D. H. Lawrence
(Eastwood, Inglaterra, 1885 - Vence, Francia, 1930)
La mujer que se fue a caballo (1925)
(“The Woman Who Rode Away”)
Originalmente publicado, en dos partes, en la revista Dial,
79 (julio de 1925), págs. 1-20;, 79 (agosto de 1925), págs. 121-136
revista New Criterion, 3 (julio de 1925), págs. 529-542; 4 (enero de 1926), págs. 95-124;
The Best British SHort stories of 1926, With an Irish Supplement
Ed. Edward J. O’Brien
Nueva York: Dodd, Mead, 1926), págs. 161-201;
The Woman Who Rode Away and Other Stories
(Londres: Martin Secker, 1928, 292 págs.);
The Woman Who Rode Away: and Other Stories
(Nueva York: A. Knopf, 1928, 307 págs.)
I
Había pensado que ese casamiento, entre
todos los casamientos, sería una aventura. No es que el hombre en sí mismo
tuviera nada de mágico. Un hombrecillo, seco, retorcido, veinte años mayor que
ella, con ojos oscuros y pelo grisáceo, que había llegado a América siendo un
muchachuelo, una escoria, desde Holanda. Expulsado a México de las minas de oro
del oeste, ahora era más o menos rico, pues poseía minas de plata en los
desiertos de la Sierra Madre. Era evidente que la aventura estaba más bien en
las circunstancias que en su persona. Pero era todavía una dinamo de energía no
obstante los accidentes a que había sobrevivido; y lo que había hecho, lo había
hecho él solo. Una de esas rarezas humanas, que no se pueden clasificar.
Cuando ella vio a lo que él había llegado,
se le cayó el alma a los pies. Altos y verdes montes, ininterrumpidos, y, en
medio de esa soledad sin vida, agudos montículos rosados de barro seco, sacado
de las minas de plata. Y en la desnudez de la tierra explotada, la casa baja
con paredes de adobe, oculta entre muros, con su jardín interior y sus
corredores hondos tapizados de enredaderas. Y de ese patio íntimo y florido
sólo se veía el enorme cono rosado del fango inútil de la mina, y las máquinas
extractoras destacándose sobre el cielo. Y nada más.
Es cierto que las grandes puertas de madera
se abrían con frecuencia. Y entonces podía contemplar el ancho mundo que se
extendía ante ella y ver altas colinas desiertas, vestidas de árboles,
amontonadas una tras otra, de la nada hacia la nada. Eran verdes en otoño. El
resto era rosado, rígido y abstracto.
Y en un Ford abollado, su marido quiso
llevarla a la pequeña ciudad española muerta, tres veces muerta, olvidada entre
las montañas. La gran iglesia muerta, reseca por el sol, los muertos portales,
el mercado cubierto, desolado, donde al llegar por primera vez vio un perro
muerto, entre los puestos de carne y los colgajos de legumbres, estirado como
para una eternidad, sin que nadie pensara sacarlo de allí. Muerte entre muerte.
Todo el mundo hablaba de plata, y se
mostraban unos a otros pedazos de metal. Pero la plata ya no se vendía. Vino la
gran guerra y se acabó. El comercio de plata estaba muerto. Las minas de su
marido estaban cerradas. Pero ella y él vivían en una casa de adobe, al pie de
las minas, entre las flores que nunca le parecían bastante floridas.
Tenía dos hijos, un varón y una mujer. Y el
mayor, el varón, tenía casi diez años cuando ella empezó a darse cuenta del
atontamiento de su extraña sujeción. Tenía treinta y tres años y unos grandes
ojos azules, era una mujer deslumbradora, que empezaba a engordar. Su marido,
el hombrecillo tieso, seco, retorcido, de ojos oscuros, tenía cincuenta y tres,
hombre tan duro como el acero, tan tenaz como el acero, aún lleno de energía,
pero abrumado por la crisis de la plata en el mercado y por cierta curiosa
inaccesibilidad de su mujer.
Era hombre de principios y un buen marido.
A su modo tenía pasión por ella, y vivía deslumbrado de admiración. Pero en el
fondo, era aún un solterón. Cuando a los diez años hubo de afrontar la vida, ya
era un solterón. Se casó con más de cuarenta, teniendo bastante dinero para
casarse. Pero su capital era el de un solterón. Era el amo de sus propias obras,
y el casamiento era el último bocado y la más íntima de sus propias obras.
Tenía por su mujer una admiración sin
límites, admiraba su cuerpo, sus cualidades. Y para él seguía siendo la
deslumbradora californiana de Berkeley que vio por primera vez. Como un jeque,
la tenía encerrada entre esas montañas de Chihuahua. Estaba tan celoso de ella
como de su mina de plata: y esto es mucho decir.
A los treinta y tres años, ella seguía
siendo la muchacha de Berkeley; solamente su cuerpo ya no era el mismo. El desarrollo
consciente de su espíritu se había detenido misteriosamente y por completo el
día de su casamiento. Nunca había sentido realmente a su marido, ni en lo
mental ni en lo físico. A pesar de su pasión tardía, no representaba nada para
ella, físicamente. Sólo moralmente la guiaba, la tiranizaba, la retenía en una
esclavitud invencible.
Así pasaban los años en la casa de adobe
que encuadraba el patio soleado, a los pies de la mina de plata. Su marido no
paraba. Cuando el negocio de la plata se acabó, estableció unas veinte millas
más abajo un rancho para criar cerdos. Era un pobre diablo idealista, y
realmente odiaba el lado material de la vida. Le gustaba trabajar, trabajar,
trabajar y hacer cosas. Su casamiento, sus hijos, era algo que él creaba, parte
de su negocio, pero esta vez con un beneficio sentimental.
Gradualmente, los nervios de su mujer se
crisparon: tenía que salir. Tenía que marcharse. Entonces él la llevó a El Paso
por tres meses. Al menos, allí eran los Estados Unidos.
Pero conservó su hechizo sobre ella. Los
tres meses se cumplieron, volvió, reanudó la antigua vida, en su casa de adobe,
siempre igual, entre aquellas eternas colinas verdes y de un rosa oscuro, vacía
como sólo está vacío lo no descubierto. Enseñaba a sus hijos, vigilaba a los
muchachos mexicanos que eran sus sirvientes. A veces, su marido traía visitas,
españoles o mexicanos, algunos blancos ocasionalmente.
A él le gustaba recibir hombres de raza
blanca en su casa. Aunque entonces no tenía ni un momento de tranquilidad. Como
si su mujer fuera una veta secreta de metal en sus minas que nadie más que él
debía conocer. Y ella estaba encantada con los jóvenes ingenieros de minas que
a veces eran sus huéspedes. A él también le encantaba encontrarse ante un
caballero genuino. Pero él era un minero a la antigua que tenía una mujer; y si
un caballero miraba a su mujer, sentía como si su mina hubiera sido violada y
atisbados sus secretos.
Fue uno de esos jóvenes quien puso la idea
en la cabeza de la mujer. Estaban todos fuera, ante la gran puerta de madera
del patio, mirando el mundo exterior. Las eternas colinas inmóviles estaban
todas verdes; era setiembre, después de las lluvias. No se veía nada, salvo la
mina abandonada, las obras abandonadas y un grupo de casas, casi todas vacías.
—Pienso —dijo el joven— qué habrá detrás de
esas grandes y tristes colinas.
—Otras colinas —dijo Lederman—. Si uno va
por allá, Sonora y la costa. Por acá, el desierto, por donde usted vino. Y por
el otro lado, colinas y montañas.
—Sí, pero ¿quién vive en las colinas y las
montañas? Seguramente, hay cosas maravillosas. No se parecen a nada terrestre:
dan la impresión de ser la luna.
—Hay mucha caza, si a uno le gusta cazar. Y
hay indios, pero falta saber si serán maravillosos.
—¿Salvajes?
—Bastante salvajes.
—Pero ¿bien dispuestos hacia los
extranjeros?
—Depende. Algunos son salvajes y no dejan
acercarse a nadie. Cuando ven un misionero, lo matan. Y cuando un misionero no
puede entrar, nadie entra.
—¿Y qué dice el gobierno?
—¡Están tan lejos!; el gobierno los deja en
paz. Son astutos; si prevén dificultades, mandan una delegación a Chihuahua con
un mensaje formal de sumisión. Y el gobierno se da por satisfecho.
—¿Y viven como salvajes, con sus costumbres
salvajes y su religión?
—Sí, no usan más que flechas y arcos. Los
he visto en el pueblo, en la plaza, con unos sombreros rarísimos coronados de
flores, y un arco en la mano, casi desnudos, con sólo una especie de camisa,
aunque haga frío, paseándose con sus piernas de salvaje desnudas.
—¿Pero no cree usted que será maravilloso,
allá en sus aldeas escondidas?
—No. ¿Qué maravilla puede haber? Los
salvajes son salvajes, y todos los salvajes son iguales más o menos: vulgares y
sucios, sin nociones de higiene, con unas cuantas mañas y picardías, luchando
para saciar su hambre.
—Pero seguramente tienen una vieja,
viejísima religión, y misterios; debe ser maravilloso, muy maravilloso.
—Yo no sé nada de misterios, prácticas
paganas y ruidosas, más o menos indecentes. No, no veo nada de maravilloso en
esas estupideces. Y me pregunto quién puede interesarse en eso habiendo vivido
en Londres o en París o en Nueva York.
—¡Ah!, todo el mundo vive en Londres o en
París o en Nueva York —dijo el joven, como si esto fuera un argumento decisivo.
Y ese vago entusiasmo por los indios desconocidos
encontró eco en el corazón de la mujer. La invadió un romanticismo tonto, más
ficticio que el de una niña. Sintió que era su destino vagar entre los refugios
secretos de los indios, en la montaña, misteriosos, maravillosos, fuera del
tiempo.
Guardó su secreto. El joven partiría, su
marido le acompañaría hasta Torreón por negocios—estaría ausente unos días—.
Pero antes de la partida le interrogó sobre los indios: sobre las tribus
nómadas semejantes a los navajos, que vagan en libertad; sobre los yaquis de
Sonora; sobre los distintos grupos, en los distintos valles del estado de
Chihuahua.
Se suponía que una tribu, los chilchuis,
habitantes de un valle alto en el sur, era la tribu sagrada entre todas las
demás.
Los descendientes de Moctezuma y de los viejos
reyes de Aztec o Totonac aún vivían entre ellos, y los ancianos sacerdotes
conservaban la antigua religión, y ofrecían sacrificios humanos—al menos, eso
era lo que se contaba—. Algunos hombres de ciencia habían estado en el país de
los chilchuis y habían vuelto flacos y exhaustos, con hambre tras amargas
privaciones, trayendo algunos curiosos y bárbaros objetos de culto, pero sin
haber visto nada extraordinario en la aldea de esos salvajes desnudos y
hambrientos.
