Charles Dickens
(Landport, Portsmouth, Inglaterra, 1812 - Gads Hill Place, 1870)


Confesión encontrada en una cárcel en la época de Carlos II (1840)
(“A Confession Found in a Prison in the Time of Charles II”)
Originalmente publicado en el periódico semanal Master Humphrey’s Clock,
publicado desde 4 de abril de 1840 hasta el 27 de noviembre de 1841;
Master Humphrey’s Clock
3 vols.: I: 306 págs.; II: 306 págs., y III, 426 págs.)
(Londres: Chapman and Hall, 1840-1841), vol. I, págs. 32-36.



      Serví como teniente en el ejército de Su Majestad y participé, en el extranjero, en las campañas de 1677 y 1678 [probablemente, la guerra con Holanda; aunque las fechas no coinciden con la que acababa de finalizar en 1674]. Al finalizar el tratado de Nimega volví a casa, pedí el retiro y me instalé en una pequeña finca, a pocas millas al este de Londres, que acababa de adquirir gracias a ciertos derechos de mi esposa.
       Ésta es la última noche de vida que me queda y voy a escribir la verdad desnuda, sin máscara. Nunca fui un hombre valiente y, desde niño, una parte de mi carácter fue secreta, arisca y recelosa. Hablo de mí mismo como si hubiera dejado este mundo, porque mientras escribo se está cavando mi tumba y mi nombre está escrito en el negro libro de la muerte.
       Poco después de mi regreso a Inglaterra, mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Este hecho me produjo un escaso —si no nulo— dolor, ya que desde que alcanzamos la edad adulta manteníamos muy poco trato. Él era un hombre de corazón abierto y generoso, más atractivo que yo, más culto y, por lo general, más querido. Aquellos que me habían conocido, en el extranjero o aquí, por ser amigos suyos, rara vez mantenían conmigo una relación duradera, y ya en nuestra primera conversación solían mostrar su sorpresa ante la existencia de dos hermanos tan distintos en su educación y aspecto. Yo solía alentarles a esta confesión, porque imaginaba la comparación que debían estar haciendo entre nosotros, y así podía justificar la enconada envidia de mi corazón.
       Nos habíamos casado con dos hermanas. Este nuevo lazo entre nosotros —así lo considerarían algunos— tan sólo sirvió para alejarnos aún más. Su mujer me conocía bien. Jamás dejé ver mis ocultos celos o mi rencor cuando ella estaba presente, pero aquella mujer me conocía tanto como yo mismo. Nunca alcé los ojos para mirarla en aquellos tiempos, sin embargo, los suyos se mantenían fijos en mí, ni jamás los humillé hacia el suelo o miré en dirección contraria, pero nunca dejé de sentir su vigilancia constante. Sentía un alivio inconmensurable en las épocas en que no nos hablábamos, y aún fue mayor mi alivio cuando me llegó la noticia, en el extranjero, de su muerte. Ahora me parece como si ya entonces un extraño y terrible anuncio de lo que iba a suceder se cerniera sobre nosotros. La temía, me obsesionaba; su mirada fija y constante vuelve ahora como memoria de un sueño oscuro y hace que se me hiele la sangre.
       Murió al poco tiempo de dar a luz un hijo —niño—. Cuando mi hermano supo que no le quedaba esperanza de recuperarse llamó a mi esposa y desde el lecho confió al huérfano, un niño de cuatro años, a su cuidado. Legó al niño todas sus propiedades y dispuso que, en caso de morir el mismo, pasarían a mi esposa en reconocimiento a sus cuidados y cariño. Intercambió conmigo algunas palabras de hermandad, deplorando nuestra larga separación y, exhausto, cayó en un estado de somnolencia del que ya no despertó.
       Nosotros no teníamos hijos y entre las hermanas había existido un gran afecto; mi mujer, prácticamente, ocupó el lugar de la madre del chico, al que amaba como si hubiese sido suyo. El niño le tenía un ardiente cariño, pero era la viva imagen de su madre, en rostro y alma, y siempre desconfió de mí.
