D. H. Lawrence
(Eastwood, Inglaterra, 1885 - Vence, Francia, 1930)
La última risa (1925)
(“The Last Laugh”)
The New Decameron IV
Ed. Blair
(Oxford: Basil Blackwell, 1925), págs. 235-261;
reimpreso en la revista Ainslee’s, 56 (enero de 1926), págs. 55-65;
The Woman Who Rode Away and Other Stories
(Londres: Martin Secker, 1928, 292 págs.);
The Woman Who Rode Away: and Other Stories
(Nueva York: A. Knopf, 1928, 307 págs.)
Había un poco de nieve en el suelo, y el
reloj de la iglesia acababa de dar la medianoche. Hampstead tenía un bonito
aspecto en la noche de invierno, con su limpia tierra blanca, y las farolas por
luna, y un cielo negro encima de las farolas.
Un confuso sonido de voces, un destello
de luz amarilla oculta. Y, luego, la puerta del jardín de una alta y oscura
casa georgiana se abrió súbitamente, y de ella salieron atropelladamente tres
personas. Una muchacha con chaqueta azul oscuro y turbante de pieles, muy
erguida; un tipo con una pequeña caja, con la cabeza gacha; y un hombre delgado
de barba roja, sin nada en la cabeza, mirando a través de la puerta de entrada
hacia la colina que gira hacia abajo en una curva hacia Londres.
—¡Miren esto! ¡Un mundo nuevo! —exclamó
el hombre de la barba, irónicamente, mientras miraba de pie en los peldaños.
—¡No, Lorenzo! ¡Tan sólo es blanquete!
—exclamó el joven con abrigo. Tenía una bonita voz, resonante, estridente, con
un aburrido deje sardónico. Al volverse, su rostro se hizo oscuro en la sombra.
La muchacha de cabeza erguida y alerta,
como un pájaro, se volvió hacia los dos hombres.
—¿Qué era eso? —preguntó, con su voz
rápida y tranquila.
—Lorenzo dice que es un mundo nuevo. Yo
digo que sólo es blanquete —gritó el hombre en la calle. La muchacha permaneció
quieta y levantó un dedo enguantado en lana. Era sorda, y trataba de entender.
Sí, lo había captado. Soltó una risita
veloz y cloqueante, echó una rápida ojeada al hombre del sombrero hongo, y
luego otra al hombre junto a la puerta estucada, que sonreía como un sátiro
mientras se despedía con la mano.
—¡Adiós, Lorenzo! —se oyó el grito
resonante y hastiado del hombre del sombrero hongo.
—¡Adiós! —sonó el agudo grito de ave
nocturna de la muchacha.
La puerta verde se cerró de un golpe;
luego la puerta interior. Estaban los dos solos en la calle, salvo por el
policía de la esquina. El camino torcía en abrupta pendiente colina abajo.
—¡Fíjate en cómo apoyas el pie! —aulló el
hombre del sombrero hongo, inclinándose muy cerca de la erguida y viva
muchacha, agachándose mientras andaba. Ella se detuvo un instante para
asegurarse de lo que él había dicho.
—No te preocupes por mí, yo voy
perfectamente. ¡Eres tú el que ha de fijarse! —dijo, velozmente. En aquel mismo
momento, él dio un tremendo bandazo sobre la nieve resbaladiza, pero se las
compuso para no caer. Ella le observó, alerta, de puntillas. El sombrero hongo
brincó sobre la delgada capa de nieve. Se encontraban debajo de una farola,
cerca de la curva. Cuando se zambulló a por su sombrero, mostró una mancha
calva, exactamente igual a una tonsura, en su cabello castaño, fino y más bien
rizado. Y, cuando levantó la mirada hacia ella, con sus espesas cejas negras
enarcadas sardónicamente y su nariz un tanto aguileña en burla consigo mismo,
encasquetándose nuevamente el sombrero, parecía un joven sacerdote satánico.
Tenía un rostro de hermosas facciones, como un fauno, y una expresión
inciertamente martirizada. Una especie de fauno de la Cruz, con toda la malicia
de la complicación.
—¿Te has hecho daño? —preguntó ella, a su
manera rápida, fría, impávida.
—¡No! —aulló él, burlonamente.
—Dame el aparato ¿quieres? —dijo ella,
tendiendo su mano enguantada—. Creo que voy más secura.
—¿Lo quieres? —gritó él.
—Sí, estoy convencida de que voy más
segura.
Le tendió su cajita marrón, que era en
realidad un aparato de escucha para su sordera. Ella caminaba erguida como
siempre. Él embutió las manos profundamente en los bolsillos de su abrigo y
caminó encorvado a su lado, como si no lograra firmeza en las piernas. El
camino giraba frente a ellos, limpio y pálido por la nieve bajo las farolas.
Pasó un temblequeante automóvil. Unas pocas formas humanas oscuras se
deslizaban a los oscuros abrigos de las casas, como peces entre rocas sobre un
banco marino de fina arena. A la izquierda había un bosquecillo de árboles que
ascendía por la pendiente hacia las tinieblas.
Él recorrió con la mirada los
alrededores, adelantando su barbilla finamente moldeada y su nariz ganchuda
como si estuviera a la espera de oír alguna cosa. Todavía podía oír al
automóvil ascendiendo al Heath. Atajo estaba el resplandor amarillo y hediondo
de la estación del metropolitano de Hampstead. A la derecha los árboles.
