Ernest
Hemingway
(Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 - Ketchum, Idaho, E.U., 1961)
Los asesinos (1927)
(“The Killers”)
Originalmente publicado, como “The Matadors”,
en Scribner’s Magazine (marzo de 1927);
Men Without Women
(Nueva York: Scribner's Sons, 1927, 232 págs.)
La puerta del restaurante de
Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
—¿Qué van a pedir? —les
preguntó George.
—No sé —dijo uno de ellos—.
¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
—Qué sé yo —respondió Al—,
no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las
luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el
menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había
estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
—Yo voy a pedir costillitas de
cerdo con salsa de manzanas y puré de papas —dijo el primero.
—Todavía no está listo.
—¿Entonces por qué carajo lo
ponés en la carta?
—Esa es la cena —le explicó
George—. Puede pedirse a partir de las seis.
George miró el reloj en la pared de
atrás del mostrador.
—Son las cinco.
—El reloj marca las cinco y veinte
—dijo el segundo hombre.
—Adelanta veinte minutos.
—Bah, a la mierda con el reloj —exclamó
el primero—. ¿Qué tenés para comer?
—Puedo ofrecerles cualquier
variedad de sánguches —dijo George—, jamón con huevos, tocino con
huevos, hígado y tocino, o un bife.
—A mí dame suprema de pollo con
arvejas y salsa blanca y puré de papas.
—Esa es la cena.
—¿Será posible que todo lo que
pidamos sea la cena?
—Puedo ofrecerles jamón con
huevos, tocino con huevos, hígado...
—Jamón con huevos —dijo el que
se llamaba Al. Vestía un sombrero hongo y un sobretodo negro abrochado.
Su cara era blanca y pequeña, sus labios angostos. Llevaba una bufanda
de seda y guantes.
—Dame tocino con huevos —dijo el
otro. Era más o menos de la misma talla que Al. Aunque de cara no se
parecían, vestían como gemelos. Ambos llevaban sobretodos demasiado
ajustados para ellos. Estaban sentados, inclinados hacia adelante, con
los codos sobre el mostrador.
—¿Hay algo para tomar? —preguntó
Al.
—Gaseosa de jengibre, cerveza sin
alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George.
—Dije si tenés algo para tomar.
—Sólo lo que nombré.
—Es un pueblo caluroso este, ¿no?
—dijo el otro— ¿Cómo se llama?
—Summit.
—¿Alguna vez lo oíste nombrar?
—preguntó Al a su amigo.
—No —le contestó éste.
—¿Qué hacen acá a la noche? —preguntó
Al.
—Cenan —dijo su amigo—. Vienen
acá y cenan de lo lindo.
—Así es —dijo George.
—¿Así que creés que así es?
—Al le preguntó a George.
—Seguro.
—Así que sos un chico vivo, ¿no?
—Seguro —respondió George.
—Pues no lo sos —dijo el otro
hombrecito—. ¿No cierto, Al?
—Se quedó mudo —dijo Al. Giró
hacia Nick y le preguntó: —¿Cómo te llamás?
—Adams.
—Otro chico vivo —dijo Al—.
¿No, Max, que es vivo?
—El pueblo está lleno de chicos
vivos —respondió Max.
George puso las dos bandejas, una de
jamón con huevos y la otra de tocino con huevos, sobre el mostrador.
También trajo dos platos de papas fritas y cerró la portezuela de la
cocina.
—¿Cuál es el suyo? —le
preguntó a Al.
—¿No te acordás?
—Jamón con huevos.
—Todo un chico vivo —dijo Max.
Se acercó y tomó el jamón con huevos. Ambos comían con los guantes
puestos. George los observaba.
—¿Qué mirás? —dijo Max
mirando a George.
—Nada.
—Cómo que nada. Me estabas
mirando a mí.
—En una de esas lo hacía en
broma, Max —intervino Al.
George se rió.
—Vos no te rías —lo
cortó Max—. No tenés nada de qué reírte, ¿entendés?
—Está bien —dijo George.
—Así que pensás que está bien
—Max miró a Al—. Piensa que está bien. Esa sí que está buena.
—Ah, piensa —dijo Al. Siguieron
comiendo.
—¿Cómo se llama el chico vivo
ése que está en la punta del mostrador? —le preguntó Al a Max.
—Ey, chico vivo —llamó Max a
Nick—, andá con tu amigo del otro lado del mostrador.
—¿Por? —preguntó Nick.
—Porque sí.
—Mejor pasá del otro lado, chico
vivo —dijo Al. Nick pasó para el otro lado del mostrador.
—¿Qué se proponen? —preguntó
George.
