Ernest Hemingway
(Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 - ‎Ketchum, Idaho‎, E.U., 1961)

Un idilio alpino (1927)
(“An Alpine Idyll”)
Originalmente publicado en la revista American Caravan (septiembre de 1927);
Men Without Women
(Nueva York: Scribner’s Sons, 1927, 232 págs.)


      Incluso a primera hora te acalorabas cuando bajabas al valle. El sol derretía la nieve de los esquís que cargábamos y secaba la madera. Era primavera en el valle, pero el sol calentaba mucho. Íbamos por la carretera de Galtur cargando nuestros esquís y nuestras mochilas. Cuando pasamos junto a la iglesia, acababa de terminar un funeral. Le dije: Grüss Gott al sacerdote cuando pasó a nuestro lado saliendo del cementerio. El sacerdote nos saludó inclinando la cabeza.
       —Es curioso que los sacerdotes nunca te hablen —dijo John.
       —Pensaba que les gustaría decir Grüss Gott.
       —Nunca contestan —dijo John.
       Nos detuvimos en la carretera y observamos al sacristán cubriendo el agujero de tierra con la pala. Un campesino de barba oscura y altas botas de piel estaba junto a la tumba. El sacristán dejó de echar tierra y se incorporó. El campesino de botas altas tomó la pala y siguió rellenando la tumba, esparciendo la tierra igual que un hombre esparce estiércol en un jardín. En aquella luminosa mañana de mayo la operación de rellenar una tumba parecía irreal. No me imaginaba que nadie pudiera morirse.
       —Imagínate que te entierren en un día tan bonito como este —le dije a John.
       —No me gustaría.
       —Bueno —dije—, nadie nos va a obligar.
       Seguimos por la carretera, pasamos junto a las casas del pueblo y llegamos a la posada. Llevábamos un mes esquiando en la Silvretta, y era agradable estar en el valle. En la Silvretta habíamos esquiado bien, pero era esquí de primavera, y la nieve solo era buena a primera hora de la mañana y última hora de la tarde. El resto del tiempo el sol la estropeaba. No había manera de resguardarse del sol. La única sombra la daban las rocas o la cabaña que había al abrigo de una roca, junto a un glaciar; y a la sombra el sudor se te helaba bajo la ropa interior. No te podías sentar fuera de la cabaña sin gafas de sol. Era agradable tostarse, pero el sol había sido muy cansado. Bajo él no había manera de descansar. Me alegraba alejarme de la nieve. La primavera estaba demasiado avanzada para seguir en la Silvretta. Yo estaba un poco cansado de esquiar. Nos habíamos quedado demasiado tiempo. Me llegaba de nuevo el sabor de la nieve que había bebido, derretida del tejado de hojalata de la cabaña. El sabor era parte de la sensación que me provocaba esquiar. Me alegraba de que hubiera otras cosas aparte del esquí, y me alegraba de haberme alejado de la primavera antinatural de alta montaña y encontrarme en el valle en esa mañana de mayo.
       El posadero estaba sentado en el porche de la posada, con la silla apoyada hacia atrás en la pared. Junto a él estaba el cocinero.
       —Ski-heil! —dijo el posadero.
       —Heil! —dijimos, y apoyamos los esquís en la pared y nos quitamos las mochilas.
       —¿Cómo ha ido ahí arriba? —preguntó el posadero.
       —Schön. El sol un poco excesivo.
       —Sí. Demasiado sol en esta época del año.
       El cocinero estaba sentado en su silla. El posadero entró con nosotros, abrió su oficina con la llave y sacó nuestro correo. Había un fajo de cartas y algunos papeles.
       —Vamos a tomar una cerveza —dijo John.
       —Muy bien. Beberemos dentro.
       El dueño trajo dos botellas y nos las bebimos mientras leíamos las cartas.
       —Mejor tomemos otra cerveza —dijo John. Esta vez las trajo una chica. Sonrió al abrir las botellas.
       —Muchas cartas —dijo.
       —Sí. Muchas.
       —Prosit —dijo, y salió, llevándose las botellas vacías.
       —Ya se me había olvidado el sabor de la cerveza.
       —A mí no —dijo John—. Cuando estábamos en la cabaña pensaba mucho en ella.