La muchacha, con su alerta cara rosa y
blanca, le miraba profunda e inquisitivamente. Tenía un curioso y nínfico aire inquisitivo,
algo así como el de un pájaro, a veces como el de una ardilla, a veces como un
conejo; nunca del todo como una mujer. Finalmente, él se quedó inmóvil, como si
no fuera a seguir andando. Había una curiosa mueca de desconcierto en su rostro
liso y color crema.
—James —le dijo a ella en voz alta,
inclinándose hacia su oído—, ¿no oyes a alguien riendo?
—¿Riendo? —replicó ella, vivamente—. ¿Quién
se ríe?
—No lo sé. ¡Alguien! —aulló él,
mostrándole los dientes a su curiosísima manera.
—No, no oigo a nadie —proclamó ella.
—¡Pero si es una cosa extraordinaria!
—exclamó él, con voz de desigual volumen—. Ponte el aparato.
—¿Que me lo ponga? —replicó ella—. ¿Para
qué?
—Para ver si puedes oír eso —gritó
él.
—¿Oír qué?
—La risa. Alguien que ríe. Es una
cosa extraordinaria.
Ella se rió con aquel breve cloqueo
extraño y le tendió el aparato. Él lo sostuvo mientras ella abría la tapa y
conectaba los cables, y se ponía la pieza abrazadera en la cabeza y los
auriculares en los oídos como un operador de telegrafía sin hilos. Migas de
nieve caían en las frías tinieblas. Conectó, y las lucecillas de los tubos de
vidrio brillaron en el aparato. Había conectado, escuchaba. Él se quedó
inmóvil, con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos de la
chaqueta.
De repente levantó la cabeza y rompió en
una horripilante risa un tanto parecida a un relincho, descubriendo sus fuertes
dientes espaciados y enarcando sus cejas negras, y observándola con una
expresión extraña en sus brillantes ojos de macho cabrío.
Ella parecía un poco consternada.
—¡Ahí! —dijo él—. ¿No oyes?
—Te> oigo a ti —dijo ella, en un tono con el que daba a entender que aquello
ya era suficiente.
—¿Pero no lo oyes? —gritó él,
volviendo a abrir los labios de un modo curioso.
—¡No! —dijo ella.
Él la miró vengativamente, y volvió a
prestar atención con la cabeza gacha. Ella siguió erguida, con el sombrero de
pieles en la mano, con su hermoso cabello enfajado por la pieza abrazadera del
aparato y recogiendo copos de nieve, y con su extraño rostro de ninfa sorda de
ojos brillantes alzado en una escucha inútil.
—¡Ahí! —gritó él, alzando súbitamente su
rostro brillante—. No irás a decirme que no puedes... —la miraba casi diabólicamente.
Pero alguna otra cosa le resultaba excesiva. Su cara se contorsionó en una
peculiar sonrisa asustada, pareció brillar, y, súbitamente, estalló en una risa
absolutamente extraordinaria, como una risa animal. Era un extraño sonido de
relincho, asombroso para los oídos de la muchacha. Estaba sobresaltada, y
conectó su aparato en un tono más bajo.
Asomó una alta silueta: un joven policía
alto y bien afeitado.
—¿Una radio? —preguntó, lacónicamente.
—No, es mi aparato. ¡Soy sorda! —dijo la
señorita James, apresurada y distintamente. No por nada era hija de un par.
El hombre del sombrero hongo levantó el
rostro y contempló al joven policía de lozano rostro con un peculiar destello
blanco en los ojos.
—¡Fíjese! —dijo, distintamente—. ¿No oye
reír a alguien?
—¿Reír? Le oigo a usted, caballero.
—No, no a mí —sacudió el brazo en
un ademán impaciente y volvió a levantar el rostro. Su suave cara cremosa
parecía brillar; había sutiles curvas de triunfo burlón en todas sus líneas.
Tuvo cuidado de no mirar directamente al joven policía—. Es la risa más
extraordinaria que haya oído jamás —añadió; y el mismo deje de regocijo burlón
resonó en su tono.
El policía le miró con aire suspicaz.
—No pasa nada —dijo la señorita James,
fríamente—. No está bebido. Sólo que oye algo que nosotros no oímos.
—¡Bebido! —repitió el hombre del sombrero
hongo con un profundo acento de burla—. Si sólo estuviera bebido... —y volvió a
romper en aquella carcajada salvaje, relinchante, animal, mientras el rostro,
que mantenía apartado, parecía llamearle.
Al sonido de la risa algo se sublevó en
la sangre de la muchacha y del policía. Estaban cerca la una del otro, de modo
que su mangas se rozaban, y contemplaban atónitos al hombre del sombrero hongo,
que enarcó sus cejas negras mirándolos.
—¿Van a decirme que no oyen nada?
—preguntó.
—Sólo a ti —dijo la señorita James.
—Sólo a usted, caballero —repitió el
policía.
—¿Cómo es lo que oyes? —preguntó la
señorita James.
—¡Pedirme que lo describa!
—replicó el joven, con sumo desprecio—. Es el sonido más asombroso del mundo.
Y talmente pareció quedar envuelto en un
nuevo misterio.
—¿De dónde procede? —preguntó la señorita
James, en tono práctico.
—Aparentemente —respondió él, con desdén— de allí —y señaló hacia los árboles y
arbustos más allá de las vallas del camino.