—Nada que te importe —respondió
Al—. ¿Quién está en la cocina?
—El negro.
—¿El negro? ¿Cómo el negro?
—El negro que cocina.
—Decile que venga.
—¿Qué se proponen?
—Decile que venga.
—¿Dónde se creen que están?
—Sabemos muy bien donde estamos
—dijo el que se llamaba Max—. ¿Parecemos tontos acaso?
—Por lo que decís, parecería que
sí —le dijo Al—. ¿Qué tenés que ponerte a discutir con este
chico? —y luego a George— Escuchá, decile al negro que venga acá.
—¿Qué le van a hacer?
—Nada. Pensá un poco, chico vivo.
¿Qué le haríamos a un negro?
George abrió la portezuela de la
cocina y llamó: —Sam, vení un minutito.
El negro abrió la puerta de la
cocina y salió.
—¿Qué pasa? —preguntó. Los
dos hombres lo miraron desde el mostrador.
—Muy bien, negro —dijo Al—.
Quedate ahí.
El negro Sam, con el delantal
puesto, miró a los hombres sentados al mostrador:
—Sí, señor —dijo. Al bajó de
su taburete.
—Voy a la cocina con el negro y el
chico vivo —dijo—. Volvé a la cocina, negro. Vos también, chico
vivo.
El hombrecito entró a la cocina
después de Nick y Sam, el cocinero. La puerta se cerró detrás de
ellos. El que se llamaba Max se sentó al mostrador frente a George. No
lo miraba a George sino al espejo que había tras el mostrador. Antes de
ser un restaurante, lo de Henry había sido una taberna.
—Bueno, chico vivo —dijo Max con
la vista en el espejo—. ¿Por qué no decís algo?
—¿De qué se trata todo esto?
—Ey, Al —gritó Max—. Acá
este chico vivo quiere saber de qué se trata todo esto.
—¿Por qué no le contás? —se
oyó la voz de Al desde la cocina.
—¿De qué creés que se trata?
—No sé.
—¿Qué pensás?
Mientras hablaba, Max miraba todo el
tiempo al espejo.
—No lo diría.
—Ey, Al, acá el chico vivo dice
que no diría lo que piensa.
—Está bien, puedo oírte —dijo
Al desde la cocina, que con una botella de ketchup mantenía abierta la
ventanilla por la que se pasaban los platos—. Escuchame, chico vivo
—le dijo a George desde la cocina—, alejate de la barra. Vos, Max,
correte un poquito a la izquierda —parecía un fotógrafo dando
indicaciones para una toma grupal.
—Decime, chico vivo —dijo Max—.
¿Qué pensás que va a pasar?
George no respondió.
—Yo te voy a contar —siguió Max—.
Vamos a matar a un sueco. ¿Conocés a un sueco grandote que se llama
Ole Andreson?
—Sí.
—Viene a comer todas las noches,
¿no?
—A veces.
—A las seis en punto, ¿no?
—Si viene.
—Ya sabemos, chico vivo —dijo
Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Vas al cine?
—De vez en cuando.
—Tendrías que ir más seguido.
Para alguien tan vivo como vos, está bueno ir al cine.
—¿Por qué van a matar a Ole
Andreson? ¿Qué les hizo?
—Nunca tuvo la oportunidad de
hacernos algo. Jamás nos vio.
—Y nos va a ver una sola vez —dijo
Al desde la cocina.
—¿Entonces por qué lo van a
matar? —preguntó George.
—Lo hacemos para un amigo. Es un
favor, chico vivo.
—Callate —dijo Al desde la
cocina—. Hablás demasiado.
—Bueno, tengo que divertir al
chico vivo, ¿no, chico vivo?
—Hablás demasiado —dijo Al—.
El negro y mi chico vivo se divierten solos. Los tengo atados como una
pareja de amigas en el convento.
—¿Tengo que suponer que estuviste
en un convento?
—Uno nunca sabe.
—En un convento judío. Ahí
estuviste vos.
George miró el reloj.
—Si viene alguien, decile que el
cocinero salió, si después de eso se queda, le decís que cocinás
vos. ¿Entendés, chico vivo?
—Sí —dijo George—. ¿Qué nos
harán después?
—Depende —respondió Max—. Esa
es una de las cosas que uno nunca sabe en el momento.
George miró el reloj. Eran las seis
y cuarto. La puerta de calle se abrió y entró un conductor de
tranvías.
—Hola, George —saludó—. ¿Me
servís la cena?
—Sam salió —dijo George—.
Volverá alrededor de una hora y media.
—Mejor voy a la otra cuadra —dijo
el chofer.
George miró el reloj. Eran las seis
y veinte.
—Estuviste bien, chico vivo —le
dijo Max—. Sos un verdadero caballero.
—Sabía que le volaría la cabeza
—dijo Al desde la cocina.
—No —dijo Max—, no es eso. Lo
que pasa es que es simpático. Me gusta el chico vivo.
A las siete menos cinco George
habló:
—Ya no viene.
Otras dos personas habían entrado
al restaurante. En una oportunidad George fue a la cocina y preparó un
sánguche de jamón con huevos “para llevar”, como había pedido el
cliente. En la cocina vio a Al, con su sombrero hongo hacia atrás,
sentado en un taburete junto a la portezuela con el cañón de un arma
recortada apoyado en un saliente. Nick y el cocinero estaban amarrados
espalda con espalda con sendas toallas en sus bocas. George preparó el
pedido, lo envolvió en papel manteca, lo puso en una bolsa y lo
entregó, el cliente pagó y salió.
—El chico vivo puede hacer de todo
—dijo Max—. Cocina y hace de todo. Harías de alguna chica una linda
esposa, chico vivo.
—¿Sí? —dijo George— Su
amigo, Ole Andreson, no va a venir.
—Le vamos a dar otros diez minutos
—repuso Max.
Max miró el espejo y el reloj. Las
agujas marcaban las siete en punto, y luego siete y cinco.
—Vamos, Al —dijo Max—. Mejor
nos vamos de acá. Ya no viene.
—Mejor esperamos otros cinco
minutos —dijo Al desde la cocina.
En ese lapso entró un hombre, y
George le explicó que el cocinero estaba enfermo.
—¿Por qué carajo no conseguís
otro cocinero? —lo increpó el hombre—. ¿Acaso no es un restaurante
esto? —luego se marchó.
—Vamos, Al —insistió Max.
—¿Qué hacemos con los dos chicos
vivos y el negro?
—No va a haber problemas con
ellos.
—¿Estás seguro?
—Sí, ya no tenemos nada que hacer
acá.
—No me gusta nada —dijo Al—.
Es imprudente, vos hablás demasiado.
—Uh, qué te pasa —replicó Max—.
Tenemos que entretenernos de alguna manera, ¿no?
—Igual hablás demasiado —insistió
Al. Este salió de la cocina, la recortada le formaba un ligero bulto en
la cintura, bajo el sobretodo demasiado ajustado que se arregló con sus
manos enguantadas.
—Adios, chico vivo —le dijo a
George—. La verdad que tuviste suerte.
—Es cierto —agregó Max—,
deberías apostar en las carreras, chico vivo.
Los dos hombres se retiraron.
George, a través de la ventana, los vio pasar bajo el farol de la
esquina y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y esos sombreros
hongos parecían dos artistas de variedades. George volvió a la cocina
y desató a Nick y al cocinero.
—No quiero que esto vuelva a
pasarme —dijo Sam—. Ya no quiero que vuelva a pasarme.
Nick se incorporó. Nunca antes
había tenido una toalla en su boca.
—¿Qué carajo...? —dijo
pretendiendo seguridad.
—Querían matar a Ole Andreson —les
contó George—. Lo iban a matar de un tiro ni bien entrara a comer.
—¿A Ole Andreson?
—Sí, a él.
El cocinero se palpó los ángulos
de la boca con los pulgares.
—¿Ya se fueron? —preguntó.
—Sí —respondió George—, ya
se fueron.
—No me gusta —dijo el cocinero—.
No me gusta para nada.
—Escuchá —George se dirigió a
Nick—. Tendrías que ir a ver a Ole Andreson.
—Está bien.
—Mejor que no tengas nada que ver
con esto —le sugirió Sam, el cocinero—. No te conviene meterte.
—Si no querés no vayas —dijo
George.
—No vas a ganar nada
involucrándote en esto —siguió el cocinero—. Mantenete al margen.
—Voy a ir a verlo —dijo Nick—.
¿Dónde vive?
El cocinero se alejó.
—Los jóvenes siempre saben que es
lo que quieren hacer —dijo.
—Vive en la pensión Hirsch —George
le informó a Nick.
—Voy para allá.
Afuera, las luces de la calle
brillaban por entre las ramas de un árbol desnudo de follaje. Nick
caminó por el costado de la calzada y a la altura del siguiente poste
de luz tomó por una calle lateral. La pensión Hirsch se hallaba a tres
casas. Nick subió los escalones y tocó el timbre. Una mujer apareció
en la entrada.
—¿Está Ole Andreson?
—¿Querés verlo?
—Sí, si está.
Nick siguió a la mujer hasta un
descanso de la escalera y luego al final de un pasillo. Ella llamó a la
puerta.
—¿Quién es?
—Alguien que viene a verlo, Sr.
Andreson —respondió la mujer.
—Soy Nick Adams.
—Pasá.
Nick abrió la puerta e ingresó al
cuarto. Ole Andreson yacía en la cama con la ropa puesta. Había sido
un boxeador peso pesado y la cama le quedaba chica. Estaba acostado con
la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Estaba en lo de Henry —comenzó
Nick—, cuando dos tipos entraron y nos ataron a mí y al cocinero, y
dijeron que iban a matarlo.
Sonó tonto decirlo. Ole Andreson no
dijo nada.
—Nos metieron en la cocina —continuó
Nick—. Iban a dispararle apenas entrara a cenar.
Ole Andreson miró a la pared y
siguió sin decir palabra.
—George creyó que lo mejor era
que yo viniera y le contase.
—No hay nada que yo pueda hacer
—Ole Andreson dijo finalmente.
—Le voy a decir cómo eran.
—No quiero saber cómo eran —dijo
Ole Andreson. Volvió a mirar hacia la pared: —Gracias por venir a
avisarme.
—No es nada.
Nick miró al grandote que yacía en
la cama.
—¿No quiere que vaya a la
policía?
—No —dijo Ole Andreson—. No
sería buena idea.
—¿No hay nada que yo pudiera
hacer?
—No. No hay nada que hacer.
—Tal vez no lo dijeron en serio.
—No. Lo decían en serio.
Ole Andreson volteó hacia la pared.
—Lo que pasa —dijo hablándole a
la pared— es que no me decido a salir. Me quedé todo el día acá.
—¿No podría escapar de la
ciudad?
—No —dijo Ole Andreson—. Estoy
harto de escapar.
Seguía mirando a la pared.
—Ya no hay nada que hacer.
—¿No tiene ninguna manera de
solucionarlo?
—No. Me equivoqué —seguía
hablando monótonamente—. No hay nada que hacer. Dentro de un rato me
voy a decidir a salir.
—Mejor vuelvo a lo de George —dijo
Nick.
—Chau —dijo Ole Andreson sin
mirar hacia Nick—. Gracias por venir.
Nick se retiró. Mientras cerraba la
puerta vio a Ole Andreson totalmente vestido, tirado en la cama y
mirando a la pared.
—Estuvo todo el día en su cuarto
—le dijo la encargada cuando él bajó las escaleras—. No debe
sentirse bien. Yo le dije: “Señor Andreson, debería salir a caminar
en un día otoñal tan lindo como este”, pero no tenía ganas.
—No quiere salir.
—Qué pena que se sienta mal —dijo
la mujer—. Es un hombre buenísimo. Fue boxeador, ¿sabías?
—Sí, ya sabía.
—Uno no se daría cuenta salvo por
su cara —dijo la mujer. Estaban junto a la puerta principal—. Es tan
amable.
—Bueno, buenas noches, Señora
Hirsch —saludó Nick.
—Yo no soy la Señora Hirsch —dijo
la mujer—. Ella es la dueña. Yo me encargo del lugar. Yo soy la
Señora Bell.
—Bueno, buenas noches, Señora
Bell —dijo Nick.
—Buenas noches —dijo la mujer.
Nick caminó por la vereda a oscuras
hasta la luz de la esquina, y luego por la calle hasta el restaurante.
George estaba adentro, detrás del mostrador.
—¿Viste a Ole?
—Sí —respondió Nick—. Está
en su cuarto y no va a salir.
El cocinero, al oír la voz de Nick,
abrió la puerta desde la cocina.
—No pienso escuchar nada —dijo y
volvió a cerrar la puerta de la cocina.
—¿Le contaste lo que pasó? —preguntó
George.
—Sí. Le conté pero él ya sabe
de qué se trata.
—¿Qué va a hacer?
—Nada.
—Lo van a matar.
—Supongo que sí.
—Debe haberse metido en algún
lío en Chicago.
—Supongo —dijo Nick.
—Es terrible.
—Horrible —dijo Nick.
Se quedaron callados. George se
agachó a buscar un repasador y limpió el mostrador.
—Me pregunto qué habrá hecho —dijo
Nick.
—Habrá traicionado a alguien. Por
eso los matan.
—Me voy a ir de este pueblo —dijo
Nick.
—Sí —dijo George—. Es lo
mejor que podés hacer.
—No soporto pensar en él
esperando en su cuarto sabiendo lo que le va a pasar. Es realmente
horrible.
—Bueno —dijo George—. Mejor
dejá de pensar en eso.
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