D. H. Lawrence
(Eastwood, Inglaterra, 1885 - Vence, Francia, 1930)


Sol (1926)
(“Sun”)
Originalmente publicado en la revista New Coterie,
Vol. IV (otoño 1927), págs. 60-77;
Sun
(Londres: E. Archer, 1926);
The Woman Who Rode Away and Other Stories
(Londres: Martin Secker, 1928, 292 págs.);
The Woman Who Rode Away: and Other Stories
(Nueva York: A. Knopf, 1928, 307 págs.)



1

      “Llévensela a que tome el sol”, dijeron los médicos. Incluso ella era escéptica respecto a eso de tomar el sol, pero permitió que la llevasen al mar con su niño, una niñera y su madre.
       El barco zarpaba a medianoche. Y durante dos horas su marido permaneció con ella mientras acostaban al niño y los pasajeros llegaban a bordo. Era una noche oscura: el Hudson se agitaba en una densa negrura, sacudido por gotitas de luz que se derramaban. Se apoyó en la barandilla y mirando hacia abajo pensó: Esto es el mar; es más profundo de lo que uno se imagina y está pleno de recuerdos. En aquel momento el mar parecía palpitar como la serpiente del caos que desde siempre ha existido.
       —Estas despedidas no son buenas —le iba diciendo su marido, que estaba a su lado—. No son buenas. No me gustan.
       El tono de su voz estaba lleno de aprensión, de recelo y de un cierto toque como de última esperanza.
       —A mí tampoco me gustan —respondió ella con voz clara.
       Ella recordaba ahora cuán amargamente habían deseado separarse, él y ella. La emoción de la despedida daba un suave tirón a sus emociones, pero lo único que conseguía era que el hierro que había penetrado en su alma se le clavase aún más profundamente.
       Miraron a su hijo dormido y los ojos del padre se humedecieron. Pero no es la humedad de sus ojos lo que cuenta, es el ritmo férreo y profundo de la costumbre, las costumbres de toda una vida, de los años; la profunda marca del poder. Y en sus vidas la marca del poder era hostil, la de él y la de ella. Como dos artefactos que funcionan desajustados, se destruían el uno al otro.
       —¡A tierra! ¡A tierra!
       —Maurice, tienes que irte.
       Y pensó: para él es “A tierra”, para mí es “A la mar”.
       Él agitó el pañuelo en medio de la oscuridad nocturna del muelle, mientras el barco se alejaba despacio; uno en medio de la multitud. ¡Uno en medio de la multitud! C’est ça!
       Los transbordadores, como grandes bandejas apiladas con hileras de luces, todavía navegaban por el Hudson. Aquella boca negra debía de ser la estación de Lackawanna.
       El barco iba bajando, el Hudson parecía interminable. Pero finalmente alcanzaron la curva y allí estaba la pobre cosecha de luces en el Battery. La estatua de la Libertad levantaba la antorcha en una especie de rabieta. Allí estaba el batir del mar.
       Y aunque el Atlántico era gris como la lava, llegó finalmente al sol. Tenía una casa sobre el más azul de los mares, con un gran jardín, o viñedos, todo viñas y olivos en pendiente, terraza tras terraza hasta la franja llana de la costa; y el jardín repleto de lugares secretos, profundas arboledas de limoneros allá abajo en la hondonada de la tierra, y escondidas albercas de aguas puras y verdes; también había un manantial que brotaba en una pequeña gruta donde habían bebido los viejos sículos antes de que llegasen los griegos; y una cabra gris balando en su establo, una tumba antigua con todos los nichos vacíos. Se percibía la fragancia de la mimosa y, más allá, la nieve del volcán.
       Veía todo aquello y de algún modo se tranquilizaba. Pero todo era externo. En realidad no le importaba. Ella era la misma, con la cólera y la frustración dentro de sí misma y su incapacidad para sentir algo auténtico. El niño la irritaba porque se aprovechaba de la paz de su alma. Se sentía tan horrible y terriblemente responsable de él… como si tuviese que responsabilizarse de cada uno de los soplos de su respiración. Y esto era una tortura para ella, para el niño y para cada una de las personas cercanas.
       —Ya sabes, Juliet, que el doctor te aconsejó tumbarte al sol sin ropa. ¿Por qué no lo haces? —le decía la madre.
       —Lo haré cuando me apetezca. ¿Quieres matarme? —le espetaba Juliet.
       —¡Matarte! No, por favor. ¡Es por tu bien!
       —¡Por Dios, deja ya de desear mi bien!
       Finalmente la madre estaba tan herida y enfadada que se marchaba. El mar se iba poniendo blanco, y después invisible. Llovía torrencialmente. Hacía frío en la casa construida para el sol.
       De nuevo otra mañana y el sol se elevaba desnudo y fundido, chispeante al borde del mar. La casa estaba orientada al sureste. Juliet yacía en la cama y lo observaba levantarse. Era como si nunca antes hubiese visto amanecer. Nunca había visto el sol desnudo alzarse sobre la línea del mar, sacudiéndose de encima la noche, como la humedad. Y estaba lleno y desnudo. Y quería ir con él.
       De este modo fue creciendo en ella el deseo de tomar el sol desnuda. Guardaba el deseo como un secreto. Quería ir a reunirse con el sol.
       Pero quería irse lejos de la casa, lejos de la gente. Y no es fácil esconderse en un país donde cada olivo tiene ojos y todas las veredas se ven desde lejos. Ir a esconderse y tener relaciones con el sol.
       Pero encontró un lugar: un acantilado encaramado sobre el mar y hacia el sol, y plagado de grandes cactos, el cacto de hojas planas llamado chumbera. Cerca de este montículo gris azulado de cactos se erigía un ciprés de tronco ancho y pálido y una copa que se inclinaba flexible en el azul. Permanecía como un guardián mirando al mar; o una candela plateada cuya enorme llama fuera la oscuridad contra la luz; la tierra lanzando hacia arriba su orgullosa lengua de penumbra.
       Juliet se sentaba bajo el ciprés y se quitaba la ropa. Los contorsionados cactos formaban un bosque, espantoso pero fascinante, a su alrededor. Se sentaba y le ofrecía al sol sus senos, suspirando, incluso ahora, sintiendo cierto dolor fuerte por la crueldad de tener que entregarse, pero exultante porque, al fin, no era un amante humano.
