Edgar Allan Poe
(Boston,
1809 - Baltimore, 1849)
Método de composición
(“The Philosophy of Composition”, 1846)
Originalmente publicado en la revista
Graham’s American Monthly Magazine of Literature and Art
(a veces sólo Graham's Magazine), abril de 1846, págs. 163-167.

En una nota
que en estos momentos tengo a la vista, Charles
Dickens dice lo siguiente, refiriéndose a un
análisis que efectué del mecanismo de Barnaby
Rudge: “¿Saben, dicho sea de paso, que
Godwin escribió su Caleb Williams al revés?
Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y
luego, para componer el primero, pensó en los
medios de justificar todo lo que había hecho”.
Se me hace
difícil creer que fuera ése precisamente el modo
de composición de Godwin; por otra parte, lo que
él mismo confiesa no está de acuerdo en manera
alguna con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb
Williams era un autor demasiado entendido para
no percatarse de las ventajas que se pueden lograr
con algún procedimiento semejante.
Si algo hay
evidente es que un plan cualquiera que sea digno de
este nombre ha de haber sido trazado con vistas al
desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo
si se tiene continuamente presente la idea del
desenlace podemos conferir a un plan su
indispensable apariencia de lógica y de causalidad,
procurando que todas las incidencias y en especial
el tono general tienda a desarrollar la intención
establecida.
Creo que existe
un radical error en el método que se emplea por lo
general para construir un cuento. Algunas veces, la
historia nos proporciona una tesis; otras veces, el
escritor se inspira en un caso contemporáneo o
bien, en el mejor de los casos, se las arregla para
combinar los hechos sorprendentes que han de tratar
simplemente la base de su narración, proponiéndose
introducir las descripciones, el diálogo o bien su
comentario personal donde quiera que un resquicio en
el tejido de la acción brinde la ocasión de
hacerlo.
A mi modo de
ver, la primera de todas las consideraciones debe
ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo
siempre a la vista la originalidad (porque se
traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir
de un medio de interés tan evidente), yo me digo,
ante todo: entre los innumerables efectos o
impresiones que es capaz de recibir el corazón, la
inteligencia o, hablando en términos más
generales, el alma, ¿cuál será el único que yo
deba elegir en el caso presente?
Habiendo ya
elegido un tema novelesco y, a continuación, un
vigoroso efecto que producir, indago si vale más
evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono
o bien por los incidentes vulgares y un tono
particular o bien por una singularidad equivalente
de tono y de incidentes; luego, busco a mi
alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las
combinaciones de acontecimientos o de tomos que
pueden ser más adecuados para crear el efecto en
cuestión.
He pensado a
menudo cuán interesante sería un artículo escrito
por un autor que quisiera y que pudiera describir,
paso a paso, la marcha progresiva seguida en
cualquiera de sus obras hasta llegar al término
definitivo de su realización.
Me sería
imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca
al público un trabajo semejante; pero quizá la
vanidad de los autores haya sido la causa más
poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos
escritores, especialmente los poetas, prefieren
dejar creer a la gente que escriben gracias a una
especie de sutil frenesí o de intuición extática;
experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran
que permitir al público echar una ojeada tras el
telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes
embriones de pensamientos. La verdadera decisión se
adopta en el último momento, ¡a tanta idea
entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y
que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a
plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero
desechado por ser de índole inabordable, la
elección prudente y los arrepentimientos, las
dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en
suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios
para los cambios de decoración, las escaleras y los
escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los
lunares y todos los aceites que en el noventa y
nueve por ciento de los casos son lo peculiar del
histrión literario.
Por lo demás,
no se me escapa que no es frecuente el caso en que
un autor se halle en buena disposición para
reemprender el camino por donde llegó a su
desenlace.
Generalmente,
las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas
y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí,
no comparto la repugnancia de que acabo de hablar,
ni encuentro la menor dificultad en recordar la
marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto
que el interés de este análisis o reconstrucción,
que se ha considerado como un desiderátum en
literatura, es enteramente independiente de
cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me
podrá censurar que salte a las conveniencias si
revelo aquí el modus operandi con que logré
construir una de mis obras. Escojo para ello El
cuervo debido a que es la más conocida de
todas. Consiste mi propósito en demostrar que
ningún punto de la composición puede atribuirse a
la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó
hacia su terminación, paso a paso, con la misma
exactitud y la lógica rigurosa propias de un
problema matemático.