Aunque Lederman hablaba como de paso, era
evidente que sentía cierta excitación ante la idea de aquellos salvajes
antiguos y misteriosos.
—¿A qué distancia están? —preguntó ella.
—A tres días a caballo, después de Cuchitee
y de un pequeño lago que está allá arriba.
Su marido y el joven partieron. La mujer
hizo locos planes. Poco antes, para romper la monotonía de su vida, había
obtenido de su marido que a veces la dejara montar a caballo y salir con él. No
le permitía salir sola. El país no era seguro; primitivo y sin ley.
Pero tenía su caballo, y soñaba con ser
libre, como cuando era niña, entre las colinas de California.
Su hija de nueve años estaba en un
minúsculo convento, en la pequeña y semidesierta ciudad española, distante unas
cinco millas.
—Manuel —dijo la mujer a su sirviente—: Voy
hasta el convento a ver a Margarita y llevarle unas cosas. Tal vez pase la
noche en el convento. Cuide a Freddy y vea que todo esté en orden hasta que yo
vuelva.
—¿La acompañaré yo o irá Juan en el caballo
del amo? —preguntó el sirviente.
—Ninguno de los dos. Iré sola.
El muchacho la miró como protestando.
¡Era absolutamente imposible que una mujer anduviera sola!
—Iré sola —repitió la gorda y plácida rubia,
con especial tono imperativo. Y el hombre silencioso cedió a su pesar.
—¿Por qué vas sola, mama? —le preguntó su
hijo mientras ella preparaba paquetes de comida
—¿No podré estar nunca sola? ¿Ni por una
vez en la vida? —gritó, en una súbita explosión de energía.
Y el niño, como el sirviente, guardó
silencio.
Se fue sin un desfallecimiento, montada en
su fuerte roano, vestida con un traje de montar de hilo grueso, con amazona
sobre los bombachos de hilo, una corbata roja sobre la blusa blanca, y un
sombrero de fieltro negro en la cabeza. Llevaba provisiones en las alforjas de
su silla de montar, una cantimplora con agua y una gran manta india en el arzón
de la silla. Escudriñando la distancia, partió de su casa. Manuel y su hijito
se quedaron en el portón, mirándola alejarse. Ni siquiera se volvió para
decirles adiós.
Pero cuando hubo andado cerca de una milla,
dejó el camino real y tomó por una pequeña senda a la derecha, que llevaba a
otro valle, sobre lugares empinados, y dejó atrás grandes árboles, y atravesó
otro campamento minero, ahora desierto. Era setiembre, el agua corría
libremente en el pequeño arroyo que había abastecido la mina abandonada. Se
apeó a beber, y dejó que el caballo bebiera también. Vio venir a unos indios a
través de los árboles, lejos, colina arriba. La habían visto y la miraban
atentamente. Ella los miraba a su vez. Eran tres: dos mujeres y un muchacho;
dieron una vuelta, para no acercarse demasiado. A ella no le importaba. Montó,
adentrándose en el valle silencioso, más allá de las minas de plata, más allá
de los vestigios de minas. Había todavía una huella tosca, que conducía a unas
rocas y unas piedras sueltas más allá del valle. Ya había andado por esa huella
con su marido. Después, sabía que debía dirigirse hacia el sur.
Era curioso, pero no tenía miedo, aunque
era un lugar para tener miedo, con su silencio, sus senderos montañosos de
aspecto siniestro, sus nativos distantes, sospechosos y elusivos entre los
árboles, sus enormes aves rapaces revoloteando, como grandes moscas, a lo
lejos, sobre las carroñas o sobre algún rancho o grupo de cabañas.
A medida que subía, los árboles se encogían
y la huella atravesaba matas espinosas, donde trepaban campanillas azules y
alguna enredadera rosada. Luego, desaparecieron las flores. Se acercaba a los
pinos.
Llegó a la cima, y ante ella se extendía
otro valle silencioso, vacío, vestido de verde. Era más de mediodía. Su caballo
dobló hacia un hilo de agua, y ella bajó para almorzar. Se sentó en silencio,
mirando el valle inmóvil y sin vida, las colinas puntiagudas, las rocas cada
vez más altas y los pinos hacia el sur. Descansó un par de horas en el calor
del día, mientras su caballo pastaba cerca de ella.
Curioso; no tenía miedo ni se sentía sola.
Al contrario, la soledad era como un vaso de agua fresca para el sediento. Y
una extraña exaltación interior la sostenía.
Siguió su camino y acampó a la noche en un
valle junto a un arroyo, hundido entre arbustos. Había visto ganado y había
cruzado varias huellas. Debía de haber algún rancho por ahí cerca. Oyó el
extraño rugido de un puma y un ladrido de perros respondiéndole. Pero estaba
sentada al lado de su fogata en un hueco escondido y no sentía miedo realmente.
La sostenía siempre la extraña exaltación que bullía en su pecho.
Hizo mucho frío antes del alba. Estaba
acostada, envuelta en su manta, mirando las estrellas, escuchando el
estremecimiento de su caballo, con la sensación de una mujer muerta y que ha
franqueado el más allá. No estaba segura de haber oído en la noche un gran
estruendo dentro de sí, que era el estruendo de su propia muerte. O bien era un
estruendo en el interior de la tie rra, que pres agiaba algo grande y misterio
so .
Al despuntar el día se levantó, aterida de
frío, e hizo fuego. Comió de prisa, dio a su caballo unos pedazos de torta de
semillas, y echó a andar. Evitaba cualquier encuentro—y el no encontrar a
nadie, demostraba que también a ella la evitaban—. Divisó, al fin, la aldea de
Cuchitee, sombrío y triste amontonamiento de casas negras con techos rojizos al
pie de otra mina silenciosa, ha largo tiempo abandonada. Y más allá, el largo
flanco de una montaña verde y clara, hasta dar con el verde áspero y oscuro de
los pinos. Y, más allá de los pinos, trechos de roca pelada contra el cielo,
rocas atravesadas y jaspeadas por largas fajas de nieve. En lo alto, la nieve
había comenzado a caer Y ahora, a medida que se acercaba, más o menos, a su
destino, empezó a sentirse indecisa y descorazonada Había pasado el pequeño
lago entre álamos amarillen tos de troncos blancos, suaves y redondos como los
brazos blancos y redondos de una mujer. ¡Qué lugar delicioso! En California se
hubiera extasiado. Aquí miró y vio que era delicioso, pero no le importaba.
Estaba rendida, ya llevaba dos noches al raso y temía la noche próxima. No
sabía dónde iba ni a qué iba. Su cabalgadura avanzaba penosa y tristemente
hacia la inmensa montaña empinada, por una huella pedregosa. Y si le hubiera
quedado un resto de energía, habría vuelto a la aldea para ser protegida y
devuelta a su marido.
Pero ya no tenía voluntad. Su caballo
chapoteó atravesando un arroyuelo, y se adentró en un valle, a casi nueve mil
pies sobre el nivel del mar, y la altura y el cansancio le producían un vacío
en la cabeza. Más allá de los algodoneros, sólo veía por todas partes los
flancos escarpados de las montañas que la encerraban empenachadas de álamos
entrelazados, y, más arriba abetos y pinos esbeltos y puntiagudos. El caballo
caminaba como un autómata. Sólo era posible trepar adelante, en ese valle
apretado, por esa huella estrecha.
De pronto el caballo dio un brinco; ante
ella, envueltos en mantas oscuras, estaban tres hombres.
—¡Adiós! —llegó el saludo de una voz india,
llena y breve.
—¡Adiós! —replicó su voz segura de
americana.
—¿Dónde va? —le preguntaron, sosegadamente,
en español.
Los hombres con sarapes oscuros se habían
acercado a mirarla.
—Hacia adelante —respondió con frialdad en
su español de duro acento sajón.
Para ella no eran más que nativos: rostros
oscuros, hombres de recia contextura, con sarapes oscuros y sombreros de paja.
Sólo el cabello largo sobre los hombros los diferenciaba de los hombres que
trabajaban para su marido. Notó esas largas cabelleras negras con cierta
aprensión. Estos debían ser los salvajes que queria ver.
—¿De dónde viene? —le preguntó el mismo.
Siempre hablaba el mismo. Era joven, con vivos, grandes y brillantes ojos
negros que la miraban de soslayo. Tenía un sedoso bigote negro en su rostro
oscuro, una barba rala, algunos pelos desparramados en el mentón. Su largo pelo
negro, lleno de vida, caía en libertad sobre sus hombros. A pesar de lo oscuro
de su piel, se notaba que no se había lavado en muchos días.
Sus dos compañeros se le parecían, pero
eran de más edad, fuertes y silenciosos. Uno tenía un bigotito, pero no barba.
El otro tenía las mejillas lisas y pelos negros diseminados que marcaban las
líneas del mentón con la barba característica de los indios.
—Vengo de lejos —contestó ella, con tono
evasivo y alegre.
Hubo un silencio.
—Pero, ¿dónde vive? —replicó el joven, con
tranquila insistencia.
—En el norte —contestó con desenvoltura.
Otro silencio. El joven conversó en voz
baja, en indio, con sus compañeros.
—¿Dónde quiere llegar subiendo por
ahí? —preguntó de pronto, con tono de mando y desafío, señalando el sendero.
—Al país de los chilchuis —contestó la mujer
lacónicamente.
El joven la miró. Sus ojos eran vivos,
negros, inhumanos.
Él vio, en la plena luz de la tarde, la
débil sonrisa de seguridad sobre el rostro fresco, ancho y tranquilo de la
extranjera; las ojeras azuladas que el cansancio había puesto bajo sus grandes
ojos azules; y en la mirada, que ella dirigía hacia él, una confianza medio infantil,
medio arrogante, en su poder de mujer. Y también en los ojos un extraño
éxtasis.
—¿Usted está casada? —le preguntó el indio.
—Sí, estoy casada —contestó complaciente.
—¿Tiene familia?
—Marido y dos hijos, un varón y una niña.
El indio se volvió y tradujo la respuesta a
sus compañeros en voz baja, en un lenguaje que hacía pensar en el correr del
agua. Evidentemente, no sabían qué pensar.
—¿Dónde está su marido? —preguntó el joven.
—¡Quién sabe! —replicó ella
negligentemente—. Se ausentó por una semana, a sus negocios.
Los ojos negros le miraban perspicaces.
Ella, a pesar del cansancio, seguía sonriendo, orgullosa de su aventura, segura
de su encanto femenino y del hechizo de la locura que se había apoderado de
ella.
—¿Y qué se propone usted? —preguntó el indio.
