En el hombre es demasiado visible: el viejo sátiro, el Pan caído.
—¡Exacto! —dijo la señora Witt, y se sumió en la reflexión—. ¡El Pan caído! —repitió—. No sería maravilloso un hombre en el que Pan no fuese un dios caído.
Cuando tomaban café en el salón gris, la señora Witt preguntó de súbito:
—Supongamos, señor Cartwright, que logramos abrir el tercer ojo y ver a Pan en un hombre real; me pregunto cómo sería.
Entrecerró los párpados e inclinó el rostro de una forma extraña, como si estuviese saboreando algo, sin mucha convicción.
—¡Quién sabe! —respondió él, al tiempo que exhibía su enigmática sonrisa.
Pero la señora Witt vio que no la había entendido.
—¡Louise! —llamó la señora Witt a la hora de acostarse—. Ven un momento a mi habitación, quiero preguntarte algo.
—¿Qué pasa, madre?
—¿A ti te ha sucedido algo de eso que dijo el señor Cartwright, de eso de ver a Pan con el tercer ojo? ¿De ver a Pan en las cosas?
La señora Witt se aproximó a su hija, e inclinó el rostro hacia ella con curioso gesto inquisitivo e insinuador.
—Creo que sí, madre.
—¿En qué? —La pregunta sonó como un pistoletazo.
—Creo, madre —dijo Lou con renuencia—, que en St. Mawr.
—¡En un caballo! —La señora Witt contrajo los ojos ligeramente—. Sí, eso lo entiendo. Sé lo que quieres decir. ¡Está en St. Mawr! ¡Lo está! Pero su presencia en St. Mawr me produce miedo —pronunció la palabra como si le costase trabajo hacerlo, a continuación se aproximó un paso más—. Pero, Louise, ¿lo has visto alguna vez en un hombre?
Louise titubeó.
—No, madre, no creo que lo haya hecho. Cuando miro a los hombres con mi tercer ojo, como tú dices, lo que casi siempre veo es un pan-cake [tortita dulce para desayunar. —Pronunció la última palabra con una sonrisa de impotencia, sin saber muy bien qué decir.
—¡Así es, Louise! ¡Eso es lo que uno ve siempre! Y ahora escucha, Louise. ¿Te has enamorado alguna vez?
—Por lo que yo sé, sí.
—Bien, ahora escucha. ¿Has descubierto a Pan alguna vez en el hombre amado? Dime, ¿lo has hecho?
—¿De la misma forma que veo a Pan en St. Mawr? No, madre. —Y de repente le temblaron los labios y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Escucha, Louise. Yo he estado enamorada en innumerables ocasiones, pero enamorada de verdad en dos. ¡En dos! Sin embargo, hace quince años que he dejado de desear tener algo que ver con un hombre. ¡Quince años! Y ¿sabes por qué? Porque no lograba descubrir a ese peculiar Pan oculto en ninguno de ellos. Y necesitaba hacerlo. Lo necesitaba. Pero no estaba allí. En ningún hombre. Incluso cuando estaba enamorada de un hombre, lo estaba por otras razones: porque lo entendía muy bien, o él me entendía a mí, o porque había afinidad entre nosotros. Nunca por el Pan oculto. ¿Me entiendes? ¡El Pan de antes de la caída!
—Más o menos, madre.
—Pero ahora tengo la impresión de que mi tercer ojo se está entreabriendo. Estoy cansada de todos estos hombres que son como tortitas para desayunar, recubiertos por una cucharadita de inteligencia, o que tienen una cucharadita de espíritu como levadura. ¿No te parece increíble que ese joven, Cartwright, hable de Pan, pero no tenga ni idea de nada? No sabe nada del Pan de antes de la caída: solo conoce al fauno de patas de cabra y sonrisa lujuriosa, y con ese tipo de poder, ya sabes…
—¿Y tú qué sabes del Pan de antes de la caída, madre?
—¡No me preguntes, Louise! Me siento llena de temblores, como si estuviese a punto de descubrirlo.
Le dirigió una mirada de incipiente triunfo, y le dio las buenas noches.
Para el día siguiente habían organizado una excursión a caballo a dos antiguas formaciones rocosas, conocidas como Angel’s Chair y Devil’s Chair, que coronaban las colinas desiertas fronterizas con Gales, a unas diez millas de distancia. Iban a participar todos, saldrían por la mañana temprano, y Lewis haría de guía, ya que nadie sabía el camino con exatitud.
Lou se levantó antes del amanecer. Con las primeras luces del alba, los árboles desprendían un aroma a verano y los acónitos, altos y oscuros, mostraban sus flores entre las sombras. Se puso la falda de montar de lino verde, que la doncella le había dejado preparada, y un blusón de tono azulado.
—¿Vas a salir ya, querida? —preguntó Rico desde su habitación.
—Solo voy a oler las rosas antes de irnos, Rico.
Él apareció en el umbral con su pijama de seda amarilla. En sus grandes ojos azules lucía aquella mirada irritable e inquieta, con el blanco ligeramente inyectado en sangre, que despertaba en ella el deseo de escapar.
—¡Con botas y espuelas! ¡Menuda energía! —gritó él.
—Hace un día precioso para cabalgar —dijo Lou.
—¡Un día precioso para cualquier cosa menos cabalgar! —aseguró él—. ¿Por qué estropearlo cabalgando? —Su voz dejó entrever un deje amargo y ácido. Era evidente que odiaba aquella excursión.
—No tenemos por qué ir si tú no quieres, Rico.
—Bueno, seguro que cuando estemos en camino, estaré encantado. Es todo este asunto de ponerse en marcha, con los caballos y demás parafernalia…
Lou salió al patio. Los caballos bebían en el abrevadero bajo la bomba, y su colorido vivo y rico destacaba entre las sombras de los árboles.
—¿No viene con nosotros, Phoenix? —preguntó.
—Irá Lewis con mi caballo.
Lou advirtió que a Phoenix no le agradaba la idea de que lo dejasen atrás.
A las siete y media, ya estaban todos listos. El sol iluminaba el patio, los caballos estaban ensillados. Llegaron moviendo las colas. Lewis sacó a St. Mawr de su establo separado, a la vez que le hablaba en voz muy queda en galés: era un murmullo, un soniquete tranquilizador. Lou, siempre alerta, advirtió que el animal estaba intranquilo.
—¿Cómo está St. Mawr esta mañana? —preguntó.
—Está bien. No le gusta que haya tanta gente. Una vez en marcha, estará perfectamente.
Los extraños montaron y salieron a la carretera que, entre sombras profundas, llevaba al pueblo. Rico se acercó a su caballo, dispuesto a montarlo. St. Mawr se apartó de un salto como si hubiese visto al diablo.
—¡Quieto, loco! —gritó Rico.
El bayo se quedó quieto, con las cuatro patas abiertas, el lomo arqueado, y el enorme ojo oscuro que miraba de reojo con aquel aire suyo vigilante y aterrador.
—No deberías irritarte con él, Rico —dijo Lou—. ¡Tranquilo, St. Mawr, tranquilo!
Pero también ella sintió un atisbo de ira. Aquel animal era tan grande, tan espectacular, y se le veía tan estúpido con las patas delanteras abiertas, preparado para saltar hacia un lado o para encabritarse aterrado, con aquella mirada frenética y desconfiada en el enorme ojo. ¿Y qué motivos tenía para desconfiar, después de todo? Rico jamás le haría daño.
—Nadie va a hacerte daño, St. Mawr —razonó, un tanto exasperada.
El mozo hablaba con voz queda, entre murmullos, en galés. Rico se aproximaba de nuevo despacio, para poner el pie en el estribo. El semental lo observaba con el rabillo del ojo, en el que ardía estúpidamente el extraño resplandor de la sospecha frenética. En cualquier instante, aquella inmensa fuerza física podía desatarse en un frenesí de pánico, o de maldad. En verdad que el animal resultaba de lo más irritante.
—Lo más probable es que no le guste ese color albaricoque de tu camisa —dijo la señora Witt—, aunque entona de maravilla con su pelaje.
Pronunció “alba-rico-que”, cosa que irritó profundamente a Rico.
—¿Es que tenía que habérselo consultado, antes de ponérmela? —espetó Rico, al tiempo que alzaba el labio superior con malevolencia.
—Yo diría que sí —contestó la señora Witt sin inmutarse.
Rico se volvió hacia el caballo con prisa repentina. El enorme animal reculó con un repentino estruendo de los cascos al golpear los adoquines, y Lewis agarrado a él como una sombra.
—Este bicho está maldito —aseguró Rico, que había soltado las riendas ante el inesperado susto, y se había quedado petrificado, mientras la ira se desbordaba en su interior como una marea negra.
“No hay en el mundo nada más irritante que un caballo caprichoso”, pensó Lou.
—¡Oye, Harry! —gritó Flora desde fuera—. Sal aquí a la carretera para montarlo.
Lewis miró hacia Rico y asintió con la cabeza. A continuación, a la vez que tranquilizaba al enorme animal tembloroso, lo llevó con agilidad bajo los árboles que bordeaban la carretera, donde los tres amigos estaban esperando. Lou y su madre montaron rápidamente para seguirlo y, un momento después, Rico ya estaba sobre la silla e iba a galope en dirección contraria, con Lewis tras él a lomos del zaino. Pasó algún tiempo antes de que Rico lograse que St. Mawr diese la vuelta. Los que allí esperaban, observándolo todo desde atrás, pudieron constatar hasta qué punto el joven aristócrata odiaba aquello.
Pero por fin partieron, con Rico a la cabeza, con trote desigual pero tranquilo, flanqueado por las hermanas Manby. Lou iba a continuación con el joven rubio, que había estado en un regimiento de caballería, y que no cesaba de mirar hacia atrás buscando a la señora Witt.
—No se vuelva más a buscarme —gritó aquella—. Voy aquí detrás, entre el polvo.
Detrás de la señora Witt iba Lewis. Era un auténtico desfile el que pasó al trote bajo el sol por delante de las casitas y de los jardines de las mismas, y recorrió el prado que servía de zona de recreo para adentrarse entre los espesos setos que bordeaban el sendero.
—¿Por qué es tan difícil que St. Mawr se ponga en marcha? ¿No puede hacer nada para que mejore? —preguntó la dama sin volver la cabeza.
—¿Qué dice, señora?
Lewis se acercó al trote. La señora Witt dirigió la mirada hacia él por encima del hombro, hacia aquel rostro oscuro e impertérrito, hacia aquella silueta esbelta e impasible.
—¡Ese “señora” suyo me resulta del todo desagradable! ¿Por qué no se olvida de él? —dijo, para, a continuación, repetir la pregunta.
—St. Mawr no se fía de nadie —contestó Lewis.
—¿Ni de usted?
—Sí, de mí sí, casi siempre.
—¿Y porqué no lo hace de otra gente?
—Son distintos.
—¿Todos ellos?
—Casi todos.
—¿Y en qué son distintos?
La miró con aquellos ojos grises suyos, remotos y misteriosos.
—Son distintos —contestó, sin saber cómo expresarlo.
Cabalgaron con lentitud, subieron la empinada cuesta hacia el bosque y, a continuación, descendieron hasta un claro, atravesado por las vías de un pequeño ferrocarril construido en tiempos de guerra para transportar algún mineral misterioso extraído de la colina, y ahora ya abandonado. Incluso allí, en plena campiña, yacía la huella de la guerra como un cadáver en descomposición.
Iniciaron una nueva subida y pasaron ante las campanillas que crecían bajo los árboles. En cabeza, el espléndido St. Mawr, y los alazanes y los rucios cruzaban como mariposas un mar de helechos, brillando entre sol y sombra, entre sombra y sol. Después, una vez más, llegaron a un penacho, y a través de los árboles en disminución vislumbraron las laderas de los páramos que se extendían más allá del siguiente declive.
Pronto estuvieron en las colinas despejadas y ondulantes, doradas por la luz de la mañana y desiertas salvo por un pareja distante de recolectores de arándanos: un par de figuras blancas que cogían los frutos, tras, tras, tras, con ritmo extraño y un tanto desagradable. Los caballos seguían una antigua senda, que ascendía entre matas rosadas de brezo y urce, y atravesaba zonas de arándanos verdes. De vez en cuando se veían matas de campánulas azules como burbujas.
Llegaron a lo alto de las colinas. Y allí, al oeste, apareció Gales, doblado en arrugados pliegues, dorado por la luz de la mañana, con sus laderas y páramos, y sus campos de maíz sorprendentemente visibles. En medio, la concavidad de un extenso valle bajo la calima veraniega, salpicado de granjas blancas rodeadas de árboles, y de tejados de pizarra gris.
—Cabalgue a mi lado —dijo la señora Witt a Lewis—. No hay nada que me produzca más ganas de volver a Estados Unidos que el aspecto anticuado de estas pequeñas aldeas. ¿Ha estado alguna vez en mi país?
—No, señora.
—¿Y le apetecería ir algún día?
—No me importaría ir.
—Pero tampoco le vuelve loco la idea.
—No, señora.
—¿Contento con seguir como está?
Lewis la miró, y sus ojos pálidos de mirada remota se encontraron con los de la dama.
—No tengo de qué preocuparme.
—¿Nunca? ¿De nada?
El hombre miró hacia delante, al resto de jinetes.
—No, señora —contestó sin dirigirle la mirada.
La señora Witt cabalgó durante unos momentos en silencio.
—¿Qué es aquello de allí? —preguntó, mientras señalaba el otro lado del valle—. ¿Cómo se llama?
—Eso es Montgomery.
—¡Montgomery! ¿Y eso está en Gales? —arrastró el final de forma extraña.
—Sí, señora.
—¿De ahí es usted?
—No, señora. Yo soy de Merioneth.
—¿No es de Gales? Yo creí que era galés.
—Sí, señora. Merioneth está en Gales.
—¿Y usted es galés?
—Sí, señora.
—Una de mis abuelas era de Gales, pero yo soy de Luisiana, y cuando vuelvo a casa, los negros todavía me llaman señorita Rachel. “¡Vaya, es la pequeña señorita Rachel que ha vuelto a casa! ¡No sabe la alegría que me da verla de nuevo, señorita Rachel!” Y eso me produce una sensación de lo más extraña.
El hombre la miró con curiosidad, sobre todo cuando imitó el acento de los negros.
—¿Se siente usted raro cuando vuelve a casa?
—A mí me criaron unos tíos —respondió—. Nunca voy a verlos.
—¿Y no tiene usted casa?
—No, señora.
—¿Ni mujer ni nada?
—No, señora.
—¿Y qué hace usted con su vida?
—Me dedico a mí mismo.
—¿Y no hay nada que le importe?
—Me importa St. Mawr.
—Pero no siempre ha tenido a St. Mawr, y no lo tendrá para siempre. ¿Estuvo usted en la guerra?
—Sí, señora.
—¿En el frente?
—Sí, señora. Pero era mozo de caballería.
—¿Y ha salido indemne?
—Perdí el meñique a causa de un balazo.
Levantó su pequeña y oscura mano izquierda, en la que faltaba el meñique.
—¿Y le gustó la guerra, o no?
—No me gustó.
Una vez más, sus ojos gris pálido se encontraron con los de la dama, y parecían tan poco humanos y comunicativos, tan desconectados e inaccesibles, que le produjeron inquietud.
—Dígame —quiso saber—. ¿No ha deseado nunca tener una mujer, un hogar y unos hijos, como los demás hombres?
—No, señora. Jamás he deseado un hogar propio.
—¿Ni una mujer propia?
—No, señora.
—¿Y tampoco hijos propios?
—No, señora.
La señora Witt tiró de las riendas del caballo.
—Espere un minuto —dijo—. Explíqueme por qué.
El caballo de Lewis se detuvo, y ambos jinetes se encontraron cara a cara.
—Dígame por qué. Tengo que saber por qué nunca ha deseado tener esposa, ni hijos ni hogar. Tengo que saber por qué es distinto a los demás hombres.
—Jamás he sentido la necesidad —respondió—. He dedicado mi vida a los caballos.
—¿Odia mucho a la gente? ¿Fue muy desgraciado cuando era niño?
—A mis tíos no les gustaba, y tampoco ellos me gustaban a mí.
—¿Así que nunca le ha gustado nadie?
—Puede que no. No para llegar tan lejos y casarme.
La dama rozó el caballo y reinició la marcha.
—¡Qué curioso! —aseguró—. Yo he querido a gente, en distintos momentos, pero no creo que jamás me haya gustado nadie, a no ser algunos de nuestros negros. No me gusta Louise, aunque sea mi hija y la quiera. Pero no me gusta de verdad. Creo que es usted la primera persona que me gusta desde que vivía en la plantación y teníamos algunos negros que eran maravillosos. Y creo que es muy curioso. Ahora quiero saber si yo le gusto a usted.
Lo miró inquisitivamente, pero Lewis no le respondió.
—Dígamelo —insistió—. No me importa si dice que no. Pero dígame si le gusto. Necesito saberlo.
La sombra de una sonrisa planeó sobre el rostro del hombre, cosa muy rara en él.
—Puede que sí —dijo al fin. Estaba pensando que ella lo había puesto al mismo nivel que los negros de una plantación: para él, los negros todavía eran esclavos. Pero no le importaba el lugar donde ella lo colocase.
—Bien, me alegro. Me alegra que yo le guste, ya que sé que no le ocurre lo mismo con la mayoría de la gente.
Pasaron por el hondón donde se ocultaba la antigua Aldecar Chapel en su húmedo aislamiento, junto al molino en ruinas sobre el arroyo que bajaba desde el páramo. Al subir la empinada cuesta, descubrieron las colinas dobladas como enormes dedos cerrados, con profundas hendiduras escarpadas entre ellas. Junto a la línea del horizonte más cercana había una formación rocosa y, a lo lejos, a la derecha, se veía otra.
—Esa de ahí es Angel’s Chair —dijo Lewis, señalando las rocas más próximas—, y aquella de allá es Devil’s Chair, el lugar adonde nos dirigimos.
—¡Ah! —exclamó la señora Witt—. ¿No vamos a Angel’s Chair?
—No, señora.
—¿Por qué no?
—Porque ahí no hay nada que ver. La otra es más grande y queda más alta, y es allí adonde va normalmente la gente.
—¡Ah, sí! O sea que en estas tierras le ceden el asiento más alto al diablo. Pues creo que hacen bien. —Y al no obtener respuesta, añadió—: Usted cree en el diablo, ¿no?
—Nunca me he tropezado con él —fue la respuesta evasiva.
Allá delante iban el resto de los caballos, que ascendían por la ladera en cabalgata: el negro, el bayo, los rucios y el zaino, a veces agrupados, otras dispersos. Al llegar a una verja, se detuvieron a esperar a la señora Witt. El joven rubio se situó a su lado y le habló de cacerías. Había estado en la caza del zorro por aquellas colinas, y se mostraba lleno de animación al localizar el lugar donde la jauría de perros les había avisado con sus aullidos y demás.
—¿De verdad? —exclamó la señora Witt—. ¿De verdad? ¡Es increíble!
Si la ironía se hubiese podido convertir en ácido prúsico, aquellas reminiscencias habrían puesto fin a la existencia del joven rubio.
Por fin, en fila india por el estrecho sendero que discurría entre brezales, tras rodear un collado, alcanzaron las rocas de granito claro que surgieron de repente ante ellos. Era uno de esos enclaves en los que todavía pervive el espíritu de la Inglaterra primigenia, de una Inglaterra antigua e indómita, cuyas últimas gotas de sangre fluyen aún por las venas de algunos ingleses, galeses u oriundos de Cornualles. Las rocas, blanquecinas por el paso del tiempo, se proyectaban sobre el cielo azul de agosto, con los extremos redondeados por la erosión milenaria.
Lewis se quedó abajo con los caballos, y el grupo escaló con torpeza, a causa de las botas de montar, aquellas piedras desgastadas por las huellas de tantos pies. Por fin llegaron al lugar conocido como la Chair, orientado al oeste, en dirección a Gales, cuyos pliegues dorados se alzaban hacia las alturas. El paisaje que se divisaba no era impresionante ni muy pintoresco: la hondonada del valle con sus granjas, y más allá un levantamiento de colinas más bien desnudas, laderas cubiertas de maíz, parameras y pastos, que se alzaban como una barricada, al parecer elevada y un tanto inclinada. Sin embargo, causaba un efecto extraño sobre la imaginación.
—Madre —dijo Lou—, ¿no te hace sentir vieja, muy vieja, más vieja que cualquier cosa que haya existido alguna vez?
—No hay duda de que parece todo muy antiguo.
—A mí me hace desear la muerte —declaró Lou—. Siento que casi hemos durado demasiado.
—No diga eso, lady Carrington. Usted todavía es una pollita, o mejor, un capullo de rosa sin abrir —comentó el joven rubio.
—No —replicó Lou—. Todos esos millones de antepasados nuestros han agotado la vida. Nosotros en realidad no estamos vivos de la manera en que ellos lo estaban.
—Pero ¿quiénes? —preguntó Rico—. ¿Quiénes son ellos?
—La gente que poblaba estas colinas en tiempos pretéritos.
—Pero esa misma gente sigue viviendo en las colinas, cariño. Pertenecen a la misma estirpe.
—No, Rico. Aquella estirpe luchadora que adoraba al diablo entre estas rocas… Estoy segura de que así era…
—Pero un momento, ¿está diciendo que eran mejores de lo que nosotros lo somos?
Lou lo miró con aire socarrón.
—Nosotros no existimos —dijo, dirigiéndole la mirada con un extraño bizqueo.
—Pues yo sé muy bien que sí que existo —aseguró el joven rubio.
—En mi opinión, la época en la que vivimos es la mejor que ha habido hasta ahora, sobre todo para las mujeres —dijo Flora Manby—. Y además, es la que nos ha tocado vivir, así que no veo razón alguna para menospreciarla.
Se quedaron todos en silencio, y los últimos ecos de aquella enfática declaración de joie de vivre resonaron en el aire sobre las colinas de Gales.
—Así se habla, Flora —intervino Rico—. Repítelo de nuevo, puede que la próxima vez no contemos con Devil’s Chair como púlpito.
—Pues sí —insistió Flora—. Creo que esta es la mejor época de la historia para que una mujer pueda disfrutar. Me he leído la historia de H. G. Wells de cabo a rabo y, al cerrarlo, di gracias a los dioses por que me haya tocado vivir en esta década del siglo dieciocho, y no en otra de esas épocas horribles en las que las mujeres tenían que arrastrarse ante asquerosos hombres dominadores.
Tras aquellas palabras, continuaron la difícil ascensión hacia otro grupo de rocas, hacia el famoso Needle’s Eye.
—Se lo agradezco mucho, pero de verdad que me manejo mejor sin ayuda —dijo la señora Witt al joven rubio, mientras resbalaba y un trozo de media de seda gris asomaba por encima de la bota alta. Pero consiguió afianzar el pie, y al momento se situó al lado del joven, quien le sujetó el brazo con aire protector, aunque fue como si agarrase la garra de un león de montaña para intentar protegerlo.
—Me encantaría saber —dijo con voz melosa, mirándolo a los ojos con expresión aviesa— qué le hace estar tan seguro de su existencia.
Él le devolvió la mirada, y en sus alegres ojos azules se reflejó la confusión. Después un rubor lento y cálido, rosa salmón, se extendió por su rostro, y se dio la vuelta con brusquedad.
Needle’s Eye era un orificio en la antigua roca gris, una especie de ventana por la que se divisaba Inglaterra; en aquel momento una Inglaterra cubierta por las sombras. Un torrente serpenteaba brillante en la llanura sombría, y más allá unas colinas llanas e insignificantes se apelotonaban y formaban montículos en la penumbra. Se aproximaban nubes; el lado inglés ya estaba en sombra. En Gales aún brillaba el sol, pero la nubosidad se extendía. El día iba a resultar decepcionante. Lou ya sentía ligeros escalofríos.
El almuerzo les esperaba a unas cuantas millas de distancia. El grupo se apresuró a bajar hasta los caballos. Lou recogió unas ramitas de brezo, algunas campanillas, y unas cuantas flores amarillas insignificantes: no porque le apeteciese, sino para distraerse. Aquel ambiente de “pasárselo bien” le estaba resultando cruel, le minaba la vida. “Ojalá no hubiese necesidad alguna de pasármelo bien”, se lamentó para sus adentros. Pero las jóvenes Manby estaban disfrutando mucho.
—Creo que aquí arriba es una auténtica preciosidad —declaró la otra, la que no era Flora, Elsie.
—Es precioso, ¿a qué sí? Me alegra tanto que te guste —contestó Rico.
Y se sintió aliviado y satisfecho, ya que la otra hermana aseguró que lo estaba pasando de auténtica maravilla. Le apetecía, aunque no se atrevía a hacerlo, decirle a Lou: “Me temo mucho, Lou querida, que esto no te gusta tanto como a nosotros”. Y temía que su respuesta fuese: “No, querido, no me gusta en absoluto, lo que sí me gustaría es estar lejos de esta gente”.
Un tanto irritado, cabalgó con el grupo de los Manby, y Lou fue detrás con su madre. Las nubes cubrían el cielo de gris. Soplaba un viento frío. Todos estaban ansiosos por llegar a la granja a almorzar, y estar a cubierto cuando llegase la lluvia.
Cabalgaban por uno de los estrechos senderos, unas meras briznas de hierba entre el brezo y el brillante arándano verde. El joven rubio iba en cabeza, a continuación su esposa, después Flora, y tras ella Rico. Lou, a poca distancia, contemplaba los flancos relucientes y poderosos de St. Mawr, vibrantes de vida, siempre con un exceso de vida, como una amenaza. El joven rubio silbaba una nueva melodía de baile.
—¡Qué música tan bonita! —gritó Rico—. Sílbala otra vez, por favor, Fred, me gustaría aprenderla.
Fred comenzó a silbarla de nuevo.
En ese mismo instante, St. Mawr fue víctima de un nuevo ataque, se echó hacia un lado como si hubiese explotado una bomba, y comenzó a recular a través del brezo.
—¡Loco! —gritó Rico, completamente fuera de sí: se había quedado completamente ladeado en la silla, y Lou temió que fuese a caerse, pero consiguió enderezarse y tiró de las riendas con furia para controlar de nuevo al caballo y hacer que retomase la marcha.
St. Mawr empezó a encabritarse, su treta preferida. Rico consiguió que anduviese unos metros, pero de nuevo volvió a las andadas.
—¡Loco! —gritó Rico, colgado en el aire.
Tiró del caballo hacia atrás, y el animal se desplomó sobre él.
Lou profirió un grito horrible, antinatural, agudo: ella misma lo oyó al tiempo que oía el estrépito del caballo al desplomarse. Luego vio un vientre pálido y dorado, y unos cascos que se movían y coceaban al aire, y a St. Mawr que se retorcía y elevaba la cabeza tensándola de manera horrible, mientras los ojos se le salían de las órbitas junto a los marcados trazos del hocico. Arqueaba el enorme cuello con crueldad para tirar frenético de las riendas, que Rico seguía apretando con fuerza. Sí, Rico, que yacía de lado en el brezo en extraña postura y cuyos ojos se veían asimismo desorbitados en medio de un rostro de amarillenta palidez, seguía asido con fuerza a las riendas.
El joven Edward se acercó corriendo, y rodeó el enorme caballo, que no cesaba de retorcerse, y cuyo pálido y dorado vientre, vuelto boca arriba, daba la impresión de llenar el universo.
—¡Suéltalo para que se levante, Carrington! ¡Suéltalo! —gritaba mientras se aproximaba con precaución para hacerse con las riendas.
Hubo otra convulsión entre espasmos del caballo y, horror, el joven se echó hacia atrás con el rostro entre las manos: había recibido una coz en el rostro, la roja sangre se deslizaba por su barbilla.
Lewis apareció en el suelo y arrancó las riendas de las manos de Rico. St. Mawr se curvó cual si de un enorme pez se tratase, clavó las patas delanteras en tierra, echó la cabeza hacia atrás y miró a su alrededor con gesto espantado. Tenía los ojos arqueados, las aletas de la nariz dilatadas, y su rostro exhibía una expresión de intenso terror. Se quedó así, sentado con las pezuñas delanteras hincadas en tierra y el pánico en el rostro, como una especie de lagarto espantoso, durante varios minutos. Después, con enorme dificultad, se levantó hasta ponerse en pie y se quedó allí tembloroso, sacudido por las convulsiones.
Allí en tierra yacía Rico, encogido hacia un lado, con la mirada perdida en el cielo y el rostro macilento de un moribundo. Lewis, tras mirar a su alrededor con horror, volvió a clavar los ojos aterrados en St. Mawr. Flora, que había estado a la expectativa, se abalanzó en ese momento hacia el postrado Rico entre alaridos:
—¡Harry! ¡Harry! ¡No te mueras! ¡Ay, Harry! ¡Harry! ¡Harry!
Lou se había bajado de su montura, aunque no sabía cuándo. Estaba unos pasos más atrás, como hechizada, mientras Flora gritaba “¡Harry! ¡Harry! ¡Harry!”.
De súbito, Rico se incorporó hasta sentarse.
—¿Dónde está el caballo? —preguntó.
Al mismo tiempo, una repentina palidez le cubrió el rostro, se mordió los labios a causa del dolor, y cayó de nuevo postrado, víctima de un desmayo. Flora se apresuró a rodearlo con el brazo.
¿Dónde estaba el caballo? Se había alejado, reculando poco a poco, enfermo de desconfianza, mientras Lewis en vano le hablaba entre susurros. Tenía la cabeza de nuevo levantada, los ojos continuaban fuera de sus órbitas, y una expresión fantasmal de horrible culpa se reflejaba en su rostro. Cuando Lewis se le acercó un poco más, se estremeció, se encogió como un muelle de acero tembloroso y se alejó de cualquier roce. Daba la sensación de estar contemplando toda la multitud de fantasmas que han discurrido por las oscuras sendas de todos los siglos transcurridos desde que el caballo quedó sometido al dominio del hombre.
¿Y qué había sido del otro joven? Estaba aún en pie, a cierta distancia, inmóvil, con el rostro entre las manos, la sangre cayéndole sobre la blanca camisa, y su esposa a su lado, suplicándole angustiada.
La señora Witt también estaba allí, observándolo todo, como si estuviese hecha de acero. No emitió ningún sonido ni se movió, se limitó a observar cada detalle con rostro impasible, imperturbable.
—Te ruego que me digas qué crees que le pasa —suplicó Lou llena de angustia a Flora, que sostenía a Rico y vertía torrentes de lágrimas insólitas.
Fue entonces cuando la señora Witt se adelantó y, de forma muy práctica, comenzó a desabrochar el cuello de la camisa de Rico para palparle el corazón. El joven abrió los ojos de nuevo, dijo “¡Vaya!” y después los cerró una vez más.
