Charles Dickens
(Landport, Portsmouth, Inglaterra, 1812 - Gads Hill Place, 1870)
La muerte del borracho (1836)
(“The Death of the Drunk”)
Sketches by ‘Boz’, Segunda Series
(Londres: John Macrone, [17 de didiembre] 1836, 375 págs.)
Nos atrevemos a asegurar que apenas hay nadie que tenga la costumbre de pasearse por los barrios más populosos de Londres y no pueda recordar entre sus “conocidos de vista”, como decimos con frase familiar, a algún ser de aspecto desastroso y ruin, cayendo cada vez más por grados casi imperceptibles en la abyección y que, por lo andrajoso y mísero de sus trazas, no provoque una fuerte y penosa impresión a aquel con quien se cruza. ¿Existe por ventura, alguien, mezclado con la sociedad o que por sus ocupaciones tenga que mezclarse de vez en cuando, que no pueda recordar los tiempos en los cuales algún desdichado cubierto de harapos y cohombre, que ahora va arrastrándose con toda la escualidez del sufrimiento y la pobreza, había sido un respetable comerciante, o un oficinista, o un hombre de vida próspera, con buenas perspectivas y medios decentes? ¿No puede alguno de nuestros lectores recordar entre la lista de sus conocidos de algún día, a algún hombre caído y envilecido, que perece sobre el pavimento, en hambrienta miseria y de quien todo el mundo se aparta fríamente y que se defiende a sí mismo de la inanición nadie sabe cómo? ¡Dios mío! Demasiados frecuentes son, por desgracia, tales casos, que reconocen una causa —la embriaguez— esa avidez por el lento y seguro veneno que triunfa de toda consideración; que deja a un lado todo: mujer, hijos, amigos, felicidad y salud, y precipita locamente a sus víctimas en la decadencia y la muerte.
Varios de estos hombres han sido empujados por el infortunio o la miseria hacia el vicio que los ha degradado: la ruina de sus esperanzas, la muerte de algún ser querido, la tristeza que consume paulatinamente, pero que no mata, los ha aturdido, y presentan el lamentable aspecto de los locos, muriendo lentamente por sus propias manos. Pero la mayor parte se ha sumergido conscientemente en aquel golfo donde el hombre que entra ya no sale más, sino que cae cada vez más hondo, hasta que ya no hay esperanzas de salvación.
Uno de estos hombres estaba una vez sentado junto al lecho donde su mujer se moría; tenía a sus hijos arrodillados a su alrededor, mientras que, por lo bajo, mezclaba sus sollozos con inocentes plegarias. La habitación era pobre y destartalada, y bastaba una ligera ojeada para convencerse de que aquella forma pálida que iba perdiendo la luz de la vida era víctima del dolor, la necesidad y las ansiosas preocupaciones que habían apesadumbrado su corazón un año tras otro. Una mujer más anciana, con el rostro cubierto de lágrimas, sostenía la cabeza de la moribunda, que era su hija. Pero no era hacia ella a quien la agonizante dirigía su pálido rostro. No era a su mano, que aquellos fríos y temblorosos dedos apretaban: oprimían el brazo de su esposo. Los ojos a punto de ser cegados por la muerte, se posaban en su faz, y el hombre se estremeció ante su mirada. Su traje estaba sucio y roto, su rostro congestionado y sus ojos sanguinolentos. Había sido reclamado desde alguna infame orgía, al lecho de dolor y muerte.
Una luz velada, a un costado de la cama, proyectaba una débil claridad sobre el grupo y a su alrededor, dejando el resto de la habitación en tinieblas. El silencio de la noche reinaba fuera de la casa y la quietud de la muerte dominaba en el ambiente. Un reloj pendía de la pared, en un repostero; su cansino tictac era lo único que rompía aquel profundo silencio, de una manera solemne, ya que todos aquellos que lo oían sabían que antes de dar otra hora, aquella pobre mujer habría muerto.
Es cosa terrible esperar la llegada de la muerte, saber que se ha desvanecido toda esperanza y que no hay salvación. Y estar sentado contando las horas temerosas de una larga noche, larga, larga..., como sólo saben los que velan a los enfermos. Hiela la sangre oír los secretos más caros al corazón —los secretos guardados largos años—, y que ahora confiesa el desesperado e inconsciente ser que tenemos delante; y saber que toda la ciencia de este mundo no sirve de nada para arrebatar a aquel ser querido a la muerte. Muchos relatos han sido hechos por los moribundos; relatos de culpa y de crimen, tan espantosos, que los circunstantes han huido del lecho del enfermo con horror y espanto, a no ser que les haya herido la locura por lo que oyeron; y más de un desgraciado ha muerto solo, delirando sobre cosas que harían retroceder al más osado.
Ninguno de estos relatos tenían que oírse al lado del lecho ante el cual unos niños se arrodillaban. Sus sollozos y llanto medio ahogados rompían el silencio de la miserable habitación. Y cuando, al final, la mano de la madre se aflojó y, mirando sucesivamente a los hijos y al padre, intentó en vano hablar cayendo hacia atrás, sobre la almohada, todo quedó tan silencioso que parecía que se había sumergido en un profundo sueño. Se inclinaron sobre ella; la llamaron por su nombre, suavemente al principio, y luego en los tonos agudos y profundos de la desesperación, sin que la pobre mujer pronunciase una palabra. Auscultaron su pecho; pero no se percibió ningún ruido. Buscaron su corazón; pero ni el más débil latido fue perceptible. ¡El corazón se había roto, y ella había muerto!
El marido se desplomó sobre una silla al lado del lecho y cruzó sus manos sobre la frente, que le ardía. Miró a sus hijos, pero cuando sus ojos llorosos se encontraban con los suyos, desfallecía bajo las miradas. Ninguna palabra de consuelo llegaba a sus oídos, ninguna mirada amable se fijaba en su rostro. Todos se apartaban de él y le evitaban; y cuando, al fin, salió de la habitación, nadie le acompañó ni intentó consolar al viudo.
Ya habían pasado aquellos tiempos en que algún amigo le habría acompañado en su aflicción y algún pésame sincero le hubiera consolado en su dolor. ¿Dónde estaban ahora? Uno por uno, amigos, conocidos, sus más remotas relaciones habían abandonado al borracho. Sólo su mujer se le había mostrado siempre fiel, lo mismo en la dicha que en la desgracia, en la enfermedad y la pobreza. ¿Y cómo le había correspondido él? Lo arrancaron de la taberna para llevarle a su lecho de muerte sólo por el tiempo justo de verla morir.
Salió bruscamente de su casa y anduvo de prisa por las calles. Remordimientos, miedo, vergüenza, todo se confundía en su mente. Perturbado por la bebida e impactado con la escena que acababa de contemplar, volvió a entrar en la taberna que hacía poco había abandonado. Una copa sucedió a otra. Su sangre se exaltó y la cabeza empezó a darle vueltas. ¡Muerta! Todos tenemos que morir; pero, ¿por qué ahora ella? Era demasiado buena para él; sus amistades lo decían a menudo. ¡Malditos sean! ¿Acaso no la habían abandonado y dejado llorando en su casa? Bien... Estaba muerta y quizá era feliz. Mejor que así hubiese sucedido. Otro vaso... y otro... ¡Viva! La vida era alegre mientras duraba, y él quería disfrutar de ella lo más posible.
Pasó el tiempo; los cuatro niños que ella le dejó se hicieron mayores. El padre continuaba siendo el mismo, aunque más pobre y más harapiento, con aire más disoluto, pero siempre idéntico, firme e irremediable borracho. Los muchachos, que vivían en estado casi salvaje, le habían abandonado. Sólo quedaba la hija, que trabajaba rudamente y que, con amenazas o golpes, le proporcionaba a veces algo para la taberna. De manera que él seguía su mismo camino habitual y se divertía de lo lindo.
Una noche, a eso de las diez, y como la muchacha hubiera estado enferma algunos días y sólo tuviese escaso dinero para beber, dirigió sus pasos hacia su casa, pensando que si quería que ella estuviese en disposición de proporcionarle dinero era preciso que la enviase al médico de la parroquia o, en todo caso, se enterase de qué la aquejaba, cosa que hasta entonces no había hecho. Era una noche húmeda de diciembre, soplaba un viento frío y penetrante, y caía la lluvia pesadamente. Mendigó unos cuantos medios peniques a un transeúnte y después de haber comprado un panecillo, ya que le interesaba conservarle la vida a su hija, siguió adelante tan de prisa como el viento y la lluvia se lo permitían.
A espaldas del Fleet Street, entre ella y la ribera del río, hay una serie de patios pequeños y estrechos, que forman parte de Whitefriars: a uno de estos dirigió sus pasos.
Los vericuetos por donde se metió podían, en cuanto a suciedad y miseria, competir con el rincón más oscuro del antiguo santuario en sus aspectos más inmundos y hampones de todas las épocas. Las casas, de una altura de dos a cuatro pisos, tenían el sello indeleble que una larga exposición a la intemperie, la niebla y el moho pueden causar a un edificio construido con los más desparejos y groseros materiales. Las ventanas tenían en vez de cristales, papeles, y, por cortinas, los más estrafalarios trapos; las puertas se salían de sus quicios; se veían muchos palos y alambres para tender la ropa, y voces de borrachos y ruido de discusiones salían de cada casa.
La solitaria lámpara en el centro del patio estaba apagada, fuese por la violencia del viento o por obra de algún habitante que tenía buenas razones para oponerse a que su vivienda llamase demasiado la atención; y la única luz que caía sobre el roto y desigual pavimento procedía de unas miserables velas que aquí y allá lanzaban pálidos destellos, en casa de aquellos potentados que podían permitirse tanto lujo. Una cloaca corría por el centro del pasadizo, cuyo desagradable olor era más intenso a causa de la lluvia; y a medida que el viento silbaba a través de las viejas casas, las puertas y postigos crujían sobre sus quicios y las ventanas batían con tal violencia que a cada momento parecía que amenazasen con destruirlo todo.
El hombre que hemos seguido hasta esta madriguera caminaba en la oscuridad, tropezando a veces con la cloaca o con otros afluentes producidos por la lluvia, y que acarreaban toda suerte de desperdicios. La puerta, o mejor dicho, lo que quedaba de ella, estaba abierta de par en par, por la conveniencia de los numerosos vecinos; y por ella el hombre emprendió la ascensión de la vieja y estropeada escalera, hacia la buhardilla.
Sólo le faltaban para llegar uno o dos escalones cuando la puerta se abrió, y una muchacha, cuyo aspecto demacrado y mísero sólo corrían parejos con la vela que su mano intentaba ocultar, asomó ansiosamente la cabeza:
—¿Eres tú, padre?
—¿Quién tenía que ser entonces? —replicó el hombre con mal humor—. ¿Por qué tiemblas? Poco he podido beber hoy, porque donde no hay dinero, no hay bebida, y donde no hay trabajo, no hay dinero. ¿Qué demonios te pasa?
—No me encuentro bien, padre, no me encuentro bien —respondió ella, estallando en lágrimas.
—¡Ah! —replicó el hombre en el tono de una persona que se ve obligada a tener que reconocer algo muy desagradable—. Tienes que ponerte mejor, porque tienes que ganar dinero. Anda al médico de la parroquia y que te dé alguna medicina. Para eso le pagan, ¡maldito sea!... ¿Por qué te plantas así en la puerta? Déjame entrar.
—Padre —murmuró la muchacha—, Guillermo ha vuelto.
—¿Quién? —exclamó el hombre con un sobresalto.
—¡Calla! —replicó ella—. Guillermo; mi hermano Guillermo.
—¿Y qué se le ofrece? —dijo el hombre haciendo un esfuerzo para contenerse—. ¿Dinero? ¿Comida? ¿Bebida? Ha llamado a una mala puerta, si es así. Dame la vela, tonta, ¡no te voy a pegar!
Y le arrancó la vela de la mano y entró en la habitación.
Sentado en una vieja caja, con la cabeza apoyada en las palmas de las manos y los ojos fijos en un miserable fuego que ardía en el suelo, estaba un joven de unos veintidós años, míseramente vestido con una chaqueta y unos pantalones viejos y ordinarios. Tuvo un sobresalto cuando su padre entró.
—Cierra la puerta, María —dijo el joven precipitadamente—. Cierra la puerta. Parece como si no me conocieses, padre. Tiempo ha que me echaste de casa; también lo habrás tenido para olvidarme.
—¿Qué necesitas ahora? —dijo el padre, sentándose en un taburete al otro lado del fuego—. ¿Qué necesitas aquí ahora?
—Ocultarme —replicó el hijo—. Estoy en un mal momento; eso es todo. Si me encuentran voy a bailar en el cabo de una cuerda. Y es seguro que me hallarán a menos que me esconda aquí.
—¿Quiere decir que has robado o matado? —dijo el padre.
—Sí; eso es —replicó el hijo—. ¿Te asombra eso, padre? —miró fijamente a los ojos del hombre, pero este los esquivó, bajando la vista al suelo.
—¿Dónde están tus hermanos? —preguntó luego de larga pausa.
—Donde no pueden estorbarte —replicó su hijo—. Juan se ha ido a América y Enrique murió.
—¡Muerto! —exclamó el padre estremeciéndose.
—¡Muerto, sí! —replicó el joven—. Murió en mis brazos, de un balazo, como un perro. Se lo disparó el jefe de una mesa de juego. Cayó para atrás y su sangre me salpicó las manos. Corría como agua de su costado. Se sentía débil, se le nubló la vista, pero pudo arrastrarse por la hierba y se arrodilló, rogando a Dios que si tenía a su madre en el cielo, El escuchase sus ruegos en favor de su hijo menor. “Yo era su favorito, Will —dijo—, y me alegra pensar que cuando ella se estaba muriendo, yo, que no era más que un niño y que sentía que se me rompía el corazón, me arrodillé a los pies de su cama y di gracias a Dios por haberme hecho tan bueno para con ella, pues nunca hice yo brotar lágrima alguna de sus ojos. ¡Oh, Dios! ¿Por qué se llevaron a ella y padre se quedó?”. Estas fueron sus palabras antes de morir —dijo el joven—. Escúchalas como gustes. Tú le pegaste en la cara, en un acceso de borrachera, la mañana que nosotros huimos; ¡y aquí está el final de todo!
La muchacha lloraba, y el padre, hundiendo la cabeza entre sus manos y apoyando los codos sobre sus rodillas, la balanceaba de un lado a otro.
—Si me agarran —continuó el joven— me llevarán ante el jurado y me ahorcarán por homicidio. No me pueden seguir las huellas hasta aquí si tú me ayudas, padre. Tú, si quieres, me puedes entregar a la justicia; pero, si no lo haces, me quedaré aquí hasta que pueda escaparme al extranjero.
Durante dos días, los tres permanecieron encerrados en la habitación destartalada, atreviéndose apenas a moverse. A la tercera noche la muchacha se hallaba mucho peor que nunca, y los pocos mendrugos que tenían se habían concluido. Era, pues, indispensable que alguien hiciese algo. Y como ella no podía salir por sí sola, salió el padre. Era ya casi noche cerrada.
En la parroquia le dieron una medicina para la hija y una pequeña ayuda monetaria. A la vuelta ganó seis peniques guardando un caballo. Y regresó a su casa con medios suficientes para sobrevivir dos o tres días.
Pasó por delante de una taberna. Titubeó un instante pero volvió atrás, dudó otra vez y, al fin, entró. Dos hombres, de quien no se había dado cuenta, estaban al acecho de él. Ya se disponían a abandonar todo, desesperados de dar con la pista, cuando aquellos titubeos llamaron su atención; y al verle entrar en la taberna le siguieron:
—Beberá conmigo, maestro —dijo uno de ellos, ofreciéndole una copa de whisky.
—Y también conmigo —erijo el otro, vaciando su copa y volviéndola a llenar.
El hombre pensó en sus hijos hambrientos y en los peligros que corría Guillermo. Pero esto no significaba nada para el borracho: bebió, y la razón le abandonó.
—Hace una noche húmeda, Warden —murmuró uno de ellos a su oído, en el momento en que él se disponía a marcharse después de haberse gastado la mitad de su dinero del que, quizá, dependiera la vida de su hija.
—La noche más apropiada para que nuestros amigos puedan esconderse, maestro Warden —observó el otro.
—Siéntese —dijo el que había hablado primero, llevándoselo a un rincón—. Nos hemos preocupado mucho por el muchacho. Hemos venido ex profeso para decirle que todo está a punto; pero que no podemos dar con él, ya que no sabemos dónde está metido, puesto que no nos dio sus señas, cosa que no tiene nada de particular porque él mismo, cuando vino a Londres, no sabía concretamente a dónde dirigirse.
—No; ciertamente —respondió el padre.
Los dos hombres cambiaron una mirada.
—Hay un barco en el muelle que zarpa a medianoche, cuando la marea esté alta—resumió el primero—, y lo llevaremos a él. Su pasaje está tomado a nombre de otro, y, lo que es mejor, pagado. Ha sido una buena suerte encontrarle a usted.
—Grande —dijo el segundo.
—Una grandísima suerte —profirió el primero, haciendo un guiño a su compañero.
—Otra copa, maestro. ¡De prisa! —dijo el personaje primero. Y, cinco minutos después, el padre, en su inconsciencia, había puesto a su hijo en manos del verdugo.
El tiempo se arrastraba lento y pesado, mientras los dos hermanos, en su pobre escondite escuchaban el menor ruido con ansiosa atención. Al fin, un paso torpe y fuerte resonó en la escalera; llegó al descanso, y el padre irrumpió en la habitación.
La muchacha advirtió que estaba borracho y avanzó hacia él con la vela en la mano, para sostenerlo; pero se paró bruscamente y con fuerte chillido se desplomó en el suelo: había visto la sombra de un hombre. Ambos entraron rápidamente. Enseguida, el joven era preso y maniatado.
—Hecho sin ruido —dijo el uno a su compañero— gracias al viejo. Levanta a la muchacha, Tom. ¡Vaya, vaya! No sirve de nada llorar, niña. Todo se ha acabado y ya no tiene remedio.
El joven se detuvo un instante ante su hermana y luego se revolvió fieramente hacia su padre, quien había rodado hasta la pared y, apoyado en ella, contemplaba el grupo con la torpeza propia del borracho.
—Óigame, padre —dijo en un tono que estremeció a este hasta la médula de los huesos—. Mi sangre y la de mi hermano caerán sobre tu cabeza. Yo nunca he recibido de ti ni una buena mirada, ni una palabra cariñosa, ni cuidado alguno y, vivo o muerto, no he de perdonarte. Muere cuando quieras o como quieras, que yo estaré a tu lado. Te hablo como un hombre muerto y te advierto, padre, que tan seguro como un día te veré ante el Hacedor, igualmente comparecerán allí tus hijos, tomados de la mano, pidiendo justicia contra ti. —Levantó sus manos esposadas en un ademán de amenaza, fijó sus ojos en su tembloroso padre y salió despacio de la habitación; jamás ni su padre ni su hermana le vieron ya en este mundo.
Cuando la pálida y triste luz de la mañana de invierno penetró en la sucia ventana de la habitación maldita, Warden despertó de su pesado sueño y se halló solo. Se levantó y miró a su alrededor; el viejo colchón de lana, en el suelo, estaba intacto; todo se hallaba como recordaba haberlo visto la víspera y no había signo alguno de que nadie, exceptuando él mismo, hubiese ocupado la estancia aquella noche. Preguntó a los inquilinos y a los vecinos, pero nadie supo darle razón de su hija; ni la habían visto ni oído. Vagó por las calles y examinó todos los rostros miserables de los grupos que se agolpaban a su alrededor. Pero sus pesquisas fueron infructuosas, y volvió a su cuchitril a la noche, desolado y lleno de pesadumbre.
Por espacio de unos días continuó estas investigaciones; mas no halló el menor rastro de su hija ni un solo eco de su voz. Por último, ya sin esperanzas, abandonó la persecución. Hacía tiempo que se había preocupado de la probabilidad de que ella lo abandonase e intentase ganar su pan con tranquilidad en cualquier sitio. Le había abandonado, al fin, para vivir sola. Apretó los dientes y la maldijo.
Mendigó su pan de puerta en puerta. Cada penique era gastado de la misma manera. Pasó un año; el techo de una cárcel era el único que le dio cobijo por unos meses. Durmió bajo los puentes, en los depósitos de ladrillos, dondequiera que hubiese algún refugio contra el frío y la lluvia. Pero, durante el largo lapso de su pobreza, malestar y carencia de albergue, continuaba siendo el mismo borracho.
Al fin, una amarga noche cayó sobre un peldaño; se sentía débil y enfermo. El desgaste prematuro producido por la bebida y la disolución lo había dejado en los huesos. Sus mejillas estaban secas y pálidas; sus ojos turbios y hundidos y las piernas temblorosas. Una fría lluvia le calaba hasta los huesos.
En aquellos momentos, las escenas de su inútil vida, ya largo tiempo olvidadas, se acumularon, rápidas, en su cabeza. Recordó cuando tenía un hogar —un alegre hogar y a todos los que lo habitaban y formaban un grupo a su alrededor; hasta le parecía que tocaba y oía las figuras de sus hijos. Miradas que hacía tiempo diera al olvido se fijaban largamente en él; voces ya acalladas por la tumba, sonaban en sus oídos como los tañidos de las campanas de la iglesia del pueblo. Pero sólo era un instante. La lluvia batía furiosamente contra su cuerpo y el frío y el hambre volvían a asaltarle atrozmente.
Se levantó y arrastró sus débiles miembros unos pasos. La calle estaba silenciosa y desierta y los escasos transeúntes pasaban a toda prisa, por lo tarde de la hora, y su voz se perdía entre la tempestad. De nuevo un frío intenso le traspasó hasta el alma y le heló la sangre en las venas. Se acurrucó en el quicio de una puerta e intentó dormir un poco.
Pero el sueño había huido de sus ojos turbios y apagados. La cabeza divagaba de una manera extraña, sin embargo, estaba despierto y con el conocimiento íntegro. El ruido, bien conocido, de la alegría causada por la embriaguez sonaba en sus oídos: la copa tocaba a sus labios, la mesa estaba cubierta de ricos manjares; y él los veía desde allí, sólo le bastaba alargar la mano y tomarlos...; pero, aunque sólo era una ilusión, se daba cuenta de que estaba solo y sentado en la calle desierta, contemplando cómo las gotas de lluvia golpeaban contra las piedras; que la muerte se le acercaba por momentos; y que nadie se preocuparía de socorrerlo.
De pronto se sobresaltó: había oído su propia voz en el aire de la noche, no sabía cómo ni por qué. “¡Oye!”. Un sollozo. Otro. Sus sentidos le abandonaban; palabras a medio formar, incoherentes, se escapaban de sus labios: y sus manos querían desgarrar su carne. Se volvía loco; gritó, pidiendo auxilio, hasta que la voz le faltó del todo.
Levantó la cabeza y miró en toda su longitud la calle infinita. Recordó que marginados de la sociedad como él, condenados a vagar día y noche por estas calles miserables, a veces habían perdido la razón a causa de su misma soledad. Se acordó de haber oído decir años antes, que un pobre sin hogar había sido sorprendido en una esquina afilando un cuchillo herrumbroso para clavárselo en el corazón, prefiriendo la muerte al inacabable y doloroso ir y venir de un lado a otro. En un instante fue tomada su resolución y sus miembros recobraron nueva vida; corrió, corrió desde donde se hallaba y no se detuvo hasta llegar a la orilla.
Se arrastró sin ruido por los escalones de piedra que llevan al pie del puente de Waterloo, hasta la orilla misma. Se acurrucó en un rincón y retuvo el aliento mientras pasaba la ronda. El corazón de ningún prisionero no ha sentido nunca transportes iguales ante la esperanza de una libertad y vida nueva como la mitad del júbilo que sintió este infeliz ante la perspectiva de la muerte. La guardia pasó cerca de él, pero no fue visto; y aguardando a que el ruido de los pasos muriera en la lejanía, descendió con cautela y se plantó bajo el oscuro arco que forma el muelle del río.
La corriente refluía y el agua se movía a sus pies. La lluvia había cesado, el viento estaba en calma, y todo, por el momento, estaba quieto y silencioso, tanto que, cualquier ruido en la otra orilla, aun el chapoteo de las aguas contra las barcas allí ancladas, podía ser oído perfectamente. La corriente era lánguida y perezosa. Formas extrañas y fantásticas emergieron del río y le hicieron señas de que se acercara; ojos oscuros y brillantes asomaron del agua con gesto burlón por sus dudas, y huecos murmullos a su espalda lo empujaban hacia adelante. Entonces retrocedió unos pasos, luego recorrió un trecho y salió desesperadamente, cayendo en el agua.
No habían pasado cinco segundos cuando volvió a subir a la superficie de las aguas, pero ¡qué cambio habían experimentado en tan breve tiempo sus pensamientos y sentimientos! La vida; sí, la vida de cualquier forma, con pobreza, miseria, hambre, ¡todo menos la muerte! Luchó y lidió con el agua y quiso gritar en las angustias de su terror; pero la maldición de su hijo sonó en sus oídos. Una mano que le diesen y estaba salvado... Mas la corriente se lo llevó bajo los arcos del puente, y se hundió en ella.
Aun pudo subir y pelear por la vida. Por un instante, un solo instante, los edificios de los muelles de la orilla, las luces del puente, a través del cual la corriente le había arrastrado, el agua negra y las nubes rápidas fueron visibles para él distintamente; pero se hundió de nuevo y otra vez volvió a salir. Llamas brillantes cayeron del cielo a la tierra, y se agitaron ante sus ojos, mientras el agua atronaba sus oídos y le aturdía con su ruidoso bramido.
Una semana más tarde, un cuerpo apareció en la orilla, unas millas más allá; era una masa informe y horrible. Sin ser identificado ni llorado por nadie fue trasladado a la tumba. Y hace tiempo que allí su cadáver se ha descompuesto.
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