Ernest
Hemingway
(Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 - Ketchum, Idaho, E.U., 1961)
Colinas como elefantes blancos (1927)
(“Hills Like White Elephants”)
Originalmente publicado en la revista Transition (agosto de 1927);
Men Without Women
(Nueva York: Scribner's Sons, 1927, 232 págs.)
Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la
estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú
colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El
norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron
asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio.
Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se
detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había
quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Tomemos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la
cortina.
—¿Grandes? —preguntó una mujer desde el
umbral.
—Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos
portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al
hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas
bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —el
hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría
haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Anís del Toro. Es una bebida.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cuatro reales.
—Queremos dos de Anís del Toro.
—¿Con agua?
—¿Lo quieres con agua?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con
agua?
—No sabe mal.
—¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
—Sí, con agua.
—Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el
vaso.
—Así pasa con todo.
—Sí —dijo la muchacha—. Todo
sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el
ajenjo.
—Oh, basta ya.
—Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me
divertía. Pasaba un buen rato.
—Bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas
parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que
hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
—Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no
parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los
árboles.
—¿Tomamos otro trago?
—De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la
cortina de cuentas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el
hombre.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy
sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las
patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En
realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el
tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como
estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único
que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas,
extendió la mano y tomó dos de las sartas.
—Y piensas que estaremos bien y seremos
felices.
—Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha
gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después
todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no
estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente
sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo
hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán
como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte
bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos
momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es
perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importas.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y
luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el
extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a
lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas.
La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre
los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y
podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca
lo recobras.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes
sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la
muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras
hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé.
¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha—. ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las
colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
—Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero
que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si
algo significa para ti.
—¿No significa nada para ti? Hallaríamos
manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie
más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente
sencillo.
—Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo
sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿Querrías por favor por favor por favor por
favor callarte la boca?
Él no dijo nada y
miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos
los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me
importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de
cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida
sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las maletas al otro lado de la
estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la
cerveza.
Él recogió las dos
pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a
la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en
espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente.
Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas.
La muchacha estaba sentada y le sonrió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa
nada. Me siento muy bien.
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