D. H. Lawrence
(Eastwood, Inglaterra, 1885 - Vence, Francia, 1930)


Una vez (1914)
(“Once”)
Love Among the Haystacks and Other Pieces
ed. David Garnett
(Londres: The Nonesuch Press, 1930, 96 págs.)



      Era una mañana hermosísima. Sobre el río se cernían blancos paquetes de neblina, como si un enorme tren hubiera partido dejando una estela de ocioso vapor que bajaba por el valle. Las montañas eran de un azul grisáceo apenas esbozado con un pálido brillo de nieve en lo alto, bajo el sol. Parecían muy distantes, como si me vigilaran, perplejas. Mientras me bañaba bajo las saetas de luz solar que penetraban por la ventana abierta de par en par, dejando que el agua se deslizara raudamente por mis flancos, mi pensamiento se perdía en la brumosa mañana, tan dulce, lejana y quieta, y apenas si atiné a secarme. Y en cuanto me hube puesto una bata, de nuevo me estiré ociosamente sobre el lecho, contemplando la mañana que todavía conservaba el verdor de la madrugada, y pensando en Anita.
       Yo la había amado cuando era apenas un muchacho. Era hija de un aristócrata, pero carecía de riquezas. Yo pertenecía a la simple clase media. Era demasiado novato y falto de pretensiones como para pensar en cortejarla. Y en cuanto volvió a su casa al concluir la escuela, se casó con un oficial. Un hombre bastante buen mozo, un poco a la manera del Kaiser, pero zopenco como un burro. Y Anita tenía solo dieciocho años. Cuando por fin me aceptó como amante, me lo contó todo.
       —La noche que me casé —dijo—, desde la cama me pasé contando las flores del empapelado, cuántas había en cada hilera: tanto me aburría él.
       Era de buena familia, y muy buena reputación en el ejército, por su aplicación. Poseía la tenacidad de un bulldog, y cabalgaba como un centauro. Parecen buenas cualidades a la distancia, pero tener que convivir con ellas resulta mortalmente aburrido, dice Anita.
       Tuvo su primer hijo justo antes de cumplir los veinte años; el segundo, dos años después. No hubo más hijos. El marido era bastante bruto. La descuidaba, aunque no en forma que causara indignación: se contentaba con tratarla cual si fuese un animalito delicado. Para completar las cosas, se arruinó totalmente por deudas de juego y otras varias, y finalmente cayó en la deshonra total cuando usó dinero del Gobierno y fue descubierto.
       —Encontraste un cabello en tu sopa —le dije a Anita en una carta.
       —Más que un cabello, una trenza entera —fue la respuesta.
       A partir de entonces, comenzó a tener amantes. Era una criatura joven y espléndida, y no iba a quedarse sentada en su elegante piso de Berlín, juntando moho. Su marido era oficial en un regimiento de primera. Anita tenía un aspecto soberbio, y él se enorgullecía de presentársela a sus amigos. Por añadidura, ella tenía sus propios parientes en Berlín, aristocráticos amén de ricos, que se movían en los más elevados círculos sociales. Así que ella comenzó a tener amantes.
       Anita muestra bien su crianza: erguida, bastante altanera con aire de desdén no exento de buen humor. Es alta y fuerte, la arrogancia asoma en sus ojos pardos, y su tez aterciopelada tiene un color cálido, moreno, que hace juego con su cabello negro.
       Por fin llegó a quererme un poquito. Su alma es inmaculada casi como el alma de una virgen. Creo que lo que la corroe, tal vez, es el hecho de que nunca amó realmente a nadie, nunca sintió verdadero respeto —Ehrfurcht— por un hombre. Y ha estado aquí conmigo, en el Tirol, durante estos últimos diez días. Yo la amo, y me siento descontento conmigo mismo. Quizá yo tampoco puedo satisfacer sus expectativas.
       —¿Nunca amaste a los hombres que has tenido? —le pregunté.
       —Los amé; pero me los puse a todos en el bolsillo —declaró como ligeramente decepcionada dentro de su buen humor. Ante mi mirada seria se encogió de hombros.
       Me quedé recostado preguntándome si a mí también me pondría en el bolsillo, junto con su monedero, su perfume y los caramelitos que tanto amaba. Casi habría sido delicioso. Una suerte de voluptuosidad me instaba a dejar que me tuviera, que me pusiera en su bolsillo. Habría sido tan agradable... Pero yo la amaba; no habría sido justo para ella. Yo quería hacer algo más que brindarle placer.
