Ernest Hemingway
(Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 - Ketchum, Idaho, E.U., 1961)
La capital del
mundo (1936)
(“The Capital of the World”)
Originalmente publicado, como “The Horns of the Bull”,
en la revista Esquire (junio de 1936);
The Fifth Column and the First Forty-Nine Stories
(Nueva York: Scribner's Sons, 1938, 597 págs.)
Hay en Madrid
infinidad de muchachos llamados Paco, diminutivo
de Francisco. A propósito, un chiste de sabor
madrileño dice que cierto padre fué a la capital
y publicó el siguiente anuncio en las columnas
personales de El Liberal: PACO, VEN A VERME
AL HOTEL MONTAÑA EL MARTES A MEDIODÍA, ESTÁS
PERDONADO, PAPÁ; después de lo cual fué
menester llamar a un escuadrón de la Guardia
Civil para dispersar a los ochocientos jóvenes
que se habían creído aludidos Pero este Paco, que
trabajaba de mozo en la Pensión Luarca, no tenía
padre que le perdonase ni ningún motivo para ser
perdonado por él. Sus dos hermanas mayores eran
camareras en la misma casa. Habían conseguido ese
empleo simplemente por haber nacido en la misma
aldea que otra ex camarera de la pensión, que con
su asiduidad y honradez llenó de prestigio a su
tierra natal y preparó buena acogida para la gente
que de allí llegase. Dichas hermanas le habían
costeado el viaje en ómnibus hasta Madrid y
obtenido su actual ocupación de aprendiz de mozo.
En la aldea de donde provenía, situada en alguna
parte de Extremadura, imperaban condiciones de vida
increíblemente primitivas, los alimentos escaseaban
y las comodidades eran desconocidas, y tuvo que
trabajar mucho desde muy pequeño.
Se trataba de un
muchacho bien formado, con cabellos muy negros y
más bien crespos, dientes blancos y un cutis
envidiado por sus hermanas. Además, poseía una
sonrisa cordial y sencilla. Su salud era excelente,
cumplía a las mil maravillas con su trabajo y amaba
a sus hermanas, que parecían hermosas y avezadas
al mundo. Le gustaba Madrid, que todavía era un
lugar inverosímil, y también su trabajo, que
llevaba a cabo entre luces resplandecientes y con
camisas limpias, trajes de etiqueta y abundante
comida en la cocina, todo lo cual parecíale
excesivamente romántico.
Entre ocho y una
docena eran las personas que vivían en la Pensión
Luarca y comían en el comedor, pero Paco, el más
joven de los tres mozos que atendían las mesas,
sólo tenía en cuenta a los toreros, los únicos
que existían para él.
También vivían
en la pensión toreros de segunda clase, porque su
situación en la calle San Jerónimo les convenía,
además de que la comida era excelente y el
alojamiento y la pensión resultaban baratos. El
torero necesita la apariencia, si no de prosperidad,
por lo menos de crédito, ya que el decoro y el
grado de dignidad, aparte del valor, son las
virtudes más apreciadas en España, y los toreros
permanecían allí hasta gastar sus últimas
pesetas. No existen antecedentes de que alguno de
ellos hubiera abandonado la Pensión Luarca por un
hotel mejor o más caro; los de segunda clase no
mejoraban nunca su situación; pero la salida del
Luarca se producía con rapidez ante la aplicación
automática de la norma según la cual nadie que no
hiciese nada podía permanecer allí ya que la mujer
a cargo de la pensión únicamente presentaba la
cuenta sin que se la pidieran cuando sabia que se
trataba de un caso perdido.
Por entonces
eran huéspedes de la pensión tres diestros, dos
picadores muy buenos y un excelente banderillero. El
Luarca constituía un verdadero lujo para los
picadores y banderilleros, que, como tenían sus
familias en Sevilla, necesitaban alojamiento en
Madrid durante la estación primaveral. Pero les
pagaban bien y tenían trabajo seguro, pues tal
clase de subalternos escaseaban mucho aquella
temporada. Por lo tanto, era probable que esos
tres subalternos ganasen más que cualquiera de los
tres matadores. De éstos, uno estaba enfermo y
trataba de ocultarlo; otro ya había perdido la
preferencia que el público le otorgó como
novedad; y el tercero era un cobarde.
En cierta época,
hasta que recibió una atroz cornada en la parte
baja del abdomen, en su primera temporada como
torero, el cobarde poseía coraje excepcional y
habilidad notable y todavía conservaba muchas de
las sinceras admiraciones de sus días de éxito.
Era excesivamente jovial y reía constantemente,
con o sin motivo. En la época de sus triunfos fué
muy aficionado a las chanzas, pero ahora había
perdido ésa costumbre. Estaban seguros de que ya
no la conservaba. Este matador tenía un rostro
inteligente y franco, y se comportaba en forma muy
correcta.
El matador
enfermo tenia cuidado de no revelar nunca esta
circunstancia, y era minucioso en lo de comer un
poco de todos los platos que servían en la mesa.
Tenia gran cantidad de pañuelos, que él mismo
lavaba en su cuarto, y, últimamente, vendió sus
trajes de torero. Había vendido uno, por poco
dinero, antes de Navidad, y otro en la primera
semana de abril. Eran trajes muy caros, que siempre
fueron bien conservados, y todavía le quedaba uno.
Antes de ponerse enfermo fué un torero muy
prometedor y hasta sensacional, y, aunque no sabía
leer, tenia recortes según los cuales se lució
más que Belmonte al hacer su debut en
Madrid. Comía siempre solo en una mesa pequeña y
pocas veces levantaba la vista del plato.
El matador que
en una ocasión fué una novedad en el ambiente era
muy bajo, muy moreno y muy serio. También comía
solo en una mesa separada. Sonreía rara vez y nunca
reía con estruendo. Era de Valladolid, donde la
gente es demasiado seria, y lo consideraban un
torero hábil; pero su estilo había pasado de moda
antes de que hubiese podido ganar el afecto del
público con sus virtudes: coraje y serena
inteligencia. Por lo tanto, su nombre en un cartel
no atraía público a la plaza, La novedad
consistía en su baja estatura, que apenas le pe
mitía ver más arriba de las cruces del toro, pero
no era el único con esa particularidad y jamás
logró conquistar el afecto del público.
De los picadores,
uno tenía cara de gavilán y era canoso, delgado,
pero con piernas y brazos fuertes como el acero.
Siempre usaba botas de ganadero debajo de los
pantalones; por las noches bebía demasiado, y en
cualquier momento se detenía en la contemplación
amorosa de todas las mujeres de la pensión. El
otro era alto, corpulento, de cara trigueña, buen
mozo, con el cabello negro como el de un indio y
manos enormes. Ambos eran grandes picadores, aunque
del primero se decía que había perdido gran parte
de su destreza por entregarse a la bebida y a la
disipación; y del segundo, que era demasiado terco
y pendenciero para poder trabajar más de una
temporada con cualquier matador.
El banderillero
era de edad madura, canoso, ágil como un gato a
pesar de sus años y, al verle sentado a la mesa, se
diría estar en presencia de un próspero hombre de
negocios. Sus piernas estaban todavía en buenas
condiciones para aquella temporada y, mientras
pudieran moverse, tenía bastante inteligencia y
experiencia como para conservar el trabajo por largo
tiempo. La diferencia estaría en que, cuando
perdiera la rapidez de sus pies, siempre tendría
miedo en los aspectos que ahora no le inquietaban,
tanto en la arena como fuera de ella.
Aquella noche,
todos habían salido del comedor, excepto el picador
de cara de gavilán que bebía demasiado, el
subastador de relojes en las exposiciones regionales
y fiestas de España, que también era muy
aficionIdo a empinar el codo, y dos sacerdotes
gallegos que estaban sentados en un rincón y
bebían, si no demasiado, por lo menos bastante. En
aquella época, el vino estaba incluido en el precio
del alojamiento y la pensión, y los mozos acababan
de traer frescas botellas de Valdepeñas a las mesas
del subastador de rostro estigmatizado, luego a la
del picador y, finalmente, a la de los dos curas.
Los tres
camareros, estaban ahora en un extremo del salón,
Según el reglamento de la casa, tenían que
permanecer allí hasta que abandonaran el comedor
los comensales cuyas mesas atendían, pero el que
tenía a su cargo la mesa de los dos sacerdotes
tenia que asistir a una reunión de carácter
anarcosindicalista, y Paco había aceptado
reemplazarle en sus tareas habituales..
Arriba, el
matador enfermo estaba acostado boca abajo en la
cama, solo. El diestro que había dejado de ser una
novedad miraba por la ventana mientras se preparaba
para ir al café, y el torero cobarde tenía en su
cuarto a la hermana mayor de Paco y trataba dc
lograr de la muchacha algo a lo que ella, entre
carcajadas, se negaba.
—Ven,
salvajilla.
—No —dijo la
mujer.
—Por favor.
—Matador —dijo
ella, cerrando la puerta—. Mi matador...
Dentro de la
habitación, él se sentó en la cama. Su rostro
presentaba todavía la contorsión que, en la arena,
transformaba en una constante sonrisa, asustando a
los espectadores de las primeras filas que sabían
de qué se trataba.
—Y esto —estaba
diciendo en voz alta— Toma. Y esto. Y esto.
Recordaba
perfectamente la época de su plenitud, apenas hacia
tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de
torero espolinada de oro sobre sus hombros, en
aquella cálida tarde de mayo, cuando su voz
todavía era la misma tanto en la arena como en el
café. Recordaba como suspiró junto a la afilada
hoja que pensaba clavar en la parte superior de las
paletas, en la empolvada protuberancia de músculos,
encima de los anchos cuernos de puntas astilladas,
duros como la madera, y que estaban más bajos
durante su mortal embestida. Recordaba el hundir
de la espada, como si se hubiese tratado de un
enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano
empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se
cruzaba hacia abajo, el hombro izquierdo se
inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo
quedaba sobre la pierna izquierda... pero, en
seguida, el peso de su cuerpo no descansó sobre la
pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y
mientras el toro levantaba la cabeza él perdió
de vista los cuernos y dió dos vueltas encima de
ellos antes de poder desprenderse. Por eso ahora,
cuando entraba a matar, lo cual ocurría muy rara
vez, no podía mirar los cuernos sin perder la
serenidad.
Abajo, en el
comedor, el picador miraba a los curas desde su
asiento. Si hubiese mujeres en el salón, a ellas
hubiera dirigido su mirada. Cuando no había
mujeres, observaba con placer a un extranjero, a un
inglés, pero, como no había ni mujeres ni
extranjeros, ahora miraba con placer e insolencia a
los dos sacerdotes. Entretanto, el subastador de
cara estigmatizada se puso de pie y salió
después de doblar su servilleta, dejando llena
hasta la mitad la botella de vino que había
pedido. No terminó toda la botella porque tenia
varias cuentas sin pagar en el Luarca.
Los dos curas no
se fijaron en el picador, pues conversaban
animadamente. Uno de ellos decía:
—Hace diez
días que estoy aquí, esperando verle. Me paso el
día entero en la antesala y no quiere recibirme.
—¿Qué hay
que hacer, entonces?
—Nada. ¿Qué
puede hacer uno? No se puede ir en contra de la
autoridad.
—He estado
aquí dos semanas, y nada, Espero, pero no quieren
verme.
—Venimos de la
tierra abandonada. Cuando se acabe el dinero
podemos volver.
—A la tierra
abandonada. ¿Qué le importa a Madrid, Galicia?
Somos una región pobre.
—En Madrid es
donde uno aprende a comprender las cosas. Madrid
mata a España.
—Si por lo
menos le atendieran a uno, aunque fuese para darle
una respuesta negativa...
—No. Tiene que
esperar hasta cansarse y desfallecer.
—Pues bien, ya
veremos. Puedo esperar como lo hacen otros.
En este momento,
el picador se puso de pie, caminó hacia la mesa de
los sacerdotes y se detuvo cerca de ellos, con su
pelo canoso y su cara de gavilán, mientras los
miraba con una sonrisa.
—Un torero —explicó
uno de los curas al otro.
—¡Y qué
torero! —dijo el picador, y de inmediato salió
del comedor, con la chaqueta gris, el talle ajustado,
las piernas estevadas y los estrechos pantalones que
cubrían sus botas de ganadero de altos tacones, que
sonaron con golpes secos cuando se alejó
fanfarroneando, mientras sonreía porque sí. Su
mundo profesional pequeño y estrecho, era un
mundo de eficiencia personal, de nocturnos triunfos
alcohólicos y de insolencia. Encendió un
cigarrillo y salió rumbo al café, no sin antes
inclinar bien su sombrero en el zaguán.
Los curas
salieron inmediatamente después del picador,
dándose prisa al advertir que eran los últimos en
abandonar el comedor, y entonces no quedó nadie en
el salón, excepto Paco y el camarero de edad madura,
que limpiaron las mesas y llevaron las botellas a la
cocina.
En la cocina
estaba el muchacho que lavaba los platos. Tenía
tres años más que Paco y era muy cínico y mordaz.
—Toma esto —dijo
el hombre mientras llenaba un vaso de Valdepeñas y
se lo ofrecía.
—¿Y por qué
no? —y el joven tomó el vaso.
—¿Y tú, Paco?
—Gracias —dijo
éste, y los tres se pusieron a beber.
—Bueno, yo me
voy —dijo el mozo viejo.
—Buenas noches
—le dijeron los jóvenes.
Salió y ellos
se quedaron solos. Paco tomó la servilleta que
había usado uno de los curas y, erguido, con los
tacones plantados, la bajó mientras seguía el
movimiento con la cabeza, y con los brazos efectuó
una lenta y vasta verónica. Luego se díó vuelta
y, adelantando ligeramente el pie derecho, hizo el
segundo pase, ganó un poco de terreno sobre el
imaginario toro y realizó un tercer pase, lento,
suave y perfectamente medido. Después recogió la
servilleta hasta la cintura y balanceó las caderas,
evitando la embestida del toro con una media
verónica.
El muchacho que
lavaba los platos, que se llamaba Enrique, lo
observaba con un gesto de desprecio.
—¿Qué tal es
el toro?. —preguntó.
—Muy bravo —dijo
Paco—. Mira.
Y, deteniéndose,
erguido y esbelto, hizo cuatro pases más,
perfectos, suaves, elegantes y graciosos.
—¿Y el toro?
—preguntó Enrique, apoyado en el fregadero.
Tenía puesto el delantal y todavía no había
terminado su vaso de vino.
—Tiene
gasolina para rato —contestó el otro.
—Me das
lástima —dijo Enrique.
——¿Por qué?
¿Está mal?
—Fíjate.
Enrique se
quitó el delantal y, mientras señalaba al toro
imaginario, esculpió cuatro gigantescas verónicas
perfectas y lánguidas, y terminó con una rebolera
que hizo girar el delantal sobre el hocico del
toro mientras se alejaba de él.
—¿Qué te
parece? —concluyó—. ¡Y pensar que tengo que
ganarme la vida lavando platos!
—¿Por qué?
—Por el miedo.
El mismo miedo que tendrías tú al encontrarte en
la arena, frente a un toro.
—No —replicó
Paco—. Yo no tendría miedo.
—¡Bah! Todos
tienen miedo. Pero un torero puede dominar ese miedo
y vencer al toro. Cierta vez intervine en una lidia
de aficionados y tuve tanto miedo que me escapé
corriendo. Todos creían que sería algo muy
divertido. Tú también te asustarías. Si no
fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de
España sería torero. Y tú, un muchacho del
campo, te asustarías más que yo..
—No —dijo
Paco.
En su
imaginación lo había hecho muchísimas veces.
Infinidad de veces vió los cuernos, el hocico
húmedo del toro, las orejas crispadas y luego cómo
agachaba la cabeza para la embestida. Oía el
golpe seco de los cascos del animal. Lo veía pasar
a su lado mientras él balanceaba la capa. Vió la
nueva embestida y volvió a balancear la capa, y
luego una y otra vez, para concluir mareando al
animal con su gran media verónica y alejándose con
oscilaciones de las caderas, con pelos del toro que
se habían prendido de los adornos de oro de su
chaqueta en los pases más ajustados. El toro había
quedado hipnotizado y la multitud aplaudía con
entusiasmo... No, no tendría miedo. Otros podían
sentirlo, pero él no. Sabía que iba a ser así.
Aunqué siempre hubiera tenido miedo, estaba
seguro de que podría hacerlo con toda calma.
Tenía confianza.
—Yo no
tendría miedo —repitió.
—¡Bah! —volvió
a exclamar Enrique, y después de una pausa agregó—:
¿Y si hiciéramos la prueba?
—¿Cómo?
—Mira —explicó
el lavador de platos—. Tú piensas siempre en el
toro, pero te olvidas de los cuernos. El toro tiene
tanta fuerza que los cuernos cortan como un cuchillo,
se clavan como una bayoneta y matan como un garrote.
Mira —y al decir esto abrió un cajón de la mesa
y sacó dos cuchillas de cortar carne—. Las
ataré a las patas de una silla. Luego haré de toro
poniéndola delante de mi cabeza. Imaginémonos que
las cuchillas son los cuernos. Si logras hacer
esos pases, puedes ser considerado una cosa seria.
—Préstame tu
delantal. Lo haremos en el comedor.
—No —dijo
Enrique, despojándose repentinamente de su amargura
habitual—. No lo hagas, Paco.
—Sí. No tengo
miedo.
—Pero lo
tendrás, cuando veas cómo se acercan las
cuchillas...
—Ya veremos
—concluyó Paco—. Dame el delantal.
Y Enrique
empezó a atar las dos cuchillas de hoja gruesa y
afilada como la de una navaja a las patas de la
silla, utilizando dos servilletas sucias, que
arrollaba a la altura de la mitad de cada cuchilla,
apretándolas lo más fuerte que le era posible.
Entretanto, las
dos camareras, hermanas de Paco, se dirigían al
cine para ver a Greta Garbo en «Anna Christie». De
los tíos sacerdotes, uno estaba sentado leyendo su
breviario, y el otro, rezaba el rosario. Todos los
toreros de la pensión, excepto el que se encontraba
enfermo, habían hecho ya su aparición nocturna en
el café Fornos, donde el picador corpulento y de
cabellos negros jugaba al billar, y el matador bajo
y respetuoso se hallaba delante de una taza de café
con leche en una mesa muy concurrida, al lado del
banderillero y de unos obreros serios.
El picador
canoso dado a la bebida, tenía un vaso de brandy
cazalás y observaba con placer la mesa ocupada por
el matador que ya había perdido el coraje, otro que
renunciaba a la espada para ser de nuevo
banderillero y dos viejas prostitutas.
Por su parte, el
subastador estaba charlando con varios amigos en
la esquina; el camarero alto estaba en la reunión
anárco—sindicalista, esperando con ansiedad la
ocasión de hacer uso de la palabra, y el mayor de
los camareros se encontraba sentado en la terraza
del Café Alvarez, bebiendo una copa de cerveza. En
cuanto a la dueña de la Pensión Luarca, dormía ya,
boca arriba, con el almohadón entre las piernas.
Era una mujer alta, gorda, honrada, limpia,
tranquila y muy religiosa. Todavía añoraba a su
marido y no dejaba de rezar por él todos los días,
a pesar de que hacia veinte años que había muerto.
El matador enfermo continuaba en su cuarto, solo,
acostado boca abajo, con un pañuelo en la boca.
En el desierto
comedor, Enrique estaba haciendo el último nudo en
las servilletas que ataban las cuchillas a las patas
de la silla. Después dirigió las patas hacia
adelante y sostuvo la silla sobre sus cabeza, a cada
lado de la cual apuntaba una de las afiladas
cuchillas.
—Pesa mucho
—dijo—. Mira, Paco. Va a ser muy peligroso. No
lo hagas.
Estaba sudando...
Frente a él,
Paco sostenía el delantal extendido, con un pliegue
en cada mano, con los pulgares arriba y los índices
hacia abajo, esperando la carga de la imaginaria
bestia.
—Avanza en
línea recta —indicó—. Luego vuélvete como
hace el toro. Y hazlo todas las veces que quieras.
—¿Y cómo
sabrás cuando cortar el pase? —preguntó
Enrique—. Es mejor hacer tres y después una
media.
—Entendido.
Pero, ¿qué esperas? ¡Eh, toritoI ¡Ven, torito!
Con la cabeza
gacha, Enrique corrió hacia él, y Paco balanceó
cl delantal junto a la afilada cuchilla, que pasó
muy cerca de su vientre, negro y liso, de puntas
blancas, y cuando Enrique ve dió vuelta para
volver a atropellar, vid la masa cubierta de sangre
del toro y oyó el golpe de los cascos que pasaban a
su lado, y, ágil como un gato, retiró la capa,
dejando que aquél siguiera su carrera. Enrique
preparó entonces una nueva embestida, y esta vez
mientras calculaba la distancia, Paco adelantó
demasiado su pie izquierdo —cosa de dos o tres
pulgadas— , y la cuchilla penetró en su cuerpo
con la misma facilidad que si se hubiese tratado
de un odre. Entonces sintió un calor nauseabundo
junto con la fría rigidez del acero. Al mismo
tiempo, oyó que Enrique gritaba:
—¡Ayl ¡Ay!
¡Déjame que lo saque! ¡Déjame sacártelo¡
Paco cayó hacia
adelante, sobre la silla, sosteniendo todavía en
sus manos el delantal convertido en capa. Enrique,
en su afán de separar al compañero, empujaba la
silla, y la cuchilla se hundía en él, en él, en
Paco...
Por fin salió,
y él se sentó sobre el piso, en el charco
caliente que se agrandaba cada vez más.
—Ponte la
servilleta encima. ¡Fuerte¡ —dijo Enrique—.
Aprieta bien. Iré corriendo en busca del médico.
Debes contener la hemorragia.
—Haría falta
una ventosa de goma —respondió Paco, que había
visto usar eso en la arena.
—Yo atropellé
en línea recta —balbuceó Enrique, sollozando—.
Lo único que quería era mostrarte el peligro...
—No te
preocupes —la voz de Paco parecía lejana—, pero
trae el médico.
En la arena,
cuando alguien resulta herido, lo levantan y lo
llevan corriendo a la sala de operaciones. Si la
arteria femoral se vacía antes de llegar, llaman al
sacerdote...
—Avisa a uno
de los curas —continuó Paco, que sostenía la
servilleta con todas sus fuerzas contra la parte
baja del abdomen. No podía creer que le hubiera
ocurrido aquello.
Pero Enrique ya
estaba en la calle San Jerónimo y se dirigía
corriendo hacia el dispensario de urgencia. Paco se
quedó solo. Primero se levantó, pero el dolor le
hizo caer de nuevo, y permaneció en el suelo hasta
lanzar el último suspiro, sintiendo que su vida se
escapaba como el agua sucia sale de la bañera
cuando uno levanta el tapón. Estaba asustado, y, al
sentirse desfallecer, trató de decir una frase de
contrición. Recordaba el comienzo, pero apenas
pronunció, con la mayor rapidez posible: «¡Oh,
Dios mío! Me arrepiento sinceramente de haberte
ofendido, a Ti, que mereces todo mi amor, y
resuelvo firmemente...»; se sintió ya demasiado
débil y cayó boca abajo sobre el piso, expirando
en pocos segundos. Una arteria femoral herida se
vacía más pronto de lo que uno piensa.
Mientras el
médico del dispensario subía por la escalera
acompañado por el agente de policía, que llevaba
del brazo a Enrique, las dos hermanas de Paco
estaban en el monumental cinematógrafo de la Gran
Vía. La película de la Garbo les deparó una gran
desilusión. Nadie quedó conforme con el mísero
papel de la gran estrella, pues estaban
acostumbrados a verla siempre rodeada de gran lujo y
esplendor. Los espectadores demostraban su
desagrado mediante silbidos y pateos. Los otros
habitantes del hotel estaban haciendo casi
exactamente lo mismo que cuando ocurrió el
accidente, excepto los dos curas, que habían
terminado sus devociones y se preparaban para ir a
dormir, y el canoso picador, que trasladó su copa
a la mesa ocupada por las dos viejas prostitutas.
Uno poco más tarde salió del café con una de
ellas; la que había acompañado en la borrachera al
matador que perdiera el coraje.
Y el joven Paco
no se enteró nunca de esto ni de lo que aquella
gente iba a hacer al día siguiente. Ni se imaginaba
cómo vivían, en realidad, ni cómo terminarían
sus existencias. Murió, como dice la frase
española, lleno de ilusiones. No había tenido
tiempo en su vida para perder ninguna de ellas, ni
siquiera, al final, para completar un acto de
contrición.
Tampoco tuvo
tiempo para desilusionarse por la película de Greta
Garbo, que defraudó a todo Madrid durante una
semana.
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