       Me resulta difícil fijar la fecha de la primera vez que tuve aquel sentimiento, pero pronto empezó a serme incómoda la proximidad del niño. Nunca fui más allá de una serie de irritados pensamientos al notar su mirada sobre mí: no de mero pasmo infantil, sino con algo de la intencionalidad y sentido que tan a menudo percibía en su madre. Y no era que yo forzase mi imaginación debido al gran parecido de su aspecto y expresión. Nunca pude despreciar al chico. Me temía y al mismo tiempo parecía, por instinto, despreciarme; incluso cuando se alejaba de mi vista (como hacía cuando estábamos solos, para estar más cerca de la puerta) mantenía sus ojos brillantes clavados en mí.
       Quizá me oculte la verdad a mí mismo, pero no creo que cuando aquello empezó tuviera intención de hacerle ningún daño. Quizá se me pasó por la cabeza lo útil que hubiese sido su herencia y pude desear su muerte, pero no pensé en planearla.
       Tampoco se me ocurrió la idea de repente, sino muy poco a poco; al principio se presentó como algo turbio, a gran distancia, de la misma manera que puede imaginarse un terremoto o el Día del Juicio Final… y lentamente se fue aproximando más y más, a la vez que perdía parte de su horror e imposibilidad. Luego llegó a convertirse en una parte, mejor dicho, en la suma y sustancia de mis pensamientos diarios, que consistían en resolver problemas de los medios de seguridad y no ya en si cometer o no el hecho.
       Mientras en mi interior sucedían estas cosas, no podía soportar que el niño me sorprendiese observándole ni sustraerme a la fascinación que suponía la personal tarea de contemplar su ligera y frágil figura, pensando lo fácil que sería llevar a cabo su muerte.
       A veces me deslizaba escaleras arriba y le observaba mientras dormía, pero normalmente merodeaba por el jardín cerca de la ventana durante horas, mientras permanecía sentado en su sillita junto a mi esposa. Me sobresaltaba como un vil culpable ante el mínimo crujido de una hoja, pero volvía, una y otra vez, a mi puesto de espionaje.
       Cerca de nuestra casa, aunque algo apartado y por tanto poco visible y (en cuanto soplase algo de viento) audible, había un profundo lago. Me pasé varios días dando forma, con una navaja de bolsillo, a un tosco modelo de bote; por fin lo terminé y lo dejé abandonado en el camino del niño. Después me metí en un escondrijo frente al que debería pasar si se escabullía él solo para hacer navegar aquella chuchería, y desde allí aceché su llegada. No vino aquel día ni el siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Sabía que estaba en mis redes: ya le había oído hablar del juguete y me constaba que, en su goce infantil, dormía con él. No me sentí aburrido ni cansado, sino que esperé pacientemente y el tercer día pasó, corriendo alegre, con sus cabellos de seda al viento y cantando (¡Dios se apiade de mí!) una feliz balada… de la que casi no sabía balbucear la letra.
       Me deslicé a gatas tras él, entre algunos arbustos que crecen allí, y nadie excepto el diablo conoce el terror que yo, un hombre adulto, pasé al seguir los pasos de aquella criatura mientras se aproximaba a la orilla. Estaba casi sobre él, arrodillado con la mano en alto dispuesta a empujarle, cuando vio mi sombra en el agua y se volvió.
       El fantasma de su madre me miraba a través de sus ojos. El sol apareció de detrás de una nube: brilló en el cielo resplandeciente, sobre la tierra que centelleaba, el agua clara y las gotas de lluvia en las hojas. Había ojos en todas partes. Un gran universo de luz estaba allí para ser testigo del asesinato. No sé lo que dijo. Era de estirpe audaz y animosa, y aun siendo niño no se rebajó ni humilló ante mí. Le oí gritar que intentaría quererme (no que lo hiciera) y le vi volverse corriendo hacia la casa. Mi siguiente visión fue mi propia espada desenvainada en mi mano y él que yacía a mis pies, muerto… salpicado de sangre aquí y allí, pero por lo demás con un aspecto muy similar al que tenía durmiendo… su postura era la misma también, con la mejilla apoyada en su manita.
       Lo tomé en mis brazos y lo dejé —muy suavemente, ahora que estaba muerto— entre la maleza. Mi mujer se había ausentado aquel día y no regresaría hasta el siguiente. La ventana de nuestro dormitorio (el único en este lado de la casa) no era muy alta respecto al suelo, y decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No me percaté entonces de que algo había fallado en mi propósito, no pensé que se drenaría el río sin resultado y que la herencia quedaría en suspenso hasta que yo lanzase la idea de que el niño se había perdido o escapado. Todos mis pensamientos se habían amontonado y aglutinado alrededor de la absorbente necesidad de esconder lo que había hecho.
       Cómo me sentí cuando me comunicaron que el niño había desaparecido, cuando envié batidas en todas direcciones, cuando temblaba y sollozaba al aproximarse cualquiera, es algo que ninguna garganta podría decir, ni mente humana imaginar. Lo enterré aquella noche: cuando aparté las ramas y miré en la oscura maleza, había una luciérnaga que brillaba como la muestra visible del Espíritu de Dios sobre el niño asesinado. Eché un vistazo a su tumba, cuando lo hube metido en ella, y seguía brillando en su pecho: un ojo de fuego mirando hacia el Cielo, suplicando a las estrellas que contemplasen mi obra.
       Tenía que encontrarme con mi esposa y comunicarle con delicadeza la noticia, darle la esperanza de que pronto se encontraría al chico. Lo hice… con cierta apariencia, supongo, de sinceridad, ya que no era objeto de ninguna sospecha. Una vez hecho esto, me senté junto a la ventana del dormitorio durante toda el día y vigilé el lugar donde yacía el terrible secreto.
       Era un trozo de tierra que había sido removida para plantar nuevamente césped, y lo había elegido precisamente por ese motivo, ya que allí las huellas de mi pala tenían menos posibilidad de llamar la atención. Los hombres que pusieron el césped debieron tomarme por loco. Les llamaba continuamente apresurándoles en su trabajo, salía corriendo y trabajaba con ellos, pisaba el césped con los pies y les apremiaba con fanática energía. Terminaron su trabajo antes de la noche, y entonces me sentí relativamente a salvo.
       Dormí… no como la gente que se levanta fresca y alegre, pero dormí. Pasando de sueños oscuros e imprecisos en los que me sentía acosado, a visiones de aquel trozo de hierba, del que surgía ahora una mano, ahora un pie, ahora la cabeza misma. En este punto siempre me despertaba y deslizaba hasta la ventana para comprobar que aquello no sucedía realmente. Una vez hecho esto volvía a arrastrarme hasta la cama, y así pasé la noche, entre espasmos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y soñando lo mismo una y otra vez… Fue mucho peor que haber permanecido despierto, porque cada sueño contenía el sufrimiento de toda una noche. En una ocasión creí que el niño estaba vivo y que nunca había intentado matarlo. Despertar de este sueño me sumió en la peor de las agonías.
       Al día siguiente me senté de nuevo junto a la ventana, sin quitar los ojos del lugar que, aun cubierto de hierba, estaba desnudo para mí —su forma, su tamaño, su profundidad, sus lados irregulares, todo— como si estuviera expuesto a la luz del día. Cuando un criado lo atravesó, sentí que iba a hundirse en él; cuando hubo pasado, miré a ver si sus pies no habían levantado los bordes. Me aterrorizaba hasta que un pájaro se posase allí, no fuese que por alguna terrible maldición se convirtiese en el instrumento de su hallazgo; si un soplo de aire corría por ahí, susurraba en mi interior: “asesinato”. No existía visión o sonido, por ordinario o insignificante que fuera, que no estuviese cargado de temores. Y en este estado de vigilancia incesante pasé tres días.
       Al cuarto, un hombre que había servido conmigo en el extranjero llegó hasta la verja de mi casa, acompañado de su hermano, un oficial al que no había visto nunca. Pensé que no podría soportar perder de vista el lugar. Era una tarde de verano, así que ordené que sacasen al jardín una mesa y una frasca de vino. Después me senté, con mi silla sobre la tumba, y seguro de que nadie podría descubrirla sin mi conocimiento, intenté beber y charlar.