Puesto que no
responde directamente a la cuestión poética,
prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren,
la necesidad, de que nació la intención de
escribir un poema tal que satisficiera al propio
tiempo el gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis
comienza, por tanto, a partir de esa intención.
La
consideración primordial fue ésta: la dimensión.
Si una obra literaria es demasiado extensa para ser
leída en una sola sesión, debemos resignarnos a
quedar privados del efecto, soberanamente decisivo,
de la unidad de impresión; porque cuando son
necesarias dos sesiones se interponen entre ellas
los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el
conjunto o la totalidad queda destruido
automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris
paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo
que contribuye a servir su propósito, queda
examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna
ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de
unidad aludida. Por el momento, respondo
negativamente. Lo que solemos considerar un poema
extenso en realidad no es más que una sucesión de
poemas cortos, es decir, de efectos poéticos
breves. Es inútil sostener que un poema no es tal
sino en cuanto eleva el alma y te reporta una
excitación intensa: por una necesidad psíquica,
todas las excitaciones intensas son de corta
duración. Por eso, al menos la mitad del
"Paraíso perdido" no es más que pura
prosa: hay en él una serie de excitaciones
poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones.
En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión
excesiva, carece de aquel elemento artístico tan
decisivamente importante: totalidad o unidad de
efecto.
En lo que se
refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un
límite positivo para todas las obras literarias: el
límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos
géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no
se exige la unidad, por lo que aquel límite puede
ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente
traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la
extensión de un poema debe hallarse en relación
matemática con el mérito del mismo, esto es, con
la elevación o la excitación que comporta; dicho
de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto
poético con que pueda impresionar las almas. Esta
regla sólo tiene una condición restrictiva, a
saber: que una relativa duración es absolutamente
indispensable para causar un efecto, cualquiera que
fuere.
Teniendo muy
presentes en mí ánimo estas consideraciones, así
como aquel grado de excitación que nos situaba por
encima del gusto popular y por debajo del gusto
crítico, concebí ante todo una idea sobre la
extensión idónea para el poema proyectado: unos
cien versos aproximadamente. En realidad cuenta
exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento
se fijó seguidamente en la elevación de una
impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que
conviene observar que, a través de este trabajo de
construcción, tuve siempre presente la voluntad de
lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría
demasiado de mi objeto inmediato presente si me
entretuviese en demostrar un punto en que he
insistido muchas veces: que lo bello es el único
ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré
unas palabras para presentar mi verdadero
pensamiento, que algunos amigos míos se han
apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez
más intenso, más elevado y más puro no se
encuentra —según creo— más que en la
contemplación de lo bello. Cuando los hombres
hablan de belleza no entienden precisamente una
cualidad, como se supone, sino una impresión: en
suma, tienen presente la violenta y pura elevación
del alma —no del intelecto ni del corazón— que
ya he descrito y que resulta de la contemplación de
lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como
el ámbito de la poesía, porque es una regla
evidente del arte que los efectos deben brotar
necesariamente de causas directas, que los objetos
deben ser alcanzados con los medios más apropiados
para ello —ya que ningún hombre ha sido aún
bastante necio para negar que la elevación singular
de que estoy tratando se halle más fácilmente al
alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad,
o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión,
o excitación del corazón, son mucho más fáciles
de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta
medida, queden también al alcance de la poesía.
En resumen, la
verdad requiere una precisión, y la pasión una
familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados
me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella
belleza, que no es sino la excitación -debo
repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho
hasta el presente no puede en modo alguno deducirse
que la pasión ni la verdad no puedan ser
introducidas en un poema, incluso con beneficio para
éste; ya que pueden servir para aclarar o para
potenciar el efecto global, como las disonancias por
contraste. Pero el auténtico artista se esforzará
siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto
principal que se pretenda, y además en rodearlas,
tanto como pueda, de la nube de belleza que es
atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia,
considerando lo bello como mi terreno propio, me
pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su
manifestación más alta? Éste había de ser el
tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda
la experiencia humana coincide en que ese tono es el
de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la
belleza, en su desarrollo supremo, induce a las
lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles.
Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los
tonos poéticos.