       —Bueno —dije—, ahora nos la podemos tomar.
       —Nunca se debería hacer nada durante demasiado tiempo.
       —Ya lo creo que ha sido demasiado —dijo John—. No es bueno hacer una cosa demasiado tiempo.
       El sol entraba por la ventana abierta y brillaba a través de las botellas que había sobre la mesa. Las botellas estaban medio llenas. Había un poco de espuma en la cerveza que quedaba en las botellas, no mucha porque estaba muy fría. Formaba una especie de collar cuando la servías en los vasos altos. Miré por la ventana abierta hacia la carretera blanca. Los árboles que había junto a la carretera estaban empolvados de nieve. Más allá había un campo verde y un arroyo. Había árboles siguiendo el arroyo y un molino con una noria. A través del lado abierto del molino vi un largo tronco y en él una sierra que subía y bajaba. Nadie parecía encargarse de ella. Cuatro cuervos caminaban sobre el campo verde. Un cuervo estaba posado en un árbol, mirando. Fuera, en el porche, el cocinero se levantó de su silla y enfiló el pasillo que llevaba a la cocina. Dentro, el sol atravesaba las botellas vacías que había en la mesa. John estaba inclinado hacia delante con la cabeza entre los brazos.
       Por la ventana vi dos hombres que se acercaban a los escalones del porche. Entraron en el bar. Uno era el campesino con barba y botas altas. El otro era el sacristán. Se sentaron a la mesa que había bajo la ventana. Llegó la chica y se quedó junto a su mesa. Parecía que el campesino no la veía. Estaba sentado con las manos sobre la mesa. Llevaba su viejo uniforme del ejército, con coderas.
       —¿Qué será? —preguntó el sacristán. El campesino no le prestó atención—. ¿Qué vas a beber?
       —Schnapps —dijo el campesino.
       —Y un cuarto de litro de vino tinto —le dijo el sacristán a la chica.
       La chica llevó las bebidas y el campesino se bebió el schnapps. Miró por la ventana. El sacristán lo observaba. John había dejado caer la cabeza sobre la mesa. Estaba dormido.
       El posadero entró y se dirigió a la mesa. Habló en dialecto y el sacristán le contestó. El campesino miraba por la ventana. El posadero salió del bar. El campesino se levantó. Sacó un billete doblado de diez mil coronas de su cartera de piel y lo desdobló. Apareció la chica.
       —Alles? —preguntó.
       —Alles —dijo él.
       —Deja que pague el vino —dijo el sacristán.
       —Alles —le repitió el campesino a la chica. Ella se llevó la mano al bolsillo del delantal, la sacó llena de monedas y contó el cambio. El campesino fue hacia la puerta. En cuanto se hubo ido el posadero volvió a entrar en el bar y habló con el sacristán. Se sentó con él. Hablaron en dialecto. Al sacristán se le veía divertido. El posadero estaba disgustado. El sacristán se levantó de la mesa. Era un hombre pequeño con bigote. Se asomó por la ventana y miró la carretera.
       —Ya está entrando —dijo.
       —¿En el Löwen?
       —Ja.
       Volvieron a hablar y el posadero se acercó a nuestra mesa. El posadero era un hombre alto y viejo. Miró a John, que dormía.
       —Está muy cansado.
       —Sí, nos hemos levantado temprano.
       —¿Quieren comer pronto?
       —Cuando sea —dije—. ¿Qué hay para comer?
       —Lo que quieran. La chica les traerá la carta.
       La chica les llevó el menú. John se despertó. El menú estaba escrito con tinta en una cartulina, y la cartulina estaba inserta en una madera con ranuras.
       —Aquí tienes la Speisekarte —le dije a John. Miró la carta. Aún estaba dormido.
       —¿Quiere tomar algo con nosotros? —le pregunté al posadero. Se sentó.
       —Estos campesinos son animales —dijo el posadero.
       —Vimos a ese hombre en el funeral, al entrar en el pueblo.
       —La que había muerto era su esposa.
       —Oh.
       —Es un animal. Todos estos campesinos son animales.
       —¿A qué se refiere?
       —No se lo creería. No se creería lo que le ha pasado a este.
       —Cuéntemelo.