—¡Se ha desvanecido! —dijo la señora Witt—. Y no tenemos brandy.
Lou, demasiado exhausta para sentir nada, anunció:
—Iré a buscarlo.
Se acercó a su asustado caballo, que estaba entre el resto con la cabeza gacha, a la espera. Apenas consciente de lo que hacía, Lou lo montó y, con gesto decidido, se alejó al galope.
En ese momento, también Poppy se espantó de repente, y Lou tiró de las riendas.
—¿Por qué? —le dijo a la yegua—. ¿Por qué has hecho eso?
Miró a su alrededor y, entre el brezo, vislumbró algo negro y amarillo.
—¡Una serpiente! —exclamó sorprendida.
Y se acercó para mirar.
Era una víbora muerta que había estado bebiendo en una charca entre juncos que había en una pequeña hondonada al lado de la carretera, y a la que habían matado a pedradas. Yacía allí, también encogida, con la cabeza aplastada, el amarillo dorado de su piel todavía con un brillo opaco, y un trozo de vientre azul pálido a la vista. ¡La habían matado aquella mañana!
Lou siguió adelante, con el rostro en dirección a la granja. Un agotamiento indescriptible se había adueñado de su persona. Ni siquiera tenía fuerzas para sufrir. Aquel cansancio espiritual la sumía en una especie de apatía.
Y tuvo una visión, una visión del mal. O quizá no fuera exactamente una visión. Fue consciente del mal, del mal que con enormes oleadas inundaba toda la tierra. Siempre había pensado que tal cosa no existía, que había únicamente una negación del bien. Pero ahora, como un océano a cuya superficie ella hubiese ascendido, vio cómo las grises y oscuras oleadas del mal se acumulaban hasta formar una inmensa marea. Una marea que había arrastrado a la humanidad sin que esta fuese consciente. Una marea que se había adueñado de las naciones como el océano en movimiento se adueña de los peces, y que las llevaba a la deriva en medio de la enorme corriente del mal. Y ellos lo desconocían. La gente lo desconocía. Ni siquiera lo deseaba. Lo que querían era ser buenos y que todo fuese alegre y gozoso. Todo lleno de alegría y gozo: para todos. Eso era lo que deseaban, si se les preguntaba.
Pero al mismo tiempo, habían sucumbido al influjo del mal. Era algo suave, sutil, ligero como el agua, de movimiento sosegado e imperceptible, como invisible es el movimiento de la marea para el que se encuentra en medio del océano. Y todos estaban en pleno océano, arrastrados por la corriente misteriosa del mal, simples títeres del principio del mal, como los peces son títeres del mar.
No había salvación. El mundo entero estaba sumergido en una gran corriente única. Todas las razas, blanca, cobriza, negra, amarilla, estaban inmersas en aquella extraña marea del mal que, sutil e irresistiblemente, iba subiendo. Nadie la quería, quizá de forma deliberada. Casi todos los individuos deseaban la paz y el disfrute generalizado: que todo el mundo se lo pasase bien.
Pero algo extraño había sucedido, y las fuerzas, vastas y misteriosas, del mal se habían desatado. Lou sentía que desde las profundidades de Asia el mal manaba, como de un extraño polo, y lentamente anegaba toda la tierra.
Era algo horripilante, algo de lo que no se podía escapar. Había llegado hasta ella en una visión al ver el vientre pálido y dorado del semental patas arriba, y la perversa curva de sus flancos, mientras agitaba frenético los cascos, y después el mal que surgía de aquel cuello arqueado, semejante a un pez, y de los ojos dilatados en la cabeza. De espaldas en el suelo, pegando coces al aire. Vuelto del revés, pura esencia del mal.
Vio lo mismo en la gente: los habían hecho caer de espaldas, y se retorcían con el mal. Y el jinete, aplastado, seguía apretando las riendas que les impedían alzarse.
¿Qué significaba aquello? Era el mal; el mal y un rápido retorno al sórdido caos. ¿Quién estaba equivocado, el caballo o el jinete? ¿O acaso ambos?
Pensó con horror en St. Mawr, y en la mirada que había en su rostro. Pero pensó también horrorizada, con horror más frío, en la mirada de Rico al gritar “¡Loco!”. En su miedo, en su impotencia como amo, como jinete, en su presunción. Y pensó con horror en toda aquella gente, tan insustancial, de una maldad tan vacua.
¿Qué pretendían hacer aquellas chicas Manby? Minar, debilitar, socavar. Pretendían debilitar a Rico, igual que al joven rubio le habría gustado debilitarla a ella. No creían en nada, no tenían preocupación alguna: solo mantener la superficie en calma, y pasárselo bien. “Debilitémonos los unos a los otros. No hay nada en que creer, así que vamos a minarlo todo. Pero ¡cuidado!, sin escenas, sin fastidiar el juego. Sigamos las reglas del juego. Tómate las cosas con deportividad, y no hagas nada que pueda crear una conmoción. Deja que el juego continúe sin asperezas y con alegría, y aguanta la parte que te haya tocado con deportividad. Nunca, bajo ningún concepto, provoques una herida abiertamente a uno de tus congéneres. Pero siempre hiérelo en secreto. Búrlate de él, y socava su naturaleza. Si puedes, hazlo pedazos a fuerza de socavarlo. Es un magnífico deporte.”
¡El mal! El poder misterioso del mal. Lo veía todo el tiempo, en los individuos, en la sociedad, en la prensa. Estaba presente en el socialismo y en el bolchevismo: era el mismo mal. Pero el bolchevismo destroza la parte superficial de la vida, así que recházalo. Prueba con el fascismo. El fascismo mantiene intacta la parte superficial de la vida, y lleva la labor de zapa con mucho más acierto. Con más deportividad. Nunca hay que derramar sangre. Que la hemorragia sea interna, invisible.
Y tan pronto como el fascismo triunfe, lo que es inevitable porque todo mal acaba por triunfar, recházalo. Recházalo con gusto.
La humanidad, como si de un caballo se tratara, conducida por un extraño de rostro terso, por el jinete del mal. El mal mismo, con rostro terso y belleza engañosa, que guía a la humanidad más allá de la serpiente muerta, hasta el abismo final.
La humanidad, que ha dejado de ser dueña de sí misma, arrastrada por la belleza engañosa de un ser demoníaco, leal por fuera, y falso por dentro, a un juego de engaño, deslealtad y traición. El último de los dioses de nuestra era, el Judas supremo.
La gente realiza actos externos de lealtad, de piedad, de sacrificio propio, pero en su interior está concentrada en la labor de zapa, en traicionar. Emplea toda su voluntad de sutil malevolencia en contra de todo lo que tiene vida y es positivo. Lo disfraza de ideal, para emponzoñar lo real.
La creación destruye para avanzar, derriba un árbol para que otro crezca. Pero el género humano en su utopía pondría fin a la muerte, se multiplicaría por millones, levantaría una ciudad sobre otra, mantendría con vida a todos los parásitos, hasta que la acumulación de meras existencias adquiriese la dimensión de un auténtico horror. Aun así, el horrendo ejército de salvación de la humanidad utópica continuaría salvando vidas; pero al mismo tiempo, en secreto, con crueldad y fuerza, iría socavando la creación natural, traicionándola con un beso tras otro, destruyéndola desde dentro, hasta llegar a la inmensa podredumbre de nuestras existencias acumuladas. Mas el juego sigue adelante. Nadie va a dar otro paso en falso, como han hecho Rusia y Alemania.
El mal secreto ha dado dos pasos en falso: en Rusia y en Alemania. ¡Atentos! Que el mal vigile de cerca al mal. La superficie de la existencia debe continuar sin fisuras. Hay que acumular producción sobre producción. Y la creación natural aún tiene que ser traicionada por muchos más besos. Judas es el último de los dioses y, sin lugar a dudas, el más poderoso.
Pero hasta Judas fracasó: se ahorcó, y sus entrañas se derramaron. No mucho después de su triunfo.
El hombre siembra la destrucción a su paso, igual que cae un árbol para que otro crezca. La acumulación de vida y objetos implica podredumbre. En el devenir de la creación, la vida tiene que poner fin a la vida. Nosotros preservamos la vida a expensas del devenir, hasta que la podredumbre lo invade todo, y es entonces cuando, por fin, se produce una quiebra.
¿Qué se puede hacer? En general, nada. Los muertos tendrán que enterrar a sus muertos, mientras la tierra hiede a cadáver. El individuo solo puede apartarse de la masa, e intentar purificarse, tratar de aferrarse a la vida, que destruye a su paso, pero que permanece amable. Y en lo profundo de su alma, luchar, combatir, pelear para preservar lo que en él hay de vida de los besos horripilantes y los mordiscos ponzoñosos de miríadas de seres maléficos. Retirarse al desierto, y luchar. Mas en lo profundo de su alma debe mantenerse apegado a lo que constituye la vida en sí, a lo que destruye primero para después crear en su devenir: destruye el tallo viejo y seco para que surja el nuevo brote. El único principio apasionado del ser creador, que reconoce el bien natural y enarbola la espada contra las mesnadas del mal, que lucha, combate, pelea para protegerse, pero que consigo mismo se muestra fuerte y está en paz.
Lou llegó a la granja, consiguió el brandy y pidió a los hombres que la acompañasen para transportar a los heridos.
Resultó que la coz en el rostro del joven Edward le había arrancado un par de dientes e iba a dejarlo un tanto desfigurado.
—Sobrevivir a la guerra y que luego me pase esto —murmuró el joven, lanzándole miradas vengativas a St. Mawr.
Y resultó, asimismo, que Rico tenía dos costillas rotas y un tobillo aplastado. Pobre Rico, iba a cojear de por vida.
—¡Quiero que le peguen un tiro a St. Mawr! —fueron casi sus primeras palabras, cuando se encontraba en cama en la granja y Lou estaba sentada a su lado.
—¿Y qué ganarás con eso, querido? —quiso saber ella.
—Ese animal es malvado. ¡Quiero que le peguen un tiro!
Rico hizo que la última palabra sonase como el silbido de una bala.
—¿Quieres hacerlo tú?
—No. Pero quiero que lo hagan. No descansaré tranquilo hasta saber que le han metido una bala. Tiene un carácter malévolo. No creo que estéis a salvo con él ahí abajo. Haré que le dispare uno de los guardabosques de los Manby. Puedes decírselo a Flora, o mejor, se lo diré yo mismo cuando venga a verme.
—No hables de eso ahora, querido. Tienes fiebre.
¿Era posible que St. Mawr fuese malvado? Lou jamás podría olvidar cómo se retorcía y embestía desde el suelo, ni tampoco aquella horrible expresión suya al encabritarse. Pero también había que tener en cuenta su aspecto noble: no era posible que fuese mezquino, mientras que todo ser malévolo sí que era mezquino en su fuero interno. ¡Mezquino! ¿Era mezquino? ¿Era de una mezquindad traicionera? ¿Sabía que era capaz de matar y esperaba mezquino la oportunidad?
Sintió miedo. Si eso era cierto, tendrían que matarlo. Quizá se mereciese que le pegasen un tiro.
Aquella idea la obsesionó. ¿Existía algo malévolo y traicionero en St. Mawr, el mal vulgar? Si así era, que le pegasen un tiro. Por momentos, se apoderaba de ella la ira al recordar aquel frenético recular del animal, y aquel retorcerse frenético y espantoso en el suelo, y en pleno ataque de furia, lo que le apetecía era ir corriendo a su madre y hacer que acabasen con aquel ser al instante. Sería una gran satisfacción, y una defensa de los derechos humanos. Porque, después de todo, Rico había sido de lo más considerado con aquel bruto de caballo, mientras que el semental no había tenido ni una chispa de consideración hacia Rico. No, era la malevolencia del esclavo, presente en todo ser domesticado, la que brotaba una y otra vez de St. Mawr. El esclavo que se toma su venganza esclavista, para después volver al servilismo.
Todos los esclavos de este mundo, que hacen acopio de preparativos para su venganza esclavista y después, una vez llevada a cabo, están dispuestos de nuevo a caer en el servilismo. ¡Libertad! A la mayoría de esclavos no se los puede liberar, por mucha rienda suelta que uno les dé. Como los animales domésticos, al fin y a la postre, tienen más miedo a la libertad que a sus amos. Y puestos en libertad por un amo generoso, irán al final arrastrándose hasta un amo mezquino, que no tendrá escrúpulos en tratarlos a patadas. Ya que, para ellos, son preferibles las patadas y la servidumbre a la dura y solitaria responsabilidad que conlleva la libertad real.
Los animales salvajes son en todo momento extremadamente disciplinados, siempre están preparados para defenderse, preservarse y afirmar su poder. Sus momentos de relajación son escasos y muy bien elegidos. Incluso durante el sueño están alertas, en guardia, al acecho, el arrojo salvaje siempre un paso por delante del miedo salvaje. El arrojo, la valentía de las criaturas salvajes para vivir en soledad en medio de un universo variado.
¿Tenía St. Mawr dicho arrojo?
¿Y Rico?
¡Ay, Rico! Él era uno más de esas miríadas de conspiradores que forman el género humano, que conspiran para vivir físicamente en la más absoluta de las tranquilidades, a la vez que fomentan la desintegración, para ellos secundaria, de toda existencia positiva.
Pero ¿St. Mawr? ¿Era el hálito salvaje en él lo que propiciaba aquellos desastres? O por el contrario, ¿era el esclavo quien se reafirmaba para vengarse?
En este último caso, que le pegasen un tiro. Sería una auténtica satisfacción verlo muerto.
Pero si se trataba de lo primero…
Cuando pudo dejar a Rico al cuidado de una enfermera, se fue en coche a casa de su madre a pasar un par de días. Rico se quedó en cama en la granja.
Le pareció que todo había cambiado de forma extraña. En aquel lugar reinaba un silencio nuevo, un frío inesperado. El verano había terminado con unas cuantas tormentas, y el aire fresco y azulado del otoño se había adueñado de la casa. Habían brotado las dalias y los amarillos girasoles perennes, los tonos amarillos del final del verano, los cálidos rojos del inicio del otoño. Se veían los primeros brotes malvas de las margaritas del veranillo de San Miguel. Algo hizo que de súbito se viese transportada a los inmensos espacios desiertos de Texas, a los cielos azules, la tierra llana y abrasada, los interminables campos de girasoles. Otro cielo, otro silencio, bajo el sol del crepúsculo.
Y de repente volvió a sentir nostalgia de aquel silencio más absoluto de Estados Unidos. La quietud inglesa era tan frágil…, había en ella un rumor inaudible de voces, de presencias. Pero el silencio de las extensiones desiertas de su país continuaba siendo indescriptible, casi cruel.
St. Mawr estaba solo en un pequeño prado, no soportaba tenerlo siempre encerrado en el establo. Con lentitud, cruzó la verja y se acercó a él. El animal se quedó inmóvil observándola, aquel hermoso caballo zaino.
Notó que, tras su última aventura, estaba un tanto apagado. Era consciente de la condena de los humanos en general, del rechazo del género humano, pero una parte obstinada y misteriosa de su ser le impedía doblegarse.
—¡Hola, St. Mawr! —dijo Lou al acercarse, y el animal se quedó contemplándola, con las orejas enhiestas, mirándola de reojo.
—No te preocupes —lo tranquilizó—. No voy a sujetarte ni a hacerte nada.
El caballo, inmóvil, atento al sonido de su voz, le dirigía rápidas miradas. El morro inferior le temblaba, pero ni parpadeó. Mantuvo implacable los ojos abiertos de par en par. Se percibía en él una obstinación extraña y maliciosa que hizo despertar la ira en Lou.
—No quiero tocarte —le anunció—. Lo único que quiero es mirarte, y ni siquiera tú puedes impedir que lo haga.
Lo contempló con fijeza, deseosa de saber, de resolver el dilema de si lo que lo impulsaba era la mezquindad o el valor. Un ser valeroso no puede ser mezquino.
Bajo aquella intensa mirada, el animal dio muestras de inquietud. Fingió que oía algo, las yeguas que se encontraban dos prados más allá, levantó la cabeza y se puso a relinchar. Lou conocía bien aquel sonido potente y espléndido, como de campanas hechas de membrana viva. Y de nuevo era tan noble su aspecto: la cabeza erguida, a la escucha, y los ojos de semental orgulloso clavados en la distancia, impacientes.
Pero era solo una pose.
El animal lo sabía, y volvió a guardar silencio. Y mientras estaba allí a tan solo unos metros de distancia de ella, con la cabeza erguida y cautelosa, el cuerpo rebosante de fuerza y tensión, la cara ligeramente ladeada, Lou percibió la enorme tristeza animal que de él emanaba. Una extraña atmósfera de tristeza animal, llena de vaguedad, que se diseminaba a través del aire, y que le hizo sentir que lo que respiraba era dolor. Lo inspiró con fuerza hasta el fondo de su pecho, como si lo que entraba en sus pulmones fuese un inmenso suspiro que llegase a través del tiempo. Y la invadió una profunda congoja: una aflicción sin límites ante la inutilidad del ser humano. La raza humana sometida al juicio de la conciencia de los animales por ella sometidos, y declarada innoble e indigna.
Hombres innobles, indignos de los animales por ellos subyugados, provocaban la aflicción en aquellas criaturas. St. Mawr, aquel animal espléndido, uno de los reyes de la creación en un orden inferior al del hombre, se habría sentido satisfecho de estar al servicio de los hombres valientes, temerarios y puede que crueles del pasado, que llevaban en sí la llama vacilante y creciente de la nobleza. De estar al servicio de aquella llama de nobleza misteriosa y nueva. Nada tiene importancia, sino esa extraña llama de nobleza innata que obliga a los hombres a ser valientes, a marchar hacia delante. Y el caballo será su complemento.
Pero ¿qué queda ahora de aquella llama que impulsaba a los hombres al riesgo y a la nobleza? Se ha extinguido, está apagada y de ella gotea el hedor que expele la inmolación, cuyo débil resplandor no proyecta otra cosa que cansancio y laissez-faire.
¿Y qué pasa con el caballo? ¿Tiene que llevar a lomos al hombre hacia un destino así? ¿A semejante ciénaga?
No. El hombre, sabiamente, inventa el coche a motor y otras máquinas similares: los automóviles y otros medios de locomoción. El hombre convierte al caballo en algo caduco.
Pero, para su desgracia, el hombre resulta aún más caduco para el caballo.
Lou, sumida en sus reflexiones de mujer, vislumbró aquella idea tenue mientras inhalaba la tristeza del caballo, la vaga aflicción acumulada tras generaciones de moderna innobleza. Y se vio invadida de dolor y compasión por el caballo. Comprendía ahora que la tristeza que el animal sentía se manifestaba en aquellos estallidos de obstinación y malevolencia. Bajo aquello, no había más que dolor, un dolor animal inconsciente, difuso, invasor, que tal vez solo Lewis fuese capaz de comprender, puesto que él sentía lo mismo. El dolor de un ser generoso que ve cómo todo propósito acaba en la ciénaga de la existencia innoble.
No quería decirle nada más al caballo; no quería seguir mirándolo. El dolor le embargaba el alma, le hacía desear la soledad. Ahora sabía el alcance de todo aquello. Sabía que el caballo, creado para servir con nobleza, había esperado en vano a alguien noble a quien servir. Su espíritu sabía que la nobleza se había extinguido en los hombres, y eso lo había dejado en la estacada, sumido en una suerte de desesperación.
Cuando se alejaba de él en dirección a la verja, el animal echó a andar tras ella a paso lento.
Phoenix apareció a grandes zancadas y cruzó la verja.
—¿No le da miedo ese caballo? —preguntó irónico con aquella voz suya tranquila y sutil.
—¿Qué quiere, que me dé miedo? —fue la respuesta de Lou, que no se detuvo y continuó en dirección a la verja.
—No, no es eso lo que quiero —contestó, abatido.
—¿Es que a usted sí le da miedo? —preguntó Lou, al tiempo que miraba a su alrededor. St. Mawr se había detenido al ver a Phoenix, y se había vuelto de nuevo.
—A mí no hay caballo que me dé miedo —afirmó Phoenix.
Lou siguió adelante en silencio. Al llegar a la verja, le preguntó:
—¿Es que no le gusta St. Mawr, Phoenix?
—Sí que me gusta. Es muy buen caballo.
—¿A pesar de lo que le ha hecho a sir Henry?
—Eso no cambia nada el que sea un buen caballo.
—Pero suponga que se lo hubiese hecho a usted.
—No me importaría. Diría que la culpa había sido mía.
—¿No cree que sea malvado?
—No, no lo creo. No cocea a nadie. No muerde a nadie. No ataca, no se rebela, no hace nada.
—Se encabrita —dijo Lou.
—Bueno, y qué importancia tiene eso —declaró el hombre con una sonrisa lenta, de desprecio.
—Mucha, cuando el caballo cae sobre uno.
—Ese caballo no tiene intención de caer encima de nadie, a no ser que se vea obligado. Pero hay que saber montarlo, porque ese caballo a veces quiere ir a su aire y si no se lo deja, hay que enfrentarse a él. Y entonces sí que hay que tener cuidado.
—Cuidado de que a uno no lo mate, claro.
—Cuidado de no permitírselo —dijo Phoenix, con aquella sonrisa suya lenta, adusta e irónica.
Lou contempló el rostro liso y dorado del hombre, con su fino bigote y sus ojos tristes con aquel destello en ellos. Cruel, eso era, había en él un algo de crueldad, en lo más profundo y abismal de su ser, pero, a la vez, había soledad, y algo de satisfacción sombría en el enfrentamiento, y el peculiar valor que produce una herencia histórica de desesperación. La gente que hereda la desesperación puede al final transformarla en la mayor de las heroicidades. Ese era prácticamente el caso de Phoenix: tres cuartas partes de su sangre eran probablemente de origen indio, y el cuarto restante, recibido a través de su padre mexicano, aportaba la desesperación del hispanoamericano y la sumaba a la del indio. Era, por tanto, casi bastante para otorgarle la libertad de ser heroico.
—¿Y qué es lo que vamos a hacer con él? —preguntó Lou.
—¿Por qué no regresan usted y la señora Witt a Estados Unidos? Nunca han estado en el Oeste. Vayan allí.
—¿Adónde? ¿A California?
—No. A Arizona o a Nuevo México, a Colorado o a Wyoming, a donde sea menos a California.
Phoenix la miraba expectante, y Lou vislumbró en él un oscuro deseo: quería regresar, pero tenía miedo de hacerlo solo, con las manos vacías, dada su situación. Había sufrido demasiado y, en aquel país, el sufrimiento acabaría por desbordarlo, a menos que contase con algo más. Había mantenido un contacto excesivo con el mundo de los blancos, y en su propio mundo había demasiado desaliento; en cierto sentido, existía en él demasiada desesperación para su desesperación propia. Necesitaba un contacto externo que le brindase el alivio necesario. Pero quería regresar, la necesidad del regreso se estaba convirtiendo en algo muy acuciante para él.
—¿Cómo es Arizona? —quiso saber Lou—. ¿Es cierto que no hay más que arena de color pálido y cal, y unos cuantos cactos, y que hace un calor terrible y es aburridísimo?
—¡No! —gritó el hombre—. Yo no las llevaría a esa parte. Las llevaría a las montañas. Allí hay árboles. —Levantó la mano y dirigió la mirada al cielo—. Árboles enormes, pinos. Pino real y pinavetes, que huelen muy bien. Y cuando se baja un poco, pinos piñoneros, que no son muy altos y cedros, el cedro huele muy bien al quemarlo. Y después se ve el desierto, allá abajo en la distancia, millas y millas de él, y los cañones, en los que las quebradas son de color rojo. Lo sé porque estuve allí, trabajando en un rancho de ganado.
La miró con un resplandor obsesivo en sus oscuros ojos. Aquel pobre hombre sufría de nostalgia. Y mientras él la miraba de aquella forma extraña y mística, Lou tuvo la impresión de ver aquel territorio, con sus grandes montañas oscuras que guardan en su seno enormes extensiones de desierto pálido, ondulado y silencioso, todavía virgen de ideas, todavía sin alzar su voz.
Phoenix la observaba de cerca con sutileza. Quería algo de ella. Lo deseaba con intensidad, con dureza, y la observaba como si pudiese forzarla a dárselo. Quería que ella lo llevase de vuelta a Estados Unidos, ya que, al carecer de rumbo, tenía miedo de regresar solo. Quería que lo llevase ella de vuelta, lo deseaba con avidez. Ella iba a ser el medio para conseguir su fin.
¿Por qué no podía irse solo? ¿Por qué ese anhelo de que fuese ella también? ¿Por qué la quería allí?
La única respuesta era que así lo quería.
—En fin, Phoenix —dijo Lou—. Puede que yo regrese a Estados Unidos, pero ¿sabes?, sir Henry nunca vendría. No le gusta el país, aunque jamás lo haya pisado. Pero estoy segura de que nunca se iría a vivir allí.
—Pues que se quede aquí —dijo Phoenix con brusquedad, con la mirada irónica en el rostro mientras observaba la cara de ella—. Venga usted y que él se quede aquí.
—Ya, pero esa es otra historia —fue la respuesta de Lou antes de marcharse.
Cuando se alejaba, Phoenix la siguió con la vista, allí de pie en silencio e inmóvil, observándola como solo lo hace un indio. No era amor: el amor personal cuenta muy poco cuando son mucho mayores las penas, las esperanzas, las frustraciones y las decisiones que se apoderan de nosotros.
Lou encontró a la señora Witt bastante más callada, mucho más cerrada en sí misma que de costumbre. Mantenía la boca cerrada con firmeza, las cejas enarcadas con aire más imperioso que nunca, daba vueltas en su interior a algún problema, cuya naturaleza, muy sabiamente, Lou no quiso averiguar.
Por la tarde aparecieron el deán Vyner y su esposa a visitar a lady Carrington.
—¡Qué mala suerte han tenido, lady Carrington! —exclamó el deán—. Me temo que Escocia se haya terminado para ustedes este año. ¿Cómo se ha quedado su marido?
—Parece que va todo lo bien que se puede —respondió Lou.
—Pero, qué mala fortuna —murmuró la delicada señora Vyner—. ¡Un hombre tan apuesto y en la flor de la juventud! ¿Sufre muchos dolores?
—Sobre todo en el pie —contestó Lou.
—Ah, espero sinceramente que puedan arreglarle el tobillo. ¡Qué espanto quedarse cojo a su edad!
—El médico no está seguro, puede que le quede una cojera —manifestó Lou.
—Ese caballo ha dejado marcados a dos apuestos jóvenes —dijo el deán—. Y, si me permite la expresión, lady Carrington, creo que es un mal bicho.
—¿Quién? ¿St. Mawr? —preguntó Lou con su sonsonete americano.
—Sí, lady Carrington —murmuró la señora Vyner, en el tono bajo propio de una enferma—. ¿No cree que deberían sacrificarlo? A mí me parece la encarnación de la crueldad. ¡Ese relincho suyo! Me atraviesa como un cuchillo. ¡Cruel! ¡Muy cruel! Creo que tendrían que sacrificarlo.
—¿Sacrificarlo cómo? —dijo Lou entre murmullos, adoptando también ella el tono bajo del enfermo.
—De un tiro, imagino —dijo el deán.
—Es completamente indoloro: no se enterará de nada —añadió en un nuevo murmullo la señora Vyner a toda prisa—. Y piense en todo el daño que ya ha causado. ¡Horrible! ¡Es horrible! —exclamó con un estremecimiento—. El pobre sir Henry cojo de por vida, y Eddy Edwards desfigurado. Aparte de todo lo sucedido antes. Ay, no, un ser así no debería vivir.
—Ni vivir ni tener un mozo para cuidarlo y darle de comer —añadió el deán—. Es un tanto contradictorio, mientras él se dedica a aplastar a la misma gente que le da el pan, o mejor dicho, la avena, ya que se trata de un caballo. Pero imagino que querrán deshacerse de él.
—Rico sí quiere —murmuró Lou.
—Como es natural. Yo también lo querría. Un caballo malvado es mucho peor que un hombre malvado, con la única diferencia de que, en su caso, uno puede enterrarlo a dos metros bajo tierra, y poner fin a su maldad, por voluntad propia.
—¿Cree usted que St. Mawr es malvado? —preguntó Lou.
—Pues claro, por supuesto, si de lo que se trata es de dar una definición. Sé que es peligroso.
—¿Y en su opinión lo que deberíamos hacer es pegarle un tiro a todo aquello que sea peligroso? —inquirió Lou, cuyo rostro se iba encendiendo.
—Pero, lady Carrington, ¿no lo ha consultado con su esposo? Está claro que, en un caso así, su deseo debería ser ley. ¡Y menudas circunstancias! Para usted, que es mujer, es suficiente con el hecho de que el caballo sea cruel, muy cruel, malvado. Yo lo noté mucho antes de que sucediese nada. Esa crueldad propia del macho… ¡Ay! —declaró la señora Vyner, que unió las manos convulsivamente.
—Supongo —dijo Lou— que, en realidad, St. Mawr es el caballo de Rico. Supongo que yo se lo regalé. Pero, pese a todo, no creo que fuese capaz de permitir que le pegase un tiro.
—Bueno, lady Carrington —dijo el deán con ligereza—, puede usted eludir toda responsabilidad. El caballo, al fin y a la postre, es una amenaza pública. Nosotros podemos solicitar una orden para que lo sacrifiquen, a expensas del erario público. Y, entre nosotros, como muestra de nuestro cariño, podemos encontrar una compensación apropiada para usted. Lo que, puede creerme, es muy sincero por nuestra parte. Uno odia destruir un animal tan hermoso, pero yo estaría dispuesto a sacrificar a una docena de ellos antes de ver cojear a nuestro Rico.
—Sin ningún tipo de duda —murmuró la señora Vyner.
—Si me excusan un momento, tengo que ir a ver cómo va el té —manifestó Lou, al tiempo que se ponía en pie y abandonaba la estancia.
Estaba sofocada y tenía un brillo en la mirada. Aquella gente casi le hacía sentir odio. ¡Dios! ¡Qué repulsivos eran aquellos seres humanos tan domésticos y tan domesticados!
Se apresuró hasta el vestidor de su madre. La señora Witt estaba pintándose los labios de rojo con todo cuidado.
—Madre, quieren pegarle un tiro a St. Mawr —le dijo.
—Ya lo sé —le contestó la señora Witt, con la misma tranquilidad que si Lou le hubiese comunicado que el té estaba listo.
—¿Y bien? —balbuceó Lou—. ¿No te parece un atrevimiento?
—Eso depende, imagino, del punto de vista —afirmó sin inmutarse la señora Witt mientras estudiaba sus labios—. Me parece que el clima inglés no me va. Yo necesito algo a lo que enfrentarme, no me importa que sea un calor fuerte o un frío pronunciado. Este clima, al igual que la comida y la gente, es casi siempre demasiado soso, tibio, lo uno o lo otro. Y a mí no me va ni lo soso ni lo tibio —arrastró las palabras al hablar.
—Pero están en el salón, madre, y tratan de convencerme para que mande matar a St. Mawr.
—¿Y qué pasa con el té?
—Me trae sin cuidado el té.
La señora Witt hizo sonar la campanilla.
—Imagino, Louise —dijo con amplia sonrisa y la más dieciochesca de las maneras— que esas personas son tus invitados, así que tendrás que presidir la ceremonia de servirlo.
—No, madre, hazlo tú. Hoy no tengo fuerzas para sonreír.
—Yo sí —declaró la señora Witt.
E inclinó la cabeza lentamente, con una sonrisa leve y ceremoniosa, como si estuviese entregando una taza de té.
La sombra de una sonrisa cruzó el rostro de Lou.
—En tal caso, sírveselo tú. Tú los soportas mejor que yo.
—Sí —confirmó la señora Witt—. Divisé el sombrero de la señora Vyner cuando atravesaba el cementerio. Me recuerda tanto a una taza con su platillo que, desde ese momento, no he dejado de repetir en mi interior: “Querida señora Vyner, ¿me permite que le llene la taza?”, para, a continuación, servirle el té en el sombrero y oír al deán decir: “Ungiste con nata mi cabeza, desbordante está mi taza”. Así es como esa gente me hace sentir.
Bajaron las escaleras, y la señora Witt sirvió té con aquella corrección tan absoluta que hizo que la señora Vyner, que era completamente impermeable al sarcasmo, la calificase de “incomprensiblemente vulgar”.
Pero el deán era como un bulldog viejo, y estaba empeñado en no dejar el asunto.
—Estaba hablando con lady Carrington de ese semental, señora Witt.
—¿Ha dicho semental? —preguntó la señora Witt, con aire de absoluta neutralidad.
—Sí, claro, imagino que eso es lo que es.
—Imagino que sí —dijo la señora Witt sin énfasis alguno.
—Me temo que lady Carrington se muestra un tanto sensible ante ese asunto.
—Disculpe —dijo la señora Witt, al tiempo que se inclinaba hacia él de forma educada e indiferente—. ¿Se refiere usted al tema del semental?
—Sí —respondió el deán con irritación—. Al caballo St. Mawr.
—Al semental St. Mawr —repitió la señora Witt, con aire de estar de lo más distraída.
Hacía caso omiso por completo de la señora Vyner, quien se sintió como un espécimen al que hubiesen metido en un frasco de alcohol. Se produjo una pausa completa.
—¿Y? —preguntó la señora Witt con aire ingenuo.
—Estará usted de acuerdo en que no podemos permitir que los jóvenes de su grupo sufran más accidentes de ese tipo.
—¡Cómo no lo iba a estar! —La señora Witt hablaba muy despacio, y la esposa del deán comenzó a levantar la cabeza con la esperanza de encontrar un agujero por el que poder colarse de rondón en la discusión—. ¿Sabía usted, deán, que a mi yerno le encanta dirigirse a mí llamándome belle-mère? Y cuando lo dice, suena tan inglés que siempre me imagino como una vieja yegua gris con un collar de cascabeles al cuello, que va al frente de una manada de caballos. —Exhibió una sonrisilla remilgada, para añadir en tono muy conversacional—: Pues bien, como yegua con cascabeles al frente de la manada, me encargaré de que mi yerno no se acerque nunca más a ese semental, porque ese semental no soporta las barrabasadas.
Pronunció aquellas palabras con tanta sinceridad que el deán, completamente desconcertado, se quedó mirándola con los ojos abiertos como platos.
—Todos sabemos, señora Witt, que el autor de esas barrabasadas es el propio St. Mawr.
—¿De verdad lo cree así? —La voz de la dama se elevó sorprendida, con marcado acento americano—. ¡Vaya! ¡Qué extraño! —Y alargó esa última palabra.
—¿Cómo que extraño? ¿Después de lo que ha pasado? —le dijo el deán, exhibiendo una leve sonrisa llena de seriedad.
—Pues sí. De lo más extraño. Porque yo vi con mis propios ojos cómo mi yerno tiraba del caballo hacia atrás, y lo frenaba con las riendas apretadas con todas sus fuerzas; tiró de las riendas hacia atrás hasta que la cabeza de St. Mawr tocó el suelo y el mozo tuvo que gatear por el suelo y forzar a mi yerno a soltar las riendas. ¿No cree usted que fue una auténtica barrabasada lo que hizo sir Henry?
El rostro del deán se estaba poniendo de color púrpura. Hizo un gesto espasmódico con la mano. La señora Vyner se había convertido en una estatua sentada de sal, recubierta de extrañas vestiduras formales.
—Señora Witt, usted juega con las palabras.
—No, deán Vyner, no lo hago. Mi yerno tiró del caballo hacia atrás y lo inmovilizó en el suelo con las riendas.
—No sabe cuánto lo siento por el caballo —declaró el deán, con enorme sarcasmo.
—A mí ese semental me da mucha pena, mucha.
En ese momento, la señora Vyner se levantó, como si un muelle la hubiese impulsado de su butaca a ponerse en pie. Tenía el rostro cubierto de manchas color rosa.
—Señora Witt —dijo entrecortadamente—, se equivoca usted en el destinatario de su compasión. Ese pobre joven, en la flor de la juventud…
—¡Con lo apuesto que es! —murmuró la señora Witt con expresión exagerada de pena—. ¡Y es el esposo de mi hija! —Y volvió la mirada hacia una petrificada Lou.
—¡Exactamente! —exclamó la señora Vyner sin aliento—. Y es usted capaz de defender a ese… a ese…
—Semental —remató la señora Witt—. Es que, ¿sabe usted, señora Vyner?, si la anciana yegua gris no defiende al semental, ¿quién se va a encargar de hacerlo? Todas esas jóvenes damas casaderas se pondrán de parte de mi apuesto yerno. Incluso usted está llena de afecto hacia él. Pero yo, como buena americana, tengo la obligación de defender siempre al acusado. Y estoy de parte del semental. Declaro que no es justo lo que pasó. Que mi yerno lo forzó a echarse hacia atrás y que después lo inmovilizó, cosa que puede que hiciese a propósito, o puede que no. Y que ahora todo el mundo se dedica a calumniar al caballo. Pueden ir y decirle a todos, señora Vyner, señor deán, que la belle-mère está del lado del semental.
Miró primero al uno y después al otro, dibujó una elegante reverencia, con las negras cejas enarcadas en el decimonónico rostro cual oscuros arco iris, y una mirada de total incomprensión reflejada en los vivaces ojos grises.
—Es un mensaje un tanto peculiar el que nos encarga transmitir, señora Wit —dijo el deán.
Y cuando se disponía a iniciar un discurso, ella lo interrumpió posando la mano sobre su brazo e inclinando el rostro hacia él en actitud de mujer débil y suplicante.
—Sí, pero, por favor, hágalo. Se lo ruego, transmítalo.
El hombre se apartó incómodo ante aquella mirada.
—Si es eso lo que quiere… —dijo con voz profunda.
—Sin la más mínima duda —le aseguró la señora Witt, como si lo que desease fuese lo más dulce del mundo, para después, tras volverse hacia la señora Vyner, añadir—: Adiós, señora Vyner. No sabe cuánto agradecemos su visita mi hija y yo.
—Si he venido es por ser amable… —aseguró la señora Vyner.
—Lo sé, lo sé —interpuso la señora Witt—. Muchísimas gracias y adiós. ¡Adiós, señor deán! ¿Quién celebrará el servicio del domingo por la mañana? Espero que sea usted, porque tengo la intención de asistir.
—Sí, seré yo —afirmó el deán—. ¡Adiós! En fin, lady Carrington, mañana me acercaré a visitar a su joven esposo, y me complacería llevarla conmigo o hacerle llegar cualquier cosa que usted quiera enviarle.
—A lo mejor mi madre desea ir —dijo Lou con voz baja y lastimera.
—Pues entonces ya hablaremos —aseguró el deán—. Por el momento, ¡adiós!
Madre e hija permanecieron junto a la ventana y vieron cómo el matrimonio atravesaba el cementerio. El deán y su esposa eran conscientes de ello, pero no se atrevieron a mirar hacia atrás, ni a reconocer el hecho entre ellos.
Lou exhibía una amplia sonrisa que le confería un aire extraño y acentuaba aquel parecido suyo con un fauno o una dríada.
—Fue casi tan bueno como servirle el té en el sombrero —aseguró la señora Witt con serenidad—. Esta gente me deja agotada. Voy a servirme una copa de jerez.
—Yo también quiero, madre. Claro que ha sido mejor que servirle el té en el sombrero. Si lo hubieses hecho, le habrías puesto antes la leche y el azúcar, ¿no?
—Pues claro —contestó la señora Witt.
Pero, una vez desvanecida la emoción del encuentro, Lou tuvo la impresión de que su vida también se evaporaba, y se marchó a la cama con la impresión de que no podía soportar más aquella situación.
Por la mañana se encontró a su madre sentada junto a la ventana, contemplando un entierro. Llovía abundantemente, por eso algunos de los asistentes al duelo llevaban impermeables. El entierro tenía lugar en el rincón de los pobres del cementerio, donde otra sepultura reciente aparecía cubierta de coronas de flores empapadas y medio marchitas. El ataúd amarillento estaba sobre el suelo mojado, bajo la lluvia: el coadjutor tenía el sombrero en la mano, en una especie de saludo permanente, y lo mantenía alzado sobre la cabeza, como si de un pequeño paraguas se tratara, mientras se apresuraba a finalizar la ceremonia. Los asistentes parecían estar ya demasiado mojados como para llorar y calarse todavía más.
El ataúd era largo.
—Madre, ¿de verdad te gusta ver eso? —preguntó Lou, irritada, al ver lo absorta que se mostraba la señora Witt.
—Sí, Louise. Me encanta.
—¡Qué te encanta! —exclamó Lou casi con asco.
—Te diré por qué. Me imagino que soy yo quien está en el ataúd (en este caso es una joven de dieciocho años que ha muerto de tuberculosis) y que esos son mis parientes, y que veo cómo me entierran. Y, ¿sabes, Louise?, he llegado a la conclusión de que casi no hay nadie en el mundo que viva de verdad, y que, por lo tanto, apenas nadie muere de verdad. Que pueden muy bien recitar eso de “Dónde está, oh, muerte, tu victoria. Dónde está, oh, muerte, tú aguijón”. Pero ni siquiera la muerte puede clavar su aguijón en aquellos que no han llegado a vivir de verdad. Yo, antes, deseaba morirme sin sentir el aguijón de la muerte. Y seguro que la joven del ataúd dice para sí: “Quién iba a imaginar que la tía Emma se iba a poner ese trapo gris y a llevarlo mientras me están enterrando. No se puede decir que sea una muestra de respeto. Pero, en fin, la familia de mi madre siempre ha sido de lo más vulgar. En mi opinión, habría que celebrar la próxima semana un entierro solemne con toda una pila de esos periódicos que reseñan fallecimientos y entierros. Sería igual de solemne: el entierro de todos los comentarios del mundo”.
—Yo no quiero pensar en esas cosas, madre. Deberíamos ser capaces de reírnos de ellas. Quiero reírme de ellas.
—Pues bien, Louise, yo creo que es un error igual de grande reírse de todo que llorar por todo. La risa tampoco constituye ninguna panacea. A mí me gustaría de verdad saber dónde estoy, antes de que llegue el momento de que me metan en un ataúd y me entierren. Esa pobre chica del ataúd nunca estuvo en ninguna parte, como tampoco van a parte alguna las reseñas que sobre su muerte y entierro se han publicado en los periódicos. Y yo estoy empezando a preguntarme si alguna vez he llegado a alguna parte. Me dan la impresión de no ser sino una secuencia diaria de reseñas de prensa. Estoy segura de que jamás te he concebido ni te he parido. De que todo sucedió en reseñas periodísticas. Es un hecho periodístico que eres hija mía, y eso es más o menos lo que hay.
Lou sonreía mientras la escuchaba.
—Siempre supe que eras una filósofa, madre, pero jamás imaginé que acabarías escribiendo una elegía a tu maternidad en un cementerio rural.
—Exactamente, Louise. Aquí estoy sentada, cantando una elegía en honor a mi maternidad, cuando dicha maternidad jamás existió salvo en la prensa. Nunca he sido una esposa, excepto en reseñas periodísticas. Jamás fui joven, salvo en las crónicas de prensa. Entierra todo aquello que alguna vez dije, o que se dijo sobre mí, y será a mí a quien entierres. Pero, puesto que “Palabras amables nunca mueren”, no se me puede enterrar, y la muerte no tiene aguijón que clavarme. Y ahora escucha, Louise: quiero que la muerte sea algo real para mí, no como le ha pasado a esa joven. Quiero que me duela, Louise. Si me duele lo suficiente, sabré que estoy viva.
Su rostro adquirió una expresión estoica, fatalista, y con los párpados entrecerrados volvió a observar el entierro, y sin embargo, por primera vez, lo hizo con la añoranza pura de una joven virgen. Y eso llenó a Lou de temor. Estaba tan acostumbrada a que su madre fuese una especie de amazona imbatible que, al verla allí sentada, inmóvil, melancólica, virginal, tierna como una joven que jamás se ha puesto una armadura, llena de nostalgia ante una ventana por la que no se veían más que tumbas, un profundo terror se adueñó de la joven. El terror de que era demasiado tarde.
En aquel momento Lou se sintió años, siglos mayor que su madre, ante la tediosa responsabilidad de los jóvenes de proteger y guiar a sus mayores.
—¿Qué podemos hacer para que así sea, madre? —preguntó con aire protector.
—No hagas nada, Louise. No voy a permitir que ahora que mi canoa se acerca a los rápidos, venga alguien y la aleje del peligro con mano sabia. Me dejaré llevar por la corriente. No intentes hacer nada por mí. Yo, por hacer eso, ya he causado suficientes problemas. Voy corriente abajo, por fin.
Se produjo una pausa.
—Pero en realidad, ¿qué?
—No lo sé bien. Espera un poco.
—¿Quieres volver a los Estados Unidos?
—Puede que sí.
—Quizá yo también lo haga.
—Siempre he esperado que regresases por voluntad propia.
Lou salió a dar una vuelta por los alrededores de la casa. Estaba tan absolutamente cansada de todo: de la casa, del cementerio, de pensar en Rico. Mañana regresaría a su lado, a cuidarlo. Pobre Rico, vivía día tras día como si fuese una máquina amable. No era culpa suya, pero su vida no era otra cosa que un cascabeleo, una auténtica nulidad y, en consecuencia, también lo era la de la propia Lou. Apenas tenía fuerzas suficientes para dejar de cascabelear y quedarse quieta. Puede que sus fuerzas no fuesen las necesarias.
No lo sabía. Se sentía tan débil que, a no ser que algo la arrastrase, iba a seguir siendo una especie de cascabel que suena en la enorme maquinaria de la vida humana hasta caer rendida, y que aquel cascabeleo se agotase a fuerza de seguir, y quedase una especie de silencio estéril donde antes no había habido más que su propio ruido.
Se acercó bajo la lluvia hasta la cochera, donde, sentados frente a frente, estaban Phoenix y Lewis, el uno sobre un cajón, el otro sobre el peldaño de la entrada.
—Bueno —preguntó con una extraña sonrisa—, ¿qué debemos hacer?
Los dos hombres se pusieron en pie. Fuera, la lluvia caía sin pausa sobre los adoquines del patio, por entre las hojas de los árboles. Lou tomó asiento en el pequeño estribo de hierro de la silla volante.
—Eso está frío —dijo Phoenix—. Siéntese aquí.
Y, tras esas palabras, colocó una de las mantas amarillas de los caballos sobre la caja en la que había estado sentado.
—No quiero quitarle el asiento —dijo Lou.
—No se preocupe, siéntese.
Cruzó con agilidad hasta la silla volante y tomó asiento en el estribo. Lou aflojó el suave chal de cuadros escoceses y se acomodó a su vez. Tenía la tez rosada y fresca, y el pelo oscuro rizado casi graciosamente por la humedad. Pero, bajo los ojos, se advertían las huellas de un cansancio extremo.
Levantó la vista y la posó en ambos hombres, y sonrió de nuevo de aquella manera extraña.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
Los hombres la miraron con detenimiento, tratando de entender qué quería decir.
—¿Con respecto a qué? —quiso saber Phoenix, y en su rostro se dibujó una leve sonrisa, que no era sino un mero reflejo de la que ella lucía.
—A todo —respondió Lou, ciñéndose de nuevo el chal—. ¿Se han enterado de lo que quieren? Quieren pegarle un tiro a St. Mawr.
Los dos hombres intercambiaron miradas.
—¿Quién quiere? —preguntó Phoenix.
—Pues… ¡todas nuestras amistades! —Hizo una leve mouena—. El deán Vyner, entre otros.
Los hombres intercambiaron de nuevo las miradas. Se produjo una pausa y, a continuación, Phoenix dijo, mirando hacia un lado:
—El amo va a venderlo.
—¿Quién?
—Sir Henry. —Como de costumbre, el mestizo pronunció el título con dificultad, y con una especie de sorna—. Va a venderlo a la señorita Manby.
—¿Cómo se ha enterado?
—El hombre de Corrabach me lo contó anoche. Lo dijo Flora.
La mirada de Lou se cruzó directamente con la de aquellos ojos irónicos y vacuos de Phoenix. Leyó en ellos demasiada comprensión y sarcasmo, y apartó la vista.
—¿Qué otra cosa dijo? —inquirió.
—No sé —dijo Phoenix con evasivas—. Dijo que o le pegan un corte, o le pegan un tiro. Cree que le van a dar un corte y que si se muere… pues se muere.
Lou lo entendió. Quería decir que iban a castrar a St. Mawr, a su edad.
Dirigió la mirada a Lewis, quien estaba sentado con la cabeza baja para impedir que viese su rostro.
—¿Cree que eso es cierto, Lewis? ¿Qué van a intentar castrar a St. Mawr y convertirlo en un castrado?
Lewis levantó la mirada hacia ella. En su rostro se advertía un leve brillo de desprecio.
—Es muy probable, señora.
A Lou le dieron miedo aquellos ojos tan fríos, misteriosos y pálidos, y la luz inquieta y gris que en ellos se reflejaba. Aquellos dos hombres, con su silencio y su firme certeza interior, no se parecían en absoluto al resto. Parecían dos enemigos silenciosos de todos los hombres que ella conocía. Enemigos en el aquel inmenso campo blanco de batalla, que, disfrazados de sirvientes, esperaban una oportunidad de dimensiones incalculables, cuya naturaleza era un misterio para todos.
—A mí sir Henry no me ha dicho nada sobre la venta de St. Mawr a la señorita Manby —declaró ella.
La sombra de una sonrisa burlona se dibujó en el rostro de Phoenix.
—Lo venderá primero, y después se lo dirá —afirmó de aquella manera segura e implacable suya.
—¿De verdad lo cree así?
Era increíble el enorme desprecio corrosivo que Phoenix podía transmitir sin abrir la boca. A Lou casi le pareció insultante, aunque, a la vez, le produjese alivio.
—¿Sabe?, soy incapaz de creérmelo. Me resulta imposible creer que sir Henry quiera dejar mutilado a St. Mawr. Creo que preferiría pegarle un tiro.
—¿De verdad lo cree? —preguntó Phoenix con una leve sonrisa.
Lou se volvió hacia Lewis.
—Lewis, dígame sinceramente qué piensa usted.
El hombre le dirigió una mirada muy británica, directa, abierta y sin miedo.
—Ese hombre, Philips, estaba anoche en el Moon and Stars, y dijo que la señorita Manby le había contado que iba a comprar a St. Mawr, y que le había preguntado si pensaba que era posible castrarlo y convertirlo en un caballo auténtico. Él le respondió que sería mejor hacerlo para que no hiciese más locuras. Que, de todos modos, no era bueno como semental.
Y dicho esto, Lewis inclinó de nuevo la cabeza, y se puso a dar golpes rítmicos en el suelo con el pulgar de su pequeño pie.
—¿Y usted qué cree? —inquirió Lou. Y se le ocurrió que la señorita Manby era muy sensata y práctica, mucho más, estaba claro, que el deán.
Lewis levantó sus pálidos ojos y la miró.
—No tiene nada que ver conmigo —declaró—. Yo no voy a ir a trabajar a Corrabach Hall.
—¿Y qué hará entonces?
Lewis, antes de responder, miró hacia Phoenix.
—Puede que él y yo nos vayamos a América —dijo Phoenix con la mirada perdida en el vacío.
—¿Puede él entrar en el país? —quiso saber Lou.
—Sí, puede. Yo sé cómo hacerlo —respondió Phoenix.
—¿Y el dinero?
—Tenemos dinero.
Se produjo un silencio, tras el cual Lou preguntó a Lewis:
—¿Y usted abandonaría a St. Mawr a su suerte?
—Yo no puedo cambiar su suerte —declaró Lewis—. Hay demasiada gente en este mundo para que yo pueda cambiar nada.
—¡Pobre St. Mawr!
Lou volvió a la casa, subió a su habitación, y después fue más arriba, a las estancias superiores del alto edificio de estilo georgiano. Desde una de las ventanas se veían los prados bajo la lluvia. Distinguió al propio St. Mawr, solo como de costumbre, con la cabeza levantada y mirando más allá del cercado. Tenía manchas oscuras de la lluvia, pero era hermoso, con la cabeza alzada sobre el poderoso cuello y aquellos ágiles cuartos traseros. Relinchaba a Poppy. El aire húmedo llevó hasta allí con toda claridad aquella llamada de semental con sonido de campana, que la señora Vyner había definido como cruel. Era un ruido extraño, con un esplendor que pertenecía a otras épocas. La crueldad mezquina disfrazada de humanitarismo de la señora Vyner, la estéril crueldad de Flora Manby, la crueldad de eunuco de Rico. Toda una civilización castrada, de mente sucia como la de los eunucos, con aquella crueldad suya soterrada y esterilizadora.
Pero hasta ella misma, al ver a St. Mawr exhibirse orgulloso junto al vallado, no pudo evitar decirle:
—¡Eso es, muchacho! Si tú supieras lo que la señorita Manby te tiene preparado. Está afilando el cuchillo para curarte de una vez.
Y Lou llamó a su madre.
Las dos damas estadounidenses contemplaron desde lo alto de la ventana aquel paisaje inglés húmedo, cerrado, con sus setos y sus cercados. Todo estaba cercado, rodeado hasta la asfixia. Hasta las manzanas en los árboles parecían tan aherrojadas que era imposible imaginar que en su interior quedase el más mínimo resto del árbol de la Sabiduría. Eran buenas para comer, buenas para cocinar, buenas hasta para exhibirlas, pero no, no había en ellas aquella savia del conocimiento inagotable e indomable. Lo habían eliminado al cultivarlas. Hasta las manzanas estaban castradas.
La señora Witt escuchó las aseveraciones medio humorísticas de su hija.
—Tienes que reconocer, madre, que Flora es una joven sensata —le aseguró.
—Lo reconozco, Louise.
—Que va directa a la raíz del problema.
—Y acaba con él de raíz. ¡Sabia joven! ¿Y tú qué dices?
—No lo sé, madre. ¿Qué dirías tú en mi lugar?
—Yo sé muy bien qué diría.
—Dímelo a mí.
—Diría: “Señorita Manby, puede usted quedarse con mi marido, pero no con mi caballo. Mi marido no necesita que lo emasculen, y con mi caballo no va usted a interferir porque yo, si puedo, voy a encargarme de conservar el último resto de masculinidad en este museo que es el mundo”.
Lou la escuchó con una leve sonrisa.
—Eso es lo que yo voy a decir —respondió al fin—. Lo gracioso, madre, es que se creen que todos sus hombres de rostro barbilampiño, o con uno de esos bigotillos que parecen un signo de exclamación, son el colmo de la masculinidad. ¡El cazador de zorros!
—Lo sé. Son como una especie de automóviles masculinos. Ponles un poco de gasolina, enciéndelos, mete la primera marcha, y ahí van, con toda su masculinidad traqueteando, como si de un coche barato se tratase.
—Me temo que no me gustan nada los hombres, madre.
—Ya lo sé, Louise. Pero piensa en Flora Manby, y en cuánto te gusta el sexo débil.
—Después de todo, St. Mawr es mejor que ellos. Y me alegro de que les diese una coz en la cara.
—¡Ay, Louise! —La señora Witt apretó las manos, llena de malévola pasión—. ¡Ay, qué gozo!, como solía decir nuestro Juan en el rancho de tu padre, en Texas. —Sumida en una especie de éxtasis malévolo, miró por la ventana.
Oyeron que la doncella de Lou la llamaba suavemente desde abajo. La joven se acercó a las escaleras.
—¿Qué sucede?
—Lewis quiere hablar con usted, mi lady.
—Que me espere en el salón.
Las dos mujeres bajaron.
—¿Qué ocurre, Lewis? —inquirió Lou.
—¿Tengo que traer a St. Mawr si vienen a buscarlo de Corrabach?
—No —fue la rápida respuesta de Lou.
—Un momento —interrumpió la señora Witt—. ¿Qué le hace pensar que vendrán a buscar a St. Mawr de Corrabach, Lewis? —preguntó, con igual dulzura que un leopardo gris.
—La señorita Manby estuvo en la granja de Flint con el deán Vyner esta mañana, y acaban de regresar. Detuvieron el coche, y la señorita Manby bajó junto a la puerta del cercado para echar una ojeada a St. Mawr. Pienso que, si ha llegado a un acuerdo con sir Henry, igual manda a uno de los hombres esta tarde, y que, por si acaso, sería mejor que le diese un buen cepillado a St. Mawr.
El hombre mantenía una extraña inmovilidad, y sus palabras no eran sino una sombra de lo que en realidad quería expresar: se trataba de un reto.
—Ya entiendo —dijo despacio la señora Witt.
El rostro de Lou se oscureció, también ella lo entendía.
—Así que ese es el juego de Flora —dijo—. Por esa razón me hicieron venir.
—No importa, Louise —dijo la señora Witt, quien, a continuación se dirigió a Lewis—: Sí, haga el favor de traer a St. Mawr. Eso es lo que tú quieres, ¿no, Louise?
—Sí —dijo Lou entre titubeos, y vio en el rostro decidido de su madre que tenía un contragolpe preparado.
—Y… Lewis —añadió la señora Witt—. Es probable que mi hija quiera que monte a St. Mawr esta tarde, pero no para llevarlo a Corrabach Hall.
—Muy bien, señora.
La señora Witt continuó sentada en silencio durante algún tiempo, tras haberse marchado Lewis, tratando de obtener inspiración de los sepulcros húmedos y siniestros.
—¿No crees que ha llegado el momento de que demos el paso, hija? —preguntó.
—El paso que sea —contestó Lou, presa de la desesperación.
—Muy bien. Mis amigos más preciados, los únicos que tengo en este país, viven en Oxfordshire. Esta tarde saldré a caballo hacia Merriton, y Lewis me acompañará a lomos de St. Mawr.
—Pero es imposible que llegues a Merriton en una tarde —dijo Lou.
—Ya lo sé, pero iré a campo través. Voy a disfrutarlo, Louise. Pensaré que voy de vuelta a Estados Unidos. Estoy completamente hastiada de este país. Una vez en Merriton, haré los preparativos para la vuelta, y me llevaré a Lewis, a Phoenix y a St. Mawr conmigo. Creo que ellos quieren irse. Tú decide por ti misma.
—Sí, yo también me iré —declaró Lou con aire despreocupado.
—Muy bien. Saldré inmediatamente después de comer, porque ya me resulta imposible respirar en este lugar. ¿Dónde están los mapas de carretera de Henry?
La tarde fue testigo de la partida de la señora Witt, cubierta por una enorme capa impermeable, a lomos de su caballo, acompañada por Lewis, también con capa, montado en St. Mawr. Iban al trote bajo la lluvia, salpicando al pisar los charcos, y se dirigían despacio hacia el sur. Al ir a campo través tendrían que pasar por las proximidades de la granja de Flint, pero a la señora Witt le traía sin cuidado. Tras muchas dificultades, había conseguido asegurar a su espalda un pequeño envoltorio, protegido por una tela impermeable, en el que llevaba lo necesario para pasar la noche, y le parecía respirar las primeras bocanadas de libertad.
Y, como era previsible, cuando más o menos había pasado una hora desde la partida de la señora Witt, apareció Flora Manby en un coche cubierto de salpicaduras, acompañada de su hermana y de un mozo de caballerizas con una silla de montar.
—¿Sabe que Harry me ha vendido a St. Mawr? —anunció—. Me muero de ganas de meter a ese caballo en vereda.
—¿Cómo? —quiso saber Lou.
—No lo sé. Hay maneras de hacerlo. ¿Le importa que Philip se lo lleve ahora a Corrabach? Ah, me olvidaba, Harry le envía una nota.
Querida Loulina:
No sé si te has ido de aquí hace dos días o hace dos años. Tengo la impresión de que sea lo segundo, por lo mucho que te echo de menos. Flora estaba empeñada en comprar a St. Mawr para evitarnos más problemas, así que se lo he vendido. Me va a devolver lo que hemos pagado, o mejor, lo que tú has pagado, ya que, por supuesto, el dinero te pertenece. Agradezco que nos libremos del animal, y que vaya a parar a manos competentes. Le he pedido el favor de que te libre de él hoy mismo. No sabes el alivio que siento al pensar que ya no estará ahí. Vuelves mañana, ¿no? Hasta que te vea, no haré otra cosa que pensar en ti. ¡A rivederci, cariño mío!
R.
—No sabe cómo lo siento —dijo Lou—, pero mi madre se ha ido a caballo a ver a unos amigos, y la acompaña Lewis con St. Mawr, ya que él conoce el camino.
—¿Estará de vuelta esta noche? —inquirió Flora.
—No lo sé. Mi madre es tan indecisa…, puede que esté fuera uno o dos días.
—Bueno, aquí tiene el cheque por St. Mawr.
—No, no lo quiero ahora. Muchas gracias, pero prefiero esperar a que vuelva mi madre con la mercancía.
Flora se ofendió. Ambas mujeres sabían que su odio era mutuo. La visita fue de lo más breve.
La señora Witt cabalgó bajo la lluvia, que fue amainando en el transcurso de la tarde, y llegó la noche, ya sin lluvia, con un resplandor de luz amarilla pálida. Durante todo el camino había ido en silencio, con Lewis justo a sus espaldas. Y apenas había reparado en las colinas cubiertas de brezo ni en las profundas hondonadas entre ellas, ni en los robledales, ni en las persistentes dedaleras, ni en la tierra en general. Dentro de sí sentía una profunda repugnancia ante el paisaje inglés: prefería mil veces la crudeza de Central Park, en Nueva York.
Y sentía un deseo casi irrefrenable de alejarse de Europa, de todo lo europeo. Ahora que por fin estaba en route, le importaba todo un comino, St. Mawr, Lewis y lo que fuese. Había algo en su interior que se rebelaba, de continuo, contra Europa. Aquella cercanía, aquella idea de cohesión, de estar fundida en un todo con el resto, por mucho que tratase de mantener las distancias, la hacía subirse por las paredes. En Estados Unidos, la cohesión dependía de la elección y voluntad propias. Pero en Europa era algo orgánico, como si fuesen partículas indefensas en un organismo en constante crecimiento, y aquel inmenso cuerpo estuviese en estado de incipiente decadencia.
Era una mujer de cincuenta y un años, y parecía haber vivido apenas un día. Echó la vista atrás, hasta los delgados árboles y las marismas de Luisiana, al sensual bullicio subtropical de la decadente Nueva Orleans, a los vastos secarrales de Texas, con rebaños de ganado entre nubes de polvo iluminado. A los atractivos casi europeos de la ciudad de Nueva York. A la falsa estabilidad de Boston. A aquel inteligente marido suyo, que era un abogado brillante, pero que se sentía más atraído por su rancho de ganado que por las leyes, y que bebía mucho, y había muerto. A los primeros años de viudez en Boston, en los que encontró consuelo en aquella especie de cortejo complacido e intelectual de muchos hombres inteligentes, ya que, curiosamente, mientras lo había deseado, había conseguido siempre atraer a los hombres para que le hiciesen la corte. A todo tipo de hombres. Después había vivido una etapa deslumbrante en Nueva York, cuando iniciaba la cuarentena. Más tarde había llegado el largo coqueteo visual en Europa. Al llegar a Europa había renunciado al amor, salvo a través de la vista. Y cuando hizo sus viajes de vuelta a su país, descubrió que su etapa amorosa también había llegado allí a su fin.
¿Por qué causa? Tras examinarse a sí misma, hacía tiempo que había decidido que su naturaleza era una fuerza destructiva. Pero, a continuación, se justificó con la idea de que únicamente había destruido aquello que era destructible. Si hubiese logrado descubrir algo indestructible, especialmente en los hombres, aunque habría luchado en su contra, se habría alegrado de dejarse vencer al final.
Ahí estaba la cuestión. Lo que de verdad quería era una derrota clara. Pero nadie la había derrotado jamás. Los hombres nunca estaban a su altura. Mujer de salud de hierro, sentía que por sus fuertes miembros corría más energía que por los de ningún hombre que hubiese conocido: un curioso fluido eléctrico, capaz de hacer que cualquier hombre le besase la mano, si ese era su deseo. En ese sentido, era una reina. Y, al no haber estado muy dotada para el estudio, siempre había sentido el más profundo de los respetos ante la capacidad mental. Su auténtica fuerza no residía precisamente en su mente. Era más bien una especie de electricidad, como si llevase una extraña dinamo física en su interior. Por todo eso, había estado dispuesta a inclinarse ante la Inteligencia.
Más, para su desgracia, tras un breve período de tiempo, había descubierto que era la Inteligencia, o al menos el hombre que supuestamente la poseía, la que se inclinaba ante ella. Aquella peculiar fuerza dinámica suya resultaba más potente que el poder de la Inteligencia. Era capaz de obligar a la Inteligencia a besarle la mano.
Y no tenía que utilizar ninguna triquiñuela sensual. No sentía demasiado interés por la sensualidad, sobre todo en una mujer joven. El sexo era un mero añadido. Lo que de verdad le interesaba era la corriente misteriosa, intensa y dinámica de comunicación que podía fluir entre ella y un hombre vivo, un hombre completamente consciente de serlo, rebosante de energía. Eso era lo que le interesaba.
Pero no había descansado nunca hasta hacer que el hombre objeto de su admiración —y la admiración estaba siempre en el fondo de la atracción que los hombres despertaban en ella— le besase la mano. En ambos sentidos, el real y el metafórico. El físico y el metafísico. Hasta conquistar su país.
Y siempre lo había logrado. Y estaba segura de que, si quisiese, seguiría haciéndolo, seguiría triunfando en el mundo de los hombres vivos. Gracias al poder que tenía en sus manos, en aquellas manos fuertes, bien formadas, pero terribles, en aquella gran dinamo que era su cuerpo.
Por esa razón, siempre había sentido un profundo desprecio hacia Rico, y hacia aquel enamoramiento de Lou. ¡Dioses del Olimpo! ¿Qué lugar tenía Rico en la escala de los hombres?
Puede que despreciase a las jóvenes generaciones con demasiada facilidad. Al no descubrir sus fuentes de energía, había decidido que eran impotentes. Y, tal vez, la capacidad de adaptarse a cualquier circunstancia y de no comprometerse bajo ningún concepto fuese la última conquista del género humano.
Su generación había tenido su momento; ella misma había tenido el suyo. El mundo de aquellos hombres suyos se había reducido hasta volverse insignificante. Y, con todas sus fuerzas, despreciaba el mundo que había sustituido a aquel otro: el mundo de Rico y Flora Manby, el mundo que, en su opinión, encarnaba el príncipe de Gales.
En un mundo así, no había nada que conquistar. Era un mundo que daba todo y nada, a todos y a nadie todo el tiempo. Como diría Rico: Dio benedetto! Era como una enorme e intrincada maraña de seres insignificantes que estuviesen enredados en la nada. O eso era lo que a ella le parecía.
¡Dios nos asista! Aquella era la generación que ella había contribuido a traer al mundo.
Había tenido su momento. Y, en lo que se refiere a la misteriosa batalla de la vida, había vencido siempre. Al igual que Cleopatra, en ese misterioso asunto que era la vida de la mujer, siempre había llevado las de ganar.
Aunque el calvo e implacable César hubiese templado su espada en el fuego sin perder demasiado la calma, y se hubiese salido con la suya. Y además, seguro que había sido espléndido morir a lado de Marco Antonio.
Se sintió casi impelida a gritar en su fuero interno: “¡Conquístame, oh Señor, antes de que muera!”. Mas sentía un terrible desprecio hacia aquel Dios que supuestamente regía este universo. Tenía la sensación de que sería capaz de lograr que Él le besase también la mano. Y aquí estaba ella, una mujer de cincuenta y un años, superado ya el climaterio, cuyo gran temor era morir de forma fácil y estéril. ¡Ay, ojalá la Muerte desplegase sus oscuras alas de misterio y consuelo sobre ella! Morir de forma fácil, estéril, irse al otro mundo como había llegado a este, sin misterio, sin tinieblas susurrantes: ese era su temor último, ceniciento y postrero.
“¡Vieja!”, se dijo para sí. “¡Yo no soy vieja! He vivido muchos años, eso es todo, pero soy tan intemporal como un reloj de arena que se da la vuelta por la mañana y por la noche, y que derrama las horas de sueño en un sentido, las de consciencia en otro, sin verse afectado en sí. Nada en la vida me ha afectado de verdad. Creo que Cleopatra solo utilizó al áspid, como había hecho con las perlas en el vino, para comprobar si de verdad iba a tener algún efecto en ella, porque nada había tenido en realidad ningún efecto en su persona, ni César, ni Marco Antonio ni ninguno de ellos. Ni una sola vez se había visto en verdad perdida, perdida de sí misma. Por eso probó la muerte, probó para ver si el truco funcionaba, si de aquella manera iba a perderse a sí misma. ¡Ay, muerte…!”
Mas la señora Witt tampoco confiaba en la muerte. Le parecía que podía extinguirse igual que una mata de ásteres se extingue en el verano, y quedar reducida a la nada más absoluta. Y había algo en ella que añoraba morir, cuando menos, de forma positiva: verse arropada, al fin, por las palpitantes alas del misterio, como el halcón cuando se dispone a dormir. Y no como un objeto que se empaqueta y se deposita en el basurero final.
Por eso cabalgó al trote por las colinas, milla tras milla, en completo silencio, apartada de las carreteras, lejos de todo, evitando a la gente, cabalgando solo hacia delante, hacia la noche.
Y al caer la noche habían recorrido veinticinco millas. Como había viajado por la región en coche, conocía los pueblillos y las posadas, sabía dónde podía dormir.
La mañana llegó hermosa y soleada. ¿Por qué una mujer de salud inmejorable como la suya ponía empeño en viajar con el rostro de la muerte ante sí? Mas eso era lo que hacía. Sin embargo, aquella mañana soleada decidió que debía hacer algo al respecto.
—¡Lewis! —llamó—. Ven aquí y dime algo, por favor. Dime, ¿tú crees en Dios?
—¡En Dios! —dijo el hombre con sorpresa—. Jamás pienso en eso.
—Pero ¿rezas tus oraciones?
—No, señora.
—¿Por qué no lo haces?
El hombre reflexionó durante unos minutos.
—No me gusta la religión. Mis tíos eran muy religiosos.
—No te gusta la religión —repitió la dama—. Y no crees en Dios. Pues bien…
—¡No! —exclamó el hombre entre titubeos—. Nunca he dicho que no creyese en Dios. De lo que estoy seguro es de que no soy metodista, y de que en una iglesia de verdad me siento ridículo. Como me siento ridículo cuando rezo, y cuando los ministros y los pastores me quieren convencer. Nunca pienso en Dios, a no ser que la gente me obligue a hacerlo. —La sonrisa en su rostro era leve y ladina, casi alegre.
—Y, claro, a ti no te gusta sentirte ridículo. —La dama le sonrió con condescendencia.
—No, señora.
—¿Te hago yo sentir ridículo? —inquirió con sequedad.
El hombre la miró sin responder.
—¿Por qué no me contestas? —insistió.
—Creo que a veces le gustaría dejarme en ridículo —dijo al fin.
—¿En este momento? —insistió ella de nuevo.
Le dirigió aquella mirada suya lenta y distante.
—Tal vez —declaró con aire de despreocupación.
Era extraño, pero se sentía incapaz de llegar hasta él. Parecía estar siempre observándola desde la distancia, como si lo hiciese desde otro país. Incluso cuando trataba de dejarlo en ridículo, una parte de él se mantenía todo el tiempo alejada de ella, sin implicarse.
Decidió que debía poner fin a aquel juego tan personal, y volver a la cuestión que de verdad le preocupaba. Era una costumbre perniciosa aquella de llevar las cosas al terreno personal, y en realidad no quería hacerlo.
Había algo en aquel hombrecillo; a veces le traía a la memoria un personaje de unas rimas infantiles que le provocaba irritación y que despertaba en ella el deseo de atormentarlo: era aquella inaccesibilidad suya tan peculiar, tan estricta y tan natural.
Y había algo más, su forma de mirarla como si la contemplara desde otro país, un país que él habitaba y en el que ella nunca había estado: eso la afectaba de un modo extraño. Quizá se escondiera un misterio tras ese hombre insignificante, pese al hecho de que, en la vida real, en el mundo de ella, solo era un mozo de cuadra casi chétif [débil, enclenque], de piernas un tanto patizambas y arqueadas; y sin ninguna educación, que respondía “Sí, señora” o “No, señora” a todo y no valía para nada, absolutamente para nada. No era más que un don nadie.
Y sin embargo, esa apariencia de habitar un mundo distinto al de ella era tal vez lo que a sus ojos lo convertía en el único ser real. Un mundo oscuro y quieto, en el que el lenguaje nunca agitaba las hojas crecientes ni secaba sus bordes como un viento maligno.
Pero ¿no se trataría tan solo de una ilusión? A veces así lo creía ella. Meras bobadas que se había inventado para tener algo interesante en que pensar.
No obstante, cuando veía a Phoenix y a Lewis juntos y en silencio, sabía que existía entre ellos algún tipo de unión, también silenciosa, que la excluía a ella. Y lo mismo pasaba a veces cuando Lewis estaba a solas con St. Mawr; así como en cierta ocasión en la que ella lo vio recoger un pájaro que se había golpeado contra un cable; en ese momento se dio cuenta de que había otro mundo, silencioso, en el que cada criatura estaba sola dentro de su propia aura de silencio. Era el misterio del poder, del mismo poder que Lewis tenía sobre St. Mawr e incluso sobre Phoenix.
El mundo visible y el invisible. O, más bien, el audible y el inaudible. Ella llevaba demasiado tiempo viviendo por completo en el mundo visible y audible. No le resultaba fácil reconocer que también existía aquel otro inaudible. Siempre le daban ganas de burlarse cuando se acercaba al borde del mismo.
Incluso en esos momentos tenía ganas de burlarse de aquel sujeto insignificante que se mantenía inaccesible dentro de ese mundo inaudible y silencioso. Y sabía que él era consciente de ello.
—¿Nunca ha deseado ser rico, y ser un caballero, como sir Henry? —le preguntó.
—Muchas veces me habría gustado ser rico, pero nunca he querido ser un caballero —contestó él.
—¿Y por qué no?
—No lo sé muy bien. Creo que me sentiría incómodo si fuera como ellos.
—¿Y se siente cómodo ahora?
—Sí, cuando me dejan en paz.
—¿Y le dejan en paz? ¿Le deja el mundo en paz?
—No.
—Pues entonces…
—Me mantengo apartado todo lo que puedo.
—¿Y se siente cómodo, como dice usted, cuando se mantiene apartado?
—Sí.
—Pero cuando se mantiene apartado, ¿qué está manteniendo oculto? ¿Qué valioso tesoro oculta solo para usted?
Él la miró y se dio cuenta de que se estaba burlando.
—Ninguno —contestó—. No tengo nada de eso.
Ella, presa de una repentina impaciencia, cabalgó más rápido y se puso por delante de él.
Pero en cuanto lo hubo hecho, se arrepintió. Sería muy fácil despreciar a aquel ser insignificante y apartarlo de su vida, pero no iba a hacerlo.
Ya había apartado demasiado de su vida; pronto solo quedaría ella dentro de un círculo vacío, con su propio ser vacío en el centro del mismo.
Así pues, volvió a frenar al caballo.
—Lewis —dijo—, no quiero que se ofenda por nada de lo que diga.
—No, señora.
—¡Y tampoco quiero que solo me diga “no, señora” todo el rato! —exclamó ella en un arrebato—. Prométamelo.
—Sí, señora.
—Y, de verdad, prométame que no se ofenderá por nada que le diga.
—Sí, señora.
Ella le lanzó una mirada escrutadora, al tiempo que, para su sorpresa, notaba que estaba a punto de echarse a llorar. ¡A su edad, y con un criado!
Pero el rostro de él se mantuvo impasible y pétreo, con una pétrea mirada distante de orgullo que lo hacía inaccesible a las emociones de ella.
Volvió a mirarla a los ojos con esa mirada fría y distante que penetró en su interior acalorado, confuso y dolorido. Tan fría que simplemente parecía estar negándola. No la creía, ni confiaba en ella, ni siquiera le gustaba. Para él, ella era un enemigo al ataque, con la única salvedad de que conseguía mantenerse muy alejado y la observaba desde la altura de una especie de colina distante que las armas de ella no podían alcanzar en modo alguno.
Pero a la vez le dolía, de forma silenciosa pero muy vívida, que ella le lanzara esos ataques. Ella percibía la nube de dolor en sus ojos, por muy grande que fuera la distancia desde donde la miraba.
Compraron comida en una tienda del pueblo y se sentaron bajo un árbol, cerca de un campo situado en un cálido valle en el que unos hombres ya estaban cortando avena. Lewis había guardado a los caballos en la cuadra para que permanecieran allí un par de horas mientras descansaban y se alimentaban, pero se unió a ella bajo el árbol para comer. Se sentó a cierta distancia con el pan y el queso entre sus pequeñas manos morenas y comió en silencio mientras observaba a los segadores. Ella estaba enfadada con él, de ahí que fuese mezquina y solo le diera pan duro y queso para comer. Ella, por su parte, no tenía hambre. Así pues, Lewis mantuvo todo el rato la cara un poco apartada. De hecho, mantuvo todo su ser apartado de ella, muy lejos de ella. No quería llegar hasta ella ni que ella llegase hasta él. Su espíritu seguía allí, alerta, en guardia, pero fuera de su alcance. Era como si, de forma inconsciente, él hubiese aceptado la batalla, la vieja batalla de siempre. Él era su blanco, el viejo objetivo de sus letales armas de siempre. Pero se negaba a contraatacar. Era como si atrapase todos lo proyectiles en pleno vuelo antes de que lo alcanzaran y, en silencio, los estrellara contra la tierra a sus espaldas. Y así, una parte esencial de sí mismo seguía ignorándola al mantenerse apartado en otro mundo.
¡Ese otro mundo! Solo era una mera armadura masculina de inmunidad ficticia que la llenaba de irritación.
Y sin embargo, ella sabía, por la forma en que él observaba a los segadores y a los saltamontes que iban apareciendo, que era otro mundo, Y cuando pasó una chica que llevaba comida al campo, fue a él a quien miró. Y él le dedicó esa sonrisita furtiva y animal que le salía de forma inconsciente. ¡Otro mundo!
Pero también había algo mezquino en él, una especie de suffisance, un mantenerse al margen sin ceder ni un ápice.
¡Pues qué bien! La dama se levantó impaciente.
Hacía una tarde calurosa y estaba bastante cansada. Fue a la posada y se durmió, y no se levantó hasta la hora del té.
Por lo tanto, tuvieron que cabalgar cuando ya era bastante tarde. El sol se puso entre el olor de los campos de trigo, claro y teñido de rojo tras los oscuros e inmóviles árboles. Un pálido humo brotaba de las chimeneas de las casas. No había ni una sola nube en el cielo, que conservaba la luz que restaba flotando hacia arriba como si fuese un cuenco invertido a propósito. La luna nueva brilló y desapareció. Era el comienzo de la noche.
Lejos, en la distancia, vieron un curioso resplandor de fuego rosáceo, una fundición probablemente. Y la señora Witt creyó detectar el olor a humo de fundiciones o fábricas. Claro que ella siempre decía eso del aire inglés, que nunca estaba del todo libre del olor a humo de carbón.
Cabalgaban lentamente bajando la larga cuesta de un sendero que atravesaba los campos. Bajo ellos, a lo lejos, unas luces se agitaban. Toda la oscuridad parecía llena de luces en movimiento a medio consumir, provocando una peculiar sensación de desasosiego. Muy en lo alto del cielo, una estrella parecía caminar. Era un aeroplano con una luz. Su zumbido resonó sobre ellos. No había ni un rincón, ni una mota de aquel país que no estuviese tomado, ocupado por las reivindicaciones del hombre. Ni siquiera el cielo.
Descendieron lentamente atravesando un oscuro bosque, al que habían entrado cruzando una verja. Lewis se pasaba el rato desmontando y abriendo verjas, dejándola pasar, cerrando la verja y volviendo a montar.
Así, al cabo de unos instantes, ella llegó al extremo de la oscuridad del bosque, y vio detrás la pálida concavidad abierta del mundo. La oscuridad nunca era total. Se agitaba con la sacudida de muchas luces invisibles, luces de ciudades, de pueblos, de minas, de fábricas, de fundiciones, agazapados en los valles y tras todas las colinas.
Sin embargo, cuando Rachel Witt tiró las riendas al emerger del bosque y encontrarse con otra verja, una suave y enorme estrella cayó por el cielo, surcando la algarabía de aquella noche humana con un brillo procedente del mundo superior.
—¡Mire! ¡Una estrella errante! —exclamó Lewis mientras abría la verja.
—Ya la he visto —dijo la señora Witt, al tiempo que cruzaba por delante de él llevando el caballo al paso.
Había un tono curioso de excitación, de fascinación, de magia, en la voz de aquel hombrecillo. Esa noche algo extraño se había despertado en él.
—Me pregunta por Dios —dijo él mientras cabalgaba junto a ella también a paso lento, bajo la sombra del extremo del bosque, bajo la oscuridad del viejo Pan, que mantenía a raya ese nuestro mundo iluminado artificialmente—. No sé nada de Dios, pero cuando veo caer una estrella así desde lugares remotos del cielo, y a la luna ponerse mientras dice adiós, adiós, adiós y nadie la escucha, me parece oír algo, aunque tampoco lo llamaría Dios.
—¿Cómo lo llamaría entonces? —preguntó Rachel Witt.
—Y huelo el aroma de las hojas de roble —continuó él—, ahora que el aire es frío, y para mí huelen como si estuviesen más vivas que la gente. Los árboles mantienen sus cuerpos erguidos y quietos, pero ven y escuchan con las hojas. Y parecen decirme: “¿Eres tú el que pasa, Morgan Lewis? Vale, pasa rápido, que no vamos a hacerte nada. Eres como un acebo”.
—Ya —dijo Rachel Witt con sequedad—. ¿Y por qué?
—Todo el tiempo los árboles crecen y escuchan. Y si cortas un árbol sin pedirle perdón, los árboles te atacarán en algún momento de tu vida, durante la noche.
—Supongo que debe de tratarse de alguna vieja superstición —dijo ella.
—Dicen que a los fresnos no les gusta la gente. Cuando la otra gente era mayoría en los campos, me refiero a esas que llaman hadas, que ya han desaparecido del todo, los árboles que más les gustaban eran los fresnos. Y esas cosas verdes pequeñas con diminutos frutos secos dentro, que caen volando de los fresnos (pichones los llamamos), son las semillas; pues la otra gente las cogía y se las comía antes de que tocaran tierra. Y eso hacía que esa gente pudiera oír cómo los árboles vivían y sentían. Pero cuando llegó a Inglaterra toda la gente que hay ahora, prefirieron los robles, porque sus cerdos se comían las bellotas. Por eso los fresnos están locos y quieren matar a toda esa gente. Pero hay muchos más robles que fresnos.
—¿Y se come usted las semillas de los fresnos? —preguntó la dama.
—Siempre me las comía cuando era pequeño. Entonces no me daban miedo los fresnos, igual que a la mayoría. Y tampoco me daba miedo la luna. Si no te acercabas al fuego en todo el día, ni comías nada cocinado ni que hubiera estado al sol, sino solo cosas como nabos, rábanos o cacahuetes, y después salías sin llevar ninguna ropa bajo la luna llena, podías ver a la gente de la luna e ir con ellos. Nunca encienden fuegos, ni hablan, y sus cuerpos son claros casi como la gelatina. Mueren en un minuto si hay algo de fuego cerca de ellos. Pero saben más que nosotros. Porque, a menos que los toque el fuego, nunca mueren. Ven a la gente vivir y la ven perecer, y dicen que la gente solo es como las ramitas de un árbol: las arrancas y enciendes fuego con ellas. Haces fuego con ellas y desaparecen, y el fuego desaparece, y todo desaparece. Pero la gente de la luna no muere, y el fuego no les importa. Lo miran desde la distancia del cielo y lo ven quemando cosas, y a la gente apareciendo y desapareciendo como las ramitas que brotan en primavera y se cortan en otoño para hacer fuego y desaparecen. Y dicen: “¿Qué importa la gente?”. Si quieres importar y ser alguien, tienes que convertirte en un hijo de la luna. Entonces, a lo largo de toda tu vida, ni el fuego podrá cegarte ni la gente hacerte daño. Porque cuando hay luna llena puedes reunirte con la gente de la luna, y volar por el aire y atravesar sitios fríos, y rocas y troncos de árboles, y cuando llegas allí donde hay gente que duerme calentita en su cama, la castigas.
—¿Cómo?
—Te sientas en la almohada sobre la que respiran y les pones una telaraña sobre la boca, y así no pueden respirar el aire fresco que viene de la luna, y siguen respirando siempre el mismo aire y eso los deja cada vez más aturdidos. El sol nos da calor, pero la luna nos da aire fresco. A eso es a lo que se dedica la gente de la luna: a limpiar el aire con la luz lunar.
Le estaba hablando con una extraña ingenuidad llena de entusiasmo que divertía a Rachel Witt, pero a la vez la hacía sentirse algo incómoda. ¿Al final iba a resultar que no era más que un pobre imbécil?
—¿Quién le contó todo eso? —le preguntó bruscamente.
Y, con la misma brusquedad, él se refrenó.
—Es lo que decíamos cuando éramos pequeños.
—Pero usted no cree en eso, ¿no? Al fin y al cabo, solo son chiquilladas.
Él permaneció en silencio durante un instante.
—No —contestó con su habitual voz baja e irónica—. Sé que diciendo todo eso me tomarán por tonto, pero por la cabeza nos pasan todo tipo de cosas, y algunas se nos quedan y otras no. Pero supongo que ha sido al preguntarme usted por Dios cuando me ha venido a la mente. No sé en qué tipo de cosas creo: solo sé que no son las mismas en las que creen los que van a misa. Nadie de nosotros cree en ellas cuando se trata de ganarnos la vida o, para la gente como usted, cuando se trata de gastar sus fortunas. Entonces aprendemos que el pan cuesta dinero, y que incluso hay que pagar para dormir. Eso es el trabajo. O, para la gente como usted, es solo cuestión de poseer tierras y asegurarse de que se obtiene el valor que corresponde. Pero la cabeza de un hombre siempre está llena de cosas. Y las de algunas personas, como en el caso de mis tíos, están llenas de religión y condena en el infierno para todo el mundo menos para ellos mismos. Y, en las de otras, solo hay dinero, dinero y dinero, y cómo hacerse con algo que todavía no hayan podido conseguir. Y otras, como usted, siempre sienten curiosidad por lo que persiguen los demás. Y algunas personas solo buscan divertirse y que hablen mucho de ellas, y otras, como lady Carrington, no saben qué hacer consigo mismas. Por mi parte, no quiero darle vueltas en la cabeza a las cosas de los demás. Soy de los que prefieren lo suyo propio. Y cuando veo caer una estrella brillante, como esta noche, pienso para mis adentros: “Hay movimiento en el cielo. El mundo va a cambiar de nuevo. Nos están lanzando algo desde la distancia y tenemos que atraparlo, queramos o no. Mañana algo será diferente para todo el mundo, arrojado desde el cielo sobre nosotros, queramos o no”, pues eso es lo que quiero pensar, y así es cómo me entretengo.
—Pero supongo que sabrá qué es una estrella fugaz en realidad, ¿no?, y que siempre hay muchas en agosto, porque atravesamos una región llena de ellas.
—Sí, señora, eso me contaron. Pero no nos caen piedras del cielo por nada. O es como cuando alguien te tira una manzana desde su huerto cuando pasas por allí, o como cuando alguien te lanza una piedra para abrirte la cabeza. Nunca me convencerá de que el cielo es como una casa deshabitada de cuyo tejado cae una teja. El mundo tiene su propia vida, y el cielo la suya, y nunca es como las piedras que ruedan por un montón de basura hasta caer al lago. Muchas cosas se mueven y agitan en el cielo, y muchas ocurren más allá de nosotros. Mi forma de pensar es mía.
—No sabía que hablara tanto.
—No, señora. Es porque me ha preguntado lo de Dios. O puede que sea la noche. No creo en Dios ni en lo de ser bueno e ir al Cielo. Tampoco adoro a ídolos, así que no soy un infiel como me llamó mi tía. Nunca, desde que era niño, he querido creer en las cosas con las que te machacaban los sesos en casa, en la escuela dominical y en el colegio. La cabeza de un hombre tiene que estar llena de algo, así que me quedo con lo que pensábamos de niños. Son tonterías infantiles, lo sé, pero me gustan. Son mejores que las de otra gente. Su criado Phoenix es más o menos igual cuando se le suelta la lengua. De todos modos, son mis cosas, las que creíamos de niños, y me gustan más que las de los demás. El que me preguntara por Dios ha hecho que se me soltara la lengua. Pero nunca me haría de ninguna asociación, ni de ningún sindicato, y en mi opinión Dios actuaría igual.
Tras decir eso espoleó un poco al caballo, y St. Mawr comenzó a caracolear agitado por la carretera que acababan de tomar, y dejó a la señora Witt trotando tras ellos lo más rápido que podía.
Cuando llegaron al hotel, al que la señora Witt había telegrafiado para reservar habitaciones, Lewis desapareció, quedando ella inmersa en sus pensamientos.
Hasta que estuvieron a treinta kilómetros de Merriton, cuando cabalgaban a través de una lenta bruma matutina y ella mostraba una mirada ausente y nostálgica en el rostro, algo poco frecuente, no se volvió hacia él y le dijo:
—No se sorprenda de lo que voy a decirle, Lewis. Lo que le quiero preguntar es, en el caso de que me quisiera casar con usted, ¿qué diría?
Él le lanzó una rápida mirada y se puso al instante en guardia.
—Que no lo decía en serio —contestó a toda prisa.
—Sí… —titubeó ella con expresión nostálgica y cansada—, pero, si lo dijera en serio, si de verdad, de corazón, quisiera casarme con usted y ser su esposa… —hizo una pausa y contempló los campos—, entonces ¿qué diría?
Su voz sonó triste y algo entrecortada.
—¡Vaya, señora! —exclamó él mientras se frotaba la frente y negaba con la cabeza ligeramente—. Pues diría que no lo decía en serio, sabe usted. Que le pasaba algo.
—¿Y si quisiera que me pasara algo?
El hombre volvió a negar con la cabeza.
—No podría ser, señora. Hay gente que está hecha de una pasta que se amasa como el pan, y yo soy de esos. La de otros se enrolla como la repostería fina, como en el caso de lady Carrington. Y la de otros se mezcla con pólvora y son como el cartucho que se mete en una pistola, señora.
La dama lo escuchaba con impaciencia.
—No me hable de pan, pasteles y repostería —dijo—, no tiene ningún sentido. Antes sus respuestas siempre eran muy breves, “sí, señora” y “no, señora”. Pues eso es lo que tiene que hacer ahora. ¿Sí o no?
La miró a los ojos. Lo estaba intimidando otra vez.
—No, señora —contestó en un tono bastante neutro.
—¿Por qué?
Mientras esperaba que le respondiera, vio que la fuente de la locuacidad de Lewis se había secado y que su rostro volvía a tornarse distante y callado, como siempre había sido antes de esos últimos dos días en los que había adquirido un divertido toque de alegría intrascendente.
La miró fijamente a los ojos con expresión neutra, sombría y dolida. La miró como si infinitos mares e infinitos espacios los separaran. Y con los ojos parecía alejarla hasta el otro extremo de algún tipo de valla. Era una fría ira solidificada como la lava, fija e impasible contra ella y toda su especie.
—No, señora. No podría entregar mi cuerpo a ninguna mujer que no lo respetase.
—¡Pero yo lo respeto, claro que lo respeto! —exclamó ella sonrojándose como una jovencita.
—No, señora, no en la forma a la que me refiero —replicó él.
Había en su voz una nota de ira contra ella, y cierta repugnancia.