—Quiero visitar los chilchuis, ver sus
casas y conocer sus dioses —replicó.
El joven se volvió, tradujo la respuesta
rápidamente y hubo un silencio casi consternado. Los dos hombres graves la
miraban soslayadamente de un modo extraño, bajo el ala de sus sombreros
adornados de flores. Y dijeron algo al joven en voz baja.
Éste parecía indeciso. Luego se volvió
hacia ella.
—Bueno —dijo—, vamos. Pero no podemos llegar
hasta mañana. Tendremos que acampar esta noche.
—¡Bueno! —dijo ella—. Estoy dispuesta.
Y sin más preámbulos partieron a buen paso
por el sendero pedregoso. El joven andaba a su lado, los otros dos venían
detrás. Uno de ellos se había armado con una gruesa vara, y de tiempo en tiempo
daba un golpe en el anca del caballo de la mujer para que apresurara el paso.
Con esto saltaba el animal y la echaba atrás en la silla, lo que, cansada como
estaba, la hizo enfadarse.
—¡No haga eso! —le dijo al hombre, mirándolo
furiosa. Encontró sus negros ojos, grandes y brillantes y, por primera vez, su
espíritu desfalleció. Los ojos del hombre no eran humanos y no la veían como
una hermosa mujer blanca. La miraban con una mirada negra, brillante, inhumana,
y no parecían ver a una mujer, sino a algo extraño e inexplicable, a una cosa
incomprensible y hostil. Se enderezó en la silla, asombrada, de nuevo con la
sensación de estar muerta. Y, otra vez, el hombre golpeó el caballo que la
sacudía con fuerza en la silla.
Toda la ira apasionada de la mujer blanca,
consentida y mimada, estalló. Detuvo la cabalgadura y se volvió, con los ojos
chispeantes, hacia el hombre vecino a sus riendas.
—Diga a ese hornbre que no vuelva a tocar
mi caballo —gritó.
Ennontró la mirada del joven, y en su
oscura y brillante inescrutabilidad vio una chispa de burla como en la mirada
de las serpientes. Habló a su compañero en voz baja como acostumbran los
indios. El hombre del palo escuchó sin mirar. Luego, dando un extraño alarido,
volvió a golpear el anca del animal con tal fuerza que éste saltó como en un
espasmo, dispersando las piedras del sendero y sacudiendo sobre el lomo a la
mujer rendiaa.
Una rabia loca asomó a sus ojos y se puso
mortalmente pálida. Tiró de las riendas con furia. Pero antes de que pudiera
volverse, el indio joven agarró las riendas bajo el pescuezo del caballo y las
tiró bruscamente hacia adelante, arrastrando consigo al animal.
La mujer se sintió impotente. A su cólera
se mezcló un ligero estremecimiento de alegría. Sabía que estaba muerta.
Se ponía el sol, una gran luz amarilla
inundaba los últimos álamos y ardía en los troncos de los pinos, cuyas agujas
se destacaban sobre el cielo con un brillo sombrío; las rocas tenlan un fulgor
extraterreno, y en este desltlmbramiento, el indio, a la cabeza del caballo,
corría sin dar muestras de cansancio; su manta oscura se balanceaba; sus
piernas desnudas tomaban con esa luz fuerte un raro tinte rojo que las
transfiguraba, y su sombrero de paja, con un adorno absurdo de flores y plumas,
brillaba Chillón sobre el gran río de sus cabellos negros. A veces decía algo
en voz baja al caballo, y entonces el otro indio le daba al animal con su palo.
La luz milagrosa palidecía sobre los montes, el mundo se ponía oscuro, soplaba
un aire frío. En el cielo una media luna luchaba con la llamarada del poniente.
Pesadas sombras descendían por las laderas escarpadas y rocosas. Corría el
agua. La mujer sólo tenía conciencia de su cansancio, un cansancio indecible, y
del viento frío que venía de las alturas. No se daba cuenta de cómo el claro de
luna había reemplazado la luz del día. El cambio se había operado mientras
cabalgaba extenuada de cansancio.
Durante algunas horas anduvieron bajo la
luz de la luna. Se detuvieron bruscamente. Los hombres hablaron un momento en
voz baja.
—Acamparemos aquí —dijo el joven.
Ella esperó que él la ayudase a desmontar, pero
se limitó a tener las riendas. Estaba tan rendida que, al bajar, estuvo a punto
de caerse.
Habían elegido un sitio, al pie de los
peñascos, que guardaba todavía un poco del calor solar. Uno de los hombres
cortó ramas de pino; otro levantó, a modo de abrigo, pequeñas empalizadas con
las ramas y extendió ramillas de pino oloroso para servir de cama. El tercero
encendió una fogata para calentar tortillas. Se movieron en silencio.
La mujer bebió agua. No quiso comer, sólo
deseaba acostarse y descansar.
—¿Dónde dormiré? —preguntó.
El joven señaló uno de los abrigos. Entró y
se acostó inerte. No le importaba lo que pudiera sucederle; estaba cansada,
desligada de todo. A través de las ramas veía a los tres hombres sentados en
cuclillas alrededor del fuego, comiendo las tortillas, que cogían de las
cenizas con sus dedos morenos, y bebiendo agua de una calabaza. Hablaban en voz
baja, en un murmullo, con largos intervalos de silencio. Su silla y sus
alforjas estaban no lejos del fuego, sin abrir, intactas. Los hombres no se
interesaban por ella ni por lo que le pertenecía. Agazapados, con los sombreros
puestos, comían; comían mecánicamente, como animales; el sarape oscuro con
flecos, arrastraba; las fuertes piernas desnudas estaban encogidas como las de
un animal, mostrando una camisa blanca, sucia y una especie de faja que eran
sus únicas ropas. Y no mostraban más interés por ella que por un trozo de
venado que hubieran traído de la caza y que estuviera colgado al abrigo.
Al rato, apagaron el fuego con cuidado y
entraron en sus refugios. Mirando a través de la empalizada, tuvo ella un
estremecimiento de miedo y ansiedad, viendo pasar las sombras oscuras a la luz
de la luna. ¿Iban a atacarla?
¡Pero no! Parecían haberla olvidado. Habían
trabado a su caballo; lo oía triscar con dificultad. Todo era silencio,
silencio de montañas, frío, mortal. Dormía y se despertaba y se dormía en una
semiinconsciencia, entumecida de frío y de cansancio.
Una larga, larga noche, helada y eterna:
ella sabía que había muerto.
II
Sin embargo, cuando se notó una pequeña
agitación en el campamento, un tintineo de pedernal y acero, y vio la forma de
un hombre agazapado como un perro sobre un hueso ante un rojo crepitar de
fuego, y se dio cuenta de que venía el día, pensó que la noche había pasado
demasiado pronto.
Cuando estuvo encendido el fuego, salió de
su abrigo con un solo deseo real: café. Los hombres calentaban sus tortillas.
—¿Podemos hacer café? —preguntó.
El joven la miró y le pareció ver en sus
ojos la misma chispa de burla. Sacudió la cabeza.
—Nosotros no lo tomamos —contestó—. No hay
tiempo.
Y los dos mayores, sentados en cuclillas,
la miraron en la terrible palidez del alba, y ni siquiera había burla en sus
ojos. Sólo esa luz intensa, lejana, inhumana, que le parecía terrible.
Eran inaccesibles. No podían, en manera
alguna, verla como una mujer. Como si ella no fuera una mujer. Como si su
blancura le quitara toda su feminidad, y la redujese a una gigantesca hormiga
blanca. Era todo lo que veían en ella.
Antes de la salida del sol estaba de nuevo
sobre su cabalgadura, trepando el rápido declive, en el aire helado. Vino el
sol y pronto tuvo muchísimo calor, expuesta como estaba a sus rayos en los
espacios abiertos. Le parecía que subían hasta el techo del mundo. Más lejos,
cerca del cielo, había cicatrices de nieve.
En el curso de la mañana llegaron a un
lugar que el caballo no podía franquear. Descansaron un instante, frente a un
gran declive de roca viva, lustroso como el pecho de un animal. Para escalar la
roca debieron seguir una grieta en zigzag. Era un tormento andar a gatas, de
grieta en grieta, a lo largo de la oblicua superficie lisa de la roca; un
tormento que le pareció de horas. Dos indios, uno delante y otro detrás,
caminaban lentamente, erguidos, calzados con sandalias de cuero trenzado. Pero
ella, con sus botas de montar, no se atrevía a enderezarse.
Todo el tiempo se preguntaba por qué
persistía en suspenderse y agarrarse a esa roca de muchas millas de largo. ¿Por
qué no se precipitaba al abismo para acabar? El mundo se extendía allá abajo.
Cuando llegaron, por fin, a un desfiladero
pedregoso, la mujer se volvió y vio al tercer indio que llegaba trayendo a
cuestas su montura y sus alforjas, todo colgado de una cuerda que envolvía su
frente. Tenía el sombrero en la mano y andaba lentamente, con el paso lento,
silencioso y pesado de los indios, sin tropezar en las hendiduras de la roca,
como incrustado en una hendidura del escudo férreo de la montaña.
La senda rocosa descendía. Los indios
empezaron a inquietarse. Uno se adelantó al trote corto, desapareciendo tras un
recodo de piedras. La huella bajaba dando vueltas, hasta que al fin, en el
fulgor pleno del sol de mediodía, divisaron un valle allá abajo, entre muros de
roca, como un ancho abismo entre montañas. Un valle verde, con un río y árboles
y grupos de casas chatas y brillantes. Todo era pequeño y nítido, a tres mil
pies de profundidad. Hasta el puente sobre el río, y la plaza rodeada de casas,
dos más altas en las dos extremidades de la plaza, y los altos algodoneros, los
pastos y los espacios amarillos de los maizales secos, las manchas que los
oscuros carneros o cabras formaban a lo lejos en las laderas, los recintos
cercados a lo largo del río. Todo era pequeño y perfecto, con ese aspecto
mágico que cobran los lugares vistos desde lo alto de una montaña. Era
extraordinario ver las casas bajas, blanqueadas, resplandecer semejantes a
cristales de sal, o trozos de plata. Eso la asustó.
Comenzaron el descenso por un largo camino
intrincado en lo alto de la barranca, costeando el torrente que se precipitaba
y caía. Al principio, eran puras rocas; luego empezaban los pinares y en
seguida los álamos con ramas de plata. Había una profusión de flores de otoño,
grandes flores rosadas parecidas a las margaritas, y blancas y muchas amarillas.
Pero estaba tan cansada que tuvo que detenerse a descansar. Y vio las flores
deslumbrantes como vagas sombras pálidas, revoloteando, como las vería un
muerto.