       Pero el sol se iba moviendo en el cielo azul y le iba lanzando sus rayos según se iba alejando. Sentía la suave brisa del mar en sus pechos, que parecía como si nunca antes hubiesen madurado. Pero apenas sentían el sol. Frutas que se marchitarían sin madurar, sus pechos.
       Sin embargo, pronto iba a comenzar a sentir el sol dentro de ellos, más cálido de lo que lo había sido el amor, más cálido que la leche o las manos de su niñito. Por fin, por fin sus pechos eran como grandes uvas blancas bajo el ardiente sol. Se quitaba toda la ropa y se tumbaba desnuda al sol, y mientras estaba tumbada contemplaba a través de sus dedos el imponente sol, su redondez azul y palpitante, con los bordes externos manando brillos. ¡Latiendo con un maravilloso azul, y vivo, y manando fuego blanco por sus contornos, el sol! Él la contemplaba allá abajo con una mirada de fuego azul, y envolvía sus pechos y su rostro, su garganta, su cansado vientre, sus rodillas, sus muslos y sus pies.
       Yacía con los ojos cerrados, el color de una llama rosa atravesaba sus párpados. Era demasiado. Recogía hojas y se las ponía sobre los ojos. Después se tumbaba de nuevo al sol, como una calabaza blanca que ha de madurar hasta ponerse dorada.
       Podía sentir el sol penetrándole hasta los huesos; no, incluso más allá, incluso hasta las emociones y hasta los pensamientos. Las oscuras tensiones de su emoción comenzaban a alejarse, los oscuros y fríos coágulos de sus pensamientos comenzaban a disolverse. Estaba comenzando a sentir calor por toda ella. Volviéndose de espaldas, dejaba los hombros disolverse al sol, el lomo, la parte trasera de los muslos, incluso los talones. Y allí permanecía tumbada, medio aturdida por la extrañeza de lo que le estaba sucediendo. Su corazón cansado y frío se iba fundiendo, y al fundirse se evaporaba. Solo su vientre permanecía tenso y resistente, la eterna resistencia. Resistía incluso al sol.
       Una vez vestida, se volvía a tumbar y miraba al ciprés cuya copa, un filamento flexible, se dejaba mecer por la brisa. Mientras tanto, era consciente del imponente sol deambulando por el cielo, y de su propia resistencia.
       Así, volvía a casa, viendo a medias, cegada y aturdida por el sol. Y su ceguera era como una riqueza, y su conciencia pesada, cálida y débil era como una abundancia.
       —¡Mami! ¡Mami! —El niño corría hacia ella, llamándola con esa pequeña angustia de deseo, siempre requiriéndola. Ella estaba sorprendida de que su adormecido corazón por una vez no sintiese esa ansiosa angustia recíproca. Cogía al niño en brazos pero pensaba: No debería de tan pelmazo. Si tomara el sol renacería. Y sentía de nuevo la inflexible resistencia de su vientre, contra él y contra todo.
       Le molestaban sus manitas agarrándose a ella, aferrándosele al cuello. Le retiraba las manos de la garganta. No quería que la tocase. Puso al niño en el suelo.
       —¡Vamos, corre! ¡Corre al sol!
       Una y otra vez le quitaba la ropa y le ponía en la terraza desnudo al sol.
       —¡Juega al sol! —le decía.
       El niño estaba asustado y quería llorar. Pero ella, en la cálida indolencia de su cuerpo, y con la completa indiferencia de su corazón, y la resistencia de su vientre, le lanzaba una naranja, que rodaba por las losas rojas, y el niño, con su suave e informe cuerpecito, daba pasos hacia ella. Después, nada más que la tenía, la soltaba porque la sentía rara contra su carne. Y el niño se volvía hacia ella, quejoso, haciendo mohines para llorar, asustado porque estaba desnudo.
       —¡Tráeme la naranja! —le decía ella, asombrada de su profunda indiferencia respecto a la inquietud del niño—. ¡Tráele a mami la naranja!
       No crecerá como su padre, se decía. Como un gusano que no ha visto nunca el sol.


2

      Tenía en su mente continuamente al niño, como un tormento de responsabilidad, como si al haberlo tenido tuviese que responder de su completa existencia. Incluso cuando moqueaba le resultaba repulsivo, y con una punzada en las entrañas se decía a sí misma: Mira lo que has parido.
       Ahora, sin embargo, se había producido un cambio. Ya no estaba vitalmente interesada en el niño, se había despojado de la tensión de su ansiedad. Y el niño se iba esforzando.
       Reflexionaba sobre el sol en su esplendor y en la forma en que la penetraba. Su vida era ahora un secreto ritual. Yacía, siempre despierta, antes del alba, contemplando cómo las primeras luces se tornaban doradas, para saber si la niebla se posaría en la orilla del mar. Se alegraba cuando el sol se levantaba todo fundido en su desnudez y lanzaba un fuego blanco y azulado contra el suave cielo.
       Pero algunas veces aparecía rojizo como una criatura grande y tímida. Y otras veces ascendía, lento y de rojo carmín, con una mirada de cólera empujando lentamente y abriéndose camino a codazos. Otras veces no podía verlo, entonces solamente las nubes despedían un tono dorado y escarlata desde arriba, según este se movía tras el muro.
       Era afortunada. Las semanas pasaban, y aunque la aurora algunas veces estaba nublada y la tarde a veces estaba gris, no había ningún día sin sol y la mayoría de los días, aunque fuese invierno, transcurrían radiantes. Entonces aparecían, malvas y rayadas, las florecillas silvestres del azafrán, los narcisos también silvestres con sus estrellas invernales colgando.
       Cada día bajaba hasta el ciprés que estaba en el bosquecillo de cactos en la loma de rocas amarillentas. Ahora era más sabia y sutil, y vestía solo una camisa gris perla y sandalias. De este modo, en un instante, en cualquier nicho escondido, se ponía desnuda a tomar el sol. Y en el momento en el que se cubría, se volvía gris e invisible.
       Cada día, por la mañana, cerca del mediodía, se tumbaba a los pies del plateado y poderoso ciprés mientras el sol cabalgaba jovial en el cielo. Para entonces ya reconocía al sol en cada una de las fibras de su cuerpo. Y su corazón, ese corazón tenso y ansioso, había desaparecido como una flor que se marchita al sol y solo deja un cofre de semillas maduras. Y su vientre tenso, aunque todavía cerrado, se desplegaba lentamente, lentamente, lentamente, como un bulbo de azucena bajo el agua, cuando el sol lo rozaba. Como un brote de azucena bajo el agua, nacía en el sol para expandirse al fin, en el sol, solo para el sol.