—¿Y a qué forma se refiere? —preguntó ella recuperando todo su sarcasmo. Se daba perfecta cuenta de que, como mujer a la que tocar y acariciar, él la consideraba algo repelente. Sencillamente repelente.
—Tengo que ser sirviente de mujeres para ganarme el jornal —contestó—, pero nunca podría tocar con mi cuerpo a una mujer de quien fuese sirviente.
—Usted no es mi sirviente, es mi hija la que le paga el sueldo. Y todo eso está de más entre un hombre y una mujer.
—Ninguna mujer a la que yo tocara con mi cuerpo debería hablarme jamás como me habla usted, o pensar en mí como piensa usted.
—¡Pero…! —balbució ella—. Pienso en usted con amor. ¿Y por qué es tan desagradable y se fija en la forma en que hablo? Solo es mi forma de hablar.
—Usted, como mujer, no siente ningún respeto por los hombres.
—¡Respeto, respeto! —exclamó ella—. Es muy probable que termine perdiendo todo el respeto que me quede. Sé que soy capaz de amar a un hombre. Pero que un hombre sea capaz de amar a una mujer…
—No —dijo Lewis—, yo nunca lo he sido, y no creo que jamás lo sea, porque no quiero. Solo pensarlo hace que me avergüence.
—¿A qué se refiere?
—Nada en el mundo me haría pasar tanta vergüenza como que una mujer me gritara o se burlara de mí, como veo a mujeres burlándose de los hombres con los que se han casado y despreciándolos. Ninguna mujer tocará mi cuerpo y se burlará de mí o me despreciará. Ninguna.
—Pero a veces hay que burlarse de los hombres, e incluso despreciarlos.
—Pues de este hombre no, y menos la mujer que toque con mi cuerpo.
—¿Es que es usted perfecto?
—No lo sé. Pero si toco a una mujer con mi cuerpo, ella debe comprometerse a respetar siempre lo que yo jamás despreciaré.
—¿Y que es lo que jamás despreciará?
—Mi cuerpo, y el contacto con la mujer.
—¿Por qué tanta insistencia en su cuerpo? —dijo ella mirándolo con una leve nota de burla y desprecio.
La miró a los ojos fría y fijamente para alejarla de él, para irse muy lejos de ella.
—¿Espera que cualquier mujer se convierta en su sumisa esclava hoy en día? —preguntó ella con desdén.
Pero él se limitó a mirarla, frío, distante, negándose a establecer contacto alguno.
—Entre hombres y mujeres tiene que haber un toma y daca. El hombre no puede esperar ser siempre adorado con sumisión —prosiguió ella.
Lewis siguió observándola inmóvil, frío, un tanto pálido, apartándola de sí. A continuación, giró el caballo y partió rápido al galope, dejándola atrás.
La señora Witt siguió a paso lento y lo dejó marchar mientras pensaba para sus adentros: “Menudo gallito está hecho. ¡Figúrate! ¡Un mozo de cuadra que se cree que puede dar órdenes a una mujer!”.
Estaba enamorada de Lewis. Y él, de un modo extraño, lo estaba de ella. Se había dado cuenta por aquella alegría insólita y sorprendente en él y por su inesperada locuacidad. Pero no estaba dispuesto a dejar que ella se le acercara físicamente. Inaccesible como un cacto, preservaba su “cuerpo” del contacto con ella. Como si ese contacto fuera a significar un insulto mortal y una herida fatal para su maravilloso “cuerpo”.
¡Menudo pájaro!
Por ella podía adelantarse todo lo que quisiera. Total, en algún momento la tendría que esperar.
Lo encontró a la entrada del pueblo siguiente. El rostro del hombre estaba pálido e inexpresivo. Ella sabía que se sentía insultado, por lo que se había endurecido hasta adoptar aquella rígida insensibilidad.
“En el fondo de todos los hombres late el mismo orgullo estéril y masculino de sí mismos”, pensó.
La mujer también cabalgó con el rostro como una máscara hasta llegar al hotel.
—¿Nos pueden dar de cenar a mi sirviente y a mí? —preguntó en la posada, la cual, por fortuna para ella, daba alojamiento a automovilistas, pues en caso contrario, le habrían contestado que no.
—Creo que lo mejor será que le diga a lady Carrington que dejo de estar a su servicio con una semana de adelanto —dijo Lewis cuando divisaron Merriton.
¡Era un perfecto extraño, y encima insolente!
—Como usted quiera —contestó ella.
En Marshal Place había varias cartas de su hija esperándola.
Querida madre:
Acababas de marcharte cuando apareció Flora, y además nada contenida, sino en toda su salsa. Exigió una víctima, como Shylock exigió la libra de carne, y quería entregarme a mí el dinero. Lo rechacé divertida. Dijo que “Harry” estaba mucho mejor, y nos invitó a él y a mí a Corrabach Hall hasta que él se ponga bien del todo. Serían menos molestias en tu casa mientras siga en cama y haya que hacerle todo. Así pues, el plan es que lo van a traer el viernes, si está en condiciones de hacer el viaje, y partiremos directos hacia Corrabach. Estoy haciendo su equipaje y el mío, borrando nuestro rastro; sus baúles para enviarlos a Corrabach, y los míos para que se queden aquí hasta tomar una decisión. Voy a volver a la granja de Flint mañana con toda diligencia, aunque no sirva, como Flora, para hacer de flor sobre la mesilla de noche. Tengo tantas ganas de saber si Rico ya la ha llamado Fiorita, o quizá Florecita. Me recuerda el chiste que solía hacer el bueno de William: “Dígame, señorita, ¿cuál es el mejor ramillete?”, y el susurro con el que daba la respuesta: “¡El florete!”. Estoy harta de sentirme malvada, pero tampoco sé cómo podría sentirme dadas las circunstancias.
Se te veía de lo más romántica, en el sentido más prosaico, al partir con tu capa impermeable seguida de Lewis. Espero que los caminos no estuvieran muy resbaladizos, y que te lo hayas pasado bien, al estilo de mademoiselle de Maupin. Intenta no devorar al pequeño Lewis cuando aún estéis a mitad de camino.
Querida madre:
Esperaba recibir noticias tuyas antes de marcharme, pero no llegaron. Forrester me ha traído hasta aquí justo antes de la hora del almuerzo. Rico parece estar mucho mejor; ya casi es él, o puede que ya lo sea. Sacó el tema de nuestra estancia en Corrabach con mucho tacto. Le dije que Flora me lo había propuesto y que me parecía buena idea. Después le hablé de St. Mawr. Parecía un tanto resentido, e hizo una pausa llena de desaprobación. Entonces dijo: “Muy bien, querida. Si quieres quedarte con el animal, hazlo. Te lo regalo otra vez”. Yo: “Es muy amable de tu parte, Rico, porque sé lo dulce que es la venganza”. Rico: “¿Venganza, Loulina? No creo que lo fuera a vender por venganza. Era solo para librarme de él, ya que Flora lo sabe controlar mejor”. Yo: “Pero ya sabes que Flora pensaba castrarlo, querido”. Rico: “No creo que nadie lo supiera. Solo nos preguntamos si sería posible, para hacerlo más dócil. ¿Te lo dijo ella?”. Yo: “No, fue Phoenix. Se enteró por un mozo de cuadra”. Rico: “¡Dios mío! ¡Vaya concatenación de mozos de cuadra! Así que tu madre se marchó con Lewis para alejar a St. Mawr del peligro. Ya veo. Bueno, esperemos que las cosas no empeoren”. Yo: “¿Para quién?”. Rico: “Da igual, querida. Me alegro mucho de verte. Se te ve descansada. Hasta que has llegado, creía que esas rosas “condesa de Witton” eran lo más maravilloso del mundo, pero ahora han quedado relegadas a un segundo plano”. Tenía unas rosas rojas preciosas en un jarrón de cristal, y toda la habitación olía a ellas. Yo: “¿De dónde han salido?”. Rico: “Me las trajo Flora”. Yo: “¿Con jarrón y todo?”. Rico: “Con jarrón y todo”. ¿Verdad que es un detalle por su parte?”. Yo: “Sí, claro, pero, al fin y al cabo, ella es la diosa de las flores”. Pobrecito mío, le ofendió que le tomara el pelo estando enfermo, así que me contuve. Le han mandado de Londres un par de batas maravillosas; una es de paño muy bueno, amarillo rosáceo, con la entretela de arabescos de rosas, pero lamentablemente ya se la ha manchado de sopa. La otra es de un suave brocado plateado, azul y verde. Es la que se puso para recibirme, y en cuanto llegué lo felicité por lo bonita que era. También tiene un anillo nuevo, que le envió Aspasia Weingartner. Lleva tallado a Príapo bajo una rama de manzano; al menos eso es lo que dice él. Puso cara picarona y dijo: “Pero me temo que el nivel de Príapo es demasiado avanzado para mi pobre persona”. Le pregunté que era eso del nivel de Príapo, pero contestó que nada, y entonces la enfermera dijo: “La señorita Manby trajo un enorme diccionario clásico, si quiere verlo”. Así que me estoy dedicando a estudiar a los dioses clásicos. Desde luego el mundo siempre ha sido un lugar muy raro, y lo sigue siendo si resulta que Rico es el dios Príapo. Iría por el huerto pintando manzanas de tamaño natural en los árboles e invitando a las ninfas a que se acercaran a comerlas. Y las ninfas harían como si fuesen de verdad: “¡Vaya, sir Priapín, qué manzanas más picaronas!”. No hay cosa más artificial que pecar hoy en día. Supongo que en algún momento sí que fue algo real.
Me aburro aquí. Ojalá tuviera mi caballo conmigo.
Querida madre:
Me alegro mucho de que te lo estés pasando bien en la excursión. Seguro que ir por todos esos senderos y caminos romanos es como adentrarse cabalgando en la historia, como el yanqui en la corte del rey Arturo. Todavía me fascinan; por lo menos antes de llegar a ellos, más que cuando estoy de verdad allí. Estoy comenzando a sentirme como una auténtica estadounidense y a enojarme con el pasado. ¿Por qué no se limita a enterrarse como Dios manda, en vez de esperar sentado a que el presente lo admire?
Phoenix ha traído a Poppy. Cómo me gusta ese animal; ayer estuvimos cabalgando durante cinco horas. Me vino bien salir de esta granja. Ha venido el médico y ha dicho que Rico puede viajar a Corrabach mañana. También ha aparecido Flora para enterarse del parte, y se ha vuelto a marchar entusiasmada. Al parecer, Rico le va a pintar un retrato sentado en la cama. Qué suerte que las sábanas no sean mías, cuando Príapo blanda la paleta sobre la almohada.
Phoenix cree que tienes intención de llevarte a St. Mawr a Estados Unidos, y que yo me voy también y dejo a Rico aquí. No sé. Me siento del todo irreal, como si yo también no fuese más que una pintura de Rico sobre un cartón. Me siento tan irreal que ni siquiera puedo decidir nada. Es terrible cuando se seca la vida en uno y todo es como de cartón, y uno mismo es como de cartón. Seguro que es peor que estar muerto. Me di cuenta ayer mientras Phoenix y yo comíamos junto a un arroyo. Ya ves que te imito en todo. Él encontró unos berros y me los dio, y sabían tanto a humedad y vida que supe lo huera que estaba. Phoenix quiere que nos vayamos a Arizona y montemos un rancho, y criemos caballos con St. Mawr haciendo de Abraham. ¿Importa de verdad lo que uno haga, o siempre es lo mismo una y otra vez? Solo Phoenix, con su gracioso rostro carente de expresión, consigue que se me ablande el corazón y me entristezca. Pero creo que él también sería cruel. Lo vi en su cara cuando no sabía que lo estaba mirando. Pero prefiero cualquier cosa antes que este vacío y el asunto del Príapo pintor. Au revoir, querida madre. Que te lo sigas pasando igual de bien.
Querida madre:
He recibido la carta que me mandaste desde Merriton, y me alegro mucho de que llegaras sana y salva, tanto de cuerpo como de humor. También he recibido una carta muy divertida de Lewis, que te adjunto. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Le voy a escribir pidiéndole que lleve a St. Mawr a Londres y me espere allí. Ya he telegrafiado a la señora Squire para que prepare la casa. De aquí me voy directamente hacia allí.
Aquí ha pasado todo como se veía venir. Ya no lo podía aguantar más. En cuanto Rico estuvo montado en el automóvil, le dieron aires de dignidad, como cuando llevan al héroe herido al centro del escenario. “¿Por qué tanta solemnidad, mi querido Rico?”, le pregunté para que se diera cuenta de la tontería. “No es solemnidad, querida, es solo que me siento un tanto efímero.” No creo que ni él supiera lo que quería decir. Flora nos estaba esperando en los escalones de la entrada cuando llegamos, vestida de riguroso blanco. Solo le faltaba el delantal para parecer enfermera, o el velo para convertirse en novia. Entre nosotros dos tenía un aire insoportable de mujer a punto de ser seducida, como diría el Times. Dio órdenes a dos sirvientes en un tono competente pero a la vez contenido; tú habrías dicho que sigiloso. Y entonces me di cuenta de que también tenía un aire de sacerdotisa: de una Casandra disponiéndose a ser violada, o de Ifigenia, con Rico en el papel de Orestes en la camilla, y con aire de Adonis, totalmente dispuesto a pasarse muriendo un tiempo excesivo. Lo han instalado en una habitación encantadora del piso de abajo, que da a un jardincito al que solo se puede salir desde ella. Creo que era el tocador de Flora. Salí para dejar que la enfermera y los hombres lo acostaran. Flora aguardaba inquieta en el pasillo de fuera. “¡Qué habitación más maravillosa! ¡Qué colorido, cuánta belleza!”, se oyó decir a Rico, el héroe entre bastidores. He de decir que parecía la fiesta de la cosecha, con rosas y margaritas a la sombra y acianos a la luz, y un frutero con uvas, y nectarinas rodeadas de hojas. “Tengo tantas ganas de que sea feliz”, me dijo Flora en el pasillo. “Tú lo conoces mejor. ¿Hay algo más que pueda hacer por él?” Yo: “Bueno, si te sientas al piano y cantas, seguro que lo haces feliz. Podrías cantar: “Mi amor es como una rosa roja roja” [poema del poeta escocés Robert Burns (1759-1796),]”. Ya sabes cómo imita Rico el acento escocés.
Gracias a Dios, mi habitación está en el piso de arriba. La enfermera duerme en una pequeña antecámara junto a la de Rico. Los Edward siguen aquí, y el joven rubio lleva una tirita muy futurista en la cara. “¡Qué amable ha sido viniendo!”, me dijo mirándome con un ojo y apretándome la mano con fervor. Menudo descaro. “La amable ha sido la señorita Manby al invitarme a hacerlo”, dije yo. Él: “Claro, es que Flora siempre es de lo más comprensiva”.
No sé qué me pasó, pero todo me puso de un humor de perros. Me sentí incapaz de sentarme durante el almuerzo en esa compañía tan divertida y juvenil, y oírles hablar de tenis, polo y caza, y de ponerme enferma con sus coqueteos. Así que pedí que me llevaran la comida en una bandeja a mi habitación. Por más que lo intentara, no podía evitar estar fatal.
Y qué te voy a decir de Rico. Lo suyo ya es demasiado, tumbado en la cama pendiente de todo, como Adonis a la espera de que lo convenzan para que no se muera. Aprovechó un momento de silencio para coger la mano de Flora y llevársela a los labios mientras murmuraba: “¡Qué buena eres conmigo, mi querida Flora!”. Y ella: “Y sería aún mejor si supiera cómo, Harry”. Todo muy alegre. No, es demasiado. Me estoy quedando sin sentido del humor, lo cual significa que estoy de demasiado mal genio para poder reírme de todo. Supongo que me siento en minoría. Es horrible pensar que la mayoría de los jóvenes del mundo son así, divertidos y alegres, deportistas y rebosantes de libido. Es horrible.
Le dije a Rico: “Aquí te encuentras muy bien, ¿verdad?”. Él: “¿Bien? Esto es el Paraíso”. Yo: “¿Te importa si me voy?”. Silencio sepulcral. Tiene mucho miedo a quedarse solo con Flora. Mientras yo esté por aquí, se siente seguro, ya que puede refugiarse en sus votos matrimoniales. Él: “¿Adónde quieres ir, querida?”. Yo: “Con mi madre. A Londres. Mi madre está planeando volver a Estados Unidos, y quiere que la acompañe”. Rico: “¡Pero si tú no quieres ir allááá!”. Ya conoces el énfasis viperino que puede poner Rico en una palabra hasta convertirla en puro veneno. Eso me molestó. “No estoy tan segura”, dije. Rico: “Vamos, pero si no soportas esa horrible América”. Yo: “Quiero intentarlo otra vez”. Rico: “Pero, mi querida Lou, se hará invierno antes de que llegues. Y es justo el peor momento para que yo vaya. Estoy empezando a hacer progresos aquí. Cuando tenga la seguridad de haberme labrado una reputación en Inglaterra, entonces podremos cruzar el charco y gastarnos unos cuantos dólares, si quieres. Pero justo ahora, incluso cuando me encuentre bien, sería terrible. Acaba de empezar a esbozarse mi éxito en Londres, y a Nueva York hay que llegar convertido en pintor famoso e importante”. Yo: “Pero mi madre y yo no estamos pensando en ir a Nueva York, sino en navegar directamente a Nueva Orleans, si se puede, o a La Habana, y de allí seguir rumbo a Arizona”. El pobre me miró angustiado. “Pero, mi querida Loulina, ¿no me irás a abandonar durante la temporada de invierno? No puedes hacerlo, justo ahora que estamos tan bien”. Me sorprendió la nota de emoción en su voz, y lo mucho que le importa su carrera como pintor, como artista reconocido. A mí siempre me cuesta creerlo. Ya sabes, madre, que tú y yo pensamos lo mismo sobre embadurnar un lienzo de pintura: cualquier manchurrón que se pueda hacer ya ha sido hecho antes, así que lo mejor es dejarlo. Rico es muy astuto. Siempre me parece que está bromeando, y siempre consigue sorprenderme cuando descubro que está hablando totalmente en serio. ¡Su carrera! La Sociedad Británica de Pintores Contemporáneos, o puede que incluso la Academia Real. La gente que vemos en Londres, y los retratos que él hace. Puede que hasta se convierta en el nuevo László, o en el último Orpen, y ya pueda morir feliz. ¡Ay, madre! ¿Cómo puede importarle eso de verdad a nadie?
El caso es que me quedé bastante contrariada cuando me di cuenta del interés que tiene en su carrera, y que yo podría estropearlo todo. Así que me retiré para darle vueltas al tema. Y entonces vi lo poco querida que eres tú, y lo poco querida que seré yo dentro de nada. Me ha invadido una especie de odio hacia la gente. Odio su forma de ser y sus tonterías, y me dan ganas de pegarles una patada en la cara, como hizo St. Mawr con ese joven. No creo que me atreviera nunca a hacerlo, como tampoco creo que le hubiera hecho el gran anuncio a Rico si él no estuviera tan lleno de autocompasión aquí en Corrabach Hall. Conoce a los Manby de toda la vida, son como piezas de un mismo motor. Él sería mucho más feliz con Flora; bueno, tampoco diría que más feliz, ya que hay algo en él que se rebela contra eso, pero en general estaría más a gusto. En cuanto a mí, creo que he llegado al límite, o más allá del mismo. Soy incapaz de mezclarme más con la gente, y además me niego a hacerlo. Me siento como un pedazo de cáscara de huevo en la mayonesa: lo único que se puede hacer es quitarlo, no batirlo. Sé que voy a provocar un fiasco, incluso en la carrera de Rico, si me quedo. Seguiré siendo grosera y odiosa con todo el mundo, tal y como lo estoy siendo en Corrabach, y Rico se desquiciará.
Así que se lo he dicho esta tarde cuando nadie nos oía: “Rico, cariño, escúchame con atención. No soporto a esta gente. Si me pides que los aguante una semana más, o me pondré muy enferma o los insultaré, como hace mi madre. Y no quiero hacer ninguna de las dos cosas”. Rico: “Pero, querida, si todos se portan muy bien”. Yo: “Te digo que me va a dar algo, como a St. Mawr, si no salgo de aquí. Sencillamente no soporto a la gente”. Pobrecito mío, la cara que se le puso, tensa y preocupada. Él sabe a lo que me refiero porque, salvo por el hecho de que se pasan el rato adulándolo, los odia tanto como yo. Pero para él su vanidad es lo más importante. Él: “Lou, querida, ¿por qué no esperas a que me levante y nos vamos una temporada al Tirol o a donde sea?”. Yo: “¿Por qué no te vienes conmigo al sudoeste de Estados Unidos? Dicen que es un lugar maravilloso”. Vi cómo su rostro se volvía hostil y bastante feroz. Él: “¿Tantas ganas tienes de estropearlo todo? ¿Para eso me casé contigo? ¿Lo haces a propósito?”. Yo: “Para mí ya está todo estropeado. Ya te digo que no soporto a la gente, ni a tus Floras ni a tus Aspasias, ni a tus comunicativos y jóvenes ingleses. Al fin y al cabo, soy una estadounidense como mi madre, y tengo que regresar”. Él: “¿Ah, sí? ¿Y yo también tengo que ir como parte del equipaje, con una etiqueta en la que ponga el número de camarote?”. Yo: “Haz lo que quieras, Rico”. Él: “Ojalá tú hicieras lo que quieres, Lou querida, pero me temo que solo haces lo que quiere la señora Witt. Claro que siempre he oído eso de que una madre es lo más sagrado del mundo”. Yo: “No, querido, se trata tan solo de que no soporto a la gente”. Él (gruñendo): “¡Y supongo que yo también formo parte de la gente!”. Y, una vez lo hubo dicho, vi que era verdad. Durante un rato ninguno de los dos dijimos nada. A continuación, como si hiciera sus cálculos, dijo: “Muy bien, pues tú te vas a la tierra de las barras y las estrellas, y yo me quedo aquí y sigo con mi trabajo. Y cuando hayas visto ya bastantes estrellas y estés harta de barras, puedes volver a mi lado”. Y así quedó la cosa.
Se supone que tú y yo tenemos importantes negocios que resolver relacionados con nuestras fincas de Texas (qué bien suena), y por eso tenemos que hacer este viaje tan precipitado a Estados Unidos. Me iré a Londres a principios de la semana que viene.
La señora Witt leyó aquella larga carta con satisfacción. Ella misma tenía un extraño anhelo: volver a América. No era porque idealizara a su país de origen, ya que allí era la misma fiera inquieta que en Europa. No era porque esperara llegar a ninguna bendita morada. No, en América seguiría echando chispas e irritándose igual, pero al menos estaría en Estados Unidos, en su propio país. Y eso era lo que quería.
Cogió la hoja de papel de mala calidad que iba incluida en la carta de Lou. Era la misiva de Lewis, bastante bien escrita.
Lady Carrington
Le escribo para comunicarles a usted y a sir Henry que creo que lo mejor es que deje de trabajar a su servicio, ya que me parece que será lo más conveniente para todos. Si tiene la amabilidad de escribirme diciéndome lo que quiere que haga con St. Mawr, haré lo que me pida. Con mis mejores deseos para lady Carrington y sir Henry, quedo, su humilde servidor.
MORGAN LEWIS
La señora Witt dejó la carta a un lado y permaneció sentada mirando por la ventana. Era extraño, pero se sentía como si su alma ya hubiera abandonado aquel lugar. En cuerpo estaba allí, en el condado de Oxford, pero en espíritu ya había partido hacia algún otro sitio. Una profunda apatía se apoderó de ella. Tras hacer un gran esfuerzo y ponerse en movimiento, escribió a su abogado de Londres para liberarse de sus obligaciones en Inglaterra. A continuación, escribió a un hotel de esa misma ciudad.
Por primera vez en su vida deseó tener una doncella que le hiciera las cosas. Siempre había tenido demasiada energía para soportar a nadie cerca, con demasiada intimidad. Pero en esos momentos se arrepentía. Tenía las muñecas entumecidas, como si se hubiera quedado sin fuerzas.
Cuando bajó, le dijeron que Lewis había pedido hablar con ella. Prácticamente no lo había visto desde que habían llegado a Merriton.
—He recibido una carta de lady Carrington, señora. Dice que lleve a St. Mawr a Londres y la espere allí. Pero dice que usted me dará las órdenes definitivas.
—Muy bien, Lewis. Dentro de unos días iré a Londres. Dispóngalo todo para llevarse a St. Mawr algún día de esta semana, y lo deja en las caballerizas. Acuda a mí para cualquier cosa que necesite. Y olvídese de eso de dejar a mi hija. Queremos que se venga con St. Mawr a América, con Phoenix y con nosotras.
—¿Y su caballo, señora?
—Lo voy a dejar aquí en Merriton. Se lo regalaré a la señorita Atherton.
—Muy bien, señora.
Querida hija:
Llego a mi alojamiento de Mayfair el sábado que viene, y ese mismo día me pasaré por tu casa para ver si ya te lo han preparado todo. Lewis ha arreglado lo del tren y viaja mañana a la ciudad. El motivo de esta carta es contarte que le pedí que se casara conmigo y él me rechazó tajantemente. Ya te daré todos los detalles. Tú y yo somos como el escriba y el fariseo; a mí siempre me ha costado escribir cartas, mientras que tú no paras de hacerlo.
Mi querida madre:
Ya me olía yo algo imprudente por tu parte, pero tampoco sirve de nada decir eso de “¿cómo has podido?”. Eso sí, me extraña que se te ocurriera pensar en contraer matrimonio. Ya sabes que ansío hasta la última fibra de mi ser quedarme sola y librarme de todo eso. Me siento magullada, como si me hubieran dado una paliza de muerte. Qué bien entiendo a Jesús cuando dijo: “Noli me tangere [palabras que Jesús dice a María Magdalena, Juan 20,17]”. No me toquéis, pues todavía no he subido al Padre. Todo le había hecho tanto daño, lo había cansado tanto hasta el punto de no poder resistirlo más, que ni siquiera podía soportar que tocaran levemente su cuerpo. Yo me siento así. Casi ni aguanto que Elena me pase un vestido. Y en cuanto a los hombres, y al matrimonio, de eso nada. Noli me tangere, homine! Todavía no he subido al Padre. ¡Dejadme sola, dejadme sola! Es lo único que pido a todo el mundo.
Lo más curioso es que creo que Phoenix entiende cómo me siento. Me deja tanto en paz que casi parece estar concediéndome mi vaina de soledad, o al menos protegiéndome dentro de ella. Le estoy muy agradecida.
Por el contrario, Rico considera que mi soledad es una especie de vergüenza para él. Quiere que al menos finjamos vivir una deslumbrante intimidad. ¡Ay, intimidad! Solo pensar en ella me llena de dolor, y fingirla me agota hasta la extenuación.
Sí, ansío ir al oeste y escapar del mundo, como un muerto que entra en otra vida, que se adentra en un valle al que la vida aún no ha llegado.
Rico me preguntó qué iba a hacer con St. Mawr. Cuando le dije que nos lo íbamos a llevar, dijo: “Vaya, el Corpus delicti”. No sé si pretendía decir algo con eso, pero se ha vuelto de un sarcástico que no soporto.
Te veo mañana.
Lou llegó a la ciudad a finales de agosto en compañía de su doncella y de Phoenix. Qué gusto que todo su círculo estuviera fuera de Londres. Tenía su casita solo para ella, con la única compañía del ama de llaves y de la doncella. El mero hecho de estar sola en aquel entorno era maravilloso, y hacía que el propio entorno pareciese mucho más fantasmagórico. Todo lo que había sido real para ella se estaba volviendo fantasmagórico; hasta su pequeña sala de estar se había convertido en el espectro de una habitación, que pertenecía a los muertos que la habían conocido, o a todas las generaciones de muertos que habían dado vida a esa habitación, que la habían creado a partir de sus extraños deseos domésticos. En ella esos deseos se habían agotado de repente, apagados como una luz que de pronto se extingue. Y entonces vio que su tenue y delicada habitación, con su pequeño jarrón de ágata verde, sus dos pájaros de porcelana y sus mullidas sillas redondas, se había vuelto algo fantasmagórico, como si fuese una estancia que se exhibiera en un museo. Le dieron ganas de pegar etiquetas en los muebles: “Chaise longue de lady Louise Carrington, utilizada por última vez en agosto de 1923”. No para beneficio de la posteridad, sino para sacar a su propio ser de allí y entrar en otro mundo, en otro plano de la existencia.
“Mi casa, mi casa, mi casa, ¿cómo me puedo haber dedicado tanto a ella?”, se repetía para sus adentros una y otra vez. Era como uno de sus sombreros viejos, descubierto de pronto guardado con toda pulcritud en una antigua sombrerera. No había cosa más horrible que un sombrero “a la moda” viejo.
Lewis fue a verla y se sentó en aquella habitación, en una de sus delicadas sillas de color malva, con los pies sobre una delicada alfombra antigua de Turquestán, y ella solo pudo quedarse perpleja. El hombre llevaba puestas las polainas de cuero y los pantalones de montar caqui, como de costumbre, así como una camisa azul desteñida. Pero se había recortado la barba y el pelo, y estaba aseado. Tenía cierto aire distinguido, cierto brillo sutil que, pese a las bastas botas, no lo hacía parecer en absoluto bruto o vulgar entre aquellos sedosos muebles orientales. Más bien conseguía que la exquisita sensualidad asiática de sus antiguas alfombras y de sus figuras de blanca porcelana china resultara aburrida. ¡La belleza! ¿Y qué era la belleza?, se preguntó ella. Tanta exquisitez oriental era como unas flores marchitas a las que había llegado el momento de tirar a la basura.
Lou comprendió ese arrebato transitorio de su madre por casarse con él. Era esa actitud distante suya, que aceptaba una parte del destino que la gente era incapaz de aceptar. Había algo en su interior que aceptaba algún misterio del destino que lo hacía eterno. No le importaban las personas ni lo que pasara. A su extraña manera, era un aristócrata cuya nobleza hacía que fuese inaccesible para los demás. Pero se trataba de la aristocracia de los poderes invisibles, de las fuerzas superiores, y no tenía nada que ver con la sociedad humana.
—No será cierto eso de que quiere dejar a St. Mawr e irse como dice, ¿verdad? —le preguntó Lou.
Él la miró fijamente con sus ojos gris pálido sin contestar, ya que no sabía qué decir.
—Mi madre me ha contado lo que le dijo, pero no le importa, dice que está usted totalmente en su derecho. Lo aprecia de verdad. Pero tampoco podemos dejar que nuestros aprecios nos lleven a hacer cosas que están más allá de nuestro alcance, ¿no le parece? Eso haría que todo pareciese irreal. Tiene que venirse con nosotras y con St. Mawr a América. Le necesitamos.
—No quiero sentirme incómodo —dijo él.
—Pues no lo esté —sonrió ella—. Yo odio las situaciones irreales, creo que ya no las aguanto más. Y la mayoría de los matrimonios son situaciones irreales. Pero, dejando aparte cualquier exceso por nuestra parte, a usted le gusta estar con mi madre y conmigo, ¿no?
—Sí. Y aprecio a la señora Witt, pero no…
—Sí, ya lo sé. No se preocupe, que no volverá a pasar nada de eso.
—Es que, lady Carrington —añadió él algo acalorado—, por naturaleza no me va eso de casarme. Me sentiría como si me estuviera vendiendo.
—¡Vaya! ¿Y por qué no le va eso de casarse?
—Es que no me siento yo mismo después de estar con mujeres —dijo en voz baja mirándose las manos—. Me quedo hecho un lío. Estoy mejor solo porque… —levantó la cabeza con fuego en los ojos—, porque las mujeres solo quieren que caigas a sus pies para que ellas se sientan todopoderosas y tú muy pequeño.
—¿Y no le gusta sentirse pequeño? —dijo ella sonriendo de nuevo—. ¿Ni quiere que ellas caigan a sus pies?
—No, no —contestó—. Yo no quiero nada, nada de nada.
—¡Pobre madre! —exclamó Lou—. Cree que, si siente algo por un hombre, la cosa tiene que acabar en matrimonio o algo así. Está muy equivocada, de eso no me cabe la menor duda. Creo que usted, Phoenix, mi madre y yo podríamos vivir en algún lugar remoto y salvaje y ser muy felices, siempre que no empezáramos a liarlo todo con tonterías de matrimonio o amor. Creo que hemos llegado a un punto en el que los hombres y las mujeres nos hemos hecho tanto daño los unos a los otros que deberíamos permanecer separados hasta que aprendamos a ser amables de nuevo. Nada de pasiones forzadas y aventuras amorosas destructivas. Los hombres y las mujeres tienen que separarse hasta que vuelvan a sentir afecto entre sí. Ahora lo único que hacen es pelear cada uno por lo suyo, disfrazándolo de ternura.
—¡Querida! ¡Cariño! ¡Sí, amor mío! —dijo Lewis en tono burlón con una leve sonrisa de desprecio.
—Exactamente. Cuanto más se odia la gente, más se dice “cariño”.
Lewis asintió, mirándola con una repentina expresión de tristeza en los ojos. Su boca se torció en una mueca de extraña amargura. Pero incluso entonces seguía igual de estático y lejano.
Entró el ama de llaves y anunció a lady Laura Ridley. Para Lou fue como una bofetada en la cara. Se levantó precipitadamente, como también lo hizo Lewis, que se dirigió hacia la puerta.
—No se vaya, Lewis, por favor —dijo ella justo antes de que apareciese Laura Ridley en el umbral. Era unos cuantos años mayor que Lou, pero parecía más joven. Podría haber pasado por una chica tímida de veintidós años, con su cutis fresco, su actitud titubeante, sus grandes y asustados ojos pardos y su melena suelta.
—¡Hola! —dijo la recién llegada—. ¡Qué sorpresa que hayas vuelto! Te vi en Paddington.
A esos agudos ojos no se les escapaba nada.
—Creía que todo el mundo estaba fuera —dijo Lou—. Este es el señor Lewis.
Laura lo saludó con una ligera inclinación de cabeza y se sentó en el borde de una silla.
—No —contestó—. Fui a Irlanda a ver a mi familia, pero ya he vuelto. Prefiero Londres cuando puedo estar más o menos sola. Se me ha ocurrido pasar un momento a verte antes de que te vuelvas a marchar. A Escocia, ¿no?
—No, mi madre y yo nos vamos a América.
—¡A América! Creía que era a Escocia.
—Íbamos a ir, pero ha surgido un imprevisto y tenemos que marcharnos a Estados Unidos.
—¡Ah! ¿Y qué va a hacer Rico?
—Va a seguir más tiempo en Shropshire. ¿No te enteraste de su accidente?
Lou le hizo un breve resumen.
—¡Qué horror! —exclamó Laura—. Pero lo sabía. Tuve una premonición cuando vi a ese caballo. Nosotros tuvimos un caballo que mató a un hombre, y mi padre se tuvo que deshacer del animal. Claro que el nuestro era una yegua, y el vuestro es un joven macho.
—Me temo que ya esté maduro del todo.
—Sí, me acuerdo, tienes razón. ¡Pero qué horror! Supongo que no irás a montar por Rotten Row. Qué horror de gente la que monta allí hoy en día. Mira que es horrible la gente. De verdad, cuando veo a esos caballos cruzando Hyde Park Corner un día de lluvia, resbalándose y cayéndose sobre los adoquines y rompiéndole la crisma a los jinetes… Lo digo en serio.
A continuación pidió más detalles de Rico.
—Bueno, supongo que lo veré cuando venga —añadió Laura—. Pero lamento mucho que te vayas. Te voy a echar de menos. Claro que tampoco estarás mucho tiempo allá. La gente solo se queda en América el tiempo justo.
—Creo que por lo menos todo el invierno —contestó Lou.
—¿Todo el invierno? ¿Tanto? Pues cuánto lo lamento. Eres de las poquísimas personas con las que se puede hablar de verdad. Resulta sorprendente la poca gente auténtica que queda, y cada vez menos. Estuve quince días con mi familia, y la mitad de ese tiempo lo pasé en la cama. Fue horrible. La forma en que tratan de quitarle a una la vida, de verdad, y todo porque no quieres ser como ellos y bailar a su son. Sencillamente me negué y me marché.
—Pero tampoco te puedes apartar de ellos del todo —le dijo Lou.
—No, supongo que no. Hay que tratarse con alguien. Afortunadamente aún tengo unos cuantos amigos artistas, que son la única gente auténtica… —Miró llena de curiosidad a Lewis y, con una ligera e impertinente sonrisa de elfo en su virginal rostro, preguntó—: ¿Es usted artista?
—No, señora. Soy mozo de cuadra.
—Ah —dijo ella mirándolo de arriba abajo.
—Lewis es el amo de St. Mawr —explicó Lou.
—¡De ese caballo horrible! —Hizo una breve pausa, tras la que se volvió a dirigir a Lewis con esa leve sonrisa ligeramente condescendiente, impertinente y coqueta—: ¿Y no le da un poco de miedo?
—No, señora.
—¿De verdad? ¿Y siempre consigue dominarlo?
—Casi siempre. Él me conoce.
—Claro, supongo que esa es la clave.
Lo miró de arriba abajo una vez más y volvió a concentrar toda su atención en Lou.
—¿Qué has pintado últimamente? —le preguntó esta. Laura no era mala pintora.
—Bah, casi nada. Me cuesta mucho ponerme. Estoy pasando una de mis malas rachas.
En ese momento Lewis se levantó y miró a Lou.
—Vale, vuelva después de comer y terminaremos los preparativos.
Laura observó a aquel hombre, mientras este se deslizaba fuera de la habitación, como si sus ojos fuesen taladros que pudiesen penetrar en los secretos de él. En el transcurso de la conversación, dijo de pronto:
—Qué hombrecillo más curioso.
—¿Quién?
—El mozo que se acaba de ir. Muy curioso, con esos ojos tan peculiares. No me extrañaría nada que tuviese poderes psíquicos.
—¿Qué clase de poderes psíquicos? —preguntó Lou.
—Qué pudiese ver cosas. Y también puede que tenga poderes hipnóticos.
—¿Qué te hace pensar eso?
—No sé, me ha dado esa impresión. Es muy curioso. Seguramente hipnotiza al caballo. Por cierto, ¿vas a dejar al caballo aquí, en los establos?
—No, me lo llevo a América.
—¡Qué te lo llevas a América! ¡Vaya!
—Ha sido idea de mi madre. Cree que nos podría servir de semental en un rancho. Ya sabes que seguimos interesadas en adquirir un rancho en Texas.
—¡Claro! Sí, probablemente será muy valioso para mejorar la raza de los caballos de allí. Mi padre tiene algunos caballos de caza preciosos. Es una pena que nunca me dejara montar.
—¿Por qué?
—Porque, para él, las chicas no importábamos. Así que te vas a llevar el caballo a América. ¿Con el hombrecillo?
—Sí, es casi imposible controlar a St. Mawr sin él.
—Vaya, vaya. Así que la señora Witt, el hombrecillo y tú solos. Seguro que descubres que tiene poderes psíquicos.
—Me temo que no soy muy buena descubriendo cosas —dijo Lou.
—¿No? Sí, supongo que tienes razón. Yo sí. Tengo un don, como si oliese las cosas. Entonces el caballo ya está aquí, ¿no? ¿Cuándo sale el barco?
—Mi madre está buscando un buque de carga que nos lleve a Galveston, en Texas, con el caballo. Conoce a gente que nos lo puede encontrar, pero eso lleva su tiempo.
—¡Qué forma más agradable de viajar, mucho mejor que en uno de esos trasatlánticos enormes! Son horribles, tan vulgares. ¡Y los llaman palacios flotantes! Y si no la gente que viaja en ellos… Sí, creo que es una forma mucho mejor de viajar, en un buque de carga.
Laura quiso ir a las caballerizas a ver a St. Mawr, así que fueron las dos juntas.
St. Mawr estaba en su cercado, resplandeciente y tenso como de costumbre.
—¡Sí! —exclamó Laura Ridley con un ligero silbido—. Sí, es un animal muy hermoso, con esas patas perfectas —añadió mientras lo examinaba con sus ojos de taladro—. Casi me da pena que se vaya de Inglaterra. Necesitamos esos huesos perfectos. ¡Pero esos ojos! ¿No te parece que tiene algo en la mirada?
—Yo nunca le veo ninguna maldad —dijo Lou.
—¿Que no se la ves? —Laura tenía un ligero siseo en su forma de hablar, una especie de convencimiento aristocrático en su forma de articular que sacaba a Lou de quicio—. Pues a mí me parece muy malvado.
—No es ruin —explicó Lou—. Nunca te haría nada ruin.
—¿Ruin? No, no creo. No, no lo es, ya que siempre avisa. Su mirada dice “¡cuidado!”. Pero ¿verdad que es una hermosura? —Lou notó su peculiar veneración por la raza y cualidades de St. Mawr; a ella, por su parte, lo único que le importaba era el propio caballo, su verdadera naturaleza—. ¿No es curioso que nunca se pueda conseguir un animal verdaderamente perfecto y satisfactorio? —prosiguió Laura—. Siempre tienen algo malo. Y los hombres también. ¿Verdad que resulta curioso? Siempre hay algo malo, o falta algo. ¿Por qué será?
—No lo sé —contestó Lou. Ya no podía aguantar más aquello, y se alegró cuando Laura por fin se marchó.
Los días transcurrieron lenta y tranquilamente, al estar Londres casi despejado de las amistades de Lou. La señora Witt estaba ocupada arreglando toda clase de papeles y permisos. ¡Cuánto lío! Seguía teniendo la misma mirada combativa, pero había algo oscuro y amargo en torno a su nariz que sorprendió a Lou.
Las dos querían irse; se sentían como si ya hubiesen volado en espíritu y fuera un incordio haber dejado el cuerpo atrás.
Al fin todo estuvo listo: solo les quedaba esperar a que llegase el telegrama informándoles de cuándo zarparía el carguero. Los baúles aguardaban ya hechos, como grandes piedras cerradas para siempre. La casa de Westminster parecía un mero esqueleto. Rico escribió y telegrafió unas cariñosas misivas, pero que rezumaban una sensación de implacable esfuerzo más que de verdadera ternura. Su postura era inamovible.
Entonces llegó el telegrama avisando de que el barco estaba listo para zarpar.
—Ya está —dijo la señora Witt como si se tratase de una sentencia de muerte.
—Tienes un aspecto raro, madre.
—Me siento como si no me quedase ni gota de fuerzas.
—Volverás a ser tú en cuanto nos vayamos.
—Es posible.
Al fin y al cabo, solo había que hacer unas llamadas telefónicas. El hotel, los mozos de equipaje y los taxistas se encargarían del resto.
Era un día gris y nublado, e incluso frío. Madre e hija iban sentadas en un helado vagón de primera clase viendo la pequeña campiña de Hampshire pasar: a ambas les pareció pequeña, vieja e irreal, mientras se desvanecía como un sueño del que solo quedan breves rastros en la consciencia. ¿Otoño? ¿Eso era el otoño? ¿Eran ésos árboles, campos, pueblos? Solo parecían los restos de un sueño sin sustancia que se esfumaba.
Llovía en Southampton; todo fue un caos hasta que subieron a bordo de un pulcro barco y fueron recibidas por un joven y pulcro capitán, bastante amable y caballeroso. No obstante, la señora Witt casi ni lo miró, sino que bajó al camarote y se tumbó en su litera.
Mientras yacía allí oculta, notó que los motores se ponían en marcha y supo que comenzaba el viaje, pero permaneció inmóvil. Vio las nubes y la lluvia y se negó a ser molestada.
Lou comió con el joven capitán y se sintió en la obligación de coquetear un poco. Era un joven muy cortés y atento, pero ella prefería con mucho estar sola.
Más tarde se sentó en cubierta y vio pasar la isla de Wight entre sombras, bajo una brumosa lluvia. No sabía que era la isla de Wight; para ella tan solo se trataba del último pedazo de las Islas Británicas. Lo vio desaparecer, y con él su vida, que se desvanecía como un coágulo de sombras entre una bruma de vacío. No sentía nada, ni por Rico, ni por su casa de Londres, ni por nada. Todo se desvanecía bajo una cortina de llovizna gris, y ella no sentía nada.
Entraron en el Canal de la Mancha y notaron el lento balanceo del mar. Y, al poco, un leve viento deshizo las nubes y el cielo comenzó a aclararse. A mitad de la tarde, lucía un soleado verano en las azules aguas del canal. Y pronto, cuando el barco se dirigía a Santander, apareció la costa de Francia con sus rocas centelleantes, como si pertenecieran a un mundo mágico.
¡Un mundo mágico! Y detrás de él el París de la posguerra que Lou conocía tan bien y que la deprimía profundamente. O el Montecarlo de la posguerra en una Riviera que resultaba aún más deprimente que París. No, no, no había que desembarcar, ni siquiera en costas mágicas. De lo contrario, a los cinco minutos se encontraría en una estación de tren y en un “centro de civilización”.
La señora Witt odiaba el mar y solía hacer las travesías tumbada en su litera. En ella estaba en esos momentos, callada, cerrada como una trampa de acero, como en su tumba. Ni siquiera leía. Tan solo permanecía tumbada y contemplaba el cielo pasar. Lo único que se podía hacer era dejarla en paz.
Lewis y Phoenix pasaban el rato apoyados en la barandilla sin perder detalle de nada, o bajaban a ver a St. Mawr, o charlaban en la puerta de la cabina del telegrafista. Lou le rogó al capitán que les diera algo que hacer.
Una sensación extraña y transitoria de irrealidad se apoderó de ella mientras el barco atravesaba el enorme y pesado Atlántico. El tiempo era bastante malo, y Lou pensó, como había hecho en otras ocasiones, que aquel gris océano, rapaz y despiadado, odiaba a las personas y al humeante paso de sus barcos. Pesadas olas grises, cielos encapotados, lluvia, tardes amarillentas y extrañas con retazos de sol; así todo el tiempo. Hasta que llegaron más al sur y se adentraron en la corriente que iba hacia el oeste. Entonces comenzaron a tener buen tiempo y aguas azules.
¡Ir al sur! Siempre al sur, lo más lejos posible de los horrores árticos. Eso decían a Lou sus instintos. Huir de las garras de los cielos grises, de la pertinaz lluvia, de la lenta nieve que lo cubría todo. No volver a ver el barro, la lluvia y la nieve de los inviernos del norte, ni sentir la tensión idealista y cristianizada de ese norte ya irreligioso.
Cuando se acercaban a La Habana, y el agua refulgía como el fósforo en la noche, y los peces voladores surgían como gotas de brillante agua de las enormes y escurridizas olas, la señora Witt salió del camarote. Todavía tenía aquel gesto callado y mortecino en el rostro, pero se paseó por cubierta y mostró al menos algo de interés por los asuntos ajenos. Allí, en el mar, casi no se acordaba de que St. Mawr, Lewis y Phoenix existían. Ni siquiera era muy consciente de la existencia de Lou. Pero, por supuesto, volvería a la normalidad en cuanto llegaran a tierra.
Pasaron ante el castillo y entraron, alejándose del mar tan azul y bajo un ardiente sol, en el puerto de La Habana. Había mucho movimiento de barcos, y aquello ya era América. La señora Witt insistió en que Lou y ella desembarcaran inmediatamente. Se montaron en un coche y se dirigieron al gran bulevar que es el centro de la ciudad. Allí vieron una larga fila de coches listos para llevar a un par de cientos de turistas estadounidenses a hacer una excursión más. Allí estaban los turistas, todos con distintivos en las chaquetas, por si se perdían.
—Se emborrachan tanto de noche —les explicó su conductor en español, con una sonrisa sardónica— que la policía los encuentra tirados en la calle, y entonces les dan la vuelta, les miran el distintivo y los llevan a su hotel.
Lou y su madre comieron en el Hotel d’Angleterre, donde la señora Witt observó petrificada a una pareja de compatriotas suyos, un corpulento triunfador y su esposa, almorzando en el extranjero. Tomaron cócteles, después langosta, y una botella de vino blanco, y otra de champán, y media de oporto, hasta que la señora Witt se levantó a toda prisa cuando llegaron los licores. El triunfador y su esposa no habían parado de beber de forma deliberada y aparentemente sin disfrutarlo, pero diciendo para sí: “Ahora estamos bebiendo vino del Rhin, ahora estamos bebiendo champán de la cosecha de 1912. Sí, sí, mucha Ley Seca, pero conmigo no podéis”. Sus semblantes se iban tornando cada vez más refulgentes. La señora Witt huyó temiendo una debacle en La Habana, pero no dijo nada.
Por la tarde fueron en coche al campo a ver los grandes jardines de las cerveceras y las villas del nuevo barrio residencial, y recorriendo los caminos, pasaron por las viejas plantaciones en decadencia, llenas de palmeras. En uno de los caminos se encontraron con los cincuenta coches que llevaban a los doscientos turistas, todos con distintivos en el pecho y caras de satisfacción. La señora Witt los observó en silencio con expresión adusta.
—Plus ça change, plus c’est la même chose [cuanto más cambian las cosas, más sigue todo igual] —dijo Lou con una sonrisilla maliciosa—. On n’est pas mieux ici [aquí no se está mejor], madre.
—Ya lo sé —afirmó la señora Witt.
Los hoteles junto al mar estaban todos cerrados; todavía no era “temporada”. No abrían hasta noviembre, cuando La Habana se convertiría en una ciudad estadounidense llena de las hojas verdes de los billetes de dólar. Las hojas verdes de la prosperidad estadounidense que caían sin reparos de las ramas de los turistas que deambulaban por esa ciudad de sol y alcohol. Hojas verdes que se abrirían en Pittsburgh y Chicago para terminar cayendo en invierno sobre La Habana.
Madre e hija tomaron el té de nuevo en un rincón del Hotel d’Angleterre, y después volvieron al barco.
El Golfo de México era azul y ondulado, con el fantasma de las islas más al sur. Grandes marsopas giraban y saltaban delante del barco en las claras aguas, sumergiéndose y viajando en una perfecta armonía de movimiento recto, con la punta del barco tocando la de sus colas, para después volver a girarse en tirabuzón y mostrar sus panzas antes de desaparecer. ¡Maravilloso! ¡La belleza y fascinación de la naturaleza! ¡El horror de la vida antinatural del hombre y aquel amasijo que era su civilización!
Los peces voladores salían a raudales del mar con un movimiento plateado, casi transparente. Con tanto azul arriba y abajo, el golfo parecía un lugar silencioso, vacío, eterno, al que el hombre no podía llegar. Y Lou volvió a sentirse fascinada por el encanto del universo.
Pero ¡pumba! De pronto su madre y ella estaban de nuevo en un hotel de categoría, llamando por teléfono para que fuera el botones y les llevara agua helada. Y pronto se encontraron en el coche cama de un tren, camino de San Antonio.
Era Estados Unidos, era Texas. Estaban en su rancho, en la gran llanura de áureo otoño, con el vasto cielo sobre sus cabezas. Y, después de todo, en el amplio y cálido cielo y en la ancha y cálida tierra roja, sí que había algo nuevo, algo que no estaba manido. Lou se sentía dichosa.
Y estaban los texanos, gente alta y rubia con una alegría y confianza ingenua, infantil, como si el hecho de que fuera la primera vez que los vieses no significara nada teniendo en cuenta que llevabais toda la vida viviendo juntos en la misma estancia, de manera que no había secretos entre nadie. Esa única estancia era el simple rancho del mundo que todos habitamos. Una alegría extraña y espontánea que parecía venir a llenar el vacío de la incomprensión total.
Partían en sus vehículos, la mayoría altos coches Ford que traqueteaban por los senderos entre girasoles amarillos, o hierba achicharrada, o algodón seco, mientras se alejaban en dirección a las grandes extensiones y levantaban alegremente una nube de polvo apresurado. Dejaban a Lou atónita de la sorpresa. Pero la dejaban alegre, no deprimida. Los viejos tornillos de la emoción y la intimidad que con tanta fuerza habían sido fijados en ella cayeron allí de sus agujeros. Aquel sentido texano de la intimidad no le molestaba en lo más mínimo, por más que en un primer momento le chocase por excesivo. Y había cierta temeridad interior, incluso cierto estoicismo en toda aquella gente en apariencia infantil que dejaba libre a uno. Podían parecer infantiles, pero en realidad solo dependían, de una manera estoica, de sí mismos. No como en Inglaterra, donde todos los hombres esperaban echar sobre ti su propia carga.
St. Mawr llegó sano y salvo y un tanto desconcertado. Los texanos lo examinaron atentamente, atónitos como siempre ante algo puro y hermoso. De algún modo, resultaba demasiado hermoso y perfecto para aquel vasto país. Los caballos texanos, de largas patas y elaboradas sillas, parecían más naturales.
Hasta el propio St. Mawr se sentía raro, como si estuviese desnudo y todos lo señalasen, en aquel tosco lugar. Era como una joya entre pedruscos, quizá como una margarita entre puercos. Pero los puercos no eran tontos. Sabían distinguir una margarita de un grano de maíz, y un grano de maíz de una margarita. Y sabían qué querían. Margaritas cuando lo que querían eran margaritas, aunque más que otra cosa querían maíz, lo cual venía a demostrar su sentido común. Veían muy bien lo que St. Mawr pretendía decirles, pero tampoco hacía falta que hilara tan fino, o no conseguiría atravesar la dura piel de aquel país.
Un vaquero lo montó. Tan solo le echó una suave piel sobre el lomo, saltó encima y partieron por el sendero rojo levantando una nube de polvo entre el amarillo alto y salvaje de los girasoles bajo el ardiente sol. Después regresaron con la misma precipitación, y el hombre desmontó.
—Es todo un caballo, ya lo creo —dijo.
Y al caballo pareció gustarle que lo tratasen con tan pocos miramientos. Lewis observó todo aquello sorprendido y con algo de envidia.
Lou y su madre se quedaron dos semanas en el rancho. Todo era raro: tan crudo, tan basto, tan fácil, tan artificialmente civilizado y tan carente de sentido… Lou no conseguía sobreponerse a la sensación de que nada tenía sentido. Nada tenía visos de realidad. Ninguna conciencia bajo la superficie, ningún significado en nada salvo en lo obvio, en lo ostensiblemente obvio. Era como la vida reflejada en un espejo; desde el punto de vista visual resultaba muy vívida, pero no había nada detrás. O como un cinematógrafo: formas planas idénticas a las de las personas, pero sin ninguna sustancia real, moviéndose rápidamente entre conversaciones, emociones y actividad; todo plano sin nada detrás, sin ninguna conciencia más profunda. Así se lo parecía a Lou.
Uno iba de sueño en sueño, de fantasma en fantasma. Pero, al menos, aunque esa vida texana no tuviera entrañas, tampoco podía devorar las tuyas. En eso era mucho mejor que Europa.
Lewis estaba taciturno y bastante despechado. St. Mawr ya se había insinuado a la yegua texana del capataz, de largas patas, arqueado cuello y brillante crin. Y al capataz le parecía bien.
¡Qué mundo!
La señora Witt lo contemplaba todo con perspicacia, pero se negaba a participar. A Lou le asustaba un poco la vacuidad de todo y su propia conciencia, extraña y fantasmagórica. Vaqueros tan conscientes de sí mismos como Rico, pero mucho más sentimentales y, en su interior, imprecisos e irreales. Vaqueros que seguían a sus vacas en coches negros de la casa Ford y veían a lady Carrington aparecer ante ellos como las elegantes jóvenes del Este aparecían ante los nobles vaqueros de las películas o de las novelas de Zane Grey. Todo era psicología cinematográfica.
Pero, al mismo tiempo, esos muchachos llevaban una vida muy dura, a menudo peligrosa y horripilante. Aun así, en su interior se sentían héroes de película. El propio capataz, un hombre de más de cuarenta años, alto, delgado, fibroso y con gran energía, se lucía ante ella de un modo silencioso y contundente, y durante esos instantes vivía en su imaginación de la impresión que creía provocar en ella.
Así pues, allí estaban, coloreados como la sobrecubierta de un libro de Zane Grey, todos viviendo en el espejo de la imagen que daban a los demás.
Pero, al mismo tiempo, hacían su trabajo con energía, coraje y agallas llenas de estoicismo, aguantando lo que hubiera que aguantar.
Todo aquello dejaba a Lou atónita. Y, a la vista de esa vida extraña y alegre en el espejo —un espejo bastante barato—, Inglaterra comenzó a parecerle de nuevo real.
Así que tuvo que recordarse a sí misma en Inglaterra. Y no, desde luego que no, Inglaterra tampoco era real, salvo en el sentido más ponzoñoso.
¿Qué era real? ¿Qué había bajo el sol que fuese real?
Su madre se había vuelto muda y, al parecer, inaccesible. Phoenix estaba tranquilo y animado, más o menos de vuelta a su forma de ser. Lewis estaba un tanto impresionado por la vacuidad de todo, por la falta de concentración. Y St. Mawr seguía como un corderito las pezuñas de la negra yegua texana de largas patas del capataz.
¿Qué se podía hacer con todo aquello, por Dios bendito?
Al cabo de poco tiempo, Lou ya no pudo soportar ese tipo de vida en un escenario cinematográfico, con ese impulso mecánico de “hacer las cosas bien”, es decir, de ganar dinero para que todo siguiese en marcha. La obligación mística de “hacer las cosas bien”, que significaba conseguir que el rancho pagara un buen interés a los propietarios a cambio de su inversión. La propia Lou era uno de los propietarios, y el interés que le había llegado, a través del testamento de su padre, era el dinero que se había gastado en comprar a St. Mawr y en arreglar la casa de Westminster. Y también estaba la obligación mística de “sentirse bien”. Todo el mundo tenía que sentirse bien. “¿Qué tal está, señor Latham?” “Bien.” “¿A qué se está muy bien aquí, lady Carrington?” “Sí, muy bien.” Lou siempre lo decía con la misma convicción categórica. Era Coué [teoría de autogestión sistemática] todo el rato.
—¿Vamos a quedarnos aquí mucho tiempo, madre? —le preguntó.
—El tiempo que tú quieras, ni un día más. Estoy aquí por ti.
—Pues entonces vayámonos.
Dejaron a St. Mawr y a Lewis, pero Phoenix quiso acompañarlas. Así que fueron en coche hasta San Antonio, cogieron el tren y viajaron hasta El Paso. Allí cambiaron de tren rumbo al norte. Al menos Santa Fe les resultaría “fácil”, y la señora Witt conocía gente allí.
La fiesta había terminado en Santa Fe: los indios, mexicanos y artistas ya habían cesado en su gran esfuerzo de atraer y entretener a los turistas. “Bienvenido, señor turista”, se leía en un enorme cartel a un lado de la carretera. Y al otro lado, más cerca de la ciudad, había otro que rezaba: “Gracias, señor turista”.
—Plus ça change… —comenzó a decir Lou.
—¡Ça ne change jamais, salvo a peor! —exclamó la señora Witt como un pistoletazo.
Lou no se alteró, se limitó a suspirar y a pensar: “Bienvenida también, señora o señorita turista”.
Últimamente no había forma de sacarle una palabra a la señora Witt, mientras que Phoenix se estaba volviendo casi locuaz.
Pasaron algún tiempo en Santa Fe, en un hotel “hogareño”, limpio y acogedor en el que “cada habitación disponía de su propio baño”. Un baño blanco e inmaculado con agua muy caliente día y noche. Los turistas y los viajantes de comercio se sentaban en el gran hall de entrada, mientras vivían todos en el espejo. Y, por supuesto, todos conocían perfectamente a lady Carrington, y esperaban que ella los conociese también a la perfección. Pues el único objeto de un espejo es reflejar imágenes.
Durante dos días madre e hija comieron en la pringosa intimidad del comedor. Después la señora Witt decidió retirarse a sus aposentos, y encargó por teléfono que le subieran todas las comidas a su habitación. Cada vez se fue quedando en la cama hasta más tarde, como había hecho en el barco. Lou comenzó a inquietarse. Estaba peor que en Europa.
Phoenix seguía allí, como una especie de criado mitad amigo, mitad sirviente. Se le veía muy feliz, moviéndose entre los mexicanos y los indios, hablando en español todo el día y contándoles cosas de Inglaterra y de sus dos señoras, para así darse importancia.
—Me temo que tenemos Phoenix para rato —dijo Lou.
—No, si no queremos —replicó la señora Witt con indiferencia, tras lo que cogió una novela que, pese a que no le apetecía, iba a leer.
—¿Qué vamos a hacer después, madre? —preguntó Lou.
—Por lo que a mí respecta, no hay después —contestó la señora Witt.
—¡Vamos, madre! Si estás tan mal, vayámonos a Italia o a donde sea.
—No pienso volver a cruzar ese océano nunca más. He vuelto a casa a morir.
—Yo no acabo de ver del todo el hotel González de Santa Fe como un hogar.
—Claro que no. Pero es un lugar tan bueno como cualquier otro para morir.
—¡No digas tonterías, madre! ¿Buscamos otro sitio donde podamos estar solas?
—Eso es cosa tuya, Louise. Yo ya he tomado mi última decisión.
—¿Y en qué consiste, madre?
—En no volver nunca jamás a tomar otra decisión.
—¿Ni siquiera la decisión de morir?
—No, ni siquiera esa.
—¿O la de no morir?
—Tampoco.
La señora Witt se cerró como una trampa, y ese día se negó a levantarse de la cama.
Lou fue a consultar a Phoenix. Como resultado, ambos salieron a buscar algún rancho pequeño que estuviese en venta.
Era otoño, la época más encantadora en el suroeste, en el que no hay primavera y la nieve cae sobre el cálido regazo del verano; y tampoco hay verdadero verano, ya que el granizo de las tormentas cae en gordos trozos de hielo; ni siquiera hay un invierno muy definido, pues el ardiente sol derrite la nieve y proporciona un aspecto primaveral en cualquier momento. Pero sí que hay otoño, cuando los vientos del desierto quedan inmóviles y las montañas no desprenden nubes. La mañana llega fría y delicada sobre los girasoles salvajes y los abombados arbustos de vidrillo, cubiertos de flores amarillas. Pues el desierto florece en otoño. En primavera todo es cenizas grises, y solo el fuerte aliento del sol de verano y la fuerte salpicadura de la lluvia de una tormenta consiguen al fin, hacia septiembre, tornarla en un cálido y áureo fuego.
En una delicada mañana así fue cuando Lou partió en coche con Phoenix hacia las montañas para ver un rancho que un mexicano quería vender. De momento, y por poco tiempo, las altas montañas se habían quedado sin nieve, que volvería al cabo de una quincena, y lucían tenues y delicadas entre la bruma otoñal. El desierto se extendía pálido, tan pálido como el cielo, pero también plateado y seco, con cúmulos y largas alas de sombras, como el reflejo de algún gran pájaro. Esas mismas sombras aguileñas se reflejaban como toscas pinturas de esa ave sobre las montañas, en las que los álamos se estaban volviendo amarillos. De momento, durante ese breve instante, el paisaje de desierto y montañas había perdido su decidida crueldad y parecía gentil y soñador. Y muchos, muchísimos pájaros surcaban el cielo.
Lou y Phoenix fueron dando botes, llenos de dudas, a lo largo de un interminable sendero. A continuación bajaron por un profundo cañón hasta que el coche comenzó a subir, subir, subir, dando largos tirones irregulares y desoladores. El camino era malo, y conducir no era ninguna broma. Pero era el tipo de camino al que estaba acostumbrado Phoenix, así que siguió impasible y atento mientras bullía el motor. En ese país podía ser él mismo: impasible, distante, satisfecho consigo mismo y decidido aunque silencioso. Se controlaba a cada momento, pero incluso entonces seguía estando seguro de sí. No veía ninguna diferencia entre la señora Witt o Lou y él, salvo por el hecho de que ellas tenían dinero y él no, pero él poseía una importancia autóctona de la que ellas carecían. Él las necesitaba para conseguir dinero, y ellas a él para poder sobrevivir en el Oeste. En su interior era tan bueno como ellas, cuya única ventaja era el dinero.
Lou sintió todo eso mientras iba sentada junto a él en el asiento delantero del coche, que pegaba menos botes. Sintió cierta arrogancia agresiva en él, como si estuviese reafirmándose para poder imponerle algo. Quería que ella le permitiera insinuársele, que le dejara proponerle que deberían ser amantes y, al final, se casarían y así él estaría en igualdad de condiciones con ella y su madre.
A cambio, él la cuidaría, le daría todo su apoyo y aprobación de hombre y actuaría como enlace entre el mundo y ella. En ese sentido le sería fiel y leal, pero todo lo concerniente a otras mujeres, mexicanas o indias, no era asunto de ella. Casarse con ella sería un pacto entre dos extraños por el bien de ambos, y él cumpliría su parte. Pero su ser más íntimo de macho depredador extranjero no tenía nada que ver con ella, no pertenecía a su ámbito. Ella era una de esas mujeres blancas nerviosas con mucho dinero, y también muy agradable. Pero como squaw, como mujer de verdad envuelta en un chal a la que buscaban los hombres para pasar una noche de placer, apenas contaba. Era una de esas mujeres blancas que decían cosas inteligentes y sabían lo mismo que los hombres. No podía esperar que un macho medio salvaje la reconociera como su equivalente femenino. No. Ella tenía los dólares y toda la parafernalia de la civilización del hombre blanco, con la que podía jugar un salvaje para escapar del hastío. Pero ¿su verdadero equivalente femenino? Phoenix se habría limitado a encogerse de hombros, al considerar que no valía la pena contestar a esa pregunta. ¿Y cómo podía responder ella al macho fálico que era él? No podía. Pero poseerla sería un inmenso halago para la vanidad y el amor propio del macho. Significaría poseer la misma esencia del sobrecogedor mundo del hombre blanco. Y si ella le dejara poseerla, él le sería fiel en lo que a las apariencias respectaba. El problema estaba en que el macho aborigen y fálico que había en él era incapaz de considerarla mujer. En ese sentido, ella no existía. Había que ser como la india del chal o las mexicanas, con sus voces lastimeras y chillonas, su humildad llorosa y arrastrada, y la oscura mirada de sus grandes y cómplices ojos. Cuando una india lo miraba por debajo de su negro flequillo con una invitación oscura y medio secreta en sus grandes ojos; cuando estaba ante él arropada con el chal con aparente y completa humildad quiescente; cuando le hablaba con un chillido lastimero, como si hasta fuera difícil para su timidez femenina emitir tanto sonido; cuando se marchaba arrastrando los pies, con las piernas bien abiertas a causa de las altas botas de gamuza blanca que escondían unos diminutos pies también blancos, y con el negro pelo recogido y tan lleno de un atractivo contundente pero sutil a la vez; y cuando él recordaba la suavidad casi acuosa de la cálida y oscura piel de la india, entonces era un macho, un macho viejo, reservado y canalla. Pero ante la actitud directa de Lou y su profunda incompetencia sexual, se limitaba a despreciarla en silencio. Y para él, hasta una cocotte [fulana] francesa carecía totalmente de la sexualidad adecuada. Una mujer así no podría atraerlo, ni satisfacer sus instintos furtivos. Él necesitaba lo que le daba la india lastimera y chillona del flequillo negro. Algo furtivo, suave y canalla era lo que de verdad necesitaba.
No obstante, estaba dispuesto a comerciar con su sexualidad —la cual, en su opinión, era lo que toda mujer blanca ansiaba en secreto— por el dinero y los privilegios sociales de aquella. Durante el día disfrutaría de toda la diversión y entretenimiento de los coches, películas, batidos de helado y demás cosas del hombre blanco; por la noche, del calor suave y acuoso de una india o de una mestiza. Esa era la vida que Phoenix quería para sí.
Mientras tanto, si una mujer blanca le proporcionara los privilegios del mundo del hombre blanco, él cumpliría con sus obligaciones junto a ella el tiempo que todo eso durara.
Lou seguía sentada muy quieta junto a él mientras conducía; no era muy buen conductor, rápido y vistoso como algunos hombres blancos, en especial algunos chóferes franceses que ella había conocido, sino que sus movimientos eran por lo general un tanto lentos; allí sentada, ella sabía más o menos todo cuanto él pensaba. Más o menos lo adivinaba al estilo propio de las mujeres. Lo sabía hasta por cierta confianza estúpida que percibía en sus hombros y en sus rodillas.
Pero tampoco lo juzgó con demasiada dureza. En algún lugar muy profundo de su interior sabía que ella también era culpable, y eso la hacía en ocasiones proclive a inclinarse, como mujer, ante la confianza furtiva de aquel salvaje marginal y “cómplice”. Era muy distinto a Rico.
Y sin embargo, ¿lo era de verdad? En su desarraigo, en su dispersión, en su auténtica falta de sentido, ¿era diferente a Rico? Y esa concentración fascinada e infantil en el coche, o en las películas, o en los batidos de helado, ¿era muy diferente a la de Rico? O, al menos, ¿era mejor? Quizá Phoenix fuese más agradable para una mujer, por ese componente infantil.
Y lo mismo pasaba con su convencimiento de que era un macho sexual. Resultaba tan infantil que hasta podría ser excitante para una mujer. Claro que también resultaba muy estúpido, con esos merodeos furtivos por los agujeros creyendo que ella no se daría cuenta. Se creía que sus aventuras sexuales podían permanecer ocultas sin que ella las descubriese.
No, no, Lou no era tan tonta como parecía, al menos tan tonta como le parecía a él. Sabía lo que quería. Quería aliviar la tensión nerviosa y la irritación de su vida, quería escapar de esa fricción que es todo el estímulo de la vida social moderna. Quería estar tranquila. Solo eso, muy tranquila, y recuperar su alma.
Cuando Phoenix suponía que ella estaba buscando algún macho sexual secreto del estilo de él, estaba cometiendo un gran y ridículo error. Hasta la fantasía del bello St. Mawr había desaparecido. Y Phoenix, rondando como una rata sexual por callejones promiscuos. Merci, mon cher! Pues eso era él: una rata sexual en el gran corral del hábitat humano, buscando ratas hembra.
Merci, mon cher! Pero ya estás cogido.
No obstante, ese mismo error de él era un alivio para ella. Era un error que la divertía en lugar de impresionarla. Y el hecho de que una parte de la inteligencia de Phoenix fuese un completo y oscuro vacío, también era un alivio.
En sentido estricto, y tal vez el mejor, era un sirviente. Su propia inconsciencia y limitaciones eran un refugio, igual que uno se refugia entre las limitaciones que suponen cuatro paredes. Los propios y claros límites de la inteligencia de él eran un refugio para ella. La hacían sentirse segura.
Pero esa sensación de seguridad tampoco la engañaba. Era la sensación que una extraía de tener un verdadero sirviente a su lado, un hombre cuyas limitaciones psíquicas le hacían incapaz para ninguna otra cosa salvo servir, y cuyo fuerte flujo de vida natural, al mismo tiempo, le hacía tener la necesidad de hacerlo.
Y Lou, allí sentada, tan quieta y frágil, pero a la vez tan independiente, no había vivido en absoluto y ya no quería engañarse más. No tenía el menor deseo de engañarse y creer que aquel Phoenix podría ser su marido y compañero. Ni el más mínimo deseo. Su cerrilidad era la propia de un sirviente. Ella le estaba agradecida por servirla, y le pagaba un sueldo. Además, le proporcionaba algo que hacer para estar ocupado. En cierto sentido, ella le daba la vida y lo rescataba de su aburrimiento. Había un equilibrio.
Él no podía saber qué estaba pensando ella. Existía cierta afinidad física entre ambos, que su cerrilidad le hacía creer que también era afinidad sexual.
—¡Qué viaje más agradable, usted y yo juntos! —dijo él de repente, volviendo la cabeza y mirándola a los ojos con expresión de entusiasmo, para terminar con una risita absurda.
Lou se dio cuenta de que tendría que haberse sentado en el asiento trasero.
—Pero la carretera es muy mala —dijo ella—. ¿No sería mejor que parase y abriera los lados del capó? El motor está hirviendo.
Con un súbito cambio de interés, él apartó la mirada para observar el termómetro rojo del salpicadero.
—Está hirviendo —dijo, al tiempo que paraba y bajaba del coche con presteza para examinar el motor.
Lou también se bajó y se montó en el asiento trasero, cerrando la puerta con decisión.
—Voy a seguir aquí detrás —explicó—, porque hace un calor infernal ahí delante cuando se calienta el motor. ¿Cree que hay que echarle agua? ¿Lleva en la cantimplora?
—Está lleno —contestó él tras mirar en el interior de la humeante válvula.
—Si quiere, esperamos un poco. ¿Faltará mucho para llegar?
—Quién sabe —dijo él con cierta impertinencia.
Lou volvió a sumirse en el silencio. Se dio cuenta del mucho cuidado que tenía que tener para no relajarse y fomentar la empatía entre ambos y, por así decirlo, volver a apoyarse en Phoenix. Él lo interpretaría como una petición sexual. Quizá no podía evitarlo. Toda la culpa era de ella. Él era obtuso, por su condición de hombre y de salvaje. Solo tenía una interpretación, la del sexo, cuando se le aproximaba cualquier mujer.
Y Lou sabía, con la última gota de clara percepción que le permitían la desilusión y el hastío, que no quería verse envuelta en las promiscuidades sexuales de Phoenix. Solo pensarlo, era un insulto para ella. Con un criado basto y torpe: no, eso nunca. Era buena persona, desde luego, pero no para ninguna intimidad física.
“No, no —dijo para sus adentros—, he hecho mal en sentarme delante con él. Tengo que ir sola. Porque el sexo, el mero sexo, me repele. Nunca volveré a prostituirme. A menos que algo me llegue a lo más profundo, a mi misma esencia, seguiré sola, muy sola. Sola, y únicamente me entregaré a las presencias invisibles; solo serviré a esas otras presencias invisibles.”
En ese momento comprendía muy bien el significado de las vírgenes vestales, las vírgenes del fuego sagrado de los antiguos templos. Eran un símbolo de ella, de una mujer harta de los abrazos de hombres incompetentes, harta, muy harta, y por eso acudía a los dioses invisibles, a los espíritus invisibles, al fuego oculto, para dedicarse solo y exclusivamente a ellos y así obtener la paz y la plenitud.
Pero no se iba a dedicar a esos hombres insignificantes, incompetentes, infantiles y creídos. Ni ellos la iban a tocar. Observó los estúpidos hombros de Phoenix mientras este seguía conduciendo entre los piñoneros y los cedros de la estrecha meseta, camino del pie de la montaña. Era buena persona, pero que se juntara con mujeres de su clase. Ella tenía algo que estaba fuera de su alcance, y ese algo debía permanecer siempre así y no dejar nunca que él lo pudiese atrapar. De lo contrario, lo manosearía y lo estropearía, y sufriría como un niño que rompe el reloj de su padre.
¡No, no! Ella había amado a un americano, y había vivido con él durante dos semanas. Había mantenido una larga e íntima amistad con un italiano. Quizá hasta había amor por parte de él, y ella había cedido. Y después había llegado el amor y el matrimonio con Rico.
¿Y qué había supuesto todo eso? Nada, apenas nada. Era como si solo su parte exterior, sus capas superiores, fuesen humanas. Eso era lo que la inducía a intimar con los hombres. Pero, en cuanto llegaba la intimidad, o intentaba penetrar en ella, todo se volvía un desastre. Tan solo había humillación y desazón.
Debajo de esas capas exteriores de ella yacían los santuarios interiores y consecutivos de sí misma, y esos eran inviolables. Ella así lo aceptaba.
“No sirvo para el matrimonio —se dijo—. No puedo ser ni amante, ni querida ni esposa. No serviría de nada. El amor no puede penetrar en mí desde el exterior y, puesto que el nuevo hombre místico nunca vendrá a mí, nunca podré unirme a ningún otro. No, no, tengo que conocerme a mí misma y saber cuál es mi papel. Soy una de las vírgenes eternas que vigilan el fuego eterno. Lo único que ha conseguido mi trato con los hombres ha sido alterar mi tranquilidad y equivocar mi camino. Y es culpa mía. Tengo que permanecer virgen y tranquila, muy tranquila, y servir con la mayor perfección. Quiero mi templo, mi soledad y el misterio del fuego interior de Apolo. Y con los hombres solo las relaciones más delicadas, sutiles y remotas. Nada de acercarse. Acercarse solo sirve para romper los velos delicados, y los velos rotos, como las flores marchitas, solo llevan a la putrefacción.”
Sintió una gran paz interior al darse cuenta de eso. Y también agradecimiento. Porque, después de todo, le parecía que el fuego oculto estaba vivo y ardía en ese cielo, sobre el desierto, en las montañas. Sintió cierta beatitud latente en aquella atmósfera, un fresco manantial de beatitud latente como nunca había sentido ni en Europa ni en el Este. “Para mí —pensó mientras contemplaba las montañas en sombras, y el pálido y cálido desierto de debajo, con alas de sombra sobre él—, este lugar es sagrado. Está bendecido.”
Pero cuando miró a Phoenix, cuando recordó los coches con los turistas, y los mexicanos un tanto sórdidos de Santa Fe, y los ingratos indios siempre al acecho, con ese porte que venía a denotar cierta reserva y derrota como de rata, se dio cuenta de que el fuego latente de aquel vasto paisaje luchaba bajo un gran peso de sucia inercia. Tenía que tener cuidado con la suciedad, evitarla con sumo cuidado y diligencia infinita y mantenerse apartada de ella, en ese lugar que, al fin, le parecía sagrado.
El coche fue subiendo, dejando atrás los altos pinos, hasta el pie de las montañas, y llegó finalmente a una verja de alambre de la que no cabía esperar mucho. Phoenix abrió la verja y prosiguieron, atravesando entre más árboles, hasta alcanzar un claro en el que las judías, secas, estaban amarillas.
—Este hombre no consiguió agua para las judías —dijo Phoenix—, así que no ha conseguido muchas judías este año.
Subieron despacio la pendiente, a través de más pinos, y llegaron a otro claro en el que pacían un par de caballos. Y entonces vieron el rancho: unas pequeñas cabañas bajas con los tejados parcheados bajo unos cuantos pinos, desde las que se veía el largo campo de doce acres, salpicado de macizos de flores amarillas, en el que los ásteres tenían un color violeta brumoso.
—Ni tampoco tiene alfalfa —añadió Phoenix mientras el coche vadeaba las flores—. Debe de ser muy seco aquí arriba. Seguro que no tienen agua.
Pero, aun así, era el lugar que quería Lou. En un instante, su corazón se llenó de él. Lo quiso en cuanto se detuvo el coche y vio las dos cabañas tras la desvencijada valla, el corral bastante destartalado más allá y, al fondo de todo, los altos pinos azules, las redondas colinas y la firme elevación de la falda de la montaña; y, tras bajarse del coche, miró a través del violeta y amarillo del campo hacia abajo, donde, formando un anillo, se alzaban los pinos tan quietos, tan rudos e indomables, con el desierto inerte más allá de sus crestas, trescientos metros más abajo; y más allá del desierto, las montañas azuladas; y todavía más lejanas, las montañas azules de Arizona. “Este es el lugar”, se dijo.
Ese pequeño rancho en ruinas, tan solo un terreno de ciento sesenta acres, parecía ser el último intento del hombre por llegar al corazón salvaje de las Montañas Rocosas. Sesenta años antes, un maestro de escuela inquieto había llegado hasta allí procedente del Este para buscar oro entre las montañas. Encontró una ínfima cantidad y después nada más. Pero las montañas se habían apoderado de él, y ya no fue capaz de regresar.
Pero había un pequeño manantial con un hilillo de agua pura, un tesoro quizá mejor que el oro. Así que el maestro consiguió tierras en el lugar donde brotaba ese pequeño manantial. Con mucho esfuerzo erigió él mismo la cabaña de madera y la valla, y descendió por la ladera de la montaña, a través de los pinos, hasta ir a parar a la hondonada en la que los lirios mariposa, de un blanco espectral, se alzaban en primavera sin hojas y con la flor desnuda sobre sus altos e invisibles tallos. Allí despejó el largo campo para cultivar alfalfa.
Pero se endeudó tanto que perdió sus tierras. Entonces consiguió ganarse la vida modestamente enseñando a los hijos de los pocos colonos que se habían asentado en el valle junto a los mexicanos.
El comerciante que se hizo con el rancho se entregó a él con decisión. Construyó otra cabaña de madera y un gran corral, y trajo agua desde el cañón, a más de dos millas de distancia, a lo largo de la ladera de la montaña, por una pequeña zanja, y trajo aún más agua por una tubería que bajaba desde una distancia de más de una milla del pequeño cañón que había justo sobre las cabañas. Consiguió abundante agua para sus casas, pues, como auténtico americano que era, no podría decir que había conquistado su entorno de verdad hasta que tuviera agua corriente, grifos y lavabos dentro de su hogar.
Logró tener agua corriente, grifos y lavabos e, impertérrito a lo largo de los años, construyó una fuente en el cercado y un pequeño cuarto de baño. Al cabo de unos años, hizo subir una bañera esmaltada, que colocó en el pequeño cuarto de baño de madera del pequeño rancho salvaje que pendía junto a las agrestes Montañas Rocosas sobre el desierto.
Pero las montañas fueron su fin. Abajo, en el pueblo mexicano, era comerciante. Ese pequeño rancho era su distracción, su ideal. Pasaba los veranos allí en compañía de su esposa de Nueva Inglaterra, y abría y cerraba los grifos de las cabañas, y sentía que la civilización había llegado de verdad hasta allí.
No obstante, toda esa instalación de cañerías por los salvajes barrancos de los cañones —uno de los cuales sigue sin tener nombre hoy en día— costó dinero. De hecho, costaba mucho dinero mantener el rancho. Pero iba a recuperarlo todo. En el gran claro cultivaría alfalfa, en el pequeño, judías, y en el tercero, bajo el corral, patatas. El comerciante podría vender todo eso a los mexicanos y obtener pingües beneficios.
Y además, ya que alguien había comenzado a ensalzar el famoso queso de cabra que hacían los campesinos mexicanos de Nuevo México, habría que tener cabras.
Y hubo cabras, que llegaron a ser unas quinientas. Se alimentaban principalmente en las hondonadas de las montañas salvajes, en tierra de nadie. Los mexicanos las llamaban bocas de fuego, porque todo lo que mordisqueaban moría. No porque tuviesen bocas flameantes, sino porque mordisqueaban tanto una planta que esta era incapaz de seguir creciendo.
Así pues, el enérgico comerciante consiguió montar todo el rancho en unos cinco o seis años. La larga cabaña de tres habitaciones era para él y su esposa de Nueva Inglaterra. En la de dos habitaciones vivía la familia mexicana, que en realidad estaba a cargo de la propiedad, ya que el comerciante pasaba la mayor parte del tiempo en su tienda del pueblo mexicano, unos veinticinco kilómetros más abajo.
El rancho estaba a más de nueve mil metros de altura. Las nieves invernales caían en abundancia y las cabras blancas, con aspecto amarillo sucio, nadaban en ella con sus pobres cuernos curvos asomando como palos muertos. Pero el corral tenía a un lado un largo y acogedor cobertizo cubierto para ellas, y en él se amontonaban las quinientas mientras su agrio olor se elevaba como ácido caliente sobre la nieve. Y el delgado mexicano con marcas de viruela les echaba alfalfa del granero de madera. Hasta que el ardiente sol hundió la nieve y heló la superficie, y pasito a pasito fueron las dos mil pezuñas de cabra sobre la bruñida nieve helada. Y las bocas de fuego mordisquearon y mordisquearon cada ramita tierna. Y los cascabeles de las cabras siguieron subiendo por la montaña, y se oían sus balidos entre los densos y enmarañados pinos. Y en ocasiones, una o varias cabras caían por un blando ventisquero bajo los árboles a las blancas profundidades y se perdían, para luego reaparecer muertas y congeladas durante el deshielo.
Por la tarde eran llevadas de vuelta al corral, ruidoso y abarrotado, y allá iban como una sucia corriente amarillo blancuzca que arrastrara palos oscuros sobre su superficie de levadura, tropezando y balando sobre la nieve helada, dejando atrás los rumorosos pinos verdes. Y, por todas partes, las manchas amarillas y las oscuras píldoras de los excrementos de las cabras se fundían con la superficie cristalina de la nieve. En noches despejadas y brillantes, cuando la escarcha estaba dura, el olor de las cabras ascendía como un fuego ácido y extraño, y grandes estrellas acomodadas sobre el filo de la montaña parecían mirar con ojos de puma atraídas por el olor. Entonces los coyotes del cañón cercano aullaban y gemían, y corrían como sombras sobre la nieve. Pero el corral de las cabras estaba bien construido.
Con el transcurso de los años el rebaño de cabras creció de cincuenta a quinientas, lo cual era sin duda un aumento notable. Los quesos se secaban en sus pequeños estantes. En primavera las nuevas cabritillas corrían y brincaban. En verano, y a comienzos del otoño, aparecía una plaga de moscas, atraídas por el olor a cabra y por todo el suero desperdiciado de la leche tras hacer los quesos. Y llegaban las ratas y las neotomas en manadas.
Y, después de todo, resultó que no era tan fácil vender los quesos, y se obtenían pocos beneficios. Y en los veranos secos no bajaba agua por la estrecha zanja, que salvaba gracias a unos canalones de madera las profundas hendiduras de la ladera de la montaña. No tener agua significaba no tener alfalfa. En invierno las cabras casi no bebían. En verano se las arreglaban con el pequeño arroyo. Pero no era tan fácil solucionar las necesidades de la tierra sedienta.
¡Quinientas cabras del blanco de la angora, con sus grandes y hermosos padres! Eran bastante hermosas, y el comerciante intentó sacarles todo el provecho que pudo. Cuando llegaba el verano las llevaban a un estrecho depósito con un intenso fluido desinfectante y, a continuación, trasquilaban su preciosa lana blanca. Era hermosa y valiosa, pero había relativamente poca.
Y todo costaba mucho, mucho dinero. Siempre sobrevenía algún inconveniente. En una ocasión, la falta de agua. En otra, un hierbajo venenoso. Luego, una enfermedad. Siempre había alguna plaga misteriosa que se rebelaba contra la voluntad humana. Una extraña influencia invisible que provenía de los furiosos refugios de piedra de las entrañas de aquellas Montañas Rocosas sin formar, y que se alimentaba de la voluntad humana, minando lentamente su resistencia, su espíritu emprendedor. Ese algo, tan curioso y sutil, penetraba en la sangre como una fiebre de las montañas, de manera que los hombres del rancho, y los mismos animales, tenían violentos estallidos de una energía frenética y extraña, durante los que, sin embargo, acostumbraban a perder la cautela, y entonces ocurría algún tipo de desgracia. Los caballos se arañaban y se cortaban, o los golpeaba un rayo, y los hombres se hacían grandes heridas o contraían enfermedades. Era una curiosa desintegración que actuaba todo el tiempo, una especie de aliento malévolo, como un increíble gas irritante que saliese de las ignotas montañas.
Las ratas, de pobladas colas y grandes orejas, bajaban de las colinas y saltaban por todas partes; eran como símbolos de esa curiosa y degradante malevolencia que formaba parte del espíritu del lugar. Los mexicanos que estaban a cargo de todo, hombres buenos y honrados, trabajaban hasta el límite. Pero eran como la mayoría de los mexicanos del sudoeste, como si les hubiesen “extraído la médula”, en palabras de Kipling. Como si la odiosa malevolencia del lugar les hubiera arrebatado lentamente toda su médula viril, dejando solo una especie de carcasa humana desahuciada.
Y lo mismo pasaba con los hombres blancos expuestos a aquel territorio. Lentamente perdían la médula. Se quedaban sin energía y, aún peor, sin interés. Una inercia indiferente les invadía el alma y, pese a que el cuerpo seguía sano y activo, les roía el alma.
Fue la mujer del comerciante, la nativa de Nueva Inglaterra, la que derrochó más energía en el rancho. Lo consideraba su hogar. Mandó que construyeran una pequeña valla blanca alrededor de las dos cabañas; siempre tenía los grifos de latón de las dos cocinas relucientes; detrás de la cocina tenía un pequeño huerto y matas de capuchinas, tras librar una dura batalla con los animales invasores que se lo comían todo. Y llegó incluso a construir una pequeña alberca redonda de cemento, que con el tiempo se convertiría en un estanque, bajo los pinos que habían crecido entre las dos cabañas, en un estanque con un diminuto surtidor en medio.
Pero eso, junto con la bañera, fueron su límite, al igual que las quinientas cabras fueron el de su marido. Llegaron de las montañas dos vientos de perniciosa influencia: el de esa extraña energía frenética que acababa con la inteligencia de cualquiera, como lo hace el alcohol o cualquier otro estimulante, y la odiosa perfidia que devoraba el alma. La mujer amaba su rancho casi con pasión. Fue ella, de hecho, la que más sintió el estímulo, más que los hombres. Pareció dominarla una especie de frenesí sexual que intensificó su ego, colmándola de violencia y de una ciega energía femenina. Una inmensa energía, y la ceguera que provocaba. Un extraño frenesí ciego, que, mientras duraba, era una suerte de embriaguez, unido a un sentido de la belleza que emocionaba su alma de mujer de Nueva Inglaterra.
Su cabaña daba a la pendiente poco pronunciada del claro, al campo de alfalfa; era larga y baja, y estaba agazapada bajo el gran pino que alzaba su tronco justo delante de la casa, en el patio. Ese pino era el guardián del lugar. Pero era un guardián amenazador y casi demoníaco procedente de las remotas eras primigenias del mundo. Aquel gran pilar de color cobre claro, de aspecto veteado, se elevaba con extraña e insensible indiferencia y con un lúgubre sentido de la permanencia, presente en todos los pinos. Era una columna carente de pasión, desprovista de todo valor fálico, que se había alzado entre las sombras de un mundo anterior al sexo, muy anterior a la aparición de cualquier columna fálica ritual, de la que brotaba una fría savia resinosa y estéril, una especie de goma, que rezumaba de la pálida corteza parda. Y el viento silbaba entre sus agujas, que semejaban un enorme nido de serpientes. Y las piñas caían a plomo cuando el granizo las golpeaba y quedaban extendidas por todo el patio, abiertas al sol, como rosas de madera, duras, asexuadas y rígidas, dotadas de una férrea voluntad.
Más allá de la columna que era aquel pino, el campo de alfalfa descendía suavemente hacia la guardia circular de pinos, que se alzaba cual barrera viviente de pinos aislados y silenciosos, que se elevaban a distintas alturas, a intervalos, como una advertencia. Qué extraños eran aquellos pinos. Bajo cierta luz, todas sus agujas brillaban como el acero pulido, todas con un sutil resplandor blanquecino en medio de la oscuridad, como si fuesen agujas de verdad. Y por la noche salía de los troncos una llamarada de color rojo anaranjado, mientras que las copas quedaban oscuras y alerta como la cola de un lobo erguida en el aire. En cambio, a la luz del alba, se veían difuminados y silenciosos, apenas perceptibles. Pero, aún así, seguían presentes y vigilantes. Nunca compasivos, siempre en guardia, siempre resistentes, cercaban a uno con el aroma, el poder y el ligero terror del primigenio mundo anterior al sexo; un mundo en el que cada criatura se veía cruelmente limitada a su propio ego, rudo, desafiante y frío, y en el que se unían en manadas como los pinos o los lobos.
Pero, más allá de los pinos, allá a lo lejos, había mucha belleza en la que el espíritu podía solazarse. El anillo de pinos, con aquellos árboles sueltos que se elevaban en altura a intervalos irregulares, era una barrera, una muralla que aislaba de lo que había más cerca. Más allá solo había distancia, y el desierto, que quedaba unos diez mil metros más abajo.
El desierto extendía su enorme círculo color arena por todas partes, allá en la lontananza y en lo bajo, como si fuese una playa, con la larga ladera de la montaña cubierta de sombras color azul fuerte en la esquina más próxima, y hacia la mitad extraños montículos montañosos azulados se elevaban como si fuesen las rocas húmedas de un enorme arenal, y al fondo, en último término, nuevas crestas de montañas azul pálido que miraban por encima del horizonte, desde el oeste, como si estuviesen espiando desde otro mundo.
Aquello era pura belleza, quizá lo más hermoso del mundo. Belleza auténtica. Era la belleza absoluta. Sí, eso era. Para aquella mujercilla de Nueva Inglaterra, con su indómito espíritu y su egoísta ansia de servir, aquella belleza era absoluta, un non plus ultra. Desde la puerta, desde el porche, contemplaba la inmensa rotación de la luz del día, que giraba igual que las águilas que habitaban las rocas cercanas, volteaban en el aire sus vientres luminosos de dibujos oscuros y la parte inferior de sus alas cual globos dotados de alas. Del mismo modo, la luz del día realizaba un enorme giro sobre el desierto, y recorría aquellas distantes montañas vigilantes. Y a veces, el vasto arenal del desierto flotaba con curiosas ondulaciones y exhalaciones en medio de la azul fragilidad de las montañas, cuyos elevados penachos parecían mucho más firmes que las flotantes bases que los sustentaban. Y a veces, la mujer distinguía con gran nitidez las pequeñas casas marrones de adobe de los mexicanos del pueblo, a veinte millas de distancia, como si fuesen las pequeñas celdas de cristal cúbicas de un nido de insectos, diseminadas por el desierto, junto con uno o dos álamos en sus proximidades. Incluso en ocasiones había llegado a ver las rocas más distantes, treinta millas más allá, donde el cañón se convertía en la puerta de entrada a las montañas. Veía aquella porción recortada del pasaje del cañón con mucha claridad, como si fuese una puerta que se abre a la entrada de un enorme patio. Y en el propio desierto, los curiosos pliegues arrugados de los flancos de la meseta. Y una grieta negruzca, gracias a la que, en determinados lugares, se conseguía distinguir el cañón del río Grande, invisible de no ser por ella. Y mucho más allá de todo lo aquello, más montañas que, cual icebergs, emergían de un mar exterior. Más tarde, cuando el sol se ponía entre resplandores sobre aquella caldera plana en la que bullía la oscuridad, allá al norte, los picos redondos de Colorado surgían de repente y adquirían una misteriosa notoriedad. Eso siempre daba bastante miedo. Pero luego volvía la mañana, y el sol se asomaba por las laderas de las montañas e iluminaba la vasta distancia del desierto mucho antes de iluminar el patio de ella. Y entonces la mujer contemplaba un valle distinto, mágico y encantador, con campos verdes, largas hileras de álamos y unas cuantas casas cuadradas de adobe que flotaban en la tenue luz de la llanura, como una especie de visión.
Aquello era la belleza, la belleza absoluta, a cualquier hora del día, ya se tratase de la perfecta claridad de la mañana, o de las montañas al mediodía más allá del ardoroso desierto, o de la notoriedad púrpura de los montículos del norte bajo el rojo sol del crepúsculo. Lo mismo que cuando el viento se arremolinaba y se alejaba de día desierto a través, arrastrando columnas de nubes, elevadas y ondulantes columnas de polvo que avanzaban con velocidad fantasmagórica, o cuando, a principios de año, de repente por la mañana se podía distinguir todo un sólido océano blanco que se alzaba allá abajo, una neblina sólida formada por la pálida nieve derretida bajo el sol de la montaña mientras el resto del mundo se desdibujaba; o cuando negras nubes de lluvia recorrían el cielo a lo largo del desierto y caían los relámpagos como incisivos aguijones blancos en el horizonte; o cuando las nubes viajeras estallaban en lo alto y ríos de fuego líquido y azul manaban del cielo y estallaban sobre la tierra, y el granizo caía como si allá arriba se resquebrajase todo un mundo de hielo; o cuando el ardiente sol volvía a lucir; o la nieve caía lenta y en silencio; o cuando el mundo se volvía de un blanco cegador bajo el cielo azul y había que refugiarse a toda prisa bajo los pinos para huir de aquella inmensa luz blanca palpitante que se abalanzaba sobre ti y te dejaba casi inconsciente en la nieve.
Siempre había belleza, ¡siempre! Siempre grandiosa, espléndida y, por alguna razón, natural. Nunca era grandilocuente o teatral. Siempre perfecta y, pese a todo, sencilla.
Eso se sentía cuando uno contemplaba aquel vasto y vivo paisaje. Era como vivir en el mundo de los dioses, impoluto y despreocupado. Aquel gran paisaje que rodeaba la casa vivía majestuoso y despreocupado su propia vida. El hombre no contaba para él.
Y, si se hubiese tratado tan solo de vivir a través de la mirada, en la distancia, aquel lugar habría sido el paraíso, y la mujer menuda de Nueva Inglaterra habría encontrado en su rancho lo que siempre había buscado, un paraíso terrenal para el espíritu.
Pero ni siquiera una mujer puede vivir de la distancia, de lo que hay más allá. Lo quiera o no, se ve yuxtapuesta a las cosas más cercanas, a las cosas en sí. Y lo quiera o no, se ve inmersa en la lucha con los objetos más inmediatos.
La mujer de Nueva Inglaterra luchó para que lo cercano fuese tan perfecto como lo distante, puesto que en lo distante residía la belleza absoluta. Estaba convencida de que lo conseguiría. Lo estuvo cuando el agua comenzó a brotar de sus grifos de latón brillante, el agua salvaje de las colinas atrapada y obligada a introducirse por las estrechas tuberías de hierro para llegar domesticada a su cocina, y saltar servicial a su fregadero y a su lavabo. “¡Ya está! —se dijo—. He domesticado a las aguas de la montaña para ponerlas a mi servicio.”
Y eso había hecho, pero solo de momento.
Al mismo tiempo, era víctima de un ataque invisible. Mientras se extasiaba con la belleza del mundo luminoso que giraba a su alrededor y se extendía a sus pies, el espíritu gris y rastrero del corazón de las montañas la estaba atacando por la espalda. Fue incapaz de mantener la atención fija en nada y, lo que era aún más curioso, tampoco logró conservar el habla: empezaba a decir algo y, de repente, la siguiente palabra se esfumaba como si una rata se la hubiese arrebatado. Y se quedó sentada con la mente en blanco, tartamudeante, con la mirada perdida en aquella alacena vacía de su mente, como la madre Hubbard [el personaje de la conocida canción infantil inglesa], y viendo que el armario no contenía nada. Aquello irritó profundamente a su marido.
Desaparecieron sus pollos, de los que tan orgullosa estaba. O se perdían, o caían enfermos. Al principio se preocupaba por lo que les pasaba, pero, al cabo de un tiempo, se sintió incapaz de hacerlo: le daba igual. Un estupor que parecía provocado por una droga se había adueñado de su espíritu, y en su fuero interno, le traía sin cuidado lo que les pasara a sus pollos.
Ocurrió lo mismo cuando unos rayos alcanzaron a un par de caballos. Aquello la espantó. Los ríos de fuego líquido que cayeron de pronto del cielo y explotaron sobre la tierra cerca de ella, igual que si toda la tierra estallara como una bomba, la asustaron hasta lo más hondo y le confirmaron, en secreto y con cínica certeza, “que no había ningún Dios misericordioso en el Cielo”. Un alto y elegante pino que había justo encima de su cabaña absorbió un rayo y permaneció igual de alto y elegante que antes, pero con una costura que caía en espiral desde su copa y recorría todo el tronco hasta las raíces. Una cicatriz perfecta, blanca y alargada como el propio rayo. Y cada vez que ella la miraba, se decía muy a su pesar: “No hay ningún Dios todopoderoso y bueno. El Dios de ahí fuera es adusto como un pino y terrible como el rayo”. Nunca lo confesó abiertamente. De puertas afuera, seguía pensando lo mismo de su querida Iglesia de Nueva Inglaterra. Pero, en la violenta pasión oculta de su alma de mujer, miraba tras las tormentas a aquel árbol vivo con su cicatriz, y la voz decía en su interior casi con crueldad: “¡Qué tonterías sobre Jesús y sobre que Dios es amor en un lugar como este! Esto es mucho más terrible, pero mucho mejor. A mí me gusta más”. Las mismas ardillas listadas y sus atropellados saltos, los arrendajos azules que piaban posados en el pino al amanecer, la ardilla gris que iba ondulante hacia el tronco del árbol y que, de pronto, parecía detenerse a parlotear y regañar a la mujer, con gran desparpajo, como si ella fuera la extraña, la intrusa, la criatura a la que no se debería permitir vivir entre los árboles; todos destruían la ilusión que ella abrigaba de encontrar el amor, el amor universal. No había ningún amor en aquel rancho. Allí solo había vida, una vida intensa y repleta de energía, pero, a la vez, con un trasfondo de cruel sordidez.
Las hormigas negras que se metían en los armarios, las ratas que brincaban de noche sobre el tejado como si fuesen hipopótamos, las dos cabras enfermas: había una peculiar corriente de sordidez que fluía bajo la peculiar lucha propia de la vida natural. Eso era. La vida natural, incluso la de los árboles y flores, parecía un furioso forcejeo que ponía los pelos de punta. Las mismas flores nacían enmarañadas, y muchas de ellas tenían bocas con colmillos, como la ortiga muerta, y ninguna desprendía ningún aroma real. Pero, a la vez, su propia ferocidad las hacía fascinantes. En mayo estaban las curiosas aguileñas del arroyo, de color escarlata por fuera y amarillas por dentro, como el rojo y amarillo del uniforme de un heraldo: no podría haber nada menos parecido a un águila. También estaba el hermoso color azul rosáceo de los espesos macizos de campanillas, a las que se conoce por ese nombre, pero que son en realidad flores de la familia de la cabeza del dragón; crecían con poderosa belleza en el pequeño claro de los pinos, junto a esas flores que los colonizadores de forma misteriosa habían denominado madreselva, una maraña de largas gotas de puro rojo fuego que colgaban de unos delgados tallos casi invisibles de color ahumado. El más puro y perfecto escarlata bermellón, el más nítido color de fuego, colgaba en largas gotas como una lluvia de fuego que estuviese a punto de caer a tierra. Un poco más allá, y más a campo abierto, aparecían otras extrañas flores de color rojo fuego, chispeantes como feroces estrellas rojizas que ascendieran por una enmarañada escala gris, como si del centro ígneo de la tierra hubiesen saltado unas cuantas chispas rojas, moteadas de blanco, con la muerte en su interior, y apareciesen durante unos instantes en el aire diurno.
Así era. El campo de alfalfa era un hervidero viviente de plantas que luchaban por afianzarse. Si el año era seco, las más salvajes y agrestes eran las que lo conseguían: los cardos, de hojas azules y erizados de púas, con sus flores blancas como la luna; los macizos rastreros de ortigas azules; las de floración tardía, tras la serenidad de junio y julio, la eclosión de chispas rojas y de margaritas de San Miguel, y los duros y resistentes girasoles que ahogaban y asfixiaban los tiernos brotes verde oscuro de la alfalfa en forma de trébol. Era una batalla, una auténtica batalla, con relucientes estandartes de color escarlata y amarillo.
Cuando brotaba una flor verdaderamente indefensa, como el lirio mariposa con el polen amarillo en el cáliz y la quietud de una polilla, lo hacía de forma invisible. No había nada que ver salvo una brizna de hierba gris cerca de los matorrales del roble. Y ahí estaba aquel largo tallo invisible, sobre el que se balanceaba una desnuda flor de tres pétalos de un blanco fantasmagórico y surgida de la nada: el lirio mariposa.
Solo las rosas salvajes olían bien, como el viejo mundo. Eran rosas de eglantina. Y las campánulas azul oscuro que había entre los matorrales, similares a esas burbujas de hielo de las flores de montaña de los Alpes, a las llamadas Alpenglocken.
Las rosas del desierto son las flores del cacto, como cristales de un amarillo translúcido o de color de rosa. Pero rodeadas de unas espinas que el propio demonio debió de concebir en un momento de puro éxtasis.
Sí, era un mundo que existía con anterioridad y posterioridad al dios del amor. Hasta los mismos colibríes, que rondaban en mayo por los arbustos en flor, cubiertos de bayas silvestres, cuando se derretían las nieves, existían con anterioridad y posterioridad al dios del amor. Y los arrendajos azules tenían crestas oscuras y desafiantes, y los pájaros carpinteros, amarillos y negros, parecían indómitos guerreros adornados con las pinturas de guerra, al tiempo que picoteaban la madera. Mientras, los halcones permanecían inmóviles sobre la valla, como oscuros puños apretados bajo el cielo, ajenos por completo al hombre.
Cierto era que en verano se abrían las tiernas hojas del álamo de Virginia y del álamo temblón. Pero qué maraña y qué aire distante y espectral había en aquellos matorrales, allá en lo alto de las montañas, la misma frialdad que hay en los ojos y en las cornalinas garras de un oso.
El verano también traía las pequeñas fresas silvestres y su aroma salvaje, y a finales de temporada, en las hendiduras del valle brotaban las frambuesas, rojas como el rubí. Pero qué solitario, qué duro y amenazador era estar sin compañía en aquella sombría y pronunciada hendidura del cañón que había justo encima de la cabaña, y coger frambuesas, mientras los truenos se hacían cada vez más fuertes, de un azul más violáceo, allá en las cumbres de las montañas. Las abundantes frambuesas silvestres colgaban rojas de los arbustos, pero el lecho del arroyo de más abajo permanecía en silencio, sin agua. Y los árboles también se erizaban callados, en alerta como los guerreros de una avanzadilla. Y las bayas esperaban a que llegase el oso, de aguda vista y frío y largo hocico, y el temblor de su espeso pelaje. Las bayas crecían para los osos, y la mujer menuda de Nueva Inglaterra, con su especial sensibilidad para las influencias ocultas, se sentía todo el tiempo como si estuviera robando, robando las frambuesas silvestres del pequeño cañón secreto que había detrás de su hogar. Y cuando hacía mermelada con ellas, casi apreciaba el sabor del robo en la confitura.
Nunca confesó nada de lo que sentía. Hasta trató de no confesar el miedo que la atenazaba. Pero sentía temor. Era especialmente consciente de toda aquella intensa electricidad que circulaba por el aire durante todo el verano, a partir del mes de junio. El aire se llenaba de corrientes circulantes de fiero fluido eléctrico, a la espera de descargarse. Y casi todos los días se escuchaba la furia y el fragor del trueno, pero el aire nunca se despejaba. No había ni un momento de tregua. Por fuerte que fuese la tormenta y por mucho que durase hasta agotarse, después, entre los rayos del sol, continuaban al acecho las corrientes eléctricas, que circulaban como una amenaza invisible entre los átomos del aire. Y la mujer lo sabía, vaya que sí lo sabía…
Y el amor que sentía por su rancho se tornaba en ocasiones en repulsión. Por aquella suciedad subyacente de las ratas, por la lucha permanente y encarnizada de la vida animal, por todo aquel revoltijo de huesos diseminados por el suelo: huesos de caballos alcanzados por el rayo, huesos de ganado muerto, cráneos de cabras de cuernos pequeños, huesos descoloridos y sin enterrar. Y por si no fuera suficiente, la electricidad cruel de las montañas. Y como remate, lo más misterioso y peor de todo, la animosidad que reinaba en el lugar: el burdo espíritu a medio formar, especie de serpiente alada, que atacaba al hombre de continuo, movido por el odio a la constante lucha de aquel por el avance y la mejora de la creación.
La caldera en ebullición de la vida inferior, infiltrada en el tejido mismo de la vida superior, capaz de arrancarle el alma, de devorarle la médula. La firme y decidida voluntad de la pululante vida inferior, siempre enfrentada a los intentos del hombre por crear una vida superior, por ir más allá de lo creado.
Finalmente, al cabo de muchos años, la mujer menuda tuvo que reconocer para sus adentros que se alegraba cuando llegaban las nieves de noviembre y tenían que irse del rancho. Se alegraba de volver a ese hogar más humano que era su casa del pueblo. Y cuando terminaba el invierno y llegaba la primavera, supo que no quería volver a subir al rancho. Se había roto algo en su interior que le había hecho mucho daño. Había mutilado sus esperanzas para siempre, su creencia en la existencia de un paraíso terrenal. Pero aún escondía de sí misma el último cadáver, el cadáver de su creencia de mujer de Nueva Inglaterra en un mundo que era todo amor. Aquella creencia suya, al igual que ella misma, no era más que un cadáver. Los dioses de las montañas interiores eran huraños, envidiosos e implacables, capaces de abrazar a un hombre y de acabar con otro. Y el hombre nunca conseguiría dominarlos.
La mujer menuda, allá abajo en su florido jardín, en el pueblo irrigado por el arroyo, intentaba esconderse de todo aquello. No pensaba volver al rancho nunca más.
Se quedaron los mexicanos a cargo de todo, al cuidado de las cabras. Pero aquel lugar no era rentable. Lo había sido en su momento y podría volver a serlo, pero suponía demasiado esfuerzo. Y cuando al hombre le comen hasta la médula de los huesos y le arrancan el alma de su seno mientras intenta enfrentarse a la extraña rapacidad de la vida salvaje, al estadio inferior de la creación, llega un momento en que es incapaz de esforzarse más.
Y entonces, además, estalló la guerra, e hizo que muchos hombres abandonasen sus ansias de civilización para irse al frente.
Cada nuevo intento de civilización ha costado la vida a innumerables hombres valientes, que han caído vencidos por el “dragón” en su intento por hacerse con las manzanas del jardín de las Hespérides o con el vellocino de oro. Han caído en el intento de vencer al salvajismo ancestral y sórdido de los estadios inferiores de la creación, y ascender así al siguiente.
Pues todo salvajismo es sórdido. Y el hombre es solo él mismo cuando lucha con denuedo para derrotar a la sordidez.
Y cuando una civilización pierde su visión interior y su energía más pura, cae en un nuevo tipo de sordidez, más profunda y tremenda que aquella ancestral y salvaje. Los establos de Augías se llenan de porquería metálica.
Y una vez tras otra, el hombre tiene que encontrar nuevo vigor para purificar las nuevas acumulaciones de desperdicios, para ganar la batalla a la tosca naturaleza salvaje y reunir las fuerzas para comenzar de nuevo y limpiar a fondo, hasta de latas de conserva, esos depósitos centenarios, formados por incontables estratos de basura.
El rancho comenzó a decaer. El número de cabras disminuyó. El agua cesó de manar. Y al final, el comerciante se dio por vencido.
Arrendó el lugar a un mexicano que vivía del puñado de judías que cultivaba y al que las alimañas poco a poco obligaron a marchar.
Y entonces llegó Lou: savia nueva decidida a continuar el ataque. Regresó a Santa Fe, fue a ver al comerciante y a un abogado, y compró el rancho por mil doscientos dólares. Estaba encantada consigo misma.
Subió a la habitación para decírselo a su madre.
—Madre, he comprado un rancho.
—Me parece muy bien, porque creo que no podría aguantar todo ese ruido de los automóviles de ahí fuera ni una semana más.
—Hay mucho silencio en mi rancho, madre. La tranquilidad habla por sí misma.
—Pues preferiría que se contuviese. Me siento como drogada por todas las novelas malas que he leído. Es como si el cielo fuese una enorme campana agrietada y un millón de badajos se dedicasen a tañer palabras.
—¿Es que no te interesa mi rancho, madre?
—Espero que con el tiempo consiga interesarme.
Pero la señora Witt se levantó a la mañana siguiente y acompañó a su hija, en el coche alquilado conducido por Phoenix, al rancho, que se llamaba Las Chivas. Iba sentada como una estatua de sal, con un gesto en el rostro que los indios denominan cara falsa, y que quiere decir máscara. Parecía haber cristalizado hasta alcanzar la neutralidad. Vio pasar el desierto, con sus matojos amarillentos; vio las manzanas caídas en la tierra de los huertos cercanos a las casitas de adobe; examinó el profundo arroyo que vadearon con el coche, y las montañas que bloqueaban el cielo, pero todo con indiferencia. En lo alto de las montañas había nieve, y más abajo pálidas rocas de un intenso gris azulado, y por debajo de ellas los álamos temblorosos mostraban un agozinante color amarillo narciso, y la maleza del roble era oscura y rojiza como la sangre. Lo veía todo con una especie de pétrea indiferencia.
—¿No te parece maravilloso? —le preguntó Lou.
—Veo que es maravilloso —replicó ella.
Mientras seguían subiendo en el coche hacia el rancho, vieron que los ásteres del claro estaban rayados de púrpura, como la noche al nacer.
La señora Witt contempló las dos cabañas de madera, una de las cuales estaba en estado ruinoso y prácticamente abandonada. Observó el desvencijado corral, cuyos largos tablones se habían descolorido y alabeado bajo el sol ardiente. Una rata estaba sentada muy erguida sobre uno de los tablones del tejado, como si fuese un anciano indio que vigila un poblado. Mostraba su vientre blanco, entrelazaba las patas y erguía las enormes orejas ante el mundo como un anciano indio inmóvil.
—¿Verdad que parece estar diciendo al mundo que ella es la verdadera dueña del lugar, Louise? —dijo la señora Witt con cinismo.
Y dirigiéndose al mexicano, que era un guiñapo de hombre, pero muy agradable y cortés, le preguntó por qué no disparaba a aquella rata.
—No vale la pena malgastar el cartucho —contestó él con una sonrisa desvaída y desesperanzada.
La señora Witt dio una vuelta por el lugar y lo vio todo; tampoco le llevó mucho tiempo. Observó en silencio cómo caía el agua del manantial desde una tubería de hierro hasta un barril situado bajo el álamo de Virginia junto al arroyo.
—Bueno, Louise, me alegro de que te sientas con fuerzas para hacer frente a tanta desolación y a tantas ratas.
—Pero, madre, reconoce que es un lugar hermoso.
—Sí, supongo que lo es. Pero por usar una de las frases de tu Henry, la belleza, por lo que a mí respecta, es como un huevo que se abandona sin empollar.
—Rico nunca diría que para él la belleza es como un huevo abandonado sin empollar.
—No, nunca lo diría, porque él se sienta sobre ella como una gallina clueca vieja sobre una imitación de porcelana. ¿Vas a traerlo aquí?
—¿Traerlo? No. Aunque puede venir si quiere —farfulló Lou.
—¡Vaya! ¡Eso sería maravilloso! —exclamó la señora Witt mientras movía la cabeza, levantaba los hombros, e imitaba despiadadamente a su yerno.
—Puede que no venga, madre —añadió Lou dolida.
—Seguro que viene, Louise, a ver qué sucede, a menos que tú le digas expresamente que no quieres que venga.
—De todos modos, no hace falta que me preocupe por eso hasta la primavera —dijo Lou con muchas ganas de cambiar de tema.
La señora Witt ascendió por la empinada ladera que había por encima de las cabañas hasta llegar a la boca del pequeño cañón. Allí se sentó sobre un árbol caído y contempló el mundo que se extendía más allá. No era un mundo de hombres. Eso la animó.
—¿Qué pretendes al venir aquí, hija? —preguntó.
—Me encanta este lugar, madre.
—Pero ¿qué esperas lograr viniendo aquí?
—Precisamente esperaba huir de los logros, madre. Te lo voy a explicar, pero no te enfades si suena ridículo. Mi corazón está desolado en lo que a la gente respecta. No quiero saber nada más de ella. No lo aguanto más. He perdido toda ilusión por vivir con la gente. Quiero estar sola, madre; contigo, y quizá también con Phoenix para que cuide de los caballos y conduzca el coche, pero sobre todo quiero estar sola.
—¡Con Phoenix en un segundo plano! ¿Estás segura de que no pasará al primero mucho antes?
—No, madre, ya no quiero nada más de eso. Ya que me obligas a decirlo, te diré que Phoenix solo es un sirviente, y está muy bien en su sitio. Es lo mismo de siempre: los jugueteos en el patio trasero. No puedo tomarme a esos hombres en serio. No puedo tontear con ellos, ni volverme loca por ellos. No puedo ni quiero quedar como una tonta nunca más, madre, sobre todo en lo que respecta a los hombres. Los hombres no cuentan. Así que no entiendo por qué quieres que me deje comprar por ellos.
Aquellas palabras silenciaron a la señora Witt durante unos instantes, hasta que por fin dijo:
—No quiero nada de eso, claro que no. Pero, al fin y al cabo, tienes que vivir. En mi opinión, nunca has vivido.
—Ni tú tampoco, madre, en la mía —replicó Lou cortante.
Y eso volvió a silenciar a la señora Witt. Solo podía estar o bien callada o bien enfadada y a la defensiva, y no tenía ninguna intención de hacer eso último. Con toda sinceridad, no podía hacerlo.
—¿Y a qué llamas tú vivir? —prosiguió Lou—. ¿A ir medio desnuda por cualquier reunión social y marcharse en un taxi con algún imbécil medio borracho que se cree que es un hombre porque…? No, madre, no quiero ni pensar en eso. Sé que a ti te ronda la idea de que eso es vivir. Muy bien, que así sea, pero a mí no me metas. En ese sentido, los hombres me dan náuseas, siempre humillándose como ratas. En ese sentido, la vida lo único que hace es dejarme sin eso, sin vida. Te aseguro que no tengo la menor ilusión, ninguna, si es que alguna vez llegué a tenerla. Tengo el corazón roto.
—Bueno, Louise —dijo la señora Witt tras una breve pausa—, estoy convencida de que, desde que los hombres son hombres y las mujeres, mujeres, a las personas que se toman las cosas en serio y tienen tiempo para hacerlo se les ha roto el corazón. ¿Acaso no se me ha roto a mí? Es como perder la virginidad, y viene a suponer lo mismo. Es más un principio que un final.
—Así es, madre, es el principio de algo nuevo, y el final de algo que ya ha terminado. Sé que tengo que vivir de otro modo, y no hay nada que pueda cambiar eso. Suena tonto, pero no se me ocurre otra forma de explicarlo. Tengo que vivir por algo que de verdad me importe en lo más profundo. Y creo que el sexo me importaría hasta lo más recóndito del alma si de verdad fuese algo sagrado. Pero el sexo barato me mata.
—Puede que siempre te hayas interesado por hombres baratos.
—Quizá. Quizá debería seguir siendo siempre una tonta a los ojos de los demás. Pero quiero dejar ese tipo de tonterías. Sé que hay algo diferente, madre, algo más grande, y a eso es a lo que me quiero entregar por completo. No pienso consentir que me hagan callar a gritos nunca más.
La señora Witt estaba sentada con la mirada perdida, y el rostro convertido en una máscara de cinismo.
—¿Y qué es eso más grande? Y te ruego que me expliques, ¿más grande que qué? —preguntó en el tono suave y meloso que era su veneno más mortal—. Quiero saberlo. He salido al mundo para enterarme. ¡Algo más grande! Las chicas de mi generación a veces ingresaban en un convento en busca de “algo más grande”. Nunca he sabido si llegarían a encontrarlo. Más bien me parecían ir encaminadas en la dirección equivocada, pero tal vez fuera porque yo era “algo menos”.
Se hizo una pausa definitiva entre madre e hija, una pausa que era una auténtica brecha entre las dos. A continuación, Lou dijo:
—Sabes muy bien que no soy carne de convento, madre, pese a todo lo demás que sea, imbécil incluida. Ese tipo de religión me parece la otra mitad de los hombres. En lugar de correr tras ellos, una huye de ellos, y se lo pasa bien de ese modo. No odio a los hombres porque sean hombres, como hacen las monjas. Los odio porque no son lo bastante hombres, sino niñitos o ligones, pobrecitos desgraciados que no hacen más que lucirse todo el rato, hasta para sí mismos. Yo no digo que sea mejor, pero desearía con toda mi alma que algunos hombres fuesen más grandes, más fuertes y más profundos que yo…
—¿Y cómo sabes que no lo son? —preguntó la señora Witt.
—¿Que cómo lo sé? —repitió Lou en tono burlón.
Y se volvió a hacer esa pausa que era una brecha entre las dos. La señora Witt jugaba con un palito con las sorprendidas hormigas negras que había entre las agujas caídas de los abetos.
—No me cabe la menor duda de que llevas razón en lo de los hombres —dijo al fin—, pero, a tu edad, lo único razonable es intentar seguir haciéndose ilusiones. Al fin y al cabo, puede que no seas mejor que ellos, como tú misma dices.
—Sí, puede que no sea mejor, pero hacerse ilusiones es hacer el tonto, y no tengo la menor intención de hacer más el ridículo. Cuando veo a un hombre que me resulta algo atractivo, o tanto como Phoenix, me digo: “¿Te importaría algo después? ¿Significa verdaderamente algo para ti, o es solo una sensación pasajera?”. Y sé que no, que no significa nada. No, madre, estoy convencida de que o elijo a un hombre que tenga un significado y un misterio que me llegue a lo más hondo del alma, o me quedo sola. Y sé que ha llegado el momento de que me quede sola. Se acabaron las tonterías.
—Muy bien, hija, pues en ese caso te pasarás el resto de tu vida sola.
—¿Y crees que me importa? Sé que hay algo más para mí, madre. Hay algo más que me ama y me quiere. No sé decirte qué es. Es un espíritu, y está aquí, en este rancho. Está aquí, en este paisaje. Es algo que para mí es más real que los hombres, algo que me calma y me sostiene. Definitivamente no sé qué es. Es algo salvaje que en ocasiones me herirá y en otras me agotará, lo sé. Pero es algo grande, más grande que los hombres, más grande que la gente y que la religión. Tiene algo que ver con la América salvaje. Y tiene algo que ver conmigo. Es una misión, si quieres. Soy lo bastante imbécil para eso. Pero mi misión es preservarme para ese espíritu, que es salvaje y que lleva tanto tiempo esperando aquí, esperando incluso a alguien como yo. ¡Pues ya he llegado! Aquí estoy, donde quiero estar, con ese espíritu que me quiere. Así son las cosas, y ni Rico ni Phoenix ni nadie me importan de verdad. Todos ellos están en el patio trasero, y yo estoy aquí, en lo más profundo de América, donde hay un espíritu salvaje que me quiere, un espíritu que es más salvaje que los hombres. Y tampoco es que él quiera salvarme, no. Me necesita y me desea, y para él mi sexo es profundo y sagrado, más profundo que yo, y es plenamente consciente de su profundidad. Me libra de lo barato, madre, y ni siquiera tú podrías hacer eso.
La señora Witt se puso en pie y miró a lo lejos, muy lejos, hacia la cresta turquesa de las montañas medio hundidas en el horizonte.
—¿Cuánto dices que has pagado por Las Chivas? —preguntó.
—Mil doscientos dólares —contestó Lou sorprendida.
—Pues yo a eso lo llamo barato, si tenemos en cuenta lo que lleva emparejado. ¡Incluido el nombre!
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