Una vez
determinados así la dimensión, el terreno y el
tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna
curiosidad artística e incitante, que pudiera
actuar como clave en la construcción del poema: de
algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de
girar; empleando para ello el sistema de la
introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente
sobre todos los efectos de arte conocidos o, más
propiamente, sobre todo los medios de efecto —entendiendo
este término en su sentido escénico—, no podía
escapárseme que ninguno había sido empleado con
tanta frecuencia como el estribillo. La
universalidad de éste bastaba para convencerme
acerca de su intrínseco valor, evitándome la
necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier
caso, yo no lo consideraba sino en cuanto
susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí
que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal
como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo
queda limitado a las composiciones líricas, sino
que la fuerza de la impresión que debe causar
depende del vigor de la monotonía en el sonido y en
la idea. Solamente se logra el placer mediante la
sensación de identidad o de repetición. Entonces
yo resolví variar el efecto, con el fin de
acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la
monotonía del sonido, pero alterando continuamente
el de la idea: es decir, me propuse causar una serie
continua de efectos nuevos con una serie de variadas
aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese
casi siempre parecido.
Habiendo ya
fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza
de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía
que ser variada con frecuencia, era evidente que el
estribillo en cuestión había de ser breve, pues
hubiera sido una dificultad insuperable variar
frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco
extensa. Por supuesto, la facilidad de variación
estaría proporcionada a la brevedad de una frase.
Ello me condujo seguidamente a adoptar como
estribillo ideal una única palabra. Entonces me
absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella
palabra. Habiendo decidido que habría un
estribillo, la división del poema en estancias
resultaba un corolario necesario, pues el estribillo
constituye la conclusión de cada estrofa. No
admitía duda para mí que semejante conclusión o
término, para poseer fuerza, debía ser
necesariamente sonora y susceptible de un énfasis
prolongado: aquellas consideraciones me condujeron
inevitablemente a la o larga, que es la vocal
más sonora, asociada a la r, porque ésta es
la consonante más vigorosa.
Ya tenía bien
determinado el sonido del estribillo. A
continuación era preciso elegir una palabra que lo
contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el
acuerdo más armonioso posible con la melancolía
que yo había adoptado como tono general del poema.
En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible
no dar con la palabra nevermore (nunca más).
En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue
éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear
continuamente la palabra nevermore? Al
advertir la dificultad que se me planteaba para
hallar una razón válida de esa repetición
continua, no dejé de observar que surgía tan sólo
de que dicha palabra, repetida tan cerca y
monótonamente, había de ser proferida por un ser
humano: en resumen, la dificultad consistía en
conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de
la razón en la criatura llamada a repetir la
palabra. Surgió entonces la posibilidad de una
criatura no razonable y, sin embargo, dotada de
palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un
loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto
por un cuervo, que también está dotado de palabra
y además resulta infinitamente más acorde con el
tono deseado en el poema.
Así, pues,
había llegado por fin a la concepción de un
cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo
obstinadamente la palabra nevermore al final
de cada estancia en un poema de tono melancólico y
una extensión de unos cien versos aproximadamente.
Entonces, sin perder de vista el superlativo o la
perfección en todos los puntos, me pregunté: entre
todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más,
según lo entiende universalmente la humanidad?
Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese
asunto, el más triste de todos, resulta ser
también el más poético? Según lo ya explicado
con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse
fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la
belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es,
sin disputa de ninguna clase, el tema más poético
del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la
boca más apta para desarrollar el tema es
precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que
combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que
llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite
continuamente la palabra nevermore. No sólo
tenía que combinarlas, sino además variar cada vez
la aplicación de la palabra que se repetía: pero
el único medio posible para semejante combinación
consistía en imaginar un cuervo que aplicase la
palabra para responder a las preguntas del amante.
Entonces me percaté de la facilidad que se me
ofrecía para el efecto de que mi poema había de
depender: es decir, el efecto que debía producirse
mediante la variedad en la aplicación del
estribillo.
Comprendí que
podía hacer formular la primera pregunta por el
amante, a la que respondería el cuervo: nevermore;
que de esta primera pregunta podía hacer una
especie de lugar común, de la segunda algo menos
común, de la tercera algo menos común todavía, y
así sucesivamente, hasta que por último el amante,
arrancado de su indolencia por la índole
melancólica de la palabra, su frecuente repetición
y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa
de una agitación supersticiosa y lanzase locamente
preguntas del todo diversas, pero apasionadamente
interesantes para su corazón: unas preguntas donde
se diesen a medias la superstición y la singular
desesperación que halla un placer en su propia
tortura, no sólo por creer el amante en la índole
profética o diabólica del ave (que, según le
demuestra la razón, no hace más que repetir algo
aprendido mecánicamente), sino por experimentar un
placer inusitado al formularlas de aquel modo,
recibiendo en el nevermore siempre esperado
una herida reincidente, tanto más deliciosa por
insoportable.
Viendo semejante
facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se
me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí
primero la pregunta final, la pregunta definitiva,
para la que el nevermore sería la última
respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de
dolor y de horror que concebirse pueda.
Aquí puedo
afirmar que mi poema había encontrado su comienzo
por el fin, como debieran comenzar todas las obras
de arte: entonces, precisamente en este punto de mis
meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para
componer la siguiente estancia:
¡Profeta!
Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero
profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por
ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso
lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles
llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los
ángeles llaman Leonor.
El cuervo dijo: “¡Nunca más!”
Sólo
entonces escribí esta estancia: primero, para fijar
el grado supremo y poder de este modo, más
fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y
su importancia, las preguntas anteriores del amante;
y en segundo término, para decidir definitivamente
el ritmo, el metro, la extensión y la disposición
general de la estrofa, así como graduar las que
debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a
ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de
composición que debía subseguir, yo hubiera sido
tan imprudente como para escribir estancias más
vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas,
conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo
que no contrarrestasen el efecto de crescendo.
Podría decir
también aquí algo sobre la versificación. Mi
primer objeto era, como siempre, la originalidad.
Una de las cosas que me resultan más inexplicables
del mundo es cómo ha sido descuidada la
originalidad en la versificación. Aun reconociendo
que en el ritmo puro exista poca posibilidad de
variación, es evidente que las variedades en
materia de metro y estancia son infinitas: sin
embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca
en versificación nada original, ni siquiera ha
parecido desearlo.
Lo cierto es que
la originalidad -exceptuando los espíritus de una
fuerza insólita- no es en manera alguna, como
suponen muchos, cuestión de instinto o de
intuición. Por lo general, para encontrarla hay que
buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo
mérito de la más alta categoría, el espíritu de
invención no participa tanto como el de negación
para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir
tiene que yo no pretendo haber sido original en el
ritmo o en el metro de El cuervo. El primero
es troqueo; el otro se compone de un verso
octómetro acataléctico, alternando con un
heptámetro cataléctico que, al repetirse, se
convierte en estribillo en el quinto verso, y
finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para
expresarme sin pedantería, los pies empleados, que
son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida
de una breve; el primer verso de la estancia se
compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de
siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de
siete y medio; el quinto, también de siete y medio;
el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se
consideran aisladamente cada uno de esos versos
habían sido ya empleados, de manera que la
originalidad de El cuervo consiste en
haberlos combinado en la misma estancia: hasta el
presente no se había intentado nada que pudiera
parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante
combinación. El efecto de esa combinación original
se potencia mediante algunos otros efectos
inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una
aplicación más amplia de la rima y de la
aliteración.
El punto
siguiente que considerar era el modo de establecer
la comunicación entre el amante y el cuervo: el
primer grado de la cuestión consistía,
naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que
debiese brotar espontáneamente la idea de una selva
o de una llanura; pero siempre he estimado que para
el efecto de un suceso aislado es absolutamente
necesario un espacio estrecho: le presta el vigor
que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la
ventaja moral indudable de concentrar la atención
en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta
ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de
la mera unidad de lugar.
En consecuencia,
decidí situar al amante en su habitación, en una
habitación que había santificado con los recuerdos
de la que había vivido allí. La habitación se
describiría como ricamente amueblada: con objeto de
satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la
belleza, en cuanto única tesis verdadera de la
poesía.
Habiendo
determinado así el lugar, era preciso introducir
entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por
la ventana resultaba inevitable. Que al amante
supusiera, en el primer momento, que el aleteo del
pájaro contra el postigo fuese una llamada a su
puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar
la curiosidad del lector, obligándole a aguardar;
pero también del deseo de colocar el efecto
incidental de la puerta abierta de par en par por el
amante, que no halla más que oscuridad, y que por
ello puede adoptar en parte la ilusión de que el
espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que
la noche fuera tempestuosa, primero para explicar
que el cuervo buscase la hospitalidad; también para
crear el contraste con la serenidad material
reinante en el interior de la habitación.