       En medio de mis cavilaciones, la puerta se abrió de pronto y Anita entró en mi dormitorio. Alarmado, reí en mi fuero más íntimo, y sentí que la adoraba. ¡Era tan natural! Vestía una chemise de encaje transparente que se le deslizaba por un hombro, y botas altas, sobre una de las cuales le caía la media color bramante. Y llevaba un enorme sombrero negro, festoneado de blanco, con una tremenda pluma de un tono marrón cremoso que caía como una estela de espuma pardusca, sacudiéndose ligeramente. Era un sombrero inmenso para cubrir su desvergüenza, y la pluma grande y suave pareció derramarse y caer en un borbotón repentino cuando ella echó hacia atrás la cabeza.
       Me miró, y luego fue directamente al espejo.
       —¿Te gusta mi sombrero? —preguntó.
       Se paró frente al panel del espejo, consciente tan solo de su sombrero, cuyos grandes filamentos plumíferos parecían agitarse con la marea. Su hombro desnudo relucía, y a través de la fina urdimbre de su chemise pude ver todo su cuerpo en cálida silueta, con reflejos dorados sobre los senos y brazos. La luz recorría plateada sus brazos levantados, y la dorada sombra se movió al arreglarse el sombrero.
       —¿Te gusta mi sombrero? —repitió.
       Entonces, como no respondí, se dio vuelta para mirarme. Yo yacía aún en el lecho. Debe haber visto que la miraba a ella, y no al sombrero, porque sus ojos se nublaron fugazmente, aunque su ceño desapareció al instante, cuando me preguntó en tono ligeramente duro:
       —¿No te gusta?
       —Es bastante majestuoso —respondí—. ¿De dónde viene?
       —De Berlín, esta mañana... o anoche —replicó.
       —¿No es un poco grande? —aventuré.
       Se irguió.
       —¡Por cierto que no! —dijo, volviéndose hacia el espejo.
       Me levanté, dejé caer mi bata de noche, me puse una galera muy correctamente en la cabeza y, todo desnudo salvo por el sombrero y un par de guantes, me acerqué a ella.
       —¿Te gusta mi sombrero? —le pregunté.
       Ella me miró y tuvo un ataque de risa. Dejó caer su sombrero en una silla y se hundió en el lecho, sacudida por las carcajadas. De tanto en tanto levantaba la cabeza, me lanzaba una mirada con sus ojos oscuros, y volvía a enterrar su rostro entre las almohadas. Me quedé parado frente a ella con el sombrero puesto sintiéndome algo tonto. Ella volvió a espiarme,
       —¡Estás encantador, estás encantador! —exclamó.
       Con un movimiento grave y digno me apresté a quitarme el sombrero, diciendo:
       —Y aun así, me faltan botas acordonadas hasta arriba y una media.
       Pero ella se lanzó sobre mí, mantuvo el sombrero en mi cabeza y me besó.
       —No te lo saques —imploró—. Así te amo.
       Me senté en el lecho con aire grave y sin ninguna turbación.
       —¿Pero no te gusta mi sombrero? —dije en tono ofendido—. Lo compré en Londres el mes pasado.
       Ella me miró muy risueña, y volvieron a repiquetear sus carcajadas.
       —¿Piensas qué pasaría —exclamó— si todos los ingleses de Piccadilly anduvieran así?
       Hasta a mí me causó gracia la idea.
       Finalmente le aseguré que su sombrero era adorable, y, para mi gran alivio, pude sacarme la galera y ponerme la bata.
       —¡Qué ganas de cubrirte! —dijo en tono de reproche—. Pensar que te ves tan bien sin nada encima... como no sea un sombrero.
       —Es la vieja Manzana que no puedo digerir —repliqué—.
       Se la veía muy feliz con su camisola y sus botas altas. Recostado, me quedé contemplando sus hermosas piernas.
       —¿A cuántos hombres les has hecho esto? —pregunté.
       —¿Qué cosa? —inquirió.
       —Entrar a sus dormitorios envuelta en un jirón de bruma, probándote un sombrero nuevo...
       Ella se inclinó a besarme.
       —No muchos —repuso—. Con anterioridad nunca traté a nadie tan familiarmente, creo.
       —Supongo que te habrás olvidado —dije—. Bueno, no importa.
       Tal vez el dejo de amargura que había en mi voz la tocó. Casi indignada, dijo:
       —¿Crees que quiero halagarte haciéndote creer que eres el primero que yo realmente... realmente...?
       —No lo sé —repuse—. Ni tú ni yo nos engañamos tan fácilmente.