—Bien, ¡vayamos a ver! —dijo ella—. Puedo
llevar mi aparato e ir a escuchar.
El hombre pareció aliviado de liberarse
de aquel peso. Volvió a hundir las manos en los bolsillos y cruzó oblicuamente
el camino. El policía, con una extraña mirada revoloteando en su fresco rostro
joven, cogió del brazo a la muchacha, cuidadosa y suavemente, para ayudarla.
Ella no se apoyó en absoluto en el soporte de la ancha mano, pero se sentía
intrigada, de modo que no la sintió. Se había mantenido toda su vida apartada
de todo contacto físico, y nunca había permitido que ningún hombre la tocara,
pero ahora, con cierta voluptuosidad de ninfa, permitió que la mano ancha del
joven policía la sostuviera mientras seguía la figura lupina del otro hombre a
través del camino y colina arriba. Y podía sentir la presencia del joven
policía a través del grosor del uniforme azul oscuro, la sentía como algo
joven, alerta y brillante.
Cuando llegaron junto al hombre del
sombrero hongo, lo encontraron de pie, con la cabeza agachada y el oído atento,
escuchando junto a la baranda de hierro al otro lado de la cual crecían grandes
acebos negros empenachados de nieve y viejos olmos ingleses listados y
silenciosos.
El policía y la muchacha permanecieron a
la espera. Ella miraba en los arbustos con la mirada penetrante de una ninfa
sorda, sorda a los ruidos del mundo. El hombre de sombrero hongo escuchaba
intensamente. Una vagoneta bajó retumbando la colina, haciendo temblar la
tierra.
—¡Ahí! —gritó la muchacha mientras la
vagoneta se alejaba con ominoso estruendo. Y se volvió con mirada encendida
hacia el policía, con su fresca cara suave brillando de sobrecogida vitalidad.
Miró derecho a los ojos desconcertados y divertidos del joven policía. Se
estaba divirtiendo.
—¿No ve usted? —dijo ella, un tanto
imperiosamente.
—¿De qué se trata, señorita? —replicó el
policía.
—No puedo señalar —dijo ella—. Mire
adonde yo miro.
Y dirigió la mirada de sus ojos
brillantes a los oscuros acebos. Debía ver alguna cosa, ya que sonreía débilmente,
con sutil satisfacción, y meneaba su cabeza erguida con todo el orgullo de la
vindicación. El policía la miró a ella en lugar de los arbustos. Había un
cierto resplandor de triunfo y de vindicación en la serenidad de su cuerpo
delgado.
—Siempre supe que lo vería —se dijo
triunfantemente a sí misma.
—¿A quién ves? —aulló el hombre del
sombrero hongo.
—¿No lo ves tú también? —preguntó ella,
volviendo ansiosamente su dulce rostro de ninfa traviesa. Estaba ansiosa por
que el hombrecillo viera.
—No, no veo nada. ¿Qué es lo que ves,
James? —gritó, insistente, el hombre del sombrero hongo.
—Un hombre.
—¿Dónde?
—Ahí. Entre los acebos.
—¿Sigue ahí?
—¡No! Se ha ido.
—¿Qué clase de hombre?
—No lo sé.
—¿Qué aspecto tenía?
—No sabría decirlo.
Pero en aquel instante el hombre del
sombrero hongo se volvió repentinamente, y la taimada mirada de triunfo se
abrió en su rostro.
—¡Bueno, tiene que estar ahí!
—gritó, señalando bosque arriba—. ¿No le oyen reír? Debe estar detrás de esos
árboles.
Y su voz se rompió, con curioso deleite,
en una nueva carcajada, mientras, de pie, golpeaba la nieve con los pies y
bailaba sacudido por la risa, con la cabeza gacha. Luego se volvió y corrió
ligero por la avenida bordeada de viejos árboles.
Desaceleró su paso cuando una puerta, al
final de un sendero de jardín, blanca de nieve inmaculada, se abrió
súbitamente. Una mujer con un largo chal orlado estaba inmóvil a la luz, y miró
hacia la noche. Luego pasó por la baja puerta del jardín. Seguían cayendo copos
de nieve. La mujer tenía el cabello oscuro y llevaba una alta peineta oscura.
—¿Ha llamado usted a mi puerta? —preguntó
al hombre del sombrero hongo.
—¿Yo? No.
—Alguien ha llamado a mi puerta.
—¿De veras? ¿Está segura? No es posible.
No hay huellas en la nieve.
—¡No las hay! —dijo ella—. Pero alguien
llamó a la puerta y gritó algo.
—Esto es muy extraño —dijo el hombre—. ¿Esperaba
usted a alguien?
—No. No es que esperara a alguien en
concreto. Sólo que una siempre espera a Alguien, ¿sabe usted? —en el opaco
resplandor de la nieve, él pudo ver a la mujer mirándole con unos ojos oscuros
y abiertos de par en par.
—¿Había alguien riendo? —dijo él.
—No. No había nadie riendo, propiamente.
Alguien llamó a la puerta, y yo he corrido a abrir, esperando como siempre se
espera, ¿sabe usted?...
—¿Esperando qué?
—¡Oh!... Algo maravilloso que va a
suceder.
Él se mantenía junto a la baja puerta.
Ella estaba al otro lado. Tenía el cabello oscuro, y su cara le pareció morena
cuando alzó la mirada hacia él con ojos oscuros y vacíos de significado.
—¿Deseaba usted que viniera alguien?
—preguntó él.
—Mucho lo deseaba —replicó ella, con su
plañidera voz judía. Debía ser judía.
—¿Fuera quien fuera? —dijo él, riendo.
—Siempre que fuera un hombre capaz de
gustarme —dijo ella con voz baja, significativa y falsamente tímida.
—¿De veras? —dijo él—. Puede que, después
de todo, fuera yo quien llamara... sin darme cuenta.
—Creo que sí —dijo ella—. Así debe haber
sido.
—¿Puedo entrar? —preguntó él, poniendo la
mano sobre la puertecilla.
—¿No cree que sería mejor? —respondió
ella.
Él se agachó y descorrió el cerrojo de la
puerta. Mientras lo hacía, la mujer del chal negro dio media vuelta, y, mirando
por encima del hombro, se dirigió apresuradamente hacia la casa, dando sobre la
nieve pasos desiguales con sus zapatos de tacón alto. El hombre la siguió,
apresurándose como un perro para alcanzarla.
Entretanto, la muchacha y el policía
habían llegado. La muchacha se quedó inmóvil al ver al hombre del sombrero
hongo yendo por el jardín tras la mujer del chal negro orlado.
—¿Va a entrar? —preguntó,
apresuradamente.
—Eso parece, ¿no es cierto? —dijo el
policía.
—¿Es que conoce a la mujer?
—No sabría decirlo. Diría que pronto la
conocerá —replicó el policía.
—Pero ¿quién es ella?
—No sabría decírselo.
Las dos confusas formas oscuras entraron
por la puerta iluminada; luego, la puerta se cerró tras ellos.
—Se ha ido —dijo la muchacha, fuera, en
la nieve. Se puso apresuradamente a quitarse la pieza abrazadera de su receptor
telefónico y desconectó el aparato. Los tubos de luz secreta desaparecieron, y
lo cerró todo en la cajita de cuero. Luego se encasquetó su suave sombrero de
pieles y se quedó quieta y dispuesta una vez más.
El ligero aire marcial que le daba su
larga chaqueta azul oscuro de pinta militar estaba intensificado, y el aspecto
ligeramente ansioso y asustado de su rostro había desaparecido. Parecía
tensarse, tensar los miembros para liberarlos. Y el aspecto inerte había
abandonado sus mejillas llenas y suaves. Sus mejillas estaban vivas con el resplandor
del orgullo y una seguridad nueva y peligrosa.
Echó una veloz mirada al joven y alto
policía. Iba bien afeitado, su cara tenía un aspecto de frescor, y sonreía
extrañamente bajo su casco, esperando unas yardas más abajo con perspicaz
paciencia. Ella se dio cuenta de que era un joven decente, uno de esos que
esperan.
El segundo de antiguo miedo fue seguido
inmediatamente en ella por una gozosa y desacostumbrada sensación de poder.
—¡Bien! —dijo—. Diría que de nada sirve
esperar.
Hablaba con decisión.
—¿No tendrá que esperarle, verdad?
—preguntó el policía.
—Claro que no. Está mucho mejor donde
está.
La muchacha se rió con una risa extraña y
breve. Luego, mirando sobre el hombro, se puso a caminar colina abajo,
acarreando su cajita. Sentía los pies ligeros, las piernas largas y fuertes.
Volvió a mirar atrás por encima del hombro. El joven policía la estaba
siguiendo, y ella se rió para sí. Se sentía los miembros tan flexibles y
fuertes como para, si quería, correr más aprisa que él. Si quería podía matarlo
fácilmente, incluso con las manos.
Eso le parecía. Mas, ¿por qué matarlo?
Era un joven decente. Ella tenía frente a los ojos el oscuro rostro entre los
acebos, con sus brillantes ojos burlones. Sentía el pecho henchido de poder, y
sentía sus piernas largas, fuertes y salvajes. La sorprendía la fuerte
sensación brillante y palpitante dentro del pecho, una sensación de triunfo y
de agradable ira. Sus manos sentían ansiedad en las muñecas. ¡Ella, que siempre
aseguraba no tener ni un solo músculo en el cuerpo! Tampoco ahora era cuestión
de músculos: era una especie de llama.
De repente se puso a nevar densamente,
con fuertes resoplidos de viento helado. La nieve caía en copos pequeños, como
granitos helados, con golpecitos cortantes en el rostro. Parecía arremolinarse
a su alrededor como si ella misma se arremolinara en forma de nube. Pero no le
importaba. Había una llama en su interior y sentía sus miembros ardientes y
fuertes en medio del torbellino.
Y el aire de nieve arremolinado parecía
lleno de presencias, lleno de extrañas voces no oídas. Estaba acostumbrada a la
sensación de ruidos que se producían sin que ella los oyera. Aquella sensación
se hizo muy fuerte. Sintió que algo estaba sucediendo en el aire desbocado.
El aire de Londres no era ya pesado y
viscoso, saturado de fantasmas de muertos maldispuestos. Una nueva y limpia
tempestad soplaba desde el polo, y ahí había ruidos.
Había voces que llamaban. A pesar de su
sordera, podía oír alguna, varias voces que llamaban y silbaban, como si mucha
gente estuviera gritando a través del viento:
—¡Ha vuelto! ¡Ja, ja! ¡Ha vuelto!
Había en la tormenta de nieve un sonido
salvaje y silbante de voces alborozadas. Luego, un resplandor opaco tremoló en
el aire a través de la nieve.
—¿Son truenos y relámpagos? —preguntó al
joven policía, deteniéndose a la espera de que su silueta emergiera del velo de
nieve arremolinada.
—Eso me parece —dijo él.
Y en aquel mismo instante hubo un nuevo
resplandor de relámpagos, y el rostro oscuro y riente estaba cerca de su propio
rostro, casi le rozaba la mejilla.
Retrocedió sobresaltada, pero la recorrió
una llama de gozo.
—¡Ahí! —dijo—. ¿Ve usted eso?
—Relámpagos —dijo el policía.
Ella le miró casi con ira. Pero luego el
aspecto limpio y de frescor animal de su piel, y la mirada de animal amaestrado
en sus ojos temerosos, la divirtió, y se rió con su risa profunda y triunfante.
El policía estaba evidentemente asustado, como un perro aterrorizado ante algo
pavoroso.
El trueno silbó de pronto más fuerte, más
violento, y, con un extraño ruido como de castañuelas, le pareció oír voces
alborotadas que gritaban:
—¡Aquí está! ¡Ha vuelto!
Asintió gravemente con la cabeza.
El policía y ella caminaban lado a lado.
Ella vivía sola en una casita de estuco en una calle lateral, colina abajo.
Había una iglesia, y un grupo de árboles, y luego la pequeña hilera de casas.
El viento soplaba ferozmente, cuajado de nieve. De vez en cuando pasaba un
taxi, y sus faros arrojaban una luz misteriosa. Pero el mundo parecía vacío,
inhabitado, salvo por la nieve y las voces.
Cuando la muchacha y el policía hubieron
rodeado el grupo de árboles junto a la iglesia, un fuerte torbellino de viento
y nieve les hizo detenerse, y, en la salvaje confusión, oyeron un torbellino de
voces agudas y alborozadas, algo así como gaviotas, gritando:
—¡Aquí está! ¡Aquí está!
—Bien, me alegra enormemente que esté de
vuelta —dijo la muchacha, tranquilamente.
—¿De qué se trata? —dijo el policía,
nervioso, agitándose junto a la muchacha.
El viento les permitió continuar. Cuando
pasaron frente a la valla, les pareció que las puertas de la iglesia estaban
abiertas, y las ventanas apagadas, y que la nieve y las voces soplaban en
desenfrenada carrera a lo largo y lo ancho de la iglesia.
—¡Qué extraño que hayan dejado abierta la
iglesia! —dijo la muchacha.
El policía permaneció silencioso. No
podía responder.
Permanecieron inmóviles, y escucharon el
viento y la iglesia llenos de voces silbantes que hacían llamadas confusas.
—Ahora oigo la risa —dijo ella, súbitamente.
Procedía de la iglesia: un sonido de risa
baja, sutil, inacabable, un sonido extraño y desnudo.
—¡Ahora lo oigo! —dijo ella.
Pero el policía no habló. Permaneció
encogido, con el rabo entre las piernas, escuchando los extraños ruidos en la
iglesia.
El viento debía haber soplado a través de
una de las ventanas, ya que podían ver la nieve arremolinándose en andanadas a
través de la negra abertura, y arremolinándose dentro de la iglesia como una
luz opaca. Hubo un súbito estallido, seguido por una explosión de risitas
desnudas. La nieve parecía producir una extraña luz dentro del edificio, como
si se movieran en él fantasmas altos y voluminosos.
Hubo más risas, y un sonido desgarrado.
Por la oscura ventana salió al viento, entre la nieve, un remolino de trozos de
papel, hojas de libros. Luego una cosa blanca, elevándose como un pájaro
demente, se alzó al viento como si tuviera alas y se alojó fuera, en un árbol
negro, debatiéndose. Era el mantel del altar.
Se elevó un poco de música alegre y
gorjeante. El viento corría por los tubos del órgano como si fueran flautas
pánicas, aprisa, arriba y abajo. Jirones de música salvaje, alegre, gorjeante,
y estallidos de la baja risa desnuda.
—¡Vaya! —dijo la muchacha—. Es realmente
extraordinario. ¿Oye usted la música y la gente que ríe?
—Sí, ¡oigo a alguien tocando el órgano!
—dijo el policía.
—¿Y no le llegan bocanadas de viento
cálido? Aroma de primavera. ¡Casi un florecer, esto es lo que es! Un aroma
maravilloso de flor de almendro. ¿No es una cosa extraordinaria?
Pasó triunfalmente frente a la iglesia y
llegó a la hilera de viejas casitas. Cruzó su propia puerta abierta en la
pequeña valla de la entrada.
—¡Aquí estoy! —dijo, por fin—. Ahora
estoy en casa. Muchas gracias por acompañarme.
Miró al joven policía. Todo su cuerpo
estaba blanco como una pared por la nieve, y, a la luz indecisa de la luz
eléctrica de la calle, su rostro era sumiso y temeroso.
—¿Puedo entrar y calentarme un poco?
—preguntó humildemente. Ella sabía que era más el miedo que no el frío el que
lo helaba. Tenía un miedo mortal.
—¡Muy bien! —dijo ella—. Quédese en el
saloncito si lo desea. Pero no suba las escaleras, porque estoy sola en la
casa. Puede encender el fuego en el saloncito, y marcharse cuando se haya
calentado.
Lo dejó en el canapé grande y bajo que
estaba frente al hogar; su rostro estaba azulado y ausente por el miedo. Hizo
rodar los ojos tras ella cuando salió de la habitación. Pero ella subió a su
dormitorio y cerró la puerta.
Por la mañana, estaba ella en su estudio,
en el piso superior de su casita, contemplando sus pinturas y riéndose para sí.
Sus canarios parloteaban y silbaban chillonamente a la luz solar que seguía a
la tormenta. Fuera, la fría nieve estaba todavía limpia, y el resplandor blanco
del aire producía el efecto de una luz solar mucho más fuerte de la que realmente
había.
Estaba contemplando sus pinturas, y
riéndose para sí de su comicidad. De repente le resultaban completamente
absurdas. Disfrutaba de veras mirándolas: ¡le parecían tan grotescas! Sobre
todo su autorretrato, con su bonito cabello castaño, y su boca de conejito
ligeramente abierta, y sus desconcertados e inseguros ojos de conejo. Miraba el
rostro pintado y se reía, con una risa larga y murmurante; hasta que los
canarios, amarillos como margaritas mustias, enloquecieron en un esfuerzo por
cantar más alto. La prolongada y ondulante risa de la muchacha tuvo una
resonancia pavorosa en toda la casa.
La criada, una mujer joven de rostro más
bien triste y de la especie superior —casi todo el mundo es en Inglaterra de la
especie superior, al ser la superioridad una dolencia inglesa—, acudió con una
mirada inquisitiva y más bien desaprobadora.
—¿Llamaba usted, señorita James?
—preguntó, alzando la voz.
—No, no, no he llamado. No grite, puedo
oírla perfectamente —replicó la muchacha.
La criada volvió a mirarla.
—¿Sabía usted que hay un joven en el
saloncito? —dijo.
—No. ¡Vaya! —exclamó la muchacha—. ¿El
joven policía? Me había olvidado de él por completo. Entró durante la tormenta
para calentarse. ¿Se ha ido?
—No, señorita James.
—¡Qué extraño! ¿Qué hora es? ¡Las nueve
menos cuarto! ¿Por qué no se marcharía después de calentarse? Supongo que
tendré que ir a ver.
—Dice que está cojo —dijo la criada, con
voz fuerte y repobradora.
—¡Cojo! ¡Qué cosa tan extraordinaria!
Desde luego, ayer por la noche no lo estaba. Pero no grite. Oigo perfectamente.
—¿Vendrá a desayunar el señor Marchbanks,
señorita James? —dijo la ciada, cada vez más reprobadora.
—No sabría decírselo. Pero yo bajaré en
cuanto mi desayuno esté listo. Bajaré en un minuto, de cualquier modo, a ver al
policía. Es extraordinario que siga ahí.
Se sentó delante de la ventana, al sol,
para reflexionar un poco. Veía fuera la nieve, los árboles desnudos y
purpurinos. El aire parecía raro, distinto. El mundo se había hecho súbitamente
distinto, como si se hubiera desgarrado alguna piel o tegumento, como si el
viejo cielo polvoriento de Londres se hubiera resquebrajado y arrollado, como
una piel vieja, encogiéndose y dejando al descubierto un cielo azul totalmente
nuevo.
“Es realmente extraordinario —se dijo a
sí misma—. Indudablemente, vi el rostro de aquel hombre. ¡Qué cara tan
asombrosa! Es algo que nunca olvidaré. ¡Qué risa aquella! Ríe mejor quien ríe
último. Suya será sin duda la última risa. Me gusta por esto: será el último en
reírse. ¡Debe ser alguien realmente extraordinario! Es magnífico ser el último
en reír. Él lo hará sin duda. ¡Qué ser tan maravilloso! Supongo que debo
llamarlo "ser". No es una persona, hablando propiamente.
”¡Pero qué maravilloso por su parte
volver y modificar inmediatamente el mundo entero! ¿No es extraordinario? Me
pregunto si habrá modificado a Marchbanks. Desde luego, Marchbanks no lo
vio. Pero le oyó. ¿No será lo mismo, me pregunto? ¡Me pregunto!”
Se puso a reflexionar acerca de Marchbanks.
Ella y él eran tan amigos... Habían sido amigos de ese modo desde hacía
casi dos años. Nunca amantes. En absoluto. Sólo amigos.
Y, después de todo, ella había tenido
amores con él: en su cabeza. Esto le parecía ahora muy divertido: que ella
hubiera tenido, en su cabeza, aquellos amores con él. A fin de cuentas, la vida
era demasiado absurda.
Porque ahora se veía a sí misma junto a
él formando una divertida pareja. Él, divertidamente, se tomaba la vida con
terrible seriedad, en especial su propia vida. Y ella había decidido tan
ridículamente salvarlo de sí mismo... ¡Oh, qué absurdo! Había decidido
salvarlo de sí mismo, y en el empeño se había enamorado desenfrenadamente de
él. La determinación de salvarlo de sí mismo.
¡Absurdo! ¡Absurdo! ¡Absurdo! Desde que
había visto al hombre que se reía entre los acebos —con aquella risa tan
extraordinaria, tan maravillosa—, se había dado cuenta de su propia
ridiculez. ¡Qué fantástica estupidez, de veras, salvar a un hombre de sí mismo!
Salvar a nadie. ¡Qué fantástica estupidez! Era mucho más divertido y animado
permitir que cada cual fuera a la perdición a su modo. La perdición, de
cualquier modo, era más divertida que la salvación, y un sitio mucho mejor al
que dirigirse para la mayoría de los hombres.
No había estado nunca enamorada de ningún
hombre, y sólo falsamente enamorada de Marchbanks. Ahora se daba cuenta
claramente. Después de todo, ¡qué tontería, todo ese asunto de los
enamoramientos! Afortunadamente, jamás había cometido el error humillante.
No. El hombre entre los acebos le había
hecho ver todo eso claramente: la ridiculez de estar enamorado, el asunto infra
dig. de perseguir a un hombre o ser perseguida por un hombre.
—¿Es realmente el amor tan absurdo
e infra dig.? —se dijo a sí misma en voz alta.
—¡Oh, claro que sí! —dijo una voz
profunda y alegre.
Se volvió en redondo, pero no se veía a
nadie.
“¡Supongo que debe ser otra vez ese
hombre! —se dijo a sí misma—. Es realmente una cosa notable que nunca
haya realmente querido a un hombre, a ningún hombre. Y he pasado ya de
los treinta. Es curioso. Si hay o no en mí algo que no marcha, o algo
que sí marcha, eso no puedo decirlo. No lo sabré hasta demostrarlo. Pero sí creo
que si ese hombre dejara de reír algo me sucedería.”
Sintió el curioso aroma de la flor del
almendro en la habitación, y volvió a oír la risa distante.
“Me pregunto por qué Marchbanks se fue
con aquella mujer ayer noche... Con aquella mujer de aspecto judío. ¿Qué podía
querer de ella? ¿O ella de él? ¡Qué extraño! ¡Como si ambos hubieran tomado el
mismo partido a un tiempo! ¡Qué extraordinariamente desconcertante es la vida!
Todo parece tan sucio...
“¿Por qué no se ríe nunca nadie como ese
hombre? ¡Parecía tan maravilloso! ¡Tan insolente! ¡Y tan orgulloso! ¡Y tan real!
Con esos ojos rientes, insolentes, asombrosos, riéndose y volviendo a
desaparecer... No puedo imaginármelo persiguiendo a una mujer de aspecto judío.
O persiguiendo a ninguna mujer. ¡Es todo tan sucio! Mi policía sería
sucio si se le permitiera serlo: como un perro. Me desagradan los perros, de
veras me desagradan. ¡Y los hombres parecen tan perrunos!...”
Pero mientras meditaba empezó nuevamente
a reír para sí con una risa larga, baja y ahogada. ¡Había sido maravilloso por
parte de aquel hombre venir y reírse de aquel modo y hacer que el cielo se
rompiera y se arrollara como una piel vieja! ¡De veras, maravilloso! Sería
maravilloso que él tan sólo la tocara. Que la tocara. Sentía que si la tocaba
emergería nueva y tierna de una vieja piel correosa. Miraba abstraída por la
ventana.
—Ahí está viniendo —dijo, abruptamente.
Pero se refería a Marchbanks, no al hombre que reía.
Ahí llegaba, con las manos todavía
embutidas en los bolsillos de su abrigo y la cabeza todavía agachada, un tanto
furtivamente; llevaba su sombrero hongo, e iba todavía un tanto inseguro sobre
sus piernas. Cruzó apresuradamente el camino, sin mirar arriba, ensimismado en
sus pensamientos, sin duda; pensando profundamente, con agitada angustia,
indudablemente, en la experiencia de la noche anterior. Aquello la hizo reír.
Mientras miraba desde arriba por la
ventana, la muchacha estalló en una larga carcajada, y los canarios volvieron a
desgañitarse.
Él estaba abajo, en el vestíbulo. Su voz
resonante la llamaba, un tanto imperiosamente:
—¡James! ¿Vas a bajar?
—No —gritó ella—. Sube tú.
Él subió los peldaños de dos en dos, como
si sus pies estuvieran un tanto furiosos con las escaleras por interponerse.
Se detuvo en la puerta, mirándola con una
mirada vacía y sardónica, y moviendo los ojos con un curioso resplandor. Y ella
le miró a él con una curiosa indiferencia un tanto altanera.
—¿Quieres tu desayuno? —preguntó ella. Él
tenía la costumbre de ir a desayunar con ella cada mañana.
—No —respondió en voz muy alta—. Ya he
desayunado en un bar.
—No grites —dijo ella—. Te oigo
perfectamente.
Él la miró, burlonamente y con un toque
de malicia.
—Siempre pensé que así era —dijo, todavía
en voz muy alta.
—Bien, de cualquier modo, así es ahora,
de modo que no tienes por qué gritar —replicó ella.
Y de nuevo los ojos grises del hombre,
con su curiosa fosforescencia grisácea relumbrando en ellos, se demoraron malignamente
en el rostro de la muchacha.
—No me mires —dijo ella, tranquilamente—.
Lo sé todo acerca de todo.
Él rompió en un acceso de risa maliciosa.
—¿Quién te ha enseñado? ¿El policía?
—gritó.
—¡Oh! ¡Ahora que lo dices, debe estar
abajo! No, fue tan sólo incidental. Lo mismo, imagino, que la mujer del chal. ¿Te
quedaste toda la noche?
—No toda. Me marché antes del alba —y a
ella le pareció oír la larga y profunda risa.
—¡Bueno! ¿Qué ocurre? —dijo él, con
curiosidad—. ¿Qué has estado haciendo?
—No lo sé exactamente. ¿Por qué? ¿Vas a
pedirme cuentas?
—¿Oíste aquella risa?
—Oh, sí. Y muchas más cosas. Y también vi
cosas.
—¿Has leído el periódico?
—No. No grites, ya te oigo.
—Ha habido una gran tormenta, el viento
abrió las ventanas y las puertas de la iglesia de ahí cerca, y la ha dejado
hecha un asco.
—Ya lo vi. Una hoja de la Biblia me dio
en la cara; correspondía al libro de Job... —se rió por lo bajo.
—Pero ¿qué más viste? —gritó él, muy
fuerte.
—Le vi a él.
—¿A quién?
—Ah, eso no sabría decirlo.
—Pero, ¿qué aspecto tenía?
—No sabría decírtelo. No lo sé en
realidad.
—Pero debes saberlo. ¿Lo vio también tu
policía?
—No, no creo que lo viera. ¡Mi policía!
—y prorrumpió en una larga risa ondulante—. No es mío en absoluto. Pero debo
bajar a verle.
—Desde luego, eso te ha puesto muy rara
—dijo Marchbanks—. No tienes alma, ¿sabes?
—¡Oh! ¡Gracias sean dadas por eso!
—exclamó ella—. Mi policía sí que tiene una, estoy convencida. ¡Mi policía! —y
volvió a romper en una larga carcajada, con el chillón acompañamiento de los
canarios.
—¿Pero qué te ocurre? —dijo él.
—Que no tengo alma. Nunca la he tenido en
realidad. En mí ha sido siempre una estafa. El alma era lo único que había
entre tú y yo. Gracias sean dadas de que se haya ido. ¿Has perdido tú la tuya? ¿Esa
que parecía molestarte como una muela cariada?
—Pero, ¿de qué estás hablando?
—gritó él.
—No lo sé —dijo ella—. ¡Es todo tan
extraordinario! Pero ¡bueno! Debo bajar a ver a mi policía. Está abajo,
en el saloncito. Será mejor que vengas conmigo.
Bajaron juntos. El policía, con chaleco y
en mangas de camisa, estaba tendido en el sofá, con una cara muy mustia.
—¡Vaya! —le dijo la señorita James—. ¿Es
cierto que está usted cojo?
—Es cierto. Por eso estoy aquí. No puedo
andar —dijo el joven rubio, mientras le asomaban lágrimas en los ojos.
—Pero, ¿cómo ha ocurrido? No estaba usted
cojo la noche pasada —dijo ella.
—No sé cómo ha ocurrido... pero al
despertarme y tratar de ponerme en pie, no he podido.
Corrían lágrimas por su cara
desconsolada.
—¡Qué cosa tan extraordinaria! —dijo
ella—. ¿Qué podemos hacer?
—¿De qué pie se trata? —preguntó
Marchbanks—. Echémosle una ojeada.
—No quiero —dijo el pobre diablo.
—Mejor que sí —dijo la señorita James.
Le quitó lentamente el calcetín y dejó al
descubierto su blanco pie izquierdo curiosamente agarrotado, como la extraña
pezuña de alguna bestia. El policía, al verlo, se puso a sollozar.
Y, mientras él sollozaba, la muchacha
volvió a oír la profunda risa exultante. Pero no le prestó atención, sino que
siguió mirando con extrañeza al joven policía lloroso.
—¿Le duele? —preguntó la muchacha.
—Sí me duele si trato de andar —sollozó
el joven.
—Le diré qué vamos a hacer —dijo ella—.
Telefonearemos a un médico, y puede llevárselo a usted en un taxi.
El joven, ruborizado, se enjugó los ojos.
—Pero, ¿no tiene usted idea de cómo ha
ocurrido? —preguntó Marchbanks, ansiosamente.
—No tengo idea —dijo el joven.
En aquel momento, la muchacha oyó la
profunda risa eterna justo junto a su oído. Dio un salto, pero no pudo ver
nada.
De nuevo se volvió sobresaltada cuando
Marchbanks profirió un extraño grito, parecido a un ladrido, como el de un
animal que recibe un disparo. Su pálido rostro estaba tenso y distorsionado por
una extraña mueca, sobre todo de angustia, pero parcialmente también de salvaje
agradecimiento. Contemplaba algo con mirada inmóvil. Y en la angustia que
rodaba en sus ojos había la horrible mueca de un hombre que comprende haber
realizado una burla final, y esta vez fatal, de sí mismo.
—¡Vaya! —gañó, en voz alta—. ¡Sabía que
era él!
Y, con una curiosa risa estremecida, se
arrojó de bruces sobre la alfombra y se contorsionó unos momentos en el suelo.
Luego se quedó inmóvil, en una extraña postura distorsionada, como un hombre
golpeado por el rayo.
La señorita James le miró con ojos
asombrados y abiertos de par en par.
—¿Está muerto? —preguntó con viveza.
El joven policía temblaba tanto que
difícilmente podía hablar. Ella oyó castañetearle los dientes.
—Eso parece —balbuceó.
Había en la atmósfera un leve aroma de
flores de almendro.
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