Al fin, la hierba y los pastizales en
declive, entre los álamos y los pinos. Un pastor, desnudo al sol, con sólo un
sombrero y una faja de algodón, conducía sus carneros oscuros. Bajo un grupo de
árboles se sentaron y esperaron, ella y el joven indio. El que llevaba la
montura se había adelantado. Oyeron un ruido de pasos. Eran tres hombres, con
hermosos sarapes, rojo y naranja y amarillo y negro, y con plumas brillantes en
la cabeza. El de más edad llevaba sus cabellos grises tejidos con piel, y su
sarape rojo y amarillo-naranja cubierto por curiosos signos negros, como una
piel de leopardo. Los otros dos no tenían pelo gris, pero también eran de edad.
Sus mantas eran rayadas, y sus peinados más sencillos.
El joven se dirigió a sus mayores en pocas
y tranquilas palabras. Escucharon sin contestarle ni mirarle, ni tampoco a la
mujer; las caras vueltas y los ojos fijos en el suelo. Al fin, levantaron la
cabeza y observaron a Ia mujer.
El viejo jefe, o el brujo, o lo que fuera,
tenía un rostro color de bronce oscuro, surcado de profundas arrugas, con unos
pocos pelos grises alrededor de la boca. Dos largas trenzas de pelo gris,
trenzadas con piel y plumas de colores, caían sobre sus hombros. Sin embargo,
sólo sus ojos llamaban la atención. Eran negros y extraordinariamente
penetrantes, sin sombra de recelo en su poder demoníaco y audaz. Miró en los ojos
a la mujer blanca, con una mirada larga y penetrante, sin que ella supiese lo
que buscaba. Apeló a toda su energía para sostener esa mirada y se puso en
guardia. Pero en vano. Él no la miraba como un ser humano mira a otro. Ni
siquiera percibió su resistencia o su desafío, miraba más hondo, ella no sabía
qué.
Comprendió que era imposible esperar
ninguna relación humana con ese viejo.
Él se volvió y dijo algunas palabras al
indio joven.
—Pregunta qué ha venido usted a buscar por
aquí —interrogó el joven, en español.
—¿Yo? ¡Nada! He venido sólo para ver cómo
es esto.
La respuesta fue traducida y el viejo
volvió a mirarla de nuevo. Luego tornó a hablar el joven en voz baja y
murmurante.
—Dice: ¿Por qué ha abandonado usted su casa
y los hombres blancos? ¿Quiere traer a los chilchuis el dios de los blancos?
—No —replicó ella temerariamente—. Yo misma
he abandonado el dios de los blancos. Vengo a buscar el dios de los chilchuis.
Un profundo silencio siguió a la traducción
de estas palabras. El viejo habló con voz baja y cansada:
—¿La mujer blanca busca los dioses de los
chilchuis porque está cansada de su dios?
—Sí. Está cansada del dios de los
blancos —replicó la mujer, y ésa era la contestación deseada. Quería servir a
los dioses de los chilchuis.
Advirtió un extraordinario estremecimiento
de triunfo y de exultación en los indígenas, al oír la traducción, después de
un silencio mortal. Luego, todos la miraron con sus negros ojos penetrantes, en
los que chispeaba una codicia cruel e incomprensible.
Estaba tanto más intrigada porque no
encontraba en esas miradas nada sensual ni sexual. Poseían una terrible pureza
deslumbrante que ella no podía comprender. Tenía miedo, la habría paralizado el
miedo de no haberse ya muerto algo en ella, dejándole sólo un asombro frío y
alerta.
Los viejos hablaron un momento y se fueron,
dejándola con el joven y el viejo jefe. El anciano la miraba, ahora con cierto
interés.
—Pregunta si está cansada —dijo el joven.
—Muy cansada —replicó ella.
—Los hombres van a traer una hamaca —dijo el
joven.
Llegó el transporte; una especie de
angarillas, compuestas por un rectángulo de lana oscura, suspendido de una
barra que sostenían en sus hombros dos indios de cabellos largos. Echaron la
hamaca a tierra, la mujer se sentó dentro y los dos hombres levantaron la barra
en hombros. Sacudida, como si fuera en un saco, fue sacada del grupo de
árboles, tras el viejo jefe, cuyo sarape, manchado como una piel de leopardo,
se movía al sol extrañamente.
Se encontraron a la entrada del valle.
Delante, se extendían los maizales con sus mazorcas maduras. El maíz no crecía
muy alto en estas latitudes. El sendero aplanado corría en su mitad, y todo lo
que ella podía ver era la figura erecta del jefe con su sarape negro y llama,
que caminaba con paso rápido, silencioso y pesado, con la cabeza agachada, sin
mirar a derecha ni a izquierda. Sus portadores le seguían, con paso rítmico, y
una larga cabellera de un negro azulado corría como un río sobre la espalda
desnuda del hombre que iba delante.
Pasaron el maizal y llegaron a un gran muro
o terraplén, hecho de tierra y ladrillos de adobe. Las puertas de madera
estaban abiertas. Al franquearlas, se encontraron en una red de jardinillos;
cada jardín era regado por una pequeña acequia. Entre cada grupo de árboles y
flores había una casita de una blancura deslumbradora, sin ventanas y con la
puerta cerrada. El lugar era una red de caminitos, de pequeños arroyos y
puentecitos, entre jardines cuadrados y floridos.
Tomaron el sendero más ancho—estrecha,
blanda huella entre hojas y hierba, huella aplanada por siglos de pisadas
humanas, no desfiguradas por rueda alguna, ni por cascos de caballos—; llegaron
a una pequeña corriente de agua viva y ligera, y cruzaron un puente de troncos
de árbol. Todo era silencioso; no había un ser humano. El camino seguía bajo
algodoneros magníficos y de pronto desembocaba en la plaza central de la aldea.
Éste era un largo rectángulo de casas
blancas y bajas, con azoteas; dos edificios más altos, formados por pequeñas
chozas cuadradas, apiladas en lo alto de otras mayores, levantándose en cada
extremo del rectángulo, uno frente a otro, un poco desviados. Cada casita era
de una blancura deslumbrante, a excepción de las grandes vigas redondas que
sobrepasaban los techos y las azoteas. Rodeando cada uno de los edificios
principales, en el exterior de la plaza, había un cercado, y en el interior un
jardín con árboles y flores, y varias casitas.
No se veía un alma. Pasaron silenciosamente
por entre las casas y llegaron a la plaza central. Era desnuda y árida; el
suelo, aplanado por innumerables generaciones que la atravesaban de puerta en
puerta. Todas las puertas de esas casas sin ventanas daban sobre la plaza
vacía, y estaban cerradas. La leña para el fuego se hallaba cerca del umbral;
un horno de barro humeaba todavía, pero no había otra señal de vida.
El anciano atravesó la plaza hasta la gran
casa al final, donde los dos pisos superiores, como en una casa de juguete,
eran cada uno más pequeño que el inferior Una escalera exterior de piedra
conducía a la azotea del primero de ellos.
Al pie de esta escalera se detuvieron los
conductores de la hamaca y depositaron a la mujer en el suelo.
—Suba —le dijo el joven que hablaba español.
Subieron la escalera de piedra y llegaron
al techo de tierra que formaba una plataforma alrededor del segundo piso.
Dieron toda la vuelta hasta la parte trasera del gran edificio y bajaron de
nuevo al jardín.
No habían encontrado a nadie. Pero ahora,
aparecieron dos hombres, con cabeza desnuda, con largas trenzas, con una
especie de camisas blancas sujetas por una faja. Siguieron los tres últimos
atravesando el jardín de flores rojas y amarillas, hasta una casa larga baja y
blanca. Entraron sin llamar.
Dentro estaba oscuro. Se dejaba oír un
sordo murmullo de voces masculinas. Había varios hombres, dibujábanse en la
penumbra sus camisas blancas, invisibles los rostros oscuros. Estaban sentados
sobre un grueso tronco, viejo y pulido, arrimado a la pared. Salvo ese tronco,
la habitación parecía vacía. Pero no: en un rincón, en la penumbra, había un
diván, una especie de cama, y alguien estaba acostado, cubierto de pieles.
El indio viejo con el sarape coloreado, que
había acompañado a la mujer, se quitó el sombrero, y también la manta y las
sandalias. Las puso a un lado, se acercó al diván y habló en voz baja. Por
algunos momentos no se oyó contestación alguna. Luego, un anciano de cabellos
blancos como la nieve, que flotaban alrededor del rostro oscuro apenas visible,
se irguió como una aparición, y apoyado en un codo miró vagamente a la asamblea,
con un silencio grave.
El indio de cabellos grises habló de nuevo,
y entonces el joven, tomando a la mujer de la mano, la hizo adelantarse. Con su
traje de montar de tela gruesa, con sus botas negras, su sombrero, y los
patéticos restos de su corbata roja, se quedó de pie, junto a la cama cubierta
de pieles donde estaba el viejo, ¡tan viejo!, remoto como una aparición,
apoyado en un codo, con el pelo blanco en desorden, el rostro casi negro,
echado hacia adelante, para mirarla con una intensidad distante, que no era de
este mundo.
Su rostro era tan viejo que parecía hecho
de vidrio negro, y los pocos pelos blancos rizados que le crecían alrededor de
los labios y en la barbilla eran inverosímiles. Los largos rizos blancos caían
destrenzados y en desorden, encuadrando el vidrioso rostro oscuro. Y bajo el
leve polvo de las cejas blancas los ojos negros del anciano jefe la miraban
como de lejos, desde el reino lejano de la muerte, como si vieran algo que
nadie más pudiera ver.
Al fin pronunció algunas profundas
palabras, con voz cavernosa, que parecía dirigir al aire oscuro.
—¿Trae usted, su corazón, al dios de los
chilchuis? —tradujo el indio joven.
—Dígale que sí —respondió automáticamente.
Hubo una pausa. El anciano volvió a hablar
como en el vacío. Uno de los hombres salió. Hubo un silencio como de eternidad,
en la pieza oscura, sólo alumbrada por la puerta abierta.
La mujer miró a su alrededor. Cuatro viejos
de cabello gris estaban sentados en el tronco, frente a la puerta. Otros dos
hombres, fuertes e impasibles, estaban cerca de esa puerta. Tenían cabellos
largos y camisas blancas sujetas por una faja. Desnudas las robustas piernas
oscuras. Hubo un silencio de eternidad.
Al fin volvió el hombre, con unas ropas
blancas y oscuras en el brazo. El indio joven las tomó y, entregándoselas a la
mujer, dijo:
—Tiene que quitarse sus ropas y ponerse
éstas.
—Que se retiren los hombres —contestó ella.
—Nadie le hará mal —dijo él con tranquila
voz.
—No me desvestiré mientras haya hombres
aquí.
Él miró a los dos hombres cerca de la
puerta. Se acercaron con rapidez y, bruscamente, le asieron los brazos, sin
hacerle mal, pero con fuerza. Luego, dos de los viejos se acercaron y, con rara
habilidad, rasgaron con cuchillos sus botas de arriba abajo, se las quitaron e
hicieron lo mismo con los vestidos, que cayeron a sus pies. En pocos instantes
quedó desnudo su cuerpo blanco. El anciano del lecho habló, y la volvieron para
que él la viera. Habló de nuevo, y el indio joven quitó con habilidad las
horquillas y peinetas de su cabello rubio que cayó sobre la espalda en
enmarañadas guedejas.
El anciano habló de nuevo. El indio la
condujo junto al lecho. El anciano moreno de cabellos blancos mojó con saliva
las puntas de sus dedos, y con gran delicadeza le tocó los pechos, el cuerpo,
luego la espalda. Y cada vez que las yemas de los dedos se posaban en su piel,
ella se estremecía como si la tocara la misma muerte.
Y se preguntaba, casi tristemente, por qué
no se avergonzaba de su desnudez. Sólo se sentía triste y desamparada. Nadie estaba
avergonzado. Los viejos estaban sombríos, embargados por una profunda emoción
incomprensible que paralizaba su agitación, mientras que el indio joven tenía
en el rostro una rara mirada de éxtasis. Y ella estaba como extraña y fuera de
sí misma, como si su cuerpo no le perteneciera.
Le dieron sus nuevas ropas: una larga
camisa de algodón blanco, que le llegaba a las rodillas; después, una túnica de
gruesa tela de lana azul, bordada con flores verdes y escarlata. Se abrochaba
sólo en un hombro y la ajustaba un cinturón de lana negro y rojo. Cuando estuvo
así vestida, la llevaron, descalza, a una casita en el jardín cercado. El joven
indio le dijo que pidiera lo que necesitara. Pidió agua para lavarse. Se la
trajo en un cántaro, junto con un gran recipiente de madera. Luego cerró la
puerta de la casa, dejándola prisionera. Por entre los barrotes de la puerta de
su casa podía ver las flores rojas del jardín y un picaflor. De la azotea del
gran edificio venía el son largo y pesado de un tambor, que le pareció
sobrenatural; en la terraza superior de la casa se elevó una voz, que en una
lengua extranjera, con un tono distante y sin emoción, pronunció un discurso o
mensaje. Y ella escuchaba como desde el reino de la muerte.
Pero estaba muy cansada. Se echó en una
cama de pieles, arrojó sobre ella la manta de lana oscura y se durmió
olvidándose de todo.
Cuando se despertó, se acercaba la caída de
la tarde, y el indio joven traía en una bandeja de mimbre unas tortillas y un
cocido de maíz con trozos de carne, probablemente de oveja, y una bebida hecha
de miel y ciruelas frescas. También le traía una larga guirnalda de flores
rojas y amarillas, con racimos de pimpollos azules. La roció con agua de un
cántaro, y se la ofreció con una sonrisa. Tenía un aire dulce y pensativo, y su
rostro y sus ojos oscuros reflejaban una expresión de éxtasis y de triunfo, que
la asustaba un poco. El brillo había desaparecido de los negros ojos, con
oscuras pestañas curvas, y la miraba con ese extraño y suave fulgor de éxtasis
que no era del todo humano, terriblemente impersonal, produciéndole un
malestar.
—¿Necesita algo?—le dijo en su voz baja,
lenta, melodiosa, que parecía contenida, como si hablara a otra persona, o como
si no quisiera que llegara hasta ella.
—¿Me tendrán aquí, prisionera? —le preguntó.
—No; mañana podrá pasear por el jardín —le
dijo dulcemente.
Siempre aquella extraña solicitud.
—¿Le gusta esa bebida? —preguntó,
ofreciéndole una tacita de barro—. Es muy refrescante.
Paladeó la bebida con curiosidad, a
pequeños sorbos. Estaba compuesta de hierbas, endulzada con miel, y tenia un
sabor raro y persistente. El joven la miraba satisfecho.
—Tiene un gusto peculiar —dijo ella.
—Es muy refrescante —repitió él, con sus
ojos negros, fijos en ella, con su mirada extática y satisfecha.
Y se fue. La mujer empezó a descomponerse,
tuvo vómitos violentos, que no podía dominar.
Luego sintió que la invadía una gran
languidez sedante, sintió sus miembros más fuertes y libres, llenos de
languidez, y se quedó extendida sobre el lecho, escuchando los ruidos de la
aldea, mirando el cielo que se volvía amarillo, aspirando el perfume de
ardientes maderas de cedro o de pino. Oía tan claramente el ladrido de los
perrillos, el deslizarse de los pasos lejanos, el murmullo de las voces;
percibía con tal agudeza el olor del humo, las flores, la caída de la tarde;
veía brillar con tal nitidez la única estrella, infinitamente lejana, titilando
por encima del sol poniente, que le pareció que sus sentidos se difundían por
el aire y que podía distinguir el rumor que esparcían al abrirse las flores de
la tarde y la cristalina vibración de los cielos, mientras que los vastos
círculos de la atmósfera se deslizaban uno tras otro, como si la humedad que
ascendía y descendía en el aire vibrara al modo de un arpa en el cosmos.
Estaba presa en la casa y en el jardín
cercado, pero poco le importaba. Y pasaron los días sin darse cuenta de que no
veía a ninguna mujer. Sólo hombres; los ancianos de la casa grande que,
imaginaba, sería una especie de templo, y aquéllos sus sacerdotes. Pues siempre
llevaban los mismos colores, rojo, naranja, amarillo y negro, y tenían la misma
actitud grave y recogida.
Alguna vez venía uno de los ancianos y se
sentaba a su lado, en un silencio absoluto. Nadie hablaba otro idioma que el
nativo, salvo el indio más joven. Los ancianos le sonreían y la acompañaban por
una hora; sonreían cuando hablaba español, y esta sonrisa lenta y benévola era
su única respuesta. Parecían sentir por ella una solicitud casi paternal. Pero
esos ojos sombríos, que la cobijaban, tenían en su fondo algo de terriblemente
feroz e implacable. Lo disimulaban con una sonrisa cuando sentían que ella los
miraba. Pero ella lo había visto.
La trataban siempre con esa curiosa
solicitud impersonal, esa suavidad esencialmente impersonal con que un viejo
trata a un niño. Pero debajo, ella sentía algo, algo terrible. Cuando su
visitante silencioso, con sus maneras insidiosas y paternales, se iba, un
estremecimiento de miedo la invadía; aunque no sabía qué temía.
El joven indio se sentaba y hablaba con
ella libremente, con una gran sinceridad, al parecer. Pero él también callaba
la verdad. Quizá no podía decirse. Sus grandes ojos oscuros, extasiados, se
fijaban en ella casi con ternura, y su bella voz lánguida y lenta emitía un
sencillo español agramatical.
Le contó que era nieto del indio más viejo,
e hijo del hombre del sarape coloreado: eran caciques, reyes desde tiempos
remotos, anteriores a la llegada de los españoles. Pero él había estado en
México y también en Estados Unidos. Había sido obrero, construyó caminos en Los
Angeles. Había ido hasta Chicago.
—¿No habla usted el inglés? —le preguntó.
Sus ojos se fijaron en ella con una extraña
mirada de duda y curiosidad, y en silencio sacudió la cabeza.
—¿Qué hizo de sus largos cabellos cuando
estuvo en Estados Unidos? —preguntó—. ¿Se los cortó?
De nuevo sacudió la cabeza, con la misma
mirada.
—No —dijo, con una voz baja y contenida—,
usaba sombrero y un pañuelo envuelto a la cabeza.
Y volvió a quedar silencioso, como si lo
asaltaran tristes recuerdos.
—¿Es usted el único de su pueblo que haya
ido a Estados Unidos? —le preguntó.
—Sí, soy el único que ha estado fuera por
mucho tiempo. Los otros vuelven pronto, a la semana. No viven fuera. Los
ancianos no les dejan.
—¿Y por qué se fue?
—Los ancianos querían que fuera porque yo
seré el cacique.
Hablaba siempre con sencillez y con una
especie de inocencia infantil. Pero ella sentía que eso era, tal vez, el efecto
del español que empleaba. O quizá el idioma, para él, carecía de realidad. De
todos modos, ella sentía que lo verdadero quedaba oculto.
Venía a verla con frecuencia—más de lo que
ella deseara—, como si necesitase estar cerca de ella. Le preguntó si era
casado. Le dijo que sí y que tenía dos hiios.
—Me gustaría verlos —dijo ella.
Pero sólo contestó con una sonrisa, una
dulce sonrisa casi de éxtasis, sin que los ojos oscuros dejaran apenas su
abstracción enigmática.
Y cosa rara, podía estar sentado, por
horas, a su lado sin que ella sintiera molestia alguna ni conciencia de
sexualidad. Parecía asexual, tan tranquilo y suave y aparentemente sumiso, con
la cabeza un poco inclinada hacia adelante y el río de su brillante cabellera
negra esparcida sobre los hombros como la de una niña.
Sin embargo, al volver a mirarle, veía sus
poderosos y anchos hombros, sus negras cejas horizontales, las arqueadas,
cortas y obstinadas pestañas negras sobre los ojos bajos, el pequeño bigote
como una piel sobre sus pesados labios negruzcos y el enérgico mentón; y
entonces comprendía que en algún otro aspecto misterioso poseía una virilidad
fuerte y sombría. Y él, sintiéndose observado, la miraba a hurtadillas, con
ojos sombríos y sagaces, que velaba súbitamente con una sonrisa medio triste.
Pasaban los días y las semanas, en un vago
bienestar. A veces ella se inquietaba sintiendo que había perdido el poder
sobre sí misma. Ya no tenía voluntad, estaba bajo el poder de otra voluntad. Y
solía tener momentos de miedo y de terror. Pero los indios venian a sentarse a
su lado, e insidiosamente la envolvían en su encanto con su presencia
silenciosa, silenciosa, asexual, poderosamente fisica. Al sentarse a su lado
parecían anular su voluntad, dejándola inerte y víctima de su propia
indiferencia. Y el joven le traía su bebida azucarada, con frecuencia el mismo
emético, y otras distintas. Y cuando las había bebido, una languidez hacía
pesados sus miembros, sus sentidos parecían flotar en el aire, oyendo,
escuchando. Le habían traído una perrita a la que llamó Flora. Y una vez, en
ese trance de sus sentidos, sintió, oyó a la perrita concebir, en su vientre
minúsculo y volverse un ser múltiple, con sus pequeñuelos. Y otro día pudo oír
el vasto son del girar de la tierra, como el zumbido de la cuerda de un enorme
arco.