       —No se lo creería. —El posadero se dirigió al sacristán—. Franz, ven aquí. —El sacristán se acercó y se trajo su botellín de vino y su vaso.
       —Estos señores acaban de llegar de la Wiesbadenerhütte —dijo el posadero. Nos estrechamos la mano.
       —¿Qué quiere beber? —le pregunté.
       —Nada. —Franz negó con el dedo.
       —¿Otro cuartillo?
       —De acuerdo.
       —¿Entienden el dialecto? —preguntó el posadero.
       —No.
       —¿De qué va todo esto? —preguntó John.
       —Va a contarnos lo que le pasaba al campesino que vimos llenando la tumba de tierra, cuando entramos en el pueblo.
       —Es igual, no lo entiendo —dijo John—. Hablan demasiado deprisa para mí.
       —Ese campesino —dijo el posadero— ha traído hoy a su esposa para que la enterraran. Murió en noviembre.
       —En diciembre —dijo el sacristán.
       —Eso no cambia nada. Murió en diciembre, pues, y él se lo notificó al ayuntamiento.
       —El dieciocho de diciembre —dijo el sacristán.
       —Sea como sea, no podía traerla para que la enterraran hasta que desapareciera la nieve.
       —Vive al otro lado del Paznaun —dijo el sacristán—. Pero pertenece a esta parroquia.
       —¿Y no podía traerla de ninguna manera? —pregunté.
       —No. Hasta que la nieve se derrite, solo puede venir desde donde vive esquiando. De modo que hoy la trajo para que la enterraran, y el sacerdote, cuando vio la cara de la mujer, no quería enterrarla. Cuénteselo —le dijo el sacristán—. En alemán, no en dialecto.
       —Lo del sacerdote ha sido muy divertido —dijo el sacristán—. En el informe al ayuntamiento dice que murió de un problema cardíaco. Ya sabíamos que tenía problemas de corazón. A veces se desmayaba en la iglesia. Llevaba mucho tiempo sin venir. Ya no tenía fuerzas para la subida. Cuando el sacerdote le destapó la cara le preguntó a Olz: «¿Su esposa sufrió mucho?». «No», dijo Olz. «Cuando llegué a casa estaba muerta en la cama».
       »El sacerdote volvió a mirarla. Aquello no le gustaba.
       »“¿Cómo es que tiene la cara así?”.
       »“No lo sé”, dijo Olz.
       »“Pues será mejor que lo averigüe”, dijo el sacerdote, y volvió a taparla con la manta. Olz no dijo nada. El sacerdote se lo quedó mirando. Olz se quedó mirando al sacerdote. “¿Quiere saberlo?”.
       »“Debo saberlo”, dijo el sacerdote.
       —Aquí viene la parte buena —dijo el posadero—. Escuchen. Sigue, Franz.
       —«Bueno», dijo Olz, «cuando murió informé al ayuntamiento y la metí en el cobertizo, encima de la leña grande. Cuando comencé a utilizar la leña grande estaba rígida, y la puse de pie apoyada en la pared. Tenía la boca abierta, y cuando por la noche entraba en el cobertizo para cortar leña, le colgaba el farol en la boca».
       »“¿Por qué lo hizo?”, le preguntó el sacerdote.
       »“No lo sé”, dijo Olz.
       »“¿Lo hizo muchas veces?”.
       »“Cada vez que entraba en el cobertizo por la noche”.
       »“Eso estuvo muy mal”, dijo el sacerdote. “¿Amaba a su esposa?”.
       »“Ja, la amaba”, dijo Olz. “La quería mucho”.
       —¿Lo han entendido todo? —preguntó el posadero—. ¿Han entendido toda la historia de su mujer?
       —La he oído.
       —¿Y la comida? —preguntó John.
       —Pide —dije—. ¿Cree que es cierto? —le pregunté al posadero.
       —Claro que es cierto —dijo—. Los campesinos son animales.
       —¿Adónde se ha ido ahora?
       —Se ha ido a beber a la posada de mi colega, el Löwen.
       —No quiere beber conmigo —dijo el sacristán.
       —Tampoco quiere beber conmigo, ahora que yo también sé lo de su mujer —dijo el posadero.
       —Escucha —dijo John—. ¿Y si comemos?
       —De acuerdo —dije.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar