Charles Dickens
(Landport, Portsmouth, Inglaterra, 1812 - Gads Hill Place, 1870)


El señalero (1866)
[Otro título en español: “El guardavía”]

(“The Signal-Man”)
Originalmente publicado, como “No. 1 Branch Line: The Signal-Man”,
como parte de la series de ralatos “Mugby Junction”, en la revista All the Year Round
(edición de Navidad, 1866), págs. 20-25;
Christmas Stories from “Household Words” and “All the Year Round” (1854-1867)
“Charles Dickens Edition”
(Londres: Chapman and Hall, 1871);
“Illustrated Library Edition”
(Londres: Chapman and Hall, 1876, 710 págs.)



      —¡Hola! ¡El de abajo!
       Estaba parado a la entrada de su casilla, haciendo flamear su banderita, cuando oyó la voz que lo llamaba. Cualquiera hubiera supuesto que el hombre localizaría fácilmente el lugar de donde provenía el llamado, pero en vez de levantar la cabeza y mirar hacia donde yo estaba, se dio vuelta y miró hacia la vía. Había algo extraño en su manera de hacerlo, aunque yo no hubiera podido precisar qué. Pero sé que fue lo bastante extraño para atraer mi atención. No acertaba a explicarme el porqué de su actitud. Sabía que tenía que haberme visto: yo estaba en una especie de montículo donde el sol caía con toda su fuerza, tanto que tuve que protegerme la cara con el brazo.
       —¡Hola, el de abajo!
       Dejó de mirar la vía, levantó los ojos y me vio.
       —¿Hay algún camino para bajar hasta donde está usted? —pregunté.
       Me miró sin responder y yo dejé pasar largo rato antes de formular de nuevo la pregunta. En eso se dejó oír una vaga vibración en la tierra y en el aire, y luego una violenta pulsación. Retrocedí unos pasos mientras el vapor del tren llegaba hasta mi altura. Cuando se disipó, bajé la vista y vi al hombre enrollando la bandera que había ondeado momentos antes, mientras pasaba el tren. Repetí mi pregunta. Después de un momento, durante el cual me observó con gran atención, me señaló, con su bandera enrollada, un sendero que distaba unas trescientas yardas de donde yo estaba.
       —¡Muy bien! —le dije, comenzando a bajar por el camino en zigzag. Cuando llegué cerca del hombre, vi que estaba parado entre los rieles, esperándome con una actitud tan suspensa y, al mismo tiempo, tan desafiante, que me detuve, un tanto extrañado. Era un hombre pálido, con espesas cejas y oscura barba. El lugar en que desempeñaba su puesto era el más desolado y triste que en mi vida había visto. Estaba rodeado de una húmeda pared formada de piedras que excluía toda vista exterior, a excepción de una estrecha faja de cielo. Más allá se divisaba una sombría luz roja y un túnel más sombrío aún. Llegué lo bastante cerca del hombre como para tocarlo, y no separó sus ojos de mí.
       —Es un puesto solitario para ocupar. ¿Eh? —le dije—. Atrajo mi atención al divisarlo desde allá arriba. Serán raros los visitantes que se acerquen. ¿No?
       Aquí terminó mi primer intento para entablar conversación. La actitud del hombre me ahogaba las palabras en la garganta. Dirigió una curiosa mirada a la luz roja, que estaba inmediata a la boca del túnel y luego miró a su alrededor, como buscando algo que se hubiera desprendido de la misma luz.
       —¿Esa luz también está a su cargo? —pregunté.
       —¿Acaso usted no sabe que sí? —contestó en voz baja.
       Un pensamiento inquietante pasó por mi cerebro al mirarlo detenidamente. ¡Tenía un aspecto tan raro! ¿No sería un espíritu en lugar de un hombre? Retrocedí a mi vez. Al hacerlo, descubrí en sus ojos una expresión de temor. Tenía miedo de mí. Esto desechó mi anterior pensamiento.
       —Usted me mira como si me temiera —dije, forzando una sonrisa.
       —Estaba pensando —replicó— que lo había visto a usted antes.
       —¿Adónde? —Señaló la luz roja—. ¿Allí? —pregunté.
       Observándome intensamente, me contestó que sí, con la cabeza.
       —¿Qué iba a estar haciendo yo allí? Puede estar seguro de que nunca me ha visto antes.
       —Creo que sí. Creo que puedo estar seguro.
       Sus maneras se despejaron, lo mismo que las mías. Replicaba a mis observaciones y a mis preguntas, con inteligencia y con palabras muy bien empleadas. ¿Tenía mucho que hacer allí? Sí. Es decir, más era la responsabilidad que otra cosa, pues trabajo material tenía muy poco. Casi toda su tarea consistía en cambiar las señales, en vigilar las luces, y en mover la palanca, de vez en cuando. Me llevó a su casilla, donde había fuego, un escritorio, un instrumento telegráfico y una pequeña campanilla eléctrica. Me contó algo de su vida. En su juventud fue estudiante de filosofía y hasta asistió a conferencias; pero luego comenzó a abandonarse a sí mismo, fue perdiendo, una tras otra, todas sus oportunidades y cayó para no levantarse más. Ahora era muy tarde para comenzar de nuevo. Todo esto me lo contó tranquilamente, repartiendo sus graves miradas entre el fuego y yo. Varias veces la campanilla interrumpió su relato. Tenía que atender mensajes y enviar repuestas. Otras veces, llegaba hasta la puerta y desplegaba la bandera mientras pasaba el tren. Observé que desempeñaba su cargo con una atención y una exactitud a toda prueba. Sin embargo, mientras me hablaba cortó dos veces la conversación, cambiando de color inmediatamente, atendiendo a la campanilla que no había sonado, abriendo la puerta y mirando la luz roja del túnel. En ambas ocasiones, volvió hacia el fuego, con ese inexplicable aire que noté en él cuando lo vi, al principio.
       —Casi me hace pensar usted que he encontrado a un hombre feliz —dije, con la intención de provocar una confidencia de su parte.
       —Lo era, señor —dijo—. Pero ahora estoy muy preocupado, muy afligido.
       —¿Qué le sucede? —pregunté interesado.
       —Es algo muy difícil de contar, señor. Si usted me hiciera otra visita, trataría de referirle mis aflicciones.
       —¡Cómo no! ¿Cuándo puedo venir?
       —Puede venir a las diez de la noche.
       —Vendré a las once.
       Me dio las gracias y me acompañó hasta la puerta.
       —Encenderé la luz blanca para alumbrarle el camino. Una vez que no la necesite, no me grite nada. Y cuando esté en lo alto, no llame tampoco, ¡por favor! Permítame que le haga una pregunta: ¿Por qué gritó “¡Hola, el de abajo!”, cuando vino?
       —Seguramente porque lo vi a usted allí abajo.
       —¿No por otra causa?
       —¡Pero no! ¿Qué otra razón podría haber tenido para gritar eso?
       Me dio las buenas noches y, como me había prometido, me guió desde su casilla con la luz blanca. Llegué sin dificultades hasta la pensión y me acosté. Puntualmente puse los pies sobre el sendero en zigzag a las once de la noche siguiente. El hombre estaba esperándome con la luz blanca en alto.
       —No he gritado —dije—. ¿Puedo hablar ahora?
       —Sí, señor. Desde luego.
       —Buenas noches, entonces. Aquí está mi mano.
       —Buenas noches, señor, y aquí está la mía.
       Con esto, caminamos hasta la casilla, en donde entramos. Cerró la puerta y se acercó al fuego, junto a mí.
       —Estoy decidido a contarle el motivo de mis preocupaciones —dijo—. Ayer lo confundí a usted con otro. Ese otro es el que me preocupa.
       —¿Quién es?
       —No sé. Nunca le vi la cara. El brazo izquierdo se la tapa y el otro se agita violentamente. Así.
       Seguí sus movimientos con la mirada. Eran los de una persona que gesticulaba con desesperada vehemencia.
       —Una noche de luna —dijo el hombre— yo estaba sentado aquí, cuando oí una voz que gritaba: “¡Hola! ¡El de abajo!”. Me dirigí a la puerta y vi a ese Alguien gesticulando como le expliqué, junto a la luz roja del túnel. Gritaba en forma casi salvaje: “¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Despeje el camino!” y luego otra vez: “¡Hola! ¡El de abajo! ¡Atención!”. Tomé la lámpara con la luz roja y corrí hacia él, preguntando qué sucedía. Iba a apartarle el brazo que todavía le tapaba la cara, cuando desapareció.
       —¿Adentro del túnel? —dije yo.
       —No. Entré al túnel, alumbrando en todas direcciones, pero no había nadie. Volví corriendo aquí y telegrafié: “He recibido una llamada de alarma. ¿Qué sucede?”. “Todo bien” —respondieron.
       Sentí que me corría un frío por la espina dorsal.
       —Seis horas después de la “aparición” —continuó— sucedió aquel terrible accidente ferroviario que usted recordará. Fue en esta misma línea. Los muertos y los heridos fueron conducidos por el túnel, donde apareció el “espectro”.
       Me estremecí de nuevo. Realmente, la coincidencia era sugestiva.
       —Esto —continuó— sucedió hace un año. Pasaron seis o siete meses y yo estaba repuesto de la impresión, cuando un día, justo al amanecer, miré hacia el túnel y vi al espectro otra vez. Pero no gritó ni agitó el brazo. Estaba silencioso y se cubría la cara con las dos manos. Así.
       Una vez más seguí su gesto con la mirada. Era una actitud de duelo, como la que tienen las estatuas que adornan las tumbas.
       —¿Usted le fue al encuentro? —pregunté.
       —No. Me volví a la casilla y me senté, tratando de coordinar mis ideas. Cuando salí de nuevo, el espectro ya se había ido. Ese mismo día, al salir un tren del túnel, vi, por una de sus ventanillas, una confusión de cabezas y de manos que se agitaban. Apenas tuve tiempo de gritar al maquinista que parara. El tren llevaba mucho impulso, de modo que solo pudo detenerse unas cuantas yardas más allá, lo corrí, y al aproximarme, oí terribles gritos y llantos. Una hermosa muchacha había muerto repentinamente en uno de los compartimientos, la trajeron aquí y la extendieron en el suelo. Justo aquí, entre nosotros dos.
       Retiré instintivamente mi silla.
       —Es verdad, señor, es verdad. Tal como se lo he contado.
       No se me ocurría ningún comentario. Tenía la boca seca. El viento y los alambres telegráficos iban acompañando el relato.
       —Y ahora, señor —dijo el hombre—, podrá apreciar lo terrible de mi situación. El espectro ha vuelto, hace una semana. Desde esa fecha ha aparecido muchas veces al lado de la luz roja. Siempre con el mismo gesto alarmado, moviendo el brazo. Ya no consigo descansar ni dormir. Me llama continuamente, gritando: ¡El de abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! Me hace señales con el brazo. Toca mi campanilla…
       Presté atención a esto.
       —Dígame —exclamé—. ¿Ayer tocó cuando usted fue a la puerta, durante mi visita?
       —Dos veces.
       —Bueno. Vea cómo su imaginación le engaña. Yo estuve atento a la campanilla y puedo afirmar que no tocó esas dos veces que usted salió a indagar el porqué del llamado.
       Sacudió la cabeza.
       —Nunca he confundido la campanilla del espectro con la de los hombres. La del espectro es inconfundible. Es posible que usted no la haya oído. Pero yo sí.
       —¿Y el espectro estaba allí cuando usted se asomó?
       —Las dos veces.
       Le pedí que saliéramos a la puerta para ver si todavía estaba. No había nadie. Entramos otra vez y nos acomodamos en los asientos.
       —Yo quisiera saber la significación del espectro. ¿Prevenir? ¿Cuál es el peligro? Sé que hay un peligro sobre la línea. Alguna calamidad se cierne sobre este lugar. No se puede dudar después de lo que ha pasado anteriormente. ¿Qué podré hacer? —Sacó un pañuelo y se enjugó la frente—. No puedo dar un mensaje de alarma, pues no tengo razón aparente para hacerlo. ¿Por qué no indicarme el lugar en el que sucederá el accidente? ¿Por qué no sugerirme el modo de evitarlo, si es que puede ser evitado? ¡Pobre de mí, solo, en esta casilla!
       Su angustia daba lástima. Se pasaba las manos por las sienes, se mesaba los cabellos, con desesperación. Traté por última vez de tranquilizarlo. Le dije que no tenía por qué afligirse, siendo, como era, un hombre tan celoso de su deber, tan cumplidor, tan escrupuloso. Tuve éxito. La calma volvió a él. Las pequeñas tareas del oficio distrajeron su atención. Lo dejé a las dos de la mañana. Le hice el ofrecimiento de quedarme a pasar la noche con él, pero no quiso. Salí con la mente confusa de imágenes. Pensaba en los sucesos que me había relatado. El caso de este pobre hombre me preocupaba hondamente. Lo sabía inteligente, exacto, laborioso; pero ¿cuánto tiempo duraría así? El estado de ánimo en que se encontraba terminaría por hacerle perder la razón. Me hice el firme propósito de hacerlo examinar por un buen médico, cuyo diagnóstico y cuyos consejos pudieran, tal vez, prestarle ayuda. Sabía que al día siguiente lo relevarían de su puesto por unas horas y yo pensaba aprovechar estas para efectuar dicha diligencia.
       La noche siguiente se presentó lindísima, fresca. Salí temprano. Al aproximarme al montículo desde el cual vi al señalero por primera vez, quedé paralizado por el terror. Allí, en la boca del túnel, había un hombre que se cubría la cara con el brazo izquierdo y agitaba el derecho. El horror sin nombre que se apoderó de mí se desvaneció al momento, pues me di cuenta de que lo que había tomado por un espíritu era un hombre de verdad. A una corta distancia había un grupo de hombres a quienes hacía esas señales. Contra una pared de piedras había algo parecido a una camilla de lona. Me acometió un terrible presentimiento. Corrí de prisa hacia ellos.
       —¿Qué sucede? —pregunté.
       —El señalero ha muerto, señor.
       —No será el que vive en esa casilla, supongo.
       —Sí, señor. Es él.
       —No es el que yo conozco. ¿No es cierto?
       —Usted lo reconocerá si lo ha visto antes, señor —dijo uno de los hombres, levantando el lienzo que cubría la camilla—. La cara no se ha desfigurado.
       —¡Oh, Dios! —exclamé, cuando el lienzo cayó de nuevo—. ¿Cómo sucedió? ¿Cómo ha podido suceder?
       —Lo atropelló el tren, señor. Ningún hombre hubiera desempeñado mejor su puesto. No me explico cómo se ha descuidado así. Tenía el farol encendido, en la mano. Le daba la espalda a la máquina cuando esta salió del túnel y lo mató. Aquel hombre conducía el tren. Ahora estaba contando cómo había sucedido. Cuéntale al caballero, Tom.
       —Al doblar la curva del túnel, señor, yo lo vi en la vía. No había tiempo para frenar y le grité lo más alto que pude.
       —¿Qué le gritó?
       —Le grité: “¡Cuidado, el de abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por amor de Dios, despeje el camino!”. Fue un momento terrible, señor. No dejé de gritar, tratando de atraer su atención. Me puse el brazo delante de los ojos, para no ver, y agité el otro hasta el último; pero todo inútil.
       No quiero prolongar este relato. Pero voy a recalcar la extraña coincidencia de que el aviso del maquinista incluyera, no solo las palabras que el señalero me había repetido, sino las que yo usé la primera vez y hasta el mismo gesto que él imitaba al contarme la historia del espectro.




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