       Reconocía al sol en todo su cuerpo, de un azul fundido con sus bordes blancos e ígneos, lanzando fuego. Y aunque brillaba sobre el mundo, cuando yacía desnuda, se concentraba sobre ella. Esa era una de las maravillas del sol, podía brillar sobre un millón de personas y aún podía seguir siendo radiante, espléndido y único enfocándola a ella sola.
       Con el reconocimiento del sol, y la convicción de que el sol la estaba penetrando gradualmente para conocerla, en el sentido carnal y cósmico de la palabra, le sobrevino un sentimiento de aislamiento de la gente y un cierto desprecio por los seres humanos. ¡Eran tan poco elementales, tan alejados del sol! Eran tan parecidos a los gusanos de cementerio…
       Incluso los campesinos que subían con sus burros por aquel camino antiguo y rocoso, curtidos por el sol como estaban, incluso ellos no estaban bien soleados. Había un pequeño foco, blanco y blando, como de temor, como un caracol en su cascarón, donde el espíritu de los hombres se retraía por miedo a la muerte, por miedo al resplandor natural de la vida. No se atrevía a emerger: siempre internamente acobardado. Todos los hombres eran así. ¿Por qué admitirlos?
       Por su indiferencia respecto a la gente, respecto a los hombres, ahora ya no era tan precavida para que no la viesen. Le había dicho a Marinina, que le hacía las compras en el pueblo, que el médico le había mandado tomar baños de sol. Con eso era suficiente.
       Marinina era una mujer de unos sesenta años, alta, delgada, erguida, con el pelo rizado y gris, y ojos también de un gris oscuro que tenían la sagacidad de miles de años, con una sonrisa medio falsa en la que subyacía toda una larga experiencia. La tragedia es la falta de experiencia.
       —Debe de ser hermoso ponerse desnuda al sol —decía Marinina con una risa audaz en la mirada mientras contemplaba a la otra mujer. El pelo de Juliet, una melena clara y corta, se le rizaba en las sienes como una pequeña nube. Marinina era una mujer de la Magna Grecia y tenía recuerdos lejanos. Miró de nuevo a Juliet.
       —Pero hay que ser hermosa para no ofender al sol, ¿no? —añadía con esa sonrisita extraña y entrecortada propia de las mujeres del pasado.
       —¿Quién sabe si soy hermosa? —dijo Juliet. Pero bella o no, ella se sentía apreciada por el sol, lo cual era lo mismo.
       Al sol de mediodía, algunas veces se escabullía por entre las rocas y los acantilados en el barranco, donde colgaban los limones bajo una sombra eterna y fresca; y en el silencio se quitaba la blusa para lavarse en uno de los pilones verdes y claros: entonces se daba cuenta, a la luz verde y pelada bajo las hojas del limonero, de que todo su cuerpo estaba sonrosado y de que se estaba poniendo dorado. Era como otra persona. Era “otra” persona. Entonces recordaba que los griegos habían dicho que un cuerpo blanco y poco soleado era un cuerpo malsano, y de pescado.
       Por eso se untaría un poco de aceite de oliva en la piel, y vagaría un momento por el oscuro submundo de los limoneros, y se colocaría una flor de limonero en el ombligo y se reiría de sí misma. Podría darse la casualidad de que algún campesino la viese. Pero si esto ocurriera, él tendría más miedo de ella que ella de él. Ella conocía el pálido foco del miedo en los cuerpos vestidos de los hombres. Lo conocía incluso en su propio hijo. ¡Cómo desconfiaba de ella, ahora que se reía de él, dándole el sol en la cara! Ella insistía en que caminase desnudo al sol cada día. Y ahora su cuerpecillo estaba también de color rosa, el pelo rubio le caía espeso en la frente y las mejillas tenían un color escarlata en el dorado delicado de su piel soleada. Era hermoso y sano, y las sirvientas, que adoraban su color rojo, dorado y azul, le llamaban ángel del cielo. Pero el niño desconfiaba de su madre: se reía de él. Y ella veía en sus grandes ojos azules, bajo el entrecejo, ese foco de miedo, el recelo, que ella creía ver ahora en el centro de todos los ojos masculinos. Ella lo llamaba miedo al sol. Y su vientre permanecía cerrado para todos los hombres, temerosos del sol.
       Teme al sol, se decía mirando en los ojos del niño.
       Y cuando le miraba caminando torpemente, tambaleándose, dando volteretas al sol, haciendo esos ruiditos como graznidos de pájaro, veía que se mantenía tenso y que se escondía del sol, dentro de sí mismo, y que su equilibrio era torpe, sus movimientos algo burdos. Su espíritu era como un caracol en su concha, en una grieta fría y húmeda dentro de sí mismo. Le hacía pensar en el padre del niño. Le gustaría poder hacer que saliese de sí mismo, que se escapara en un gesto de temeridad y salutación al sol. Decidió llevarle con ella bajo el ciprés entre los cactos. Tendría que vigilarle, por las espinas. Pero seguramente en ese lugar saldría de su pequeña concha. Esa tensión civilizada desaparecería de su frente.
       Extendió una alfombrilla para el niño y le sentó allí. Después se quitó la blusa y se tumbó mirando un halcón allá en lo azul y la copa suspendida del ciprés. El niño jugaba con algunas piedras en la alfombra. Cuando el niño se levantaba para caminar ella también se incorporaba. Él se volvía para mirarla. De sus ojos azules nacía la mirada casi cálida y desafiante de lo masculino. Y era guapo, con ese tono escarlata en el rubio dorado de la piel. No estaba blanco. Su piel era de color dorado oscuro.
       —Ten cuidado con los pinchos, cariño —decía.
       —Pinchos —repetía el niño con un gorjeo de pájaro mirándola por encima de su hombro, dubitativo como un putto [querubín] desnudo de un cuadro.
       —Estúpidos pinchos.
       —“Tupidos” pinchos.
       Se tambaleaba con sus pequeñas sandalias entre las piedras, agarrándose a la hierbabuena seca y silvestre. Ella era rápida como una serpiente en cogerle cuando iba a caer en las chumberas. Incluso estaba sorprendida de sí misma: ¡Qué gato salvaje estoy hecha!, se decía.
       Todos los días le llevaba al ciprés cuando lucía el sol.
       —Ven —le decía—. ¡Vamos al ciprés!
       Y si el día estaba nublado y soplaba la tramontana, entonces no bajaban, y el niño le pedía continuamente: “Ciprés, ciprés”.