Pero los días se hacían más cortos y más
fríos, y cuando tenía frío sentía un brusco revivir de su voluntad, y un deseo
de salir fuera, de irse. E insistió con el joven, quería salir.
Un día le permitieron subir al último techo
del gran edificio y mirar la plaza. Era el día del baile, pero no todos
bailaban. Mujeres con sus niños en brazos, miraban desde el umbral de sus
puertas. Enfrente, en el extremo opuesto de la plaza, había una muchedumbre
ante la gran casa, y un pequeño grupo brillante en la terraza del primer piso,
frente a las puertas abiertas de par en par del piso superior. A través de las
puertas abiertas veía un fuego que brillaba en la sombra, y sacerdotes con las
cabezas adornadas de plumas negras, amarillas y escarlata, cubiertos de mantas
negras, rojas y amarillas, con flecos verdes, que se movían de un lado a otro.
Se oía el redoble lento y regular de un tambor en el silencio profundo. Abajo,
la multitud esperaba.
Entonces se oyó un fuerte redoble de tambor
y, bruscamente, se elevó la voz grave y poderosa de los hombres cantando una
pesada música salvaje, semejante al rugido del viento en un bosque secular;
muchos hombres adultos cantaban al unísono como el viento; y largas filas de
bailarines salieron de la gran casa. Hombres desnudos con cuerpos de bronce
dorado y negros cabellos flotantes, con penachos de plumas rojas y amarillas en
los brazos, y “kilts” de tela blanca rayada, con pesados bordados rojos, negros
y verdes alrededor de la cintura; inclinados ligeramente hacia adelante,
golpeaban el suelo con un absorto y monótono paso de baile; una piel de zorro,
colgada de la nariz en los cinturones, se balanceaba sobre sus riñones, y el
extremo de la cola oscilaba sobre los talones del bailarín. Y detrás de cada
hombre, una mujer con un raro y complicado tocado de plumas y caracoles,
vestida con una corta túnica negra, erguida, llevando en alto penachos de
plumas en cada mano, balanceando rítmicamente las muñecas, golpeando sutilmente
la tierra con sus pies desnudos.
Así, la larga fila de la danza se
desplegaba fuera de la gran casa al frente. Y del piso bajo subía un extraño
olor de incienso, un extraño silencio de muerte, luego viriles voces inhumanas
respondían, y se desenvolvía la larga teoría de la danza.
Duró todo el día la insistencia del tambor,
el rumor tormentoso del cavernoso, tumultuoso cantar de los hombres, el
incesante balanceo de las pieles de zorro tras las robustas piernas de bronce
dorado de los hombres que golpeaban el suelo; el sol de otoño que desde un
cielo azul perfecto se volcaba sobre los ríos de las cabelleras negras de los
hombres y de las mujeres; el valle silencioso, más allá el muro de rocas; la
terrible mole de la montaña recortada contra el puro cielo, con su nieve
incandescente de blancura infinita.
Durante horas y horas ella miró fascinada,
como si hubiera bebido un narcótico. Y en toda la terrible persistencia del
tambor y del primitivo y profundo canto, y del zapateo incesante de la danza de
los hombres de colas de zorro, del paso de las mujeres en sus túnicas negras,
erguidas como pájaros; en todo ello, creyó, al fin, sentir su propia muerte, su
propia desaparición. Como si tuviera que ser borrada nuevamente del combate de
la vida. En los extraños símbolos que se levantaban sobre las cabezas de las
mujeres absortas e impasibles, creía leer una vez más el Mane, Thecel, Phares.
Su feminidad intensamente individual y personal debía desaparecer, y los
grandes símbolos primitivos debían elevarse una vez más sobre las ruinas de la
independencia femenina. La agudeza y nerviosidad estremecida de la mujer blanca
mimada habían de destruirse, y la feminidad debía arrojarse en la gran
corriente del sexo y de la pasión impersonales. Como un clarividente, veía el
inmenso sacrificio preparado. Y volvió a su casita en un éxtasis angustiado.
Después de esto sentía siempre una angustia
cuando oía, en la tarde, los tambores y la voz extraña y salvaje de los hombres
que rodeaban el tambor, como seres aullando a los invisibles dioses de la luna
y del sol desvanecido. Ese canto tenía algo del cloqueante y sollozante grito
del coyote, del triunfal ladrar del zorro, de la alegría lejana y melancólica
del aullido del lobo, del alarido atormentado del puma, y de la insistencia del
macho de otras épocas, con sus breves ternuras y su perpetua ferocidad.
De vez en cuando, subía a la alta azotea, y
escuchaba, a la caída de la noche, cantar durante horas al grupo sombrío de los
jóvenes en torno al tambor. A veces encendían un fuego y, a su resplandor, los
hombres con sus camisas blancas, o con una faja solamente, bailaban y golpeaban
el suelo como espectros; durante horas, a la claridad del fuego y en el frío de
la noche, bailaban y golpeaban con los pies como los pavos o se echaban
acurrucados cerca del fuego, para descansar, envueltos en sus mantas.
—¿Por qué todos usan los mismos colores? —le
preguntó al indio joven—. ¿Por qué todos llevan rojo y amarillo y negro sobre
las camisas blancas y las mujeres tunicas negras?
Él la miró en los ojos, curiosamente, y una
débil sonrisa evasiva se dibujó en su rostro. Una rara y dulce malignidad se
escondía detrás de esa sonrisa.
—Porque nuestros hombres son el fuego y el
día, y nuestras muieres son los espacios de noche entre las estrellas.
—¿Las mujeres no son siquiera las
estrellas?
—No. Decimos que son los espacios entre las
estrellas, los espacios que separan las estrellas.
La miró con un aire singular y otra vez la
chispa de burla brilló en sus ojos.
—Los blancos —dijo— no saben nada. Son como
niños, siempre con juguetes. Nosotros conocemos el sol y conocemos la luna. Y
decimos que cuando una mujer blanca se sacrifique a nuestros dioses, nuestros
dioses empezarán a rehacer el mundo, y los dioses de los blancos caerán hechos
polvo.
—Se sacrificará, ¿cómo? —preguntó ella, con
viveza.
En seguida se recobró y disimuló su
pensamiento con una sonrisa sutil.
—Es preciso que sacrifique sus dioses y
venga a los nuestros; eso quise decir —replicó con gran tranquilidad.
Pero ella no estaba tranquila. Un golpe
helado, hecho de terror y de certidumbre, le atravesó el corazón.
—El sol está vivo en un extremo del
cielo —continuó—, y la luna vive en el otro. Y el hombre tiene que ser feliz al
sol en su lado del cielo, y la mujer mantener quieta a la luna en su lado del
cielo. Ésa es siempre su tarea. Y el sol no puede ir a la morada de la luna y
la luna no puede ir a la morada del sol, en el cielo. Así, la mujer pide a la
luna que venga a su cueva, dentro de ella. Y el hombre atrae el sol, hasta
tener él mismo el poder del sol. Ésa es siempre su tarea. Entonces, cuando un
hombre toma una muier, el sol va a la caverna de la luna, y así es como todo
empieza en el mundo.
Ella escuchaba con los ojos fijos en él, y
le observaba como se observa a un enemigo que habla de un modo ambiguo.
—Entonces —le dijo—, ¿por qué los indios no
son los amos de los blancos?
—Porque —explicó él— el indio se ha
debilitado; ha perdido su poder sobre el sol y los blancos le han robado el
sol. Pero no lo pueden guardar, no saben lo que hay que hacer. Lo tienen, pero
no saben qué hacer con él, como un niño que caza un gran oso gris y no puede ni
matarlo ni huir de él. El oso gris devora al nino que atrapa cuando quiere
escapar a sus garras. Los hombres blancos no saben lo que deben hacer con el
sol y las mujeres blancas no saben lo que deben hacer con la luna. La luna está
enojada con las mujeres blancas, como un puma cuando alguien mata a sus
pequeñuelos. La luna muerde a las mujeres blancas en las entrañas —y se oprimió
el costado—. La luna está enojada en la caverna de una mujer blanca. El indio
lo sabe..., y pronto —añadió— las mujeres indias volverán a alcanzar la luna y la
guardarán quieta en sus casas. Y los indios volverán a alcanzar el sol y el
poder sobre todo el mundo. Los blancos no saben lo que es el sol. No lo sabrán
jamás.
Cayó en un silencio extraño y feliz.
—Pero —balbuceó ella—, ¿por qué nos odian?
¿Por qué me odia usted a mí?
Levantó los ojos de pronto, con el rostro
iluminado por la llama de una sonrisa aterradora.
—No, nosotros no odiamos —protestó con
dulzura y con un extraño fulgor en el rostro.
—Sí —dijo ella, desolada y ya sin esperanza.
Y después de un corto silencio, el hombre
se levantó y se fue.
III
El invierno había llegado al altiplano, con
nieve que se derretía al sol y noches glaciales. Ella vivía en una especie de
modorra y sentía disminuir sus fuerzas más y más, como si su voluntad la
abandonara. Sentía siempre el mismo relajamiento y la misma turbación, como una
víctima a la hora del sacrificio, a menos que el brebaje de hierbas endulzado
con miel no embotara del todo su mente, y devolviera la libertad a sus sentidos
con una agudeza intensa y mística que le daba la sensación de entremezclarse
deliciosamente en la armonía de las cosas. Ése fue, al fin, el único estado de
conciencia que ella reconocía realmente; ese sentimiento exquisito de
desangrarse y fundirse en la belleza y en la armonía de las cosas. Entonces oía
a las grandes estrellas en el cielo, que divisaba a través de su puerta, hablar
con su movimiento y su brillo, decir sus secretos al cosmos mientras que
corrían en ondas perfectas, como campanitas en el firmamento, cruzándose y
agrupándose en la danza eterna, separadas por espacios sombríos. Y oía, en los
días fríos y nebulosos, los copos de nieve que gorjeaban y silbaban tímidamente
en el cielo, como los pájaros que se juntan y levantan el vuelo en el otoño,
despidiéndose de pronto de la luna invisible, escapándose por las capas de aire
e irradiando un dulce calor. Ella misma gritaba a la nieve en suspenso que se
dejara caer de las capas más altas del aire. Gritaba a la luna invisible que
cesara en su encono, que hiciera las paces con el sol invisible como una mujer
que olvida su enfado en su casa. Y sentía la dulzura de la luna ablandada por
el sol en el cielo invernal, cuando la nieve caía en una suave y perfumada
blandura, como si la paz del sol se volviera a mezclar al unisono con la paz de
la luna.
Tenía conciencia de una especie de sombra
que pesaba sobre los indios del valle, una profunda desolacion estoica, casi
religiosa en su profundidad.
—Hemos perdido nuestro poder sobre el sol y
tratamos de recuperarlo. Pero está furioso con nosotros y receloso como un
caballo desbocado. Tenemos que soportar muchos males.
Eso !e decía el joven indio, mirándola en
los ojos con torclda intención.
Y ella, embrujada, replicaba:
—Espero que lo recuperarán.
Una sonrisa de triunfo iluminaba la cara
del indio.
—¿Lo espera? —decía él.
—Sí —respondía ella fatalmente.
—Entonces está bien, lo recuperaremos.
Y desaparecía entusiasmado.
Se sentía llevada, arrastrada a un
desenlace que no tenía voluntad para evitar, pero que le parecía terrible y
amenazador.
Diciembre parecía acercarse, porque los
días eran cortos, cuando la condujeron, de nuevo, ante el anciano; fue
despojada de sus ropas y los viejos dedos se posaron sobre su cuerpo.
El viejo cacique la miró bien de frente,
con ojos de una solitaria, lejana y negra intensidad, y murmuró algunas
palabras.
—Quiere que usted haga el signo de
paz —tradujo el joven, mostrándole el gesto que debía hacer—. De paz y de adiós.
Ella estaba fascinada por los negros ojos,
vidriosos y fijos del viejo cacique, que la miraban sin parpadear y la
subyugaban como ojos de basilisco. En su hondura veía una compasión paternal y
también un ruego. Puso la mano delante de la cara, como le ordenaban e hizo el
signo de paz y de adiós. El viejo le respondió con el signo de la paz, y se
desplomó sobre sus pieles. Pensó que el viejo iba a morir y que él lo sabía.
Siguió un día de ceremonias, en que fue
traída ante el pueblo, envuelta en una manta azul con flecos blancos,
sosteniendo plumas azules en sus manos. Ante un altar, en una de las casas, la
sahumaron con incienso y la rociaron con ceniza. Ante el altar de otra casa fue
de nuevo sahumada con incienso por los soberbios sacerdotes espeluznantes,
vestidos de amarillo, escarlata y negro, con el rostro pintado de escarlata.
Después, la rociaron con agua. Entretanto ella tenía conciencia, vagamente, del
fuego sobre el altar, del pesado son de un tambor, del pesado son de voces de
hombres entonando un canto grave, poderoso, salvaje, del movimiento de la
multitud de rostros en la plaza, allá abajo, y de los preparativos de una danza
sagrada.
Pero, ahora, ya casi era incapaz de
percibir lo que la rodeaba, todo se volvía sombras casi inmateriales.
Con sus sentidos avivados y refinados oía
el ruido de la tierra impelida en su vuelo, como una flecha disparada, el
burbujear del aire y el zumbido de la cuerda del gran arco. Y le parecía que
había dos grandes influencias en los aires: una, dorada, que iba hacia el sol;
y otra, de plata, que era invisible; la primera, moviéndose como la lluvia,
subía hacia la aparición de oro del sol la segunda, semejante a una lluvia
plateada, descendía las escalas del espacio hacia las indecisas nubes flotantes
sobre la cima nevada de la montaña. Luego, entre ellas, otro espectro esperaba
para precipitar la pesada nieve blanca que misteriosamente se amontonaba a su
alrededor. Y en verano, como un águila abrasada por el sol, aguardaba el
momento de librarse de sus pesados rayos. Y tenía un color de fuego. Y se
sacudía sin cesar para desembarazarse de la nieve o del pesado calor, como un
águila.
También había otro fantasma más extraño aún
que moraba en la lejanía azul, siempre en vela. A veces corría con el viento, o
brillaba en las ondas calientes. El mismo viento azul se lanzaba al cielo como
salido de las cavidades de la tierra, luego se precipitaba a la tierra desde el
cielo. El viento azul, el intermediario, el invisible espectro que pertenecía a
dos mundos, que tocaba sobre las cuerdas ascendentes y descendentes de la
lluvia.
Cada vez su conciencia personal la
abandonaba más y se sentía ahora mezclada al cosmos, como ebria o narcotizada.
Los indios, con su sombría concepción religiosa, la habían arrastrado en sus
visiones.
Hizo al joven indio una sola pregunta:
—¿Por qué soy yo la única que usa el color
azul?
—Es el color del viento. Es el color de lo
que se va y ya no vuelve, pero que siempre queda, esperando entre nosotros,
como la muerte. Es el color de la muerte. Y es el color que se hace a un lado,
que nos mira de lejos, que no puede acercarse. Cuando nos acercamos, él se aleja.
No puede estar cerca. Nosotros somos oscuros y amarillos, con cabellos negros y
dientes blancos y sangre roja. Somos los de aquí. Ustedes, los de ojos azules,
son los mensajeros de cielos distantes; usted no puede quedarse y ha llegado el
momento del retorno.
—¿Adónde? —preguntó ella.
—A las cosas lejanas como el sol y la madre
azul de la lluvia, para decirles que nosotros somos otra vez los amos del
mundo, y que podemos juntar de nuevo el sol y la luna, como un caballo rojo a
una yegua azul; somos los vencedores. Las mujeres blancas han echado del cielo
a la luna y no quieren dejar que se acerque al sol. El sol está enojado. Y el
indio debe darle la luna.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—La mujer blanca va a morir y a subir como
el viento hacia el sol, para decirle que los indios abrirán la puerta a la
luna. Las mujeres blancas no le permiten bajar del corral azul. La luna
acostumbraba a bajar entre las indias, como una cabra blanca entre las flores.
Y el sol quiere bajar entre los indios como un águila baja sobre los pinos. El
sol está prisionero de los hombres blancos y la luna de sus mujeres y no pueden
escapar. Uno y otra están coléricos y todos en el mundo están coléricos. El
indio dice que dará al sol la mujer blanca; así el sol saltará por encima del
hombre blanco para volver al indio. Y la luna se sorprenderá, verá la puerta
ablerta y no sabrá qué camino tomar. Pero la india llamará a la luna,
¡Ven!;Ven! Vuelve a mis praderas. La mala muyer blanca ya no te puede hacer
daño. Entonces el sol mirará por encima de las cabezas de los blancos y verá la
luna en las praderas de nuestras mujeres con los hombres rojos de pie,
alrededor, como los pinos. Entonces saltará por encima de las cabezas de los
blancos y vendrá corriendo al sitio donde están los indios, atravesando los
abetos. Y nosotros, que somos rojos y negros y amarillos, nosotros que
esperamos, tendremos al sol a nuestra derecha y a la luna a la izquierda.
Podremos hacer descender la lluvia de las praderas azules y hacerla subir de
las negras; y podremos llamar al nento que hace crecer el trigo, cuando lo
queramos, y haremos huir las nubes y que los corderos nazcan a pares. Y seremos
tan poderosos como un día de primavera. Pero el pueblo blanco será un duro
invierno sin nieve.
—Pero —dijo la mujer blanca—, yo no he
encerrado la luna. ¿Cómo hubiera podido hacerlo?
—Sí —dijo él—; usted ha cerrado la puerta, y
luego se ha reido, pensando que todo saldría a su gusto.
Nunca había comprendido la mirada que
fijaba sobre ella. Era siempre tan extrañamente suave, y su sonrisa era tan
tierna. Sin embargo, sus ojos tenían tales destellos y sus palabras denotaban
un odio tan implacable..., un odio extraño, profundo, impersonal. Estaba segura
de que a ella, personalmente, le tenía cariño. Y la trataba con dulzura,
atraído por ella, extraña y dulcemente y sin pasión. Pero, impersonalmente, la
detestaba con un odio místico. Le dirigia a veces una sonrisa encantadora, pero
si ella se volvía de improviso, sorprendía una luz de odio en sus ojos.
—¿Debo morir y ser entregada al sol? —preguntó.
—Algún día —contestó él con una risa
evasiva—. Algún día todos moriremos.
Eran dulces con ella, y muy considerados.
Hombres raros aquellos viejos sacerdotes y el joven cacique; velaban por ella y
la cuidaban como mujeres. Pero sus ojos, con ese extraño fulgor, y sus oscuras
bocas cerradas que solían abrirse hasta la ancha mandíbula, dejando ver los
pequeños dientes fuertes y blancos, revelaban una crueldad de hombres
primitivos.
Un día de invierno en que caía nieve la
condujeron a una gran sala sombría en la gran casa Ardía el fuego en un rincón,
sobre un alto estrado, bajo una especie de cubierta o dosel de adobes. A la luz
de la lumbre vio brillar los cuerpos medio desnudos de los sacerdotes y
símbolos extraños en el techo y en los muros de la habitación. No había en ella
ni puerta ni ventana; había descendido por una escalera desde el techo. Y el
fuego de leña de pinos danzaba continuamente, mostrando los muros pintados con
extrañas divisas, que ella no podía descifrar, y un cielo raso de vigas que
formaba un dibujo extravagante, negro, rojo y amarillo, y alcobas o nichos con
objetos curiosos que no podía clasificar.
Los sacerdotes más viejos celebraban una
ceremonia cerca del fuego, en silencio, en el profundo silencio de los indios.
Ella estaba sentada en un saliente bajo el muro, frente al fuego, teniendo a su
lado dos hombres. Le dieron de beber en una copa que ella aceptó con alegría,
debido al letargo que el brebaje le producía.
En la oscuridad y en el silencio ella se
daba perfecta cuenta de lo que le sucedía: de cómo la desposeían de sus ropas
conduciéndola ante un gran dibujo fantástico en el muro azul, blanco y negro, y
la lavaban toda con agua y con una infusión extraña; le lavaron también los
cabellos con suavidad y cuidado, secándolos con paños blancos hasta dejarlos
sedosos y brillantes. Luego la acostaron en un lecho, bajo otra gran figura
indescifrable roja, negra y amarilla, le friccionaron todo el cuerpo con un
aceite perfumado y le dieron un largo masaje en la espalda y los costados que
la deió hipnotizada. Sus manos oscuras eran increíblemente fuertes y blandas a
la vez, con una húmeda blandura que no podía explicarse. Y vio que los rostros
morenos que se inclinaban sobre su cuerpo blanco estaban oscurecidos de rojo
con rayas amarillas sobre las mejillas. Y los ojos sombríos chispeaban mientras
que las manos trabajaban sobre el dulce cuerpo blando de la mujer.
Eran tan impersonales, absorbidos en algo
que ella no alcanzaba a comprender. Estaba segura de que no veían en ella a una
mujer. Ella era para ellos un objeto místico, un vehículo de pasiones demasiado
remotas para que ella las percibiera. Ella misma, como en éxtasis, miraba los
rostros sombríos, inclinados sobre ella, brillantes de pintura roja
transparente, y rayados de amarillo. Y en la sobrenatural máscara luminosa
oscura del rostro viviente, los ojos inmóviles filtraban una faz fija que no
vacilaba, y los labios pintados de rojo se apretaban en una triste mueca
siniestra. La inmensa tristeza fundamental, la gravedad de la decisión final,
la idea fija de la venganza y el entusiasmo naciente del triunfo cercano; todos
esos sentimientos los leía ella en sus rostros, mientras su carne expandía un
nebuloso resplandor, frotada por las misteriosas manos oscuras. Sus miembros,
su carne, hasta sus huesos parecieron fundirse en una bruma rosada donde su
conciencia erraba como un resplandor de sol en una nube purpúrea.
Sabía que el resplandor se desvanecería,
que la nube se volvería gris. Pero por el momento no lo creía. Sabía que ella
era una víctima; que todos esos ritos complicados hechos sobre su cuerpo eran
los ritos del sacrificio. Pero eso no le importaba. Lo deseaba.
Más tade le pusieron una corta túnica azul
y la llevaron a la terraza superior presentándola al pueblo. Vio la plaza; allá
abajo, llena de caras oscuras y de ojos chispeantes. No había piedad: solamente
una curiosa y extraña alegría. La multitud, al verla, dio un grito ahogado que
la hizo estremecerse. Pero sentía una indiferencia absoluta.
El día siguiente era el último día. Durmió
en un cuarto del gran edificio. Al alba la envolvieron en una gran manta azul
con franjas y la condujeron a la plaza, entre la multitud silenciosa de gente
con sarapes oscuros. El suelo estaba cubierto de nieve blanca purísima, y las
gentes oscuras, envueltas en sus mantas pardas, parecían habitantes de otro
mundo.
Un gran tambor redoblaba lentamente y un
viejo sacerdote declamaba sobre una azotea. Pero sólo al mediodía apareció una
hamaca, y la multitud prorrumpió en un grito ahogado, animal, tan emocionante.
En la hamaca, que parecía un saco, estaba el viejo, viejísimo cacique, con sus
cabellos blancos trenzados con galones negros y grandes turquesas. Su rostro
parecía un trozo de obsidiana. Levantó la mano, y la hamaca se detuvo ante la mujer.
Fijando en ella sus ojos de viejo, le habló por unos momentos con su voz
cavernosa. Nadie tradujo sus palabras.
Llegó otra hamaca y en ella la colocaron.
Cuatro sacerdotes marchaban delante, vestidos de amarillo y negro, con plumas
en la cabeza. Luego, venía la hamaca del viejo cacique. Luego, los ligeros
tambores empezaron a tocar y dos grupos de cantores entonaron simultáneamente
un canto viril y salvaje. Y los hombres de un colorido rojo dorado, casi
desnudos, adornados con las plumas y los “kilts” de las grandes ceremonias, con
el río de sus cabellos negros fluyendo sobre sus espaldas, formaron dos filas y
comenzaron una danza. Así atravesaron la plaza cubierta de nieve en dos largas
filas suntuosas, oro y negro y pieles, que oscilaban con un débil tintineo de
sílex y caracoles y que se estiraban sobre la nieve, entre los dos enjambres de
hombres que cantaban en torno al tambor.
Lentamente avanzaba la procesión, y seguía
su hamaca, con el cortejo de sacerdotes empenachados lúgubres y danzantes. Todos
seguían el ritmo de la danza y, también muy hábilmente, los portadores de las
hamacas. Y así salieron de la plaza, pasaron por los hornos humeantes en
dirección a los grandes algodoneros, que semejaban un encaje plateado bajo el
cielo azul, levantándose desnudos y exquisitos sobre la nieve; el río, muy
bajo, corría entre cordones de hielo. El damero de jardincitos rodeados de
empalizadas estaba lleno de nieve, y las casas blancas parecían, ahora,
amarillentas.
El valle entero, cubierto de nieve
innmaculada, resplandecía cegador hasta el muro de rocas. Y sobre la tierna
capa lisa de nieve se desenvolvía la larga cinta de la danza, lenta y suntuosa
en su movimiento negro y naranja. Los grandes tambores batían rápidamente; en
el aire helado y cristalino la marejada y el rugido del canto de los salvajes
eran como una obsesión.
Extendida en su hamaca, ella miraba todo
con sus ojos grandes, fijos, azules, con ojeras marcadas por el cansancio y los
narcóticos. Sabía que iba a morir, entre esa nieve resplandeciente, a manos de
aquel suntuoso pueblo salvaje. Y ella contemplaba el resplandor del cielo azul
sobre las pesadas montañas cortadas y pensaba: “Ya estoy muerta. ¿Qué
diferencia puede haber en la transición de esta muerte en que estoy y la muerte
que pronto llegará?”. Sin embargo, se le oprimía el corazón y se sentía
desvanecer. El extraño cortejo avanzaba lentamente, bailando; atravesó la
planicie nevada y empezó a subir las laderas entre los pinos. Vio bailar a los
hombres de color cobre oscuro, entre los troncos cobre claro de los árboles. Y,
por fin, en su litera oscilante, ella también penetró en el pinar.
Caminaban siempre subiendo, sobre la nieve,
bajo los pinos, dejando atrás los soberbios troncos de cobre pálido, salpicados
de nieve por las crujientes y agitadas pisadas, y penetraban en el bosque hasta
llegar a la montaña. Seguían el lecho de un río seco como en pleno verano,
porque la fuente del río estaba helada. Había sauces oscuros, rojos como bronce
con ramillas semejantes a hirsutos cabellos y pálidos olmos que hacían pensar
en una carne helada, sobre ese fondo de nieve. Luego, salientes de roca oscura.
Advirtió que los danzarines no seguían
adelante. Se acercaba más y más a los tambores como a la guarida de animales
misteriosos. Atravesó los matorrales y se encontró en un extraño anfiteatro.
Enfrente se elevaba un gran muro de roca hueca, donde colgaba un gran carámbano
de hielo en forma de flecha. Desde lo alto del precipicio la nieve se derramaba
sobre la roca, donde quedaba suspendida, goteando desde el cielo, casi hasta
las piedras huecas donde debía haber habido una gran laguna. Pero la laguna
estaba seca.
A cada lado de la laguna seca se habían
formado las filas de danzantes y la danza continuaba sin interrupción sobre un
fondo de zarzas.
Pero una sola cosa le atraía: esa aguja de
hielo suspendida al borde del sombrío peñasco, verticalmente. Y detrás de ese
cable de hielo, vio las siluetas de leopardo de los sacerdotes escalando el
lado hueco de la roca, para llegar a la caverna, que, como la órbita de un ojo
gigantesco, cavaba un orificio, a medio camino del despeñadero.
Antes de que ella se diera cuenta de lo que
pasaba, los portadores de la hamaca tropezaban en las anfractuosidades de la
roca y la escalaban. Estaba detrás del hielo que pendía como una cortina no
desplegada, semejante a un vasto colmillo. Y arriba se abría el orificio de la
caverna perdida en la profundidad de la roca. Y ella, al subir, barcaba toda su
extensión.
En la plataforma de la caverna los
sacerdotes esperaban con toda su pompa de plumas y trajes siguiendo su
ascensión con o]os atentos. Dos de ellos se inclinaron para ayudar a los
portadores de la hamaca.
Al fin estuvo en la plataforma de la
caverna, detrás de la flecha de hielo, sobre el hueco anfiteatro, donde, entre
las malezas, los hombres bailaban y todos los pobladores de la aldea estaban
reunidos en silencio.
El sol, a la izquierda, declinaba en el
cielo de la tarde. Ella sabía que era el día más corto del año y el último de
su vida. La colocaron de cara a la columna de hielo irisada que, como por
milagro, estaba suspendida en el vacío.
Se dio una señal y la danza se detuvo, allá
abajo Reinó un silencio absoluto. Le dieron de beber, y dos sacerdotes le
quitaron la manta y la túnica, y allí quedó con su extraña palidez entre los
trajes oscuros de los sacerdotes, detrás del pilar de hielo, por encima de las
gentes de rostros oscuros. Abajo, la multitud prorrumpió en un grito sordo y
salvaje. Entonces los sacerdotes la volvieron, y quedó de espaldas al mundo,
con sus largos cabellos rubios tendidos hacia la multitud, la cual gritó de
nuevo.
La caverna se abría ante ella. Brillaba un
fuego vacilante en su fondo. Cuatro sacerdotes se despojaron de sus vestiduras
y quedaron casi tan desnudos como ella. Eran hombres robustos, en la primavera
de la vida, y tenían inclinadas sus oscuras caras pintadas.
Desde la hoguera vino el viejo, viejísimo
sacerdote, con un incensario en la mano. Estaba desnudo y presa de un salvaje
entusiasmo delirante. Sahumó a la víctima, salmodiando en voz cavernosa. Le
seguía otro sacerdote sin vestiduras, con dos cuchillos de sílex.
Cuando la hubieron sahumado, la acostaron
en una gran piedra plana y los cuatro hombres vigorosos sujetaban sus brazos y
sus piernas bien estirados. Detrás de ella estaba el anciano, como un esqueleto
recubierto de vidrio negro, sosteniendo un cuchillo y contemplando el sol; y
detrás de él, otro sacerdote con otro cuchillo, completamente desnudo.
Sí, los rayos avanzaban lentamente. A
medida que se volvían bermejos, penetraban más adentro. Cuando el rojo sol
estuviera a punto de morir atravesaría la flecha de hielo y penetraría hasta el
fondo de la caverna.
Sólo entonces comprendió ella qué esperaban
los hombres. También los que la sostenían inclinados se volvían; sus ojos negros
escudriñaban el sol, chispeantes de impaciencia, de espanto y de deseo. Los
ojos negros del cacique estaban clavados como espejos negros en el sol como si
fueran ciegos y, sin embargo, pudieran dar una respuesta terrible al planeta
invernal que enrojecía. Y los ojos ardientes de los sacerdotes estaban clavados
sobre el orbe que se hundía en el enrojecido y helado silencio de la tarde
invernal.
Estaban anhelantes, terriblemente
anhelantes, y feroces. Su ferocidad necesitaba una presa, y aguardaban el instante.
Y su ferocidad se cambiaría en un místico entusiasmo triunfal. Pero aún estaban
anhelantes.
Sólo los ojos del anciano no estaban
inquietos. Negros, fijos, y como ciegos, contemplaban el sol, viendo más allá
del sol. Y en su negra y vacía pupila había poder, poder intenso y remoto, pero
profundo, tan profundo que llegaba hasta el corazón de la tierra y al corazón
del sol. En una quietud absoluta esperaba que el rojo sol atravesara la columna
de hielo. Entonces el anciano heriría, heriría en pleno corazón, consumaría el
sacrificio y alcanzaría el poder.
La dominación de la que el hombre debe
apoderarse y que pasa de raza en raza.
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