       Me miró fijamente, con expresión rara.
       —Tengo perfecta conciencia de que soy algo temporario —declaré—, y de que ni siquiera he de durar tanto como la mayoría de ellos.
       —¿Tienes lástima de ti mismo? —se burló.
       Me encogí de hombros, mirándola a los ojos. Me causaba una gran agonía, pero no cedí.
       —No voy a suicidarme —repliqué.
       —On est mort pour si longtemps —dijo, e imprevistamente se puso a bailar sobre el lecho. Yo la adoraba. Tenía el coraje de vivir, casi gozosamente.
       —Cuando recuerdas tus aventuras —dije—, que son numerosas, aunque solo tienes treinta y un años...
       —Numerosas, no: solo algunas; y cómo remarcas lo de treinta y uno... —dijo riendo.
       —Pero ¿cómo te sientes, cuando piensas en todos ellos? —pregunté.
       Frunció el entrecejo en forma extraña, y una sombra cruzó por su rostro, más de desconcierto que de otra cosa.
       —En todos ellos hay algo de bueno —respondió—. En realidad los hombres son fantásticos —agregó suspirando.
       —Lástima que sean todos ediciones de bolsillo... —me mofé.
       Ella rió, y comenzó a tirar del lazo de seda de su camisón de encaje, pensativamente. Sus hombros redondeados brillaban como marfil antiguo, a la altura de la axila noté una leve mancha pardusca.
       —No —dijo levantando la cabeza de improviso y mirándome tranquilamente a los ojos—, no tengo nada de qué avergonzarme... es decir... —vaciló—, ¡no tengo nada de qué avergonzarme!
       —Te creo —dije. Y pienso que no habrás hecho nada que ni siquiera yo podría aceptar... ¿No es cierto?
       Yo mismo advertí el tono lastimero de mi pregunta. Ella me miró, encogiéndose de hombros.
       —Sé que no lo hiciste —la sermoneé—. Todas tus aventuras han sido, en realidad, bastante decentes. Significaron más para los hombres que para ti misma.
       La sombra de sus senos, firmemente redondeados, resplandeció cálidamente a través del lienzo que los velaba. Se había puesto a pensar.
       —¿Te cuento... algo que hice? —preguntó.
       —Si quieres —contesté—. Pero deja que te alcance algo con qué cubrirte.
       La besé en el hombro. Tenía la suave y deliciosa frialdad del mármol.
       —No... bueno, sí —replicó.
       Le traje una prenda china de seda negra con magníficos dragones bordados, que se retorcían sobre la tela con verdes llamaradas.
       —Qué blanca es tu piel contra el negro de la seda —dije, besando el semicírculo de su pecho a través de la tela.
       —Échate ahí —me ordenó. Se sentó en el medio de la cama, y yo permanecí mirándola. Tomó entre sus dedos la borla de seda negra de mi bata y se puso a aplastarla como si fuera una margarita.
       —¡Gretchen! —dije.
       —“Margarita con un solo pétalo” —contestó en francés, riendo—. Siento vergüenza de lo que voy a contarte, así que debes ser gentil conmigo...
       —Toma un cigarrillo —le convidé—
       Ella exhaló humo pensativamente durante unos instantes.
       —Tienes que oírlo —dijo.
       —¡Empieza ya!
       —Yo paraba en Dresden, en un hotel de lujo, lo cual me gusta bastante: me la paso tocando timbres, cambiándome de ropa tres veces al día, sintiéndome mitad gran dama, mitad cocotte. No te enojes por lo que te digo: ¡mírame! Él estaba en una guarnición no muy lejos. De haber podido, me habría casado con él...
       Se encogió de hombros —esos hombros hermosos, morenos—, y lanzó un penacho de volutas de humo.
       —A los tres días de estar sola en el hotel comencé a aburrirme. Andaba sin compañía, visitando tiendas sola, yendo sola a la ópera... donde los muy cretinos hombres me lanzaban miradas a espaldas de sus mujeres. Finalmente me sentí irritada con mi pobre marido, aunque por supuesto no era culpa suya si no podía venir.
       Lanzó una risita al volver a dar una pitada al cigarrillo.
       —La mañana del cuarto día bajé las escaleras... me sentía terriblemente atractiva y orgullosa de mi misma. Vestía una chaqueta con falda color café con leche, muy claro... ¡me sentaba de maravilla!
       Tras una pausa, prosiguió: —Y llevaba un gran sombrero negro con una nube de plumas de águila blanca. Me asusté cuando un hombre casi me lleva por delante. ¡Oh, si! Era un joven oficial desbordante de vida, un animal espléndido: el aristócrata alemán en mejor expresión. No parecía muy alto, con su uniforme azul oscuro, pero estaba lleno de vitalidad. Cuando lo miré a los ojos sentí un choque eléctrico, que me recorrió como un fuego. ¡Oh, si! Esos ojos se encendieron al volverse conscientes de mi presencia... y eran del mismo color azul claro que los ribetes de su uniforme. Me miró... ¡ah! Y entonces hizo una reverencia, el tipo de reverencia que una mujer goza como una caricia.
       —“¡Verzeihung, gnädiges Fraülein”
       —Me limité a hacer una inclinación de cabeza —prosiguió la relatora—, y cada uno siguió por su camino. No parecíamos movidos por nuestra propia voluntad, sino por algo mecánico que nos impulsaba.
       “Ese día me sentí intranquila, no me podía quedar quieta en ningún lado. Algo se agitaba dentro de mis venas. Estaba tomando el té en la Brühler Terasse, y mirando pasar a la gente en una suerte de procesión mecánica contra el marco del ancho Elba inmóvil, cuando de pronto él se detuvo frente a mí, saludó y tomó asiento, en actitud a medias de disculpa, a medias temeraria. No me sorprendía tanto él, como la mecánica procesión de transeúntes. Y me di cuenta de que me creía una cocotte...
       Contempló pensativamente la habitación, y en sus ojos oscuros el pasado volvió a asomar peligrosamente.
       —Pero el juego me divertía y excitaba —continuó—. Me dijo que esa noche tenía que ir a un baile de la Corte... y luego agregó en tono apasionado, entre indiferente y suplicante:
       —“¿Y después...?”
       —“¿Y después...?” —repetí yo.
       —“¿Puedo...? —preguntó.
       “Le di entonces el número de mi habitación —prosiguió mi interlocutora—. Volví caminando despacio al hotel, me vestí para la cena, y charlé con alguien sentado a mi lado; pero tenía una o dos horas por delante, antes de que él llegara. Ordené mis objetos de plata, cepillos y otras cosas en el tocador, y mandé pedir un gran ramo de lirios del valle, fueron colocados en un bol negro. Las cortinas eran de un delicado tono rosa, y la alfombra de un color frío, casi blanco, con un borde rosa leonado y turquesa; artesanía persa, imagino. Recuerdo que me gustaba. ¡Y la habitación se sentía fresca y expectante, como yo misma!
       “La última media hora de espera, ¡qué curioso!, yo ya no parecía sentir nada, ni tener conciencia de nada. Yacía recostada en la oscuridad, apretando contra el cuerpo mi hermoso vestido celeste de Crêpe de Chine para reconfortarme. ¡Oí que alguien trataba de abrir la puerta, y contuve la respiración! Entró rápidamente, echó llave a la cerradura, y encendió todas las luces. Allí quedó parado, el centro de todo, con la luz refulgiendo en su brillante cabello castaño. Sostenía algo bajo su capa. Entonces se me acercó, y extrajo un enorme ramo de rosas rojas y rosadas que me arrojó. ¡Fue delicioso! Algunas estaban frías cuando me cayeron encima. Se quitó la capa. Me encantó su figura, en su uniforme azul; y luego, ¡Oh, sí!, me levantó de la cama, con rosas y todo, y me besó... ¡cómo me besó!
       Hizo una pausa al recordarlo.
       —Sentí su boca a través de la fina tela de mis ropas. Por un instante se quedó inmóvil, lleno de pasión. Entonces me arrancó el salto de cama, y se puso a mirarme, manteniéndose a cierta distancia. Tenía los labios entreabiertos, con expresión de maravilla, pero aun así parecía que los dioses mismos debían envidiarlo: ¡maravilla, adoración y orgullo! La veneración de que me hacía objeto terminó por ganarme. Me depositó nuevamente sobre el lecho, me cubrió con gran dulzura, y dejó las rosas del otro lado, amontonadas cerca de mi pelo, sobre la almohada.
       “Sin sentir la menor vergüenza ni timidez, se quitó la ropa. Era adorable: tan joven, algo enjuto pero fuerte, con un cuerpo que sencillamente irradiaba su amor por mí. Se quedó mirándome, lleno de humildad; y yo extendí las manos hacia él.
       “Nos amamos la noche entera. Cuando se sentó en el lecho había sobre su cuerpo pétalos de rosa aplastados, deshechos, que semejaban gotas de sangre carmesí. ¡Oh, cuánta fiereza había en él, y a la vez cuánta ternura!”
       Los labios de Anita temblaron ligeramente e hizo una pausa. Luego, muy despacio, prosiguió:
       —Cuando me levanté por la mañana se había ido, y en su tarjeta de baile con una corona dorada que dejó en la mesita de luz había escrito unas pocas palabras apasionadas, implorándome que volviera a verlo en la Brühler Terasse esa tarde. Pero yo tomé el expreso de la mañana a Berlín...
       Ambos permanecimos muy quietos. Creí sentir el rumor del río que se arrastraba en la distancia, perdiéndose en la mañana.
       —¿Y...? —dije.
       —Y nunca volví a verlo.
       Seguíamos inmóviles. Entonces ella rodeó con los brazos su rodilla brillante, y la acarició con su boca, amorosamente, como condoliéndose. Los fulgurantes dragones verdes de su bata parecían gruñirme.
       —¿Y sientes remordimiento? —dije por fin.
       —No —contestó, casi sin prestarme atención—. Recuerdo cómo se desprendió el cinto con la espada de la cadera, cómo arrojó todo sobre el otro lecho, con un ruido tintineante...
       Yo hervía de furia contra Anita. ¡Por qué habría de amar a un hombre solamente por el modo en que se quitó el cinto!
       —Con él —murmuró—, todo parecía inevitable.
       —Hasta el hecho de que no volvieras a verlo —repliqué con sequedad.
       —¡Sí! —dijo tranquilamente.
       Meditabunda y soñadora, siguió acariciándose las rodillas.
       —Él me dijo: “Somos como las dos mitades de una nuez”, —rió ligeramente—. Me dijo frases hermosas: “Esta noche, tú eras una Respuesta”. Y luego: “Cualquier punto de tu cuerpo que toque me hace revivir de placer”. Y también dijo que nunca olvidaría el contacto aterciopelado de mi piel. Sí, me dijo montones de cosas hermosas.
       Anita las repasó mentalmente en forma patética. Yo permanecía sentado, mordiéndome el dedo por la furia.
       —E hice que me dejara ponerle rosas en el pelo —continuó ella—. Se quedó todo quieto y buenito mientras yo lo adornaba, lleno de timidez. Su figura era casi como la tuya...
       Ese cumplido fue para mí un último insulto.
       —Y tenía una larga cadena de oro, con pequeñas esmeraldas enhebradas, y la dio vuelta una y otra vez alrededor de mis rodillas, dejándome prisionera casi sin pensarlo.
       —Y tú desearías que te hubiese retenido prisionera... —dije.
       —No —repuso—, ¡no habría podido!
       —¡Ya veo! Simplemente, lo mantienes como modelo, como patrón para medir la dosis de satisfacción que obtienes del resto de nosotros.
       —Sí —asintió muy calma.
       Me di cuenta de que le gustaba ponerme furioso.
       —Pero... ¿creía que estabas algo avergonzada de esa aventura? —dije.
       —No —respondió, llena de malicia.
       Comenzó a cansarme. Uno nunca puede pisar terreno seguro con ella: era siempre resbaladizo, propenso a las caídas. Me quedé quieto, contemplando la luz del sol que manaba muy blanca en el exterior.
       —¿En qué piensas? —preguntó.
       En el camarero que sonreirá cuando bajemos a tomar el café.
       —No... ¡dime!
       —Son las nueve y media.
       Ella manoseó el lazo de su bata.
       —¿En qué pensabas? —volvió a preguntar, muy despacio.
       —Pensaba en que obtienes cuanto quieres.
       —¿En qué sentido?
       —En el amor.
       —¿Y qué es lo que quiero?
       —Sensaciones.
       —¿Ah, sí?
       —Sí.
       Se quedó sentada con la cabeza gacha.
       —Toma un cigarrillo —dije—. ¿Vas a ese sitio donde se anda en trineo, hoy?
       —¿Por qué dices que solo busco sensaciones? —preguntó quedamente.
       —Porque es cuanto tomas de un hombre. ¿No quieres un cigarrillo? —insistí.
       —No, gracias... Y... ¿qué otra cosa podría tomar?
       Me encogí de hombros.
       —Nada, supongo —repliqué.
       Ella siguió tironeando pensativamente del lazo de su bata.
       —Hasta ahora, no te has perdido nada... no has sentido la falta de nada... en el amor —dije.
       Ella tardó un rato en responder
       —Oh, sí que la he sentido —dijo con gravedad.
       Oyéndola, se me paralizó el corazón.



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