       Lo echaba de menos tanto como ella.
       No era solo tomar el sol. Era mucho más que eso. Algo profundo dentro de ella se desplegaba y se relajaba, como si se entregara a una influencia cósmica. Por algún misterioso poder en su interior, más profundo que su conciencia y su voluntad, entraba en conexión con el sol y una corriente fluía a través de su ser, alrededor de su vientre. Ella misma, su ser consciente, era secundario, una persona secundaria, casi una espectadora. La verdadera Juliet vivía en ese flujo oscuro de sol en el interior más profundo de su cuerpo, como un río de oscuros rayos, dando vueltas, girando oscuro y violeta alrededor del dulce y cerrado brote de su vientre.
       Siempre había sido dueña de sí misma, consciente de lo que estaba haciendo y se había mantenido firme bajo su propio mando. Ahora sentía dentro de sí misma otro tipo de poder, algo más grande que ella misma, fluyendo por sí mismo. Ahora era como imprecisa, pero tenía un extraño poder más allá de ella misma.


3

      A finales de febrero, de repente, hizo mucho calor. La flor del almendro caía como nieve rosa por el leve roce de la brisa. Las pequeñas y sedosas anémonas violetas florecían, los asfódelos crecían en capullos y el mar estaba azul como la flor del maíz.
       Juliet había dejado de preocuparse por nada. Ahora la mayor parte del tiempo permanecían desnudos al sol y eso era lo que ella quería. A veces bajaba a bañarse hasta el mar. A menudo vagabundeaba por entre las rocas donde brillaba el sol y estaba lejos de las miradas. Algunas veces veía a un campesino con su burro y él la veía a ella. Pero ella estaba allí con su hijo tan tranquila, y la fama de los efectos curativos del sol, tanto para el espíritu como para el cuerpo, se había difundido entre la gente, por lo tanto no era tan sorprendente.
       El niño y ella estaban ya bronceados con un tono tostado rojizo. Soy otra persona, se decía a sí misma cuando se miraba los pechos y los muslos rosa y oro. El niño también era otra criatura, con una concentración peculiar, tranquila y soleada. Ahora jugaba solo en silencio y no le notaba apenas. Parecía que ya no se daba cuenta de que estaba solo.
       No había brisa y el mar era ultramarino. Se sentaba al lado de la gran huella plateada del ciprés, se adormecía al sol, pero sus pechos estaban alerta, llenos de savia. Comenzaba a ser consciente de que una actividad crecía en ella, una actividad que le brindaría un nuevo despertar. Todavía no quería ser consciente. El nuevo despertar significaría un nuevo contacto y no quería esto. Conocía demasiado bien el frío y gran montaje de la civilización y qué significaba contactar con él, y cuán difícil era evadirse.
       El niño se había apartado unos pasos más allá en la vereda rocosa tras el gran seto de cactos. Ella le veía, un auténtico infante dorado de los vientos, con el pelo rubio y las mejillas rojas, recogiendo las sarracenas moteadas y colocándolas en guirnaldas. Ya sabía mantenerse de pie y era rápido ante los imprevistos, como un joven animal que jugase absorto.
       De pronto le oyó decir: “¡Mira, mami!, ¡mami, mira!”. Una nota en su vocecita de pájaro la hizo levantarse bruscamente hacia él. El corazón se le quedó paralizado. La estaba mirando por encima de su hombrito desnudo y le señalaba con su descuidada manita una serpiente que se había erguido a unos pasos de él y abría sus fauces de modo que la lengua bífida y blanda temblaba como una sombra negra emitiendo un breve silbido.
       —¡Mira, mami!
       —¡Sí, cariño, es una serpiente! —dijo con una voz profunda y lenta.
       El niño la miró con sus grandes ojos azules dudoso de si sentir miedo o no. Una cierta quietud de sol en ella lo tranquilizó.
       —¡Serpiente! —gorjeó el niño.
       —¡Sí, cariño; no la toques, puede morderte!
       La serpiente se iba, desenroscándose de la espiral en la que había estado plácidamente dormida, y despacio iba deslizando su cuerpo largo y marrón dorado con lentas ondulaciones. El niño se volvió y la miró en silencio. Entonces dijo:
       —¡La serpiente va!
       —¡Sí, déjala que se vaya, le gusta estar sola!
       El niño todavía contemplaba aquella largura lenta y dilatada que se iba escondiendo con indolencia.
       —¡La serpiente se va…! —dijo.
       —¡Sí, se ha ido! ¡Ven con mami un momento!
       Entonces fue y se sentó con su cuerpecito desnudo y regordete sobre el regazo desnudo de la madre, y ella le atusó el pelo brillante y ardiente. No le dijo nada, pues sabía que todo había pasado ya. El poder tranquilizador del sol la colmaba, colmaba todo aquel lugar como un hechizo; y la serpiente formaba parte de aquel lugar, junto con ella y el niño.
       Otro día, en el seco muro de una de las terrazas de los olivos, vio una serpiente negra reptando horizontalmente.
       —¡Marinina! —dijo—, he visto una serpiente negra. ¿Son peligrosas?
       —¡Oh! Las serpientes negras, no; pero las amarillas, sí. Si te pica una serpiente amarilla te mueres. Pero me asustan, me asustan incluso las negras, cuando las veo.
       Juliet continuó yendo al ciprés con el niño. Pero siempre miraba alrededor antes de sentarse y examinaba detenidamente los lugares a los que el niño pudiera acercarse. Después se tumbaba y tomaba el sol de nuevo con sus pechos bronceados y erectos en forma de pera. No se preocupaba por el mañana. Rechazaba pensar fuera de su jardín y no podía escribir cartas. Le pedía a la niñera que se las escribiera. Así, se tumbaba al sol, pero no mucho tiempo, porque estaba volviéndose fuerte, fiero. Y a pesar de sí misma, el brote que había sido fuerte y profundo inmerso en la oscuridad de su ser más íntimo, estaba empinándose, empinándose y estirando su tallo curvado para abrir sus oscuros pétalos y mostrar un capullo de rosa. Su vientre se abría, a pesar de sí misma. A pesar de sí misma, se abriría amplio con un éxtasis rosado, como una flor de loto.


4

      La primavera se convertía en verano, mediodía del sol, y los rayos eran muy potentes. En las horas de calor se resguardaba bajo la sombra de los árboles o bajaba hasta la fresca arboleda de los limoneros. Otras veces iba a las sombreadas profundidades de los acantilados, en la base de un barranco, cerca de la casa. El niño corría en silencio como un joven animalillo absorto por la vida.
       Una tarde, cuando regresaba desnuda a casa entre los arbustos del oscuro acantilado, al rodear una roca, apareció el campesino del podere [parcela] colindante, que se había parado a asegurar un hato de leña que había cortado, con su asno esperándole cerca. Llevaba unos pantalones de verano de algodón y agachaba sus nalgas hacia ella. El oscuro reducto del pequeño acantilado era bastante silencioso y privado. La debilidad la inundó y por un instante, no pudo moverse.
       El hombre levantó el hato de leña sobre sus poderosos hombros y se volvió hacia el asno. Se sobresaltó y permaneció paralizado cuando la vio, como si fuera una visión. Luego sus ojos encontraron los suyos y ella sintió el fuego azul corriendo por sus miembros hasta su vientre, que estaba abriéndose en un éxtasis inevitable. Todavía se miraban a los ojos y el fuego fluía entre ambos, como el azul, fluyente fuego del corazón del sol. Y ella vio el falo alzarse bajo la ropa y supo que él iría hacia ella.
       —¡Mami, un hombre! ¡Mami! —El niño había roto la tensión—. ¡Mami, un hombre!
       Ella notó un deje de miedo y se volvió.
       —¡No pasa nada, mi niño! —dijo, y tomándole de la mano le condujo de nuevo detrás de la roca, mientras el campesino la miraba desnuda, moviendo las nalgas, que se alzaban y caían de nuevo.
       Se puso la bata y, tomando al niño en brazos, comenzó a subir por el sendero de cabras a través de arbustos de flores amarillas, hacia el nivel del día y de los olivos bajo la casa. Allí se sentó bajo un árbol, para recapacitar.
       El mar estaba azul, muy azul, suave y vigilante, y su vientre estaba muy abierto, como una flor de loto, o de cacto, en un entusiasmo radiante. Podía sentirlo y dominaba su consciencia. Y un odio latente ardió en su pecho contra el niño, contra las complicaciones y la frustración.
       Conocía al campesino de vista, un hombre bastante corpulento, un individuo fuerte de más de treinta años. Le había observado muchas veces desde la terraza de su casa al llegar solo con el asno, arreglando los olivos, trabajando solo, siempre solo y poderoso, con una cara ancha y rojiza y una callada concentración. Le había hablado una o dos veces, y había encontrado sus grandes ojos azules, sureños, oscuros y calientes. Conocía sus gestos repentinos, un poco violentos y generosos. Pero nunca había pensado en él, aunque había notado que siempre iba limpio y arreglado. Entonces, un día, vio a su mujer, cuando ella le llevó la comida y ambos se sentaron a la sombra de un árbol, a cada lado de un mantel blanco. Y entonces Juliet vio que la mujer era mayor que él, de tez oscura, orgullosa y elegante. Luego llegó una mujer joven con un niño, y el hombre bailó con él, tan joven y apasionado. Pero no era su hijo: no tenía. Fue al bailar con el niño, de aquel modo extraño y enérgico, como si estuviera lleno de una pasión reprimida, cuando Juliet se dio cuenta de que existía por primera vez. Pero incluso entonces nunca había pensado en él. Aquella cara ancha y roja, aquel pecho enorme y aquellas piernas demasiado cortas. Una bestia demasiado ruda para pensar en ella, un campesino.
       Pero ahora el extraño desafío de sus ojos la había atrapado, azul y abrumador como el corazón azul del sol. Y ella había visto la fiereza emocionante de su falo bajo sus estrechos pantalones. Y con su cara roja y su cuerpo ancho, era como el sol para ella, en su amplio calor.
       Le sintió tan poderoso que no pudo alejarse de él. Continuó sentada allí, bajo el árbol. Entonces oyó a la niñera tocando la campana en la casa y llamándoles. Y el niño le respondió. Tenía que levantarse e ir a casa.
       Por la tarde se sentó en la terraza de su casa y miró el mar entre las ramas de los olivos. El hombre llegó y se fue, se fue a la pequeña cabaña de su podere, en el borde del bosquecillo de cactos. Posó su mirada en la casa, en ella sentada en la terraza. Y su vientre se abrió para él.
       Todavía no tenía coraje para bajar hasta él. Estaba paralizada. Tomaba un té y se mantenía sentada en la terraza. Y el hombre iba y venía y miraba, miraba de nuevo. Hasta que, al anochecer, la campana de la iglesia capuchina de la entrada del pueblo hubo tañido y se hizo la oscuridad. Pero ella siguió sentada en la terraza hasta que a la luz de la luna le vio cargar su asno y conducirlo tristemente a lo largo del sendero hasta la carretera. Le oyó pasar sobre las piedras de la carretera detrás de su casa. Se iba a casa, al pueblo, a dormir, a dormir con su mujer, que querría saber por qué llegaba tan tarde. Se iba abatido.
       Juliet siguió sentada hasta bien entrada la noche, mirando la luna y el mar. Su vientre parecía haberse cerrado de nuevo: la flor de loto se había vuelto un brote. Ella deseaba que esto fuera así. ¡Solo el brote oculto y el sol! Nunca había pensado en ese hombre.
       Un día estaba sentada al sol en la cuesta del barranco después de haberse bañado en uno de los grandes aljibes. Más allá, bajo la sombra de los limoneros, el niño corría entre las flores amarillas, recogiendo los limones caídos y saltando con su cuerpecito bronceado por entre salpicaduras de luz, moviéndose por entre la luz veteada. Ella se sentó al sol en un banco, abajo, en el barranco, sintiéndose casi libre de nuevo; la flor se marchitaba en su brote, ensombrecido, a salvo dentro de ella.
       De pronto, en el borde alto de la tierra contra el cielo azul pálido apareció Marinina con un pañuelo negro en la cabeza y llamándola cadenciosamente: Signora! Signora Giulietta!
       Juliet se volvió y se puso en pie. Marinina se quedó quieta durante un momento mirando a la mujer en alerta, desnuda y de pie, con el pelo claro teñido de sol como una nubecilla. Después la ágil anciana bajó la cuesta del empinado y soleado camino. Permaneció de pie y erguida a unos pasos de la mujer bronceada por el sol, y la miró con picardía:
       —¡Qué hermosa está usted! —dijo fríamente, casi con ironía—. Su marido ha venido.
       —¿Qué marido? —exclamó Julieta.
       La anciana rió debilmente lanzando un gruñido perspicaz, la mueca de una mujer del pasado.
       —¿No tiene usted un marido? —dijo burlonamente.
       —¿Cómo? ¿Dónde? Sí, en América —dijo Juliet.
       La vieja miró por encima del hombro y soltó otra risa apagada.
       —Nada de en América. Iba siguiéndome. No habrá encontrado el sendero. —Y echó hacia atrás la cabeza con su risa apagada de mujer.
       Las veredas estaban cubiertas de hierbas altas, de flores y nepitella [calamento], de modo que eran como surcos de pájaros en un lugar eternamente silvestre. Extraña la naturaleza agreste y vívida de los lugares antiguos de la civilización, que han conocido al hombre durante mucho tiempo.
       Juliet miró a la mujer siciliana con ojos reflexivos.
       —¡Ah, bien! —dijo finalmente—. Tráigalo.
       Y una pequeña llama saltó en su interior. Era la flor que se abría. A pesar de todo, él era un hombre.
       —¿Traerlo aquí? ¿Ahora? —preguntó Marinina mirando con ojos grises y burlones a Juliet. Después se encogió de hombros.
       —De acuerdo, como quiera. Pero es un sitio raro para él.
       Y comenzó a reírse por lo bajo. Después señaló al niño que sostenía un montón de limones contra su pequeño pecho.
       —Mire qué precioso está el niño, ¡un ángel del cielo! Le encantará verlo. ¿Voy a traerlo?
       —Sí, tráigalo —dijo Juliet.
       La anciana volvió a subir la cuesta rápidamente. Y encontró a Maurice entre los viñedos como perdido, con el rostro grisáceo, con un sombrero de fieltro gris y un traje gris oscuro. Parecía estar patéticamente fuera de lugar bajo aquel sol tan espléndido y la gracia del mundo griego antiguo: como un borrón de tinta sobre la cuesta incandescente.
       —¡Venga! —le dijo Marinina—. ¡Está allí abajo!
       Y le llevó hasta la vereda dando zancadas a través de las hierbas. De pronto se paró en la cima de la cuesta. Las copas de los limoneros lucían oscuras en la parte baja.
       —Baje, baje hasta allí —le dijo, y él le dio las gracias mirándola rápidamente.
       Era un hombre de unos cuarenta años, afeitado, de rostro pálido, calmoso y muy tímido. Mantenía sus negocios sin éxitos asombrosos pero con eficiencia. No se fiaba de nadie. La anciana de la Magna Grecia le miró: Es bueno —se dijo—, pero no es un hombre de veras, pobrecito.
       —¡Allí abajo está la Signora! —dijo Marinina señalando hacia abajo como una de las parcas.
       Él dijo de nuevo: “¡Gracias, gracias!”, sin expresión alguna, y se adentró con cuidado en el sendero. Marinina levantó la barbilla con una alegre perversidad. Después se encaminó a grandes zancadas hacia la casa.
       Maurice iba contemplando el camino por entre la maraña de hierbas mediterráneas y por eso no vio a su esposa hasta que tomó una pequeña curva ya bastante cercana a ella. Ella estaba de pie y desnuda al lado de una roca que sobresalía, brillando al sol y con una cálida vida. Sus pechos parecían elevarse alerta para escuchar, sus muslos parecían oscuros y raudos. Dentro de ella, el loto de su vientre estaba muy abierto, casi desplegado, muy abierto a los rayos violeta del sol, como una gran flor de loto. Y ella estaba muy contenta, sin remedio: un hombre llegaba. Le lanzó una mirada rápida y nerviosa mientras se iba acercando como si fuese un borrón de tinta sobre un papel secante.
       El pobre Maurice dudó y miró hacia otra parte. Volvió la cara.
       —Hola, Julie —dijo con una tosecilla nerviosa—. ¡Espléndido! ¡Espléndido!
       Avanzó con la cara hacia otro lado, lanzándole breves miradas, mientras que ella seguía de pie con el satinado brillo del sol en su piel bronceada. De algún modo no parecía estar tan terriblemente desnuda. Era como si el rosáceo bronceado del sol la vistiese.
       —¡Hola, Maurice! —dijo ella retirándose un poco de él, y una sombra fría cayó sobre la flor abierta en su vientre—. No te esperaba tan pronto.
       —No —dijo él—. Me las he arreglado para escaparme un poco antes.
       Y de nuevo volvió a toser con torpeza. De manera furtiva y a propósito, la había cogido por sorpresa. Permanecieron de pie, separados por varios metros y en silencio. Era una Julie nueva para él, con los pechos golpeados por el viento: no era aquella neoyorquina nerviosa.
       —¡Bien! —dijo—. Esto… ¡Esto es espléndido! Tú estás… ¡Estás espléndida! ¿Dónde está el niño?
       Él sintió, en lo más profundo, el deseo de tenderse hacia los miembros y la piel cubierta de sol de la mujer: una mujer de carne y hueso. Era un deseo nuevo en su vida, y le hacía daño. Quería sustraerse.
       —Allí está el niño —dijo ella señalando hacia la sombra, donde un golfillo desnudo recogía los limones caídos.
       El padre lanzó una pequeña sonrisa.
       —¡Ah, sí, allí está! Está hecho un hombrecito. ¡Bien! —dijo. Su alma nerviosa y reprimida se estremecía en violentos estremecimientos—. ¡Hola, Johnny! —le dijo, y sus palabras sonaron más bien débiles—. ¡Hola, Johnny!
       El niño levantó la cabeza, soltando a la vez los limones de sus regordetes brazos, pero no respondió.
       —Supongo que debemos ir por él —dijo Juliet mientras comenzaba a caminar hacia el sendero. A pesar de sí misma, la sombra fría estaba abandonando la flor abierta en su vientre, y cada pétalo vibraba de nuevo. Su marido la seguía, mirando el movimiento rápido y rosado de sus caderas, que ella iba balanceando en el hueco de su cintura. Estaba aturdido de admiración pero también de completa pérdida. Solía considerarla una persona. Y ya no era una persona, sino un cuerpo fuerte y soleado, sin alma, y brillante como el de una ninfa, contoneando sus caderas. ¿Qué haría consigo mismo? Estaba completamente fuera de lugar, con aquel traje gris oscuro y su sombrero gris claro y el rostro también gris y monástico de un hombre de negocios tímido, y la mentalidad mercantilista gris. Extraños temblores se disparaban a través de sus muslos y piernas. Estaba aterrorizado y sentía que debía dar un alarido salvaje de triunfo y saltar sobre aquella mujer de piel bronceada.
       —Tiene buen aspecto, ¿verdad? —dijo Juliet, mientras atravesaban un profundo mar de flores amarillas bajo los limoneros.
       —¡Sí, sí, está espléndido, espléndido! ¡Hola, Johnny! ¿No conoces a papá? ¿No conoces a papá, Johnny?
       Se agachó, olvidando la raya de sus pantalones, y le extendió los brazos.
       —¡Limones! —dijo el niño, gorjeando como un pajarillo—. ¡Dos limones!
       —¡Dos limones! —dijo el padre—. ¡Montones de limones!
       El niño se acercó y le puso un limón en cada mano. Después le dio la espalda.
       —¡Dos limones! —repitió el padre—. ¡Ven aquí, Johnny! ¡Ven y dile “hola” a papá!
       —¡Papá se va! —dijo el niño.
       —¿Irme? Bueno sí, pero hoy no.
       Y cogió al niño en brazos.
       —¡Quita la chaqueta! ¡Papá, quita la chaqueta! —dijo el niño, apartándose de la ropa.
       —¡De acuerdo, hijo! ¡Papá se quita la chaqueta!
       Se quitó la chaqueta y la colocó cuidadosamente a un lado, después miró las rayas de sus pantalones, las sacudió un poco, se agachó y cogió al niño en brazos. El calor del cuerpo desnudo del niño contra él le hizo desfallecer. La mujer desnuda contemplaba al niño desnudo en los brazos del hombre en mangas de camisa. El niño le había retirado el sombrero, y Juliet miraba el lacio pelo gris y negro de su marido, y no estaba fuera de lugar. ¡Y tan tan pálido…! La sombra fría se colocó de nuevo sobre la flor de su vientre. Permaneció en silencio durante un rato, mientras que el padre hablaba con el niño, que admiraba a su padre.
       —¿Qué piensas hacer, Maurice? —dijo ella de pronto.
       La miró con rapidez, de reojo, escuchando su voz americana. La había olvidado.
       —¿Sobre qué, Julie?
       —Acerca de todo. De esto. Yo no puedo regresar a la cuarenta y siete Este [dirección en la zona de moda de la ciudad de Nueva York].
       —Bueno —dudó—. Supongo que no, al menos todavía no.
       —Nunca —dijo ella bruscamente, y hubo un silencio.
       —Bueno, pues no sé —dijo él.
       —¿Crees que puedes venirte aquí? —dijo ella, salvaje.
       —Sí. Puedo quedarme un mes. Creo que puedo arreglármelas durante un mes —dijo dudando. Después la miró con timidez y escondió la cara de nuevo.
       Ella le buscó la cara con la mirada, sus pechos se agitaban con sus suspiros, como si quisieran sacudirse con impaciencia la sombra fría, sin sol.
       —No puedo volver —dijo con lentitud—. No puedo abandonar este sol. Si tú no puedes venir aquí…
       Ella terminó la frase con una entonación abierta. Pero la voz de la americana brusca, personal, había desaparecido, y él escuchó la voz de la mujer de carne y hueso, de cuerpo crecido al sol. Él volvió a mirar furtivamente, pero con deseo creciente y menos miedo.
       —¡No! —dijo él—. ¡Esto te va bien! ¡Estás espléndida! No, no creo que debas volver. —Y con el sonido acariciador de su voz, a pesar de ella, la flor de su vientre comenzó a abrirse y a sacudir sus pétalos.
       Él pensaba en ella en el piso de Nueva York, pálida, silenciosa, presionándole. Él era el espíritu de la timidez discreta en las relaciones humanas, y la hostilidad terrible y silenciosa de ella desde que naciera el niño le atemorizaba profundamente. Porque se había dado cuenta de que ella no podía evitarlo. Las mujeres eran así. Sus sentimientos habían tomado diferentes direcciones, incluso contra sus propias voluntades, y era horrible, horrible vivir en casa con una mujer así, cuyos sentimientos eran contrarios incluso a ella misma. Él se había sentido demolido bajo la cruz de su inevitable hostilidad. Ella se había demolido incluso a sí misma y también al niño. No, cualquier cosa menos eso. Gracias a Dios, aquella mujer fantasma parecía haberse disuelto con el sol.
       —Pero ¿y tú? —preguntó ella.
       —¿Yo? Ah, bueno. Yo puedo continuar con los negocios y venir… Venir aquí a pasar una largas vacaciones, tanto tiempo como tú desees. —Miró entonces hacia el suelo un buen rato. Tenía miedo de haber despertado al alocado espíritu de la femineidad que había en ella. Consideraba que ella debía quedarse como la había visto: una fresa creciendo desnuda, una mujer como una fruta. La miró con un tono de súplica en sus preocupados ojos.
       —¿Incluso para siempre? —dijo ella.
       —Bueno, sí, si eso es lo que deseas. Para siempre es mucho tiempo. Ahora no vamos a poner una fecha.
       —¿Y puedo hacer lo que quiera? —Y le miró fijamente a los ojos como desafiándole. Y él no tenía ningún poder frente a su desnudez rosácea y curtida por el viento, en su miedo por despertar a la mujer dentro de ella, la americana personal, espectral y negativa.
       —Bueno, sí. Supongo. Mientras no seáis infelices ni tú… ni el niño.
       De nuevo la miró con un gesto de ruego preocupado, pensando en el niño pero rogando por él mismo.
       —No lo seremos —dijo ella con rapidez.
       —No —dijo él—. No, no creo que seáis infelices.
       Hubo entonces una pausa. Las campanas del pueblo daban con precipitación el mediodía. Y eso significaba la hora de comer.
       Ella se deslizó en su quimono gris de crepé, y se ató a la cintura un ancho cinturón verde. Después puso al niño una camiseta azul por la cabeza, y se fueron hacia la casa.
       Sentados a la mesa, observaba a su marido, su rostro gris y urbano, su canoso pelo, sus modales tan correctos y su completa moderación al beber y comer. De vez en cuando él la miraba a ella, furtivamente, bajo sus negras pestañas. Tenía los ojos de un dorado grisáceo, como de animal que ha sido capturado demasiado joven y ha sido criado en completa cautividad, extraño y frío, sin cálidas esperanzas. Solo sus cejas y sus pestañas negras eran bonitas. No le dejó entrar. No le veía, al estar tan llena de sol no podía verle. Su falta de sol le convertía en nada.
       Salieron a tomar el café a la terraza bajo la rosada masa de la buganvilla. Abajo, más allá, en el podere cercano, el campesino y su esposa estaban sentados bajo un almendro, cerca del trigo verde y alto, uno frente al otro, separados por el mismo mantel blanco extendido en el suelo. Había una gran hogaza de pan, y aunque ya habían terminado de comer, permanecían sentados con vasos de vino en la mano.
       El campesino miró hacia arriba, a la terraza, tan pronto como los americanos aparecieron. Juliet colocó a su esposo de espaldas a esta escena; ella se sentó de frente y miró al campesino, hasta que vio a su mujer de tez oscura volverse también a mirar.


5

      El hombre estaba desesperadamente enamorado. Ella observó su rostro, envejecido y achaparrado, mientra él la miraba fijamente, hasta que su mujer se volvió. Entonces levantó su vaso y echó el vino en su garganta. La mujer miraba fijamente las figuras del balcón. Era elegante y bastante atractiva y, seguro, mayor que él, con aquella gran diferencia que descansa entre una mujer despótica, superior, que pasa de los cuarenta, y su más irresponsable esposo, de unos treinta y cinco. Parecía la diferencia de toda una generación. Él es de mi generación, pensó Juliet, y ella de la de Maurice. Juliet no tenía todavía los treinta.
       El campesino, con sus pantalones blancos de algodón, su camisa rosa pálido y su sombrero de paja, estaba atractivo, y tan limpio, tan lleno de limpieza y salud… Era fuerte y ancho, y parecía bajo, pero su piel estaba llena de vitalidad, como si siempre fuera a ponerse en movimiento para trabajar, incluso para jugar, como cuando le había visto con el niño. Era la clase de campesino italiano que pretende ofrecerse a sí mismo, apasionadamente, que quiere hacer de sí mismo una ofrenda, de su piel poderosa y del sordo batir de su sangre. Pero era solo un campesino, y por eso esperaría a que la mujer hiciera el primer movimiento. Podía esperar cerca de ella, en una larga y consumida pasividad llena de deseo, esperando, esperando a que la mujer fuera a él. Pero nunca intentaría acercarse. Nunca. Ella tendría que avanzar. Él estaría esperando, sin acercarse.
       Al notar que ella le miraba se quitó el viejo sombrero de paja y mostró su cabeza rapada, redonda y morena, y alargó una larga mano morena y roja hacia la hogaza, de la que cortó un trozo y empezó a masticar a mandíbula llena. Sabía que ella le miraba. ¡Ella tenía tal poder sobre él, el ardiente, desarticulado animal, con aquella caliente y masiva corriente de sangre en sus venas! Había sido calentado por soles incontables, y fútiles como el atardecer. Y era tímido, con una timidez violenta que podía esperarla consumido, pero nunca, nunca se acercaría.
       Con él sería como bañarse en otra clase de sol, pesado y grande y sudoroso. Y después debería olvidar. Él no existiría. Sería solo un baño de calurosa, poderosa vida. Después, separarse y olvidarse. De nuevo, el baño procreativo, como el del sol.
       ¡No sería bueno! Estaba cansada de contactos personales y de tener que hablar después con el hombre. Pero, a pesar de todo, con aquella criatura saludable una podría satisfacerse. Mientras estaba allí sentada, sintió la corriente de la vida fluir desde él hacia ella, y desde ella hacia él. Ella supo por sus movimientos que podía sentirla más de lo que ella le sentía a él. Era un dolor definitivo en la consciencia del cuerpo de cada uno de ellos, que permanecían sentados como si hubieran sido sustraídos, observados por un ojo avizor, posesivo y cónyuge.
       Y Juliet pensó: ¿Por qué no puedo ir con él? ¿Por qué no puedo criar a su hijo? Sería como criar un hijo del sol inconsciente y de la tierra inconsciente, un niño como un fruto. Y la flor de su vientre radiaba. No le preocupaban los sentimientos de posesión. Solo quería la savia del hombre, bastante impróvido. Pero su corazón se nubló de miedo. ¡No se atrevía! ¡No se atrevía! ¡Si el hombre pudiera encontrar el camino…! Pero no lo haría. Él solo rondaba y esperaba, rondaba con un deseo sin fin, esperando a que ella cruzara el acantilado. Y ella no se atrevía, no se atrevía. Y él seguiría rondando.
       —¿No te preocupa que la gente te vea cuando tomas tus baños de sol? —dijo su marido, volviéndose y mirando hacia los campesinos. La mujer saturnina del acantilado se volvió y miró hacia la villa. Era como una batalla.
       —¡No! No necesito que me miren. ¿Vendrás tú también? ¿Tomarás baños de sol? —le dijo Juliet.
       —¿Qué…? Bueno… Sí, creo que me gustaría mientras esté aquí.
       Había un brillo en sus ojos, una valentía desesperada producida por el deseo de probar aquel fruto, aquella mujer de pechos rosados y alimentados por el sol que vibraban bajo la bata. Y ella pensó en él con su pálida, blanquecina y pequeña figura de ciudad, caminando bajo el sol, desesperado por reclamar sus derechos de esposo. Y su mente se desmayó. El extraño y marcado pequeño amigo, el buen ciudadano, señalado como un criminal para el ojo desnudo del sol. ¡Cómo odiaría exponerse!
       Y la flor de su vientre se fue mareando, mareando. Supo que le tomaría, supo que criaría a su hijo. Supo que era por él, el pequeño hombre marcado por la ciudad, que su vientre estaba abierto radiando como un loto, como la extensión purpúrea de una anémona, oscura en el centro. Supo que no iría con el campesino: no tenía suficiente valor, no era todavía lo bastante libre, y supo que el campesino nunca iría a ella, tenía la pasividad tenaz de la tierra y esperaría, esperaría, tan solo colocándose antes sus ojos, una y otra vez, persistiendo en su visión, la persistencia de un ansia animal.
       Había visto sonrojarse las mejillas de la tostada cara del campesino, y sentido el chorro, el repentino calor azul extenderse por ella desde sus ojos amables, y el pene alzarse contra su cuerpo, por ella, emergiendo por ella. Ya no iría nunca con él, no se atrevía, no se atrevía, demasiado en su contra. Y el pequeño cuerpo blanquecino de su marido, marcado por la ciudad, la poseería, y su pequeño, famélico pene, dejaría otro hijo dentro de ella. No podía evitarlo. Estaba atada a la rueda enorme y fija de la circunstancia y no habría Perseo en el universo que pudiera cortar las ligaduras.




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