       Los visitantes expresaron su deseo de que mi esposa se encontrara bien… de que no estuviera obligada a permanecer en cama… de que su llegada no la hubiese asustado. ¿Qué podía hacer sino contarles, de manera balbuceante, lo sucedido con el niño? El oficial al que no conocía era un hombre de mirada baja, y no levantó sus ojos del suelo mientras estuve hablando. ¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí la idea de que había visto algo que le hacía sospechar la verdad. Le pregunté atropelladamente si suponía que…, y me detuve.
       —¿Que el niño ha sido asesinado? —dijo mirándome con indulgencia—. ¡Oh, no! ¿Qué iba a ganar un hombre asesinando a un pobre niño?
       Yo podía haberle dicho lo que ganaba un hombre con semejante acto, nadie lo hubiera hecho mejor, pero callé mientras me recorría un escalofrío.
       Confundieron el significado de mi emoción, y estaban intentando animarme con la esperanza de que el niño seguramente aparecería (¡vaya ánimos para mí!), cuando oímos un aullido sordo y profundo, e inmediatamente dos grandes perros saltaron el muro y, husmeando por el jardín, repitieron los ladridos que antes habíamos escuchado.
       —¡Sabuesos! —exclamaron mis invitados.
       ¡Qué necesidad había de decírmelo! No había visto ninguno en toda mi vida, pero sabía lo que eran y para qué habían venido. Me agarré a los brazos de mi silla, y ni me moví ni hablé.
       —Son de pura raza —dijo el hombre al que conocí en el extranjero—. Sin duda se han escapado de su guardián.
       Él y su compañero se volvieron a mirar a los perros, que, con los hocicos pegados al suelo, se movían sin descanso, yendo de un lado a otro, cruzando arriba y abajo, en círculos, corriendo como seres salvajes, y sin hacernos el menor caso; de vez en cuando levantaban la cabeza y repetían el aullido que antes habíamos oído, luego volvían a pegar el hocico a tierra y rastreaban afanosamente aquí y allá. De repente, empezaron a husmear de una forma más impaciente que hasta el momento y, aunque estaban todavía muy agitados, ya no daban rodeos tan amplios, sino que se mantenían cerca de un punto concreto, disminuyendo constantemente la distancia entre ellos y yo.
       Por fin llegaron junto a mi silla, y una vez más profirieron su terrible aullido e intentaron arrancar las patas de madera que les separaban de la tierra que estaba debajo. Me di cuenta de cuál sería mi aspecto por la expresión de los rostros de los dos hombres que estaban conmigo.
       —Han olido algo —dijeron a la vez.
       —¡No puede ser! —grité.
       —¡Por Dios!, ¡muévase! —dijo el que yo conocía, muy nervioso—, o le van a hacer pedazos.
       —¡Pueden destrozarme miembro a miembro, pero no pienso moverme! —chillé—. ¿O es que unos perros pueden conducir al hombre a una muerte ignominiosa? ¡Que los descuarticen a ellos!
       —¡Aquí se esconde algún turbio misterio! —dijo el oficial a quien no conocía, desenvainando su espada—. ¡En nombre del Rey Carlos, ayudadme a prender a este hombre!
       Ambos cayeron sobre mí y me apartaron, aun cuando yo luché, les mordí y agarré como un demente. Pasada la pelea, lograron mantenerme inmóvil entre los dos y entonces, ¡Dios mío!, vi a los perros furiosos escarbando en la tierra y arrojándola a montones por el aire.
       ¿Qué más puedo decir? Que caí de rodillas y, castañeteándome los dientes, confesé la verdad y rogué ser perdonado. Que desde entonces he negado y confesado una y otra vez. Que he sido juzgado por el crimen, declarado culpable y sentenciado. Que no tengo valor para anticiparme a mi suerte, ni para enfrentarme con ella como un hombre. Que no tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza, ni amigos. Que mi mujer, afortunadamente, ha perdido las facultades que le hubieran permitido conocer mi desgracia o la suya. ¡Que estoy solo, en esta mazmorra de piedra, con mi alma diabólica, y que mañana moriré!




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