Edgar
Allan Poe
(Boston, 1809 -
Baltimore, 1849)
el entierro prematuro
Hay ciertos temas de interés
absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de
mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren
ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y
majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos,
por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los
relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de
Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia
de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta.
Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la
historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables.
He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades
que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el
carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la
imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible
catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos
individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de
esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la
aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos
gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía
los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún
género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído
en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con
frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo
negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el
mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir
dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay
enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones
aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una
suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales
en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún
misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos
piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó
suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero,
entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la
inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir
tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso,
una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte
de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la
experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen
lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora
mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de
características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan
aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace
mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción
penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más
respetables ciudadanos— abogado eminente y miembro del Congreso—
fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el
ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone
que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para
hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las
apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual
contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez
marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las
pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en
ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el
funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.
La dama fue depositada en la
cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años
siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago,
pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió
personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de
blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer
con la mortaja puesta.
Una cuidadosa investigación
mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser
sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la
caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el
féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que
accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba;
puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los
peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa
cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer
había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro.
Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de
puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de
hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió,
erguida.
En el año 1810 tuvo lugar en
Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que
contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más
extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle
[señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y
muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet,
un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su
talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera,
que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo
de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur
[señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre.
Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su
mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años
desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la
muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en
una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y
aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado
viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la
aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y
apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche
desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos,
se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había
sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido
del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo
que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado,
el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos
poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos
médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador.
Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud.
Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó
para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido,
sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América.
Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de
que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama,
que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al
primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó.
Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que
las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían
abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente
la autoridad del marido.
La Revista de Cirugía de
Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor
americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los
últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas
características.
Un oficial de artillería, hombre
de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo
indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le
dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se
percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se
le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes.
Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le
dio por muerto.
Hacía calor y lo enterraron con
prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales
tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del
cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor
del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras
de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial,
había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando
abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras
de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que
repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la
muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba,
vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que
dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de
que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya
tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente
lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo,
aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí,
reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas
relató sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, estaba claro que
la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora
después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían
rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin
aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la
multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto
en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó
de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso
horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba
mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo,
cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos
médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en
uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
La mención de la batería
galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y
muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de
devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado
dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda
impresión en todas partes, donde era tema de conversación.
El paciente, el señor Edward
Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea
acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad
de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a
sus amigos la autorización para un examen post—mortem (autopsia),
pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los
médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia,
en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos
grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera
noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de
una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de
un hospital privado.
Al practicársele una incisión de
cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del
sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos
experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en
ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida
mayor de la norma en cierta acción convulsiva.
Era ya tarde. Iba a amanecer y se
creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero
uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una
teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los
músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se
estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un
movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa,
caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su
alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue
ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba
claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.
Durante unos momentos todos se
quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les
devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton
estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter
volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la
sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda
noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída.
Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.
El dato más espeluznante de este
incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor
Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido,
que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba
ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los
médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy
vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la
sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave
instante de peligro.
Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me
abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el
hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en
las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la
posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más
frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han
removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que
aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de
las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el
destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta
tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el
enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los
pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja
que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad
de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible
pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con
los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo
de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de
nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que
nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas
consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado
de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más
audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no
podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo
Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un
interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa
reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de
nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar
ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..
Durante varios años sufrí
ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar
catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las
causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico
de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y
manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo,
principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o
incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo.
Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del
corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor,
una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al
aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y
vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura
semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las
pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna
diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos
como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro
prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de
catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la
ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza
gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son
inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada
uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de
cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera
la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi
inevitablemente llevado vivo a la tumba.
Mi propio caso no difería en
ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos.
A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un
estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin
capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y
letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban
mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de
repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido,
fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y
mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas,
todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el
universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin
embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de
lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que
vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin
amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del
alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general
parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta
enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera
considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar
en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre
durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que
las facultades mentales en general y la memoria en particular se
encontraban en absoluta suspensión.
En todos mis padecimientos no
había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi
imaginación se volvió macabra. Hablaba de “gusanos, de tumbas, de
epitafios.” Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea
del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante
peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante
el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la
segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían
sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos,
temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre.
Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una
lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando
que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando,
por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de
inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas
y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De
las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños
elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído
en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo
normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz
impaciente, farfullante, susurró en mi oído: “¡Levántate!”
Me incorporé. La oscuridad era
total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía
recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que
me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis
pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca,
sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de
nuevo:
—¡Levántate! ¿No te he dicho
que te levantes?
—¿Y tú— pregunté— quién
eres?
—No tengo nombre en las regiones
donde habito— replicó la voz tristemente—. Fui un hombre y soy un
espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que
tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío
de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo
puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas
largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar.
¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre
las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!
Miré, y la figura invisible que
aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de
toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas
de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos
rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con
el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran
muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y
había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y
de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico
frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que
parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en
mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron
sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:
—¿No es esto, ¡ah!, acaso un
espectáculo lastimoso? Pero, antes de que encontrara palabras para
contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas
se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia,
mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo:
"¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"
Fantasías como ésta se
presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia
incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y
fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo,
a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En
realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de
los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en
uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado
realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más
queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se
convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que,
como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar
que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse
definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las
más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados,
que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la
descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación.
Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no
aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas
precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de
forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil
presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de
la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También
estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados
recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para
recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y
cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la
puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más
débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara.
Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya
soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría
atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la
precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien
urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más
extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época— como me
había ocurrido antes a menudo— en que me encontré emergiendo de un
estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e
indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se
acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego
aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna
preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después
de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso
de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las
extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera
quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por
transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la
nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero
estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque
eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a
torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo
por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un
éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado
tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi
estado. Siento que no me estoy despertado de un sueño corriente.
Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si
fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la
única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu
estremecido.
Unos minutos después de que esta
fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No
podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo
que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba
que era seguro. La desesperación— tal como ninguna otra clase de
desdicha produce—, sólo la desesperación me empujó, después de
una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba
oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que
la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que
había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo,
todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de
la noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi
lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de
los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una
montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración
laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo
por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los
muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo
parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había
atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia
mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron
con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de
seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro
de un ataúd.
Y entonces, en medio de toda mi
infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín,
pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos
esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas
buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para
siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante
pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que
había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis
narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión
era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance
lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo,
y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd
común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para
siempre, en alguna tumba común y anónima.
Cuando este horrible
convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi
alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo
éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía
resonó en los recintos de la noche subterránea.
—Oye, oye, ¿qué es eso?—
dijo una áspera voz, como respuesta.
—¿Qué diablos pasa ahora?—
dijo un segundo..
—¡Fuera de ahí!— dijo un
tercero.
—¿Por qué aúlla de esa
manera, como un gato montés?— dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos de
aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración.
No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto
cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de
Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una
expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se
acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de
una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra
vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor
provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las
dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de
sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama.
Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo
y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil
meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión—
pues no era ni un sueño ni una pesadilla— surgió naturalmente de
las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis
pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar
mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato
después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los
tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para
descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en
torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había
atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin
embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la
verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente
espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso
provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió
temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro.
Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos.
Quemé el libro de Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni
grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En
muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de
hombre. Desde, aquella noche memorable descarté para siempre mis
aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques
catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que
causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón,
el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero
la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad
todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores
sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero
los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus,
tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que
duerman, o pereceremos.
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