Así, también,
hice posarse el ave sobre el busto de Palas para
establecer el contraste entre su plumaje y el
mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido
suscitada únicamente por el ave; que fuese
precisamente un busto de Palas se debió en primer
lugar a la relación íntima con la erudición del
amante y en segundo término a causa de la propia
sonoridad del nombre de Palas.
Hacia mediados
del poema, exploté igualmente la fuerza del
contraste con el objeto de profundizar la que sería
la impresión final. Por eso, conferí a la entrada
del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con
lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo
permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso
aleteo.
No
hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no
vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama,
colgóse sobre la puerta de mi habitación.
En
las dos estancias siguientes, el propósito se
manifiesta aun más:
Entonces
aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su
postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a
sonreír:
“Aunque tu cabeza”, le dije, “no
lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo
cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas
de la noche plutónica!”
El cuervo dijo: “¡Nunca más!”.
Me maravilló que aquel desgraciado volátil
entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me
sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado
a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su
habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido
encima de la puerta de su habitación,
llamarse un nombre tal como “¡Nunca más!”.
Preparado
así el efecto del desenlace, me apresuro a
abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más
profundo: este cambio de tono se inicia en el primer
verso de la estancia que sigue a la que acabo de
citar:
Mas
el cuervo, posado solitariamente en el busto
plácido, no profirió..., etc.
A
partir de este momento, el amante ya no bromea; ya
no ve nada ficticio en el comportamiento del ave.
Habla de ella en los términos de una triste,
desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los
tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le
abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición
de su pensamiento y esa imaginación del amante
tienen como finalidad predisponer al lector a otras
análogas, conduciendo el espíritu hacia una
posición propicia para el desenlace, que
sobrevendrá tan rápida y directamente como sea
posible. Con el desenlace propiamente dicho,
expresado en el jamás del cuervo en
respuesta a la última pregunta del amante —¿encontrará
a su amada en el otro mundo?—, puede considerarse
concluido el poema en su fase más clara y natural,
la de simple narración. Hasta el presente, todo se
ha mantenido en los límites de lo explicable y lo
real.
Un cuervo ha
aprendido mecánicamente la única palabra jamás;
habiendo huido de su propietario, la furia de la
tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio
en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana
de un estudiante que, divertido por el incidente, le
pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta.
Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su
palabra habitual, nunca más: palabra que
inmediatamente suscita un eco melancólico en el
corazón del estudiante; y éste, expresando en voz
alta los pensamientos que aquella circunstancia le
sugiere, se emociona ante la repetición del jamás.
El estudiante se entrega a las suposiciones que el
caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no
tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y
también por una especie de superstición a
formularle preguntas que la respuesta inevitable, el
intolerable “nunca más”, le proporcione
la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto
amante solitario. La narración en lo que he
designado como su primera fase o fase natural, halla
su conclusión precisamente en esa tendencia del
corazón a la tortura, llevada hasta el último
extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que
pase los límites de la realidad.
Pero, en los
temas manejados de esta manera, por mucha que sea la
habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes
con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y
cierta desnudez que dañan la mirada de la persona
sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por
una parte, cierta suma de complejidad, dicho con
mayor propiedad, de combinación; por otra cierta
cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una
vena subterránea de pensamiento, invisible e
indefinido. Esta última cualidad es la que le
confiere a la obra de arte el aire opulento que a
menudo cometemos la estupidez de confundir con el
ideal. Lo que transmuta en prosa —y prosa de la
más baja estofa—, la pretendida poesía de los
que se denominan trascendentalistas, es justamente
el exceso en la expresión del sentido que sólo
debe quedar insinuado, la manía de convertir la
corriente subterránea de una obra en la otra
corriente, visible en la superficie.
Convencido de
ello, añadí las dos estancias que concluyen el
poema, porque su calidad sugestiva había de
penetrar en toda la narración antecedente. La
corriente subterránea del pensamiento se muestra
por primera vez en estos versos:
Arranca
tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos
de mi puerta.
El cuervo dijo: “Nunca más”.
Quiero
subrayar que la expresión “de mi corazón”
encierra la primera expresión poética. Estas
palabras, con la correspondiente respuesta, jamás,
disponen el espíritu a buscar un sentido moral en
toda la narración que se ha desarrollado
anteriormente.
Entonces el
lector comienza a considerar el cuervo como un ser
emblemático pero sólo en el último verso de la
última estancia puede ver con nitidez la intención
de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo
fúnebre y eterno.
Y
el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre
instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la
puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que
medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima,
proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que
yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar