Ernest Hemingway
(Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 - ‎Ketchum, Idaho‎, E.U., 1961)

Cincuenta de los grandes (1927)
[Otro título en español: “Cincuenta de a mil”]

(“Fifty Grand”)
Originalmente publicado en la revista Atlantic (julio de 1927);
Men Without Women
(Nueva York: Scribner's Sons, 1927, 232 págs.)


      —¿Cómo te encuentras, Jack? —le pregunté.
       —¿Has visto a ese Walcott?
       —Sí, acabo de verlo en el gimnasio.
       —Bueno; voy a necesitar mucha suerte con ese muchacho.
       —No podrá vencerte, Jack —declaró Soldier.
       —Me gustaría de veras que no pudiera hacerlo.
       —No podría derrotarte ni con puños de hierro en las manos.
       —Su guardia parece fácil de burlar —dije.
       —Sí —declaró Jack—. En realidad no va a durar mucho. No duraría como yo o como tú, Jerry. Pero, por el momento está en muy buenas condiciones.
       —Tú lo matarías sólo con la izquierda.
       —Tal vez —dijo Jack—. Quizá tenga oportunidad de voltearlo.
       —Manéjalo como a Kid Lewis.
       —Kid Lewis —exclamó Jack—. Ese judío...
       Los tres: Jack Brennan, Soldier Bartlett y yo, estábamos en el bar de Hanley. Había allí un par de brutos sentados en una mesa próxima a la nuestra. Estaban bebiendo.
       —¿Qué quieres decir con eso de judío, haragán irlandés?
       —Eso: ¡judío!
       —Judíos... —continuó el tipo—. ¡Estos irlandeses se pasan la vida hablando de los judíos!
       —Vamos. Salgamos de aquí.
       —Judíos... —siguió diciendo el matón—. ¿Y a ti quién te vio alguna vez pagando una copa a alguien? ¡Si tu mujer te cose los bolsillos todas las mañanas! ¡Estos irlandeses y su odio a los judíos! ¡Si Ted Lewis te hubiera podido hacer lamer el suelo!
       —¿De veras? —exclamó Jack—. ¿Y tú quieres hacernos creer que vas por ahí tirando el dinero con todo el mundo?
       Nos fuimos. Jack era así. Decía lo que quería, cuando quería decirlo.
       Había comenzado su entrenamiento en la granja de Danny Hogan, en Nueva Jersey. El lugar era muy hermoso, pero a Jack no le gustaba demasiado. No le agradaba estar separado de su mujer y los chicos, y estaba molesto y triste la mayor parte del tiempo. Yo le gustaba y nos llevábamos muy bien; también le agradaba Hogan, pero después de un tiempo Soldier Bartlett empezó a atacarle los nervios. Un bromista se hace algo muy difícil de soportar en un campo de entrenamiento, si sus bromas no son muy buenas. Soldier gastaba bromas a Jack en todo momento. No eran muy graciosas, ni muy buenas y terminaron por molestarlo. Eran cosas como éstas: Jack terminaba de hacer sus ejercicios con la bolsa de arena y se estaba quitando los guantes:
       —¿Quieres trabajar? —preguntaba a Soldier.
       —Bueno. ¿Cómo quieres hacerme trabajar? —contestaba—. ¿Quieres que te trate tan rudamente como lo hará Walcott? ¿Quieres que te tumbe unas cuantas veces?
       —Bueno —replicaba Jack. Pero, de todos modos no le gustaba lo que decía.
       Una mañana estábamos todos en el camino. Habíamos hecho una buena carrera y volvíamos a la granja. Corríamos tres minutos y caminábamos uno; luego volvíamos a correr otros tres, y así sucesivamente. Jack no era en verdad lo que se dice un corredor veloz. Se movía con bastante rapidez en el ring, pero en el camino no resultaba demasiado rápido. Durante todo el tiempo Soldier le hacía bromas. Subimos la colina que llevaba a la granja.
       —Bueno —dijo Jack—. Es mejor que te vuelvas a la ciudad, Soldier.
       —¿Qué quieres decir?
       —Que te vuelvas a la ciudad y te quedes allí.
       —¿Qué pasa?
       —Estoy cansado de oírte hablar.
       —¿Sí? —preguntó Soldier extrañado.
       —Sí —replicó Jack.
       —Estarás hecho un desastre cuando Walcott termine contigo.
       —Seguramente —contestó Jack—. Pero ahora estoy cansado de ti.
       Soldier se fue aquella misma mañana. Lo acompañé al tren Parecía resentido.
       —Estaba bromeando —dijo. En ese momento esperábamos en el andén—. ¡No tiene derecho a hacerme eso a mí!
       —Está nervioso y amargado —dije—. Pero es un buen muchacho, Soldier.
       —¡Demonio si lo es! Siempre ha sido un gran tipo.
       —Bueno —dije—. Adiós.
       El tren había entrado en la estación y Soldier subió con sus maletas.
       —Adiós, Jerry. ¿Llegarás a la ciudad antes de la pelea?
       —No lo creo.
       —Te veré entonces el día del match.
       Entró al pasillo. El guarda agitó los brazos y el tren se puso en marcha. Volví a la granja en la jardinera. Jack estaba en el patio escribiendo una carta a su mujer. Había llegado e] correo y cogiendo los periódicos, fui al porche trasero y me senté a leer. Hogan salió y se dirigió hacia mí.
       —¿Se disgustó con Soldier?
       —No. Se limitó a decirle que se fuera a la ciudad.
       —Me lo esperaba —dijo Hogan—. Nunca le gustó mucho Soldier.
       —No. Hay mucha gente que no le gusta.
       —Es un tipo bastante despreciativo.
       —Bueno; a mí siempre me ha tratado bien.
       —A mí también. No puedo quejarme. Pero es bastante despreciativo, de todos modos.
       Hogan entró a la casa y yo me quedé en el porche leyendo los periódicos. Había comenzado el otoño y esa es una estación muy buena en Nueva Jersey, viviendo en las colinas. Después de haber leído los diarios me quedé sentado allí mirando el campo y el camino que bajaba entre los bosques, y los automóviles que rodaban sobre él, levantando nubes de polvo. Hacía un tiempo magnífico y la vista de que se gozaba desde allí era muy hermosa.
       Hogan salió a la puerta y le dije:
       —Oye, Hogan. ¿No hay nada para cazar por aquí?
       —Sólo gorriones.
       —¿Has visto los periódicos? —le pregunté.
       —¿Por qué? ¿Pasa algo?
       —Sande ganó ayer tres carreras.
       —Anoche me lo dijo por teléfono.
       —Parece que sigues con atención las carreras.
       —Me entero algunas veces.
       —¿Y Jack? —pregunté—. ¿Todavía juega?
       —¿Él? —preguntó—. ¿Es que le ves hacerlo alguna vez?
       Justamente en ese momento apareció Jack en una esquina de la casa con una carta en las manos. Llevaba puesta una camiseta, un viejo par de pantalones y los zapatos de boxeador.
       —¿Tienes un sello, Hogan? —preguntó.
       —Dame la carta —dijo éste—: Yo la enviaré por ti.
       —Dime, Jack —pregunté—. ¿No solías jugar a las carreras?
       —Sí.
       —Ya sabía yo que lo hacías. Te vi algunas veces en Sheepshead.
       —¿Y por qué dejaste de jugar? —preguntó Hogan.
       —Perdía dinero.
       Jack se sentó en el porche a mi lado. Se recostó contra un poste y cerró los ojos al sol.
       —¿Quieres una silla? —preguntó Hogan.
       —No —dijo—. Estoy bien.
       —Es un hermoso día —manifesté—. Y se está muy bien aquí en el campo.
       —Preferiría estar en la ciudad con mi mujer.
       —Bueno; sólo te falta otra semana.
       —Sí. Eso parece.
       Nos quedamos allí sentados en el porche. Hogan entró en su oficina.
       —¿Qué piensas respecto a mi estado? —preguntó Jack.
       —Bueno. No puedo decírtelo aún. Tienes todavía una semana para ponerte en forma.
       —No me engañes.
       —Bueno. Pues no estás bien.
       —No tengo sueño.
       —Estarás bien en un par de días.
       —No —dijo Jack—. Tengo insomnio.
       —¿Qué piensas?
       —Añoro a mi mujer.
       —Hazla venir aquí.
       —-Estoy demasiado viejo para eso. Me perjudicaría.
       —Haremos una larga caminata antes de acostarte y así estarás cansado.
       —¿Cansado? —preguntó Jack—. Siempre estoy cansado.
       Estuvo así toda la semana. Por la noche no dormía y a la mañana se levantaba sintiéndose de esa manera rara en que no se pueden cerrar las manos.
       —Está más duro que una torta de asilo —exclamó Hogan—. Ya no sirve.
       —Nunca he visto pelear a Walcott.
       —Lo matará —exclamó Hogan—. Lo partirá en dos.
       —Bueno —dije—. Todos pierden así tarde o temprano.
       —No como va a perder él. Pensarán que no se ha entrenado. Dará mala reputación a mi casa.
       —¿Has oído lo que dicen de él los cronistas?
       —¿Acaso no lo he leído? Dicen que está malísimamente. Que no debería pelear.
       —Bueno —dije—. Siempre se equivocan, ¿no es cierto?
       —Sí —admitió Hogan—. Pero esta vez tienen razón.
       —¿Qué diablos saben ellos si un hombre está bien o mal?
       —No son tan tontos.
       —Todo lo que hicieron fue acertar que Willard ganaría su pelea en Toledo. Pregúntale a ese Lardner, que tanto presume ahora, por qué eligió a Willard.
       —Él no estaba allá en Toledo. No escribe más que sobre las grandes peleas.
       —No me importa. ¿Y qué hacen ahora? No niego que podrán escribir, tal vez, pero, ¿qué hacen?, ¿cuándo aciertan?
       —No creerás que Jack está en forma, ¿verdad?
       —No; está terminado. Lo único que le falta es que Corbett diga que va a ganar, para que reciba una paliza.
       —Bueno. Creo que Corbett va a decir que ganará.
       —Con toda seguridad.
       Esa noche Jack no durmió tampoco. El día siguiente era el de la víspera de la lucha. Después del desayuno salimos de nuevo, al porche.
       —¿En qué piensas cuando no puedes dormir, Jack?
       —Estoy preocupado —dijo—. Estoy preocupado acerca de la casa que tengo en Bronx y la de Florida. Me inquietan los chicos y mi mujer. A veces pienso en las peleas, me acuerdo de ese judío de Ted Lewis y empiezo a fastidiarme. He comprado algunas acciones; pienso en todo eso. ¿Por qué no me voy a preocupar?
       —Bueno —dije—. Mañana por la noche todo habrá terminado.
       —Sí, claro. Esa idea siempre ayuda bastante, ¿no? El pensar en eso siempre resulta tranquilizador. No hay duda.
       Estuvo triste todo el día. No trabajamos nada y se conformó con moverse un poco para aflojar los músculos, boxeando con la sombra. Tampoco en eso nos parecía bueno. Luego saltó un poco a la cuerda, pero no podía sudar.
       —Seria mejor que no hiciera nada —dijo Hogan, mientras lo mirábamos saltar—. ¿Será posible que no pueda volver a sudar en su vida?
       —Sí. No suda nunca.
       —¿Estará tan en los huesos que no puede sudar? ¿Nunca tuvo dificultad para rebajar el peso?
       —No; no está demasiado flaco. Lo que pasa es que ya está acabado.
       —Debería sudar —dijo Hogan.
       Jack se acercó a nosotros saltando a la cuerda, la hacía girar hacia adelante y hacia atrás y luego, cada tres vueltas, cruzaba los brazos.
       —Bueno —dijo Jack—, ¿qué es lo que estáis murmurando?
       —Yo creo que no deberías trabajar más —dijo Hogan—. Estarás demasiado cansado.
       —Y ¡qué malo sería eso!, ¿no es cierto? —dijo Jack continuó saltando haciendo sonar fuertemente la cuerda contra el suelo.
       Esa tarde, John Collins fue a la granja. Jack estaba arriba en su habitación. John llegó en un automóvil desde la ciudad; le acompañaban dos amigos. El coche se detuvo y bajaron.
       —¿Dónde está Jack? —preguntó John.
       —En su cuarto descansando.
       —¿Descansando?
       —Sí —dije.
       Miré a los dos que lo acompañaban.
       —Son amigos de él —explicó John.
       —Está muy mal —dije.
       —¿Qué le pasa?
       —No duerme.
       —¡Demonio! —exclamó John—. Ese irlandés no duerme nada.
       —No está bien —dije.
       —¡Demonio! Nunca está bien. Lo tengo hace diez años y todavía no lo he visto nunca bien.
       Los dos que estaban con él rieron.
       —Te presento al señor Morgan y al señor Steinfelt —dijo John—. Este es el señor Doyle. Ha estado entrenando a Jack.
       —Mucho gusto —dije.
       —Vayamos a ver al muchacho —dijo John.
       —Echémosle una mirada —dijo Steinfelt.
       Fuimos arriba.
       —¿Dónde está Hogan? —preguntó John.
       —Está en el granero con un par de pupilos —dije.
       —¿Tiene mucha gente aquí?
       —Sólo dos pensionistas.
       —Bastante tranquilo, ¿no es cierto?
       —Sí; bastante tranquilo —repliqué.
       Estábamos frente a la habitación de Jack. John golpeó la puerta, pero no hubo respuesta.
       —Tal vez esté durmiendo —sugirió Morgan.
       —¿Para qué demonios duerme de día?
       John abrió la puerta y entramos. Jack dormía en la cama, boca abajo, la cara sepultada en la almohada, que rodeaba con sus brazos.
       —¡Eh! ¡Jack!
       La cabeza de Jack se movió un poco en la almohada.
       —¡Jack! —gritó John, inclinándose sobre él. Clavó un poco más la cara en la almoha. John lo tocó en la espalda y de pronto se sentó en la cama y nos miró. No se había afeitado y llevaba un viejo sweater.
       —¿Por qué no me dejáis dormir? —preguntó a John.
       —No te molestes. En realidad no quería despertarte.
       —¡Oh, no! —dijo Jack—. Por supuesto.
       —¿Conoces a Morgan y Steinfelt?
       —Sí; mucho gusto —dijo Jack.
       —¿Cómo te sientes, Jack? —le preguntó Morgan.
       —Muy bien. ¿Cómo diablos me tendría que sentir?
       —Tienes buen aspecto —terció Steinfelt.
       —Sí, ¿no es cierto? —Y volviéndose a John exclamó:— Tú eres mi apoderado. Sacas una buena tajada, ¿eh? ¿Por qué no estabas aquí cuando llegaron los periodistas? ¿Querías que Jerry y yo habláramos con ellos?
       —Tenía a Lew, peleando en Filadelfia.
       —¿Y eso que me importa a mí? Tú eres mi manager. Sacas bastante dinero, ¿no es así? No era yo quien estaba en Filadelfia haciendo dinero para ti. ¿Por qué diablos no estabas aquí cuando te necesitaba?
       —Por lo menos estaba Hogan.
       —¡Hogan! —exclamó Jack—. Hogan es tan tonto como yo.
       —Soldier Bartlett estaba trabajando un poco contigo, ¿no és así?
       —Sí estaba aquí. Es cierto que estaba aquí.
       Steinfelt aconsejó a John que dejara esa cuestión.
       —Oye, Jerry —me dijo John—. Por favor, ve a buscar a Hogan y dile que lo quisiéramos ver aquí, dentro de media hora.
       —Bueno —dije.
       —¿Y por qué no puede quedarse? —preguntó Jack—. Quédate aquí.
       Morgan y Steinfelt se miraron.
       —Cálmate, Jack —pidió John.
       —Es mejor que vaya a buscar a Hogan —declaré.
       —Bueno; si quieres ir, hazlo. Pero recuerda que ninguno de estos tiene derecho a mandarte.
       —Voy a buscar a Hogan.
       Estaba en el gimnasio del granero. Tenía allí a un par de pupilos con los guantes puestos. Ninguno de ellos se animaba a golpear al otro, por miedo de que éste le devolviera el golpe.
       —Eso es todo —dijo Hogan al verme entrar—. Pueden terminar con la carnicería. Vayan a tomar una ducha, caballeros, que Bruce les dará después un masaje.
       Pasaron por sobre las cuerdas y salieron. Hogan vino hacia mí.
       —Ha llegado John Collins con un par de amigos a ver a Jack —le informé.
       —Ya los vi llegar en el automóvil.
       —¿Quiénes son los que están con John?
       —Son de los que vosotros llamáis vivos. ¿No los conoces?
       —¡No.
       —Se llaman Happy Steinfelt y Lew Morgan. Tienen un negocio de apuestas de carreras.
       —He estado fuera mucho tiempo —me disculpé.
       —¡Ah! Tienes razón —exclamó Hogan—. Ese Steinfelt trabaja con mucho dinero.
       —Lo he oído nombrar.
       —Es un tipo admirable. Entre los dos, hacen un buen par de pillos.
       —Bueno —le informé—. Quieren vernos dentro de media hora.
       —¿Quieres decir más bien que no quieren vernos hasta dentro de media hora?
       —Eso es.
       —Ven a la oficina. ¡Al diablo con esos pillos!
       Después de unos treinta minutos Hogan y yo subimos. Golpeamos la puerta de la habitación de Jack. Entaban hablando dentro.
       —Esperen un momento —dijo alguien.
       —¡Iros al diablo con esos líos! —exclamó Hogan—. Cuando queráis verme, estaré en la oficina.
       Oímos abrir la puerta. Salió Steinfelt.
       —Ven, Hogan —dijo—. En este momento íbamos a tomar un trago.
       —Bueno —dijo Hogan—; eso es otra cosa.
       Entramos. Jack estaba sentado en la cama. John y Morgan en las sillas. Steinfelt se quedó de pie.
       —¡Hola, Danny! —dijo John.
       —¡Hola, Danny! —dijo Morgan. Se dieron la mano.
       Jack no decía nada. Permanecía sentado en la cama. No estaba con los otros, estaba solo. Llevaba un viejo sweater azul, pantalones y los zapatos de boxeo. Necesitaba una afeitada. Steinfelt y Morgan eran tipos que vestían bien; John también. Jack tenía entre ellos el aspecto de un rudo irlandés.
       Steinfelt sacó una botella. Hogan trajo unos vasos y todos nos pusimos a beber, pero Jack y yo sólo tomamos un trago. Los otros, dos o tres cada uno.
       —Sería mejor que guardáris algo para la vuelta —dijo Hogan.
       —No te preocupes. Hemos traído bastante —declaró Morgan. Jack no había bebido más, estaba de pie, mirándolos y Morgan se había sentado en la cama, donde él estuvo antes.
       —¿Quieres tomar otro trago, Jack? —preguntó John, alargándole la botella y un vaso.
       —No —dijo—. Nunca me gustó el despertar de la bebida.
       Todos rieron pero Jack no lo hizo.
       Cuando se fueron, se hallaban de mejor humor. Jack estaba de pie en el porche cuando partieron en el automóvil. Lo saludaron agitando la mano.
       —¡Hasta pronto! —gritó Jack.
       Comimos. Jack no dijo nada durante todo el tiempo, excepto: “Pásame eso, por favor”, o “Pásame aquello”. Los dos pupilos de Hogan que se hallaban con nosotros en la mesa, eran dos buenos tipos. A. terminar de comer, fuimos al porche. Había oscurecido temprano.
       —¿Vamos a caminar un poco, Jerry? —preguntó Jack.
       —Bueno —dije.
       Nos pusimos el abrigo y salimos. Había que hacer una buena caminata hasta llegar al camino principal y luego anduvimos por él, alrededor de tres kilómetros. Los automóviles llegaban constantemente y teníamo que hacernos a un lado para dejarlos pasar. Jack no decía nada. Después de que tuvimos que meternos en un seto para dejar pasar a un gran automóvil, exclamó:
       —¡Al diablo con el paseo! Volvamos.
       Tomamos un camino lateral y luego, cruzando el campo, nos dirigimos a casa de Hogan. Podíamos ver las luces de la casa en lo alto de la colina. Llegamos frente al edificio y allí, de pie en el hueco de la puerta, se hallaba Hogan.
       —¿Qué tal el paseo? —preguntó.
       —¡Oh, bien! —contestó Jack—. Dime, Hogan, ¿tienes un poco de licor?
       —Claro. ¿Por qué?
       —Mándanos un poco a la habitación. Esta noche voy a dormir.
       —Tú eres el médico que ordena —dijo Hogan.
       —Sube a la habitación conmigo, Jerry.
       Hogar trajo un cuarto de litro y unos vasos.
       —¿Quieres un poco de ginger-ale?
       —¿Qué crees que quiero hacer, enfermarme?
       —Era sólo una pregunta —dijo Hogan.
       —¿Quieres beber? —le preguntó Jack.
       —No, gracias —dijo, y salió.
       —¿Y tú Jerry?
       —Tomaré un trago contigo, para hacerte compañía.
       Sirvió un par de vasos.
       —Ahora —dijo—, voy a beberlo lentamente.
       —-Ponle un poco de agua.
       —Sí; supongo que así será mejor.
       Bebimos sin decir una palabra, Jack empezó a servirme otro.
       —No —dije—. No quiero más.
       --Está bien—. Se sirvió otro vaso bastante abundante y le puso agua. Estaba achispándose un poco.
       —Había un buen hato de tipos esta tarde —dijo—. No se arriesgan en absoluto esos dos...
       Después de un corto silencio, agregó:
       —Bueno, mirándolo bien, tienen razón... ¿Qué se gana arriesgándose? ¿No quieres otra, Jerry? —dijo—. Vamos, bebe conmigo.
       —No lo necesito, Jack —respondí—, estoy perfectamente.
       —Una más solamente —insistió sintiendo ya los efectos de la bebida.
       —Bueno —consentí.
       Jack me sirvió una copa y para él una dosis abundante.
       —¿Sabes? —me dijo—. Me gusta bastante el alcohol. Si no hubiera boxeado habría bebido hasta hartarme.
       —No lo dudo —respondí.
       —Sí —se lamentó—. Me he perdido muchas cosas boxeando.
       —Pero ganaste mucho dinero.
       —¡Claro! Eso es lo que busco. Pero deseo mucho algunas cosas.
       —¿A qué te refieres?
       —¿No lo imaginas? —respondió—; mi mujer. Y el estar lejos del hogar durante tanto tiempo. No les hace bien a mis chicas. “¿Quién es vuestro padre?”, les preguntan algunas de esas muchachas de la sociedad. “Nuestro padre es Jack Brennan.” Y eso no las beneficia en nada.
       —¡Demonio! —dije—. Pero hay alguna diferencia si tienen dinero.
       —Bueno. En realidad les he ganado dinero.
       Se sirvió otro vaso. La botella estaba casi terminada.
       —Ponle un poco de agua.
       Le puso agua.
       —¿Sabes? —dijo—. No tienes idea de lo que añoro a mi mujer.
       —Claro.
       —No lo imaginas siquiera. No puedes hacerte una idea de lo que es eso.
       —Es mejor estar aquí, en el campo, que en la ciudad.
       —Para mí no. No importa donde esté, siempre es lo mismo. Nadie puede imaginarse el sacrificio que hago.
       —Excepto tu mujer —dije.
       —Ella lo sabe. Ella lo sabe muy bien. Puedes estar seguro de que lo sabe.
       —Ponle un poco de agua.
       —Jerry —dijo Jack—. No puedes tener una idea de lo que ocurre.
       Ya estaba ebrio. Me miraba fijamente. Sus ojos estaban demasiado fijos.
       —Dormirás bien —dije.
       —Escucha, Jerry. ¿Quieres ganar dinero? Apuesta a Walcott.
       —¿Cómo?
       —Escucha, Jerry —Jack dejó el vaso—. No estoy borracho, ¿ves? ¿Sabes cuánto aposté a él? Cincuenta de a mil.
       —Eso es mucho dinero.
       —Cincuenta de a mil, y a dos por uno. Ganaré veinticinco mil dólares. Apuéstale a él, Jerry.
       —Parece que no sería mal negocio.
       —¿Cómo podría noquearlo? —exclamó—. No puedo ganarle de ninguna manera. Entonces, ¿por qué no ganar dinero?
       —Pon un poco de agua en eso —dije.
       —Después de esta pelea me retiraré. Voy a terminar con el boxeo. ¿Si puedo apostar, por qué no tratar de ganar dinero?
       —Claro.
       —No he dormido en una semana —dijo—. Me paso las noches despierto y preocupado. No puedo dormir, Jerry. No puedes hacerte una idea siquiera, de lo que es no poder dormir.
       —Debe ser muy malo.
       —No te imaginas lo malo que es, Jerry, cuando no se puede dormir.
       —Ponle un poco de agua.
       Bueno. Alrededor de las once Jack había terminado y lo acosté en la cama. Por fin dormiría. Lo ayudé a quitarse la ropa y lo metí entre las sábanas.
       —Dormirás muy bien, Jack.
       —Seguramente —dijo—, ahora dormiré.
       —Buenas noches, Jack.
       —Buenas noches, Jerry. Eres el único amigo que tengo.
       —¡Oh! ¡Qué diablos!
       —Eres el único amigo que tengo. El único amigo.
       —Duerme.
       —Está bien, dormiré.
       Abajo, Hogan estaba en su escritorio leyendo los diarios y cuando entré me miró.
       —¿Has hecho dormir a tu amigo? —me preguntó.
       —Está borracho.
       —Le sentará mejor que no dormir.
       —Claro.
       —Has pasado un mal rato explicándoles eso a los periodistas —dijo Hogan.
       —Bueno, yo también me voy a la cama.
       —Buenas noches —dijo Hogan.
       Por la mañana, bajé alrededor de las ocho y me desayuné. Hogan y sus pupilos estaban en el granero haciendo ejercicios y fui a verlos.
       —¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! —contaba Hogan—. ¡Hola, Jerry! ¿Se ha levantado Jack?
       —No; todavía está durmiendo.
       Volví a mi habitación y preparé las cosas para partir a la ciudad. Cerca de las nueve y media oí moverse a Jack en el cuarto de al lado. Cuando lo oí bajar, salí tras él. Estaba sentado a la mesa con el desayuno. Hogan había entrado y estaba de pie a su lado.
       —¿Cómo te encuentras, Jack? —le pregunté.
       —No tan mal.
       —¿Dormiste bien?
       —Muy bien. Tengo la boca espesa y la lengua hinchada, pero ni me duele la cabeza.
       —Era un buen licor —dijo Hogan.
       —Ponlo en la cuenta —advirtió Jack.
       —¿A qué hora quieres ir a la ciudad? —preguntó Hogan.
       —Antes del almuerzo. Tornaré el tren de las once.
       —Siéntate, Jerry —dijo Jack. Hogan salió.
       Me senté. Jack comía una manzana. Encontró una semilla y la escupió en la cucharilla, dejándola luego en el plato.
       —Creo que estaba bastante borracho, anoche —dijo. —Bebiste bastante.
       —Me imagino que dije demasiadas cosas.
       —No tanto.
       —¿Dónde está Hogan? —preguntó. Había terminado la manzana.
       —Está afuera, frente a su oficina.
       —¿Qué dije acerca de las apuestas sobre la pelea? —Tenía la cucharilla en la mano y golpeaba con ella la fruta.
       La muchacha vino con un plato de jamón con huevos y se llevó la manzana.
       —Tráeme otro vaso de leche —pidió Jack. La muchacha salió.
       —Dijiste que habías apostado cincuenta de a mil a Walcott.
       —Eso es —dijo.
       —Es mucho dinero.
       --Estoy bastante tranquilo con esa apuesta.
       —¿No crees que podría pasar algo?
       —No —dijo—. Él tiene unos deseos enormes de ganar el título. Apostarán fuerte a su favor.
       —Nunca puede decirse lo que va a pasar.
       —No. Él quiere el título, porque además significa mucho dinero y puede seguir peleando.
       —Cincuenta de a mil, es mucho.
       —Pero es un negocio. Yo no puedo ganar. Tú sabes muy bien que, de todos modos, no puedo ganar.
       —Mientras estés en el ring tendrás oportunidad de hacerlo.
       —No. Estoy terminado. Y esto no es nada más que un negocio.
       —¿Qué tal te sientes?
       —Muy bien. Necesitaba dormir.
       —Verás como estarás bien.
       —Les voy a dar un buen espectáculo —dijo Jack.
       Después del desayuno puso una conferencia a su esposa. Estaba dentro de la cabina telefónica.
       —Es la primera vez que la llama, desde que está aquí —dijo Hogan.
       —Le escribe todos los días.
       —Claro. Una carta cuesta sólo unos centavos.
       Hogan nos despidió y Bruce, el masajista negro, nos llevó al tren en la jardinera.
       —Adiós, señor Brennan —dijo Bruce cuando estábamos en el tren—. Espero que pueda voltearlo.
       —Adiós —dijo Jack, dando a Bruce dos dólares. El negro había trabajado bastante con él y pareció un poco desilusionado al recibir el dinero. Jack vio que yo lo miraba.
       —Estaba todo en la cuenta —explicó—. Hogan me cobró los masajes.
       En el tren, mientras íbamos a la ciudad, Jack no hablaba. Estaba sentado en un extremo del asiento con el billete en la cinta del sombrero y miraba por la ventanilla. Una vez se volvió y me habló.
       —Dije a mi mujer que había tomado una habitación en el Selby para esta noche. Está a la vuelta del Madison Square Garden. Podré ir a casa mañana por la mañana.
       —Es una buena idea —declaré—. ¿Tu esposa nunca te ha visto pelear?
       —No. Nunca me ha visto pelear.
       Pensé que suponía que le iban a dar una buena paliza, ya que no quería ir en seguida de la pelea a su casa. Una vez en la ciudad, tomamos un taxímetro para ir al Selby. Un muchacho cargó nuestras maletas y se dirigió al mostrador.
       —¿Cuánto cuestan las habitaciones?
       —Sólo tenemos cuartos dobles —dijo el empleado—. Puedo darle uno bueno por diez dólares.
       —Es demasiado.
       —Tenemos un cuarto doble por siete dólares.
       —¿Con baño?
       —Naturalmente.
       —Podrías quedarte conmigo, Jerry —dijo.
       —¡Oh! —exclamé—. Pensaba dormir en casa de mi cuñado.
       —No tendrás que pagarlo. Sólo quiero aprovechar el dinero.
       —¿Quiere firmar, por favor? —preguntó el empleado. Miró los nombres—. Número 238. Señor Brennan.
       Nos dirigimos al ascensor. Era una habitación bonita y grande con dos camas y una puerta que daba al baño.
       —Es bastante buena —dijo Jack.
       El muchacho que nos había acompañado corrió las cortinas y entró las maletas. Jack no hizo movimiento alguno, de modo que tuve que darle una moneda de veinticinco centavos. Nos lavamos y dijo que sería mejor que saliéramos a comer algo.
       Almorzamos en casa de Jimmy Hanley donde había muchos conocidos. Cuando estábamos en la mitad de la comida llegó John y se sentó con nosotros. Jack apenas habló.
       —¿Cómo estás de peso, Jack? —preguntó. Estaba devorando un abundante almuerzo.
       —Estoy en peso con la ropa puesta —dijo. Nunca se había preocupado mucho de eso. Tenía naturalmente el peso de un medio mediano y jamás engordó. Además, había perdido algunos kilos en casa de Hogan.
       —Bueno; eso es algo de lo que nunca has tenido que preocuparte —manifestó John.
       —Así es.
       Después del almuerzo fuimos a pesarlo al Madison Square Garden. El match iba a realizarse por la noche. Los boxeadores debían tener un peso aproximado a los sesenta y seis kilos y medio. Jack subió a la balanza con una toalla sobre los hombros y la barra no se movió. Walcott acababa de pesarse en ella y estaba de pie, cerca, con un grupo de personas a su alrededor.
       —Veamos cuánto pesas, Jack —dijo Freedman, el manager de Walcott.
       —Bueno; entonces pésenlo a él también. —Jack señaló a Walcott con la cabeza.
       —Deja esa toalla —dijo Freedman.
       —¿Cuánto marca? —preguntó Jack a los muchachos que atendían la balanza.
       —Sesenta y cinco kilos y medio —dijo el más gordo de los dos.
       —Estás bien en peso, Jack —declaró Freedman.
       —Pésenlo a él —ordenó Jack.
       Walcott se acercó. Era rubio, ancho de espaldas y tenía los brazos de un peso pesado; pero sus piernas no eran gruesas. Jack era casi inedia cabeza más alto que él.
       —¡Hola, Jack! —exclamó. Tenía la cara llena de marcas.
       —¡Hola! —dijo Jack—. ¿Cómo te sientes?
       —Bien —contestó. Dejó caer la toalla que tenía sobre los hombros y subió a la balanza. Tenía las espaldas más anchas que había visto en mi vida.
       —Sesenta y siete kilos seiscientos.
       Walcott bajó y sonrió a Jack.
       —Bueno —dijo John—; Jack te da dos kilos de ventaja.
       —Cuando vuelva será más —declaró Walcott—. Ahora voy a comer.
       Volvimos y Jack se vistió.
       —Parece bastante duro el muchacho —dijo.
       —Parece como si le hubieran pegado mucho.
       —No debe ser difícil de tumbar.
       —¿Adónde vas? —preguntó John, cuando Jack estuvo vestido.
       —Vuelvo al hotel ¿Te ocuparás tú de todo?
       —Sí —contestó aquél—. Vete tranquilo.
       —Voy a echarme un rato.
       —Pasaré a buscarte a las siete menos cuarto para ir a comer.
       —Bueno.
       Una vez en el hotel, Jack se quitó los zapatos y el abrigo y se tendió en la cama. Yo escribí una carta. Lo miré varias veces, pero no dormía. Estaba allí, completamente quieto, pero a cada momento abría los ojos. Finalmente se sentó en la cama.
       —¿Vamos a jugar a los naipes, Jerry? — preguntó.
       —Bueno —dije.
       Se dirigió a su maleta, y sacó las cartas. Jugamos y me ganó tres dólares. John golpeó la puerta y entró.
       —¿Quieres jugar a las cartas? —le preguntó.
       John puso su sombrero sobre la mesa. Estaba muy mojado y también tenía mojado el abrigo.
       —¿Llueve? —preguntó Jack.
       —¡Diluvia! —exclamó John—. El taxímetro quedó atascado en la calle y tuve que bajarme y caminar.
       —Vamos a jugar.
       —Tenemos que comer.
       —No —dijo Jack—. No quiero comer todavía.
       De modo que jugamos una media hora y Jack le ganó un dólar y medio.
       —Bueno; vamos a comer —dijo Jack. Fue a la ventana y miró afuera.
       —¿Todavía llueve?
       —Sí.
       —Comamos en el hotel —propuso John.
       —Bueno —aceptó Jack—. Vamos a jugar para ver quién paga la comida.
       Después de un rato, Jack se levantó y dijo:
       —Tú pagas, John.
       Bajamos y comimos en el gran salón del hotel.
       Después de comer, subimos y Jack jugó con John, ganándole otros dos dólares y medio. Jack se sentía muy bien. John había traído una maleta donde estaban todas las cosas. Jack se quitó la camisa y el cuello; se puso una camisa y sobre ella un sweater, para no resfriarse a la salida y colocó el pantalón de boxeo y el albornoz en una maleta.
       —¿Estás listo? —preguntó John—. Voy a pedir un taxímetro.
       Pronto sonó el teléfono y anunciaron que el coche esperaba.
       Bajamos en el ascensor, cruzamos el salón, entramos en el taxímetro y partimos hacia el Madison Square Garden. Llovía mucho, pero había mucha gente en la calle. El Garden estaba completamente vendido. Cuando nos dirigimos al vestuario pude ver lo lleno que estaba. Parecía como si tuviéramos que recorrer casi medio kilómetro antes de llegar al ring, completamente oscuro. Sólo se veían las luces del cuadrilátero.
       —¡Qué bueno que con esta lluvia no se les haya ocurrido hacer la pelea en el estadio descubierto! —dijo John.
       —Han conseguido llenarlo por completo —exclamó Jack.
       —Esta es una pelea que hubiera atraído más gente de la que puede contener el Garden —aseguró el manager de Jack.
       —Hay que contar siempre con la lluvia.
       John llegó hasta la puerta del vestuario y metió la cabeza dentro. Jack estaba sentado allí, con el albornoz puesto; tenía los brazos cruzados y la mirada fija en el suelo. Los segundos estaban detrás de John y miraban por sobre su hombro. Jack levantó la vista.
       —¿Ha entrado? —preguntó.
       —Acaba de bajar —anunció John.
       Salimos. Walcott estaba entrando en el ring. La multitud lo aclamaba. Pasó por entre las cuerdas, juntó los puños y sonrió. Luego saludó a la multitud levantando un brazo y después el otro, a cada uno de los lados del cuadrilátero. Luego se dirigió a su rincón. Jack es irlandés y los irlandeses logran siempre en Nueva York una buena acogida. No tanta como un judío o un italiano, pero siempre se los recibe bien. Jack trepó al ring y se agachó para pasar por entre las cuerdas. Walcott se levantó de su rincón y bajó la cuerda inferior para ayudarlo a entrar al cuadrilátero. La multitud creyó que aquello era maravilloso. Walcott puso la mano en el hombro de Jack y así permanecieron un segundo.
       —¿De modo que piensas ser uno de esos campeones populares? —preguntó Jack—. ¡Quita esa maldita mano de mi hombro!
       —Cálmate —murmuró Walcott.
       Aquello había resultado magnífico para los espectadores. Los muchachos se portaban como caballeros antes de la lucha y parecía que se deseaban buena suerte. Solly Freedman llegó a nuestro rincón mientras Jack se vendaba las manos, y John se dirigió al banco de Walcott. Jack pasó el pulgar por la hendidura de la venda y terminó de envolverse la mono con todo cuidado. La pasó alrededor de la muñeca, y por dos veces sobre los nudillos.
       —¡Eh! —exclamó Freedman—. ¿Dónde conseguiste toda esa venda?
       —Tócala —dijo Jack—. ¿Es suave, no es cierto? —y en voz baja—: ¡No seas bruto!
       Freedman permaneció allí todo el tiempo que tardó Jack en vendarse la otra mano. Uno de sus segundos le trajo los guantes. Yo se los puse y los até con cuidado.
       —Oye, Freedman —preguntó Jack—, ¿de qué nacionalidad es Walcott?
       —No sé —declaró Solly—. Creo que una especie de danés.
       —Es bohemio —dijo el muchacho que había traído los guantes.
       El árbitro los llamó al centro del cuadrilátero y Jack se alejó. Walcott iba sonriendo. Se acercaron ambos y el juez puso un brazo sobre el hombro de cada uno de ellos.
       —¡Hola, hombre popular! —murmuró Jack a Walcott.
       —Cálmate.
       —¿Para qué te haces llamar Walcott? 0151preguntó Jack—. ¿No sabes que era un negro?
       —¡Escuchen! —anunció el árbitro, y repitió las instrucciones de siempre. Walcott le interrumpió. Tomó el brazo de Jack y preguntó:
       —¿Puedo golpear cuando él me agarre así?
       —¡Quítame las manos de encima! —exclamó Jack—. Ahora no están tomando ninguna película.
       Ambos volvieron a sus rincones. Le quité el albornoz a Jack y él se inclinó sobre las cuerdas, flexionó las rodillas un par de veces y restregó la suela de los zapatos contra la resina. Sonó la campana y Jack se volvió rápidamente dirigiéndose al centro del cuadrilátero. Walcott le salió al encuentro, se tocaron los guantes y tan pronto como éste bajó las manos, Jack le colocó dos golpes de izquierda consecutivos en la cara. Nadie boxeó nunca mejor que Jack. Walcott estaba detrás de él, adelantando siempre, con la barbilla clavada en el pecho. Era un hooker [en los Estados Unidos, el boxeador que tiene preferencia por el golpe de gancho] y tenia la guardia bastante baja. Todo lo que sabía era entrar en clinch y golpear. Pero cada vez que se lanzaba al cuerpo a cuerpo Jack le colocaba la izquierda en la cara. Era algo automático. Apenas levantaba la mano ya estaba en la cara de Walcott. Tres o cuatro veces tiró algunos golpes con la derecha, pero Walcott los atajaba con el hombro o le pasaban sobre la cabeza. Era como todos los hookers, que sólo temen a los que son de su misma clase. Se cubría siempre donde los golpes podían hacerle daño y no le preocupaba lo más mínimo aquella izquierda en la cara.
       Después de cuatro asaltos, Jack lo había lastimado y sangraba abundantemente. Tenía la cara llena de cortes; pero cada vez que se acercaba, golpeaba tan fuerte que dejaba dos marcas rojas debajo de las costillas de Jack. Cada vez que se acercaba, Jack le trababa los brazos, soltaba una mano y tiraba un uppercut. Pero en cuanto podía usar sus manos, Walcott golpeaba a Jack en el cuerpo y los impactos podían oírse hasta afuera, en la calle. Era un buen pegador.
       Y así transcurrieron tres “rounds” más. No hablaban una palabra. Se limitaban a golpearse todo el tiempo. Nosotros trabajábamos bastante a Jack entre asalto y asalto. No parecía estar muy bien, pero en realidad nunca trabajaba mucho en el ring. No se movía excesivamente tampoco, y su mano izquierda seguía aplicando aquellos golpes automáticos. Era como si se hallase conectada a la cara de Walcott y sólo tuviera que desear pegar el golpe para darlo todas las veces que quería. Boxeando de cerca, Jack conservaba siempre la calma y no perdía mucho ímpetu. Conocía todo lo que debe saberse en la lucha cuerpo a cuerpo, y se libraba con ventaja del clinch. Mientras estaban peleando cerca de nuestro rincón lo vi trabar a Walcott, librar su derecha y subir con un violento uppercut que le alcanzó la nariz con el revés del guante. Walcott sangraba malamente y apoyó la cara en el hombro de Jack para descansar un poco. Jack alzó el hombro rápidamente y lo alcanzó en la nariz. Luego bajó la derecha y lanzó otro violento uppercut.
       Walcott estaba enojado como el diablo. Al terminar el quinto “roundÆ odiaba el coraje de Jack. Jack, en cambio, no estaba molesto; o por lo menos no lo estaba más que siempre. A la larga lograba que los que combatían con él terminaran por odiar el boxeo. Por eso había odiado él mismo a Ted Lewis. Nunca pudo acobardarle. Ted Lewis tenía siempre dos o tres tretas sucias que Jack había aprendido a contrarrestar. Jack peleaba con una limpieza de iglesia durante todo el tiempo que estaba en el ring o por lo menos hasta que se sentía fuerte. Esta vez trataba muy rudamente a Walcott. Lo más curioso era que Jack parecía uno de esos luchadores que utilizan el limpio estilo clásico del boxeo. Es que, en verdad, tenía todas las condiciones para ello.
       Al terminar el séptimo “round”, Jack dijo:
       —La izquierda está empezando a pesarme.
       Desde este momento empezó a recibir el castigo. Al principio no lo mostraba pero en lugar de librar la lucha a su antojo, era Walcott quien dirigía las acciones y a cambio de librarse bien de los golpes, estaba comenzando a verse en líos. Ya no podía mantenerlo alejado con los golpes de izquierda. Parecía el mismo de siempre, pero en vez de esquivar los golpes de Walcott, los recibía. Recibía un terrible castigo en el cuerpo.
       —¿Qué “round” es éste? —preguntó.
       —El undécimo.
       —No me había dado cuenta. Las piernas no me responden.
       Walcott lo había estado golpeando durante mucho tiempo, y empezaba a sentir verdaderamente los impactos. En adelante, empezó a pisar terreno firme. Era en realidad una verdadera máquina de pegar golpes. Jack se limitaba ahora a bloquear, y no demostraba el terrible castigo que estaba soportando. Al terminar el “round” le trabajé las piernas. Los músculos temblaban bajo mis manos mientras los friccionaba. Se sentía muy mal.
       —¿Cómo va la cosa? —preguntó a John, volviendo hacia él la cara completamente hinchada.
       —Es una buena pelea.
       —Creo que podré aguantar —murmuró—. No quiero que este chambón me voltee.
       Las cosas no iban como él había pensado. Sabía que no podría derrotar a Walcott y que ya no era un hombre fuerte, pero estaba portándose muy bien. Su dinero estaba asegurado y ahora sólo deseaba terminar bien aquella lucha para quedar satisfecho de sí mismo. Pero no quería que lo “noquearan”.
       Al sonar la campana lo empujamos hacia el centro del ring. Caminaba lentamente. Walcott le salió al encuentro. Jack le tocó la cara con la izquierda y Walcott pasando por debajo de su brazo comenzó a golpearlo en el cuerpo. Jack trató de trabarlo, pero era lo mismo que tratar de parar una sierra eléctrica. Jack tomó distancia y erró el golpe de derecha. Walcott lo alcanzó con un soberbio directo de izquierda y Jack cayó. Con las manos y las rodillas en el suelo nos miró. El árbitro comenzó a contar; Jack nos miraba y sacudía la cabeza. Al llegar a ocho, John le hizo un gesto. No podía oírse nada debido a los gritos de la multitud. Se levantó. El árbitro mantenía alejado con un brazo a Walcott mientras contaba los segundos.
       Cuando Jack estuvo de pie, Walcott avanzó hacia él.
       —¡Con cuidado Jimmy! —le oí decir a Solly Freedman.
       Walcott se detuvo y miró a Jack. Éste le lanzó un golpe de izquierda. Walcott se limitó a mover la cabeza. Con algunas fintas arrinconó a Jack contra las cuerdas, midió bien la distancia, colocó una izquierda muy débil en la cabeza y luego lanzó un terrible golpe de derecha al cuerpo de Jack con toda la fuerza de que era capaz, y tan bajo como le fue posible. El golpe debió haber tocado a unos diez centímetros debajo del cinturón. Pareció que los ojos de Jack iban a escapársele de la cara, pero de pronto los párpados, al cerrarse, los detuvieron. Abrió la boca y dejó caer la mandíbula.
       El árbitro detuvo a Walcott. Jack dió un paso adelante. Si caía perdía cincuenta mil dólares. Caminaba como si todas las vísceras se le fueran a caer al suelo.
       —No fue un golpe bajo —murmuró—. Fue sólo un accidente.
       Los espectadores aullaban de tal manera que apenas podíamos oírle.
       —Estoy bien —dijo Jack. Estaba justamente frente a nosotros. El árbitro lo miró moviendo la cabeza.
       —¡Vamos, polaco hijo de perra! —gritó Jack a Walcott.
       John estaba apoyado sobre las cuerdas. Tenía la toalla lista para arrojarla. Jack se hallaba de pie a poca distancia de las togas. Dió un paso adelante. Vi brotar el sudor de su rostro como si alguien lo estuviese empujando desde dentro, y una gota grande se detuvo un instante en la punta de la nariz y cayó al suelo.
       —¡Vamos, pelea! —gritó a Walcott.
       El árbitro miró a John y luego hizo una seña a Walcott para que continuara.
       El rubio avanzó. No sabía qué hacer. Nunca imaginó que Jack pudiera aguantar ese golpe. Jack colocó un izquierdo a la cara. La multitud aullaba y rugía. Estaban justamente frente a nosotros. Walcott golpeó dos veces. La cara de Jack era lo peor que había visto nunca; su mirada era espantosa. Estaba concentrando toda su energía hasta el último resto de sus fuerzas y todo eso le salía a la cara. Concentraba su pensamiento en el lugar donde estaba reventando de dolor. Se detuvo un segundo, apretó la mandíbula y comenzó a golpear. Su cara era horrible. Golpeaba con las dos manos, de abajo a arriba. Walcott se cubrió y los impactos comenzaron a lloverle en la cabeza. De pronto lanzó un violento swing de izquierda que alcanzó a Walcott en la ingle y su derecha sonó un instante después en el mismo lugar donde el otro lo había golpeado, bien abajo del cinturón. Walcott cayó y se agarró al suelo. Luego rodó de lado y quedó allí, encogido.
       El árbitro tomó a Jack de un brazo y lo arrastró a su rincón. John saltó al cuadrilátero. El aullido del público continuaba. El árbitro estaba hablando con los jueces y luego el voceador entró al ring y anunció con el megáfono.
       —¡Gana Walcott, por foul!
       El árbitro hablaba con John y decía:
       —¿Qué puedo hacer? Jack no quiso aceptar el foul a su favor cuando Walcott lo hizo. Y ahora, que está groggy él mismo comete foul.
       —De todos modos, ha perdido —declaró John.
       Jack se sentó en su rincón. Le quité los guantes y se apoyó en el banco con ambas manos. Al lograr un apoyo, su rostro no pareció tan horrible.
       —Ve y diles que lo lamentas —le dijo John al oído—. Hará buen efecto.
       Jack se puso de pie y el sudor comenzó a chorrearle de nuevo por la cara. Le puse el albornoz sobre los hombros y tomándolo con una mano se dirigió al otro lado del ring. Habían levantado a Walcott y lo estaban friccionando. A su alrededor se veía mucha gente. Nadie habló a Jack. Se inclinó sobre Walcott.
       —Lo lamento —dijo—. No quería cometer foul.
       Walcott no dijo nada. Se sentía demasiado mal.
       —Bueno. Ahora eres campeón —le dijo Jack—. Espero que te diviertas de lo lindo con eso.
       —Déjalo tranquilo —dijo Solly Freedman.
       —¡Hola, Solly! —dijo Jack—. Lamento haber cometido foul con tu pupilo.
       Freedman lo miró sin decir palabra.
       Jack fue hacia su rincón con ese andar tan peculiar en él y lo ayudamos a pasar por entre las cuerdas, al lado de las mesas de los periodistas y luego hacia el fondo, debajo de las tribunas. Pasó a través de toda la multitud envuelto en su albornoz, en dirección al vestuario. Walcott había sido el favorito. Así se apuesta el dinero en el Madison Square Garden.
       Una vez dentro del vestuario, Jack se echó y cerró los ojos.
       —Tenemos que ir al hotel y conseguir un médico —dijo John.
       —Estoy reventado por dentro —dijo Jack.
       —Lo siento muchísimo —declaró John.
       —Está bien --murmuró.
       Estaba allí tendido, con los ojos cerrados.
       —Ciertamente trataron de hacer una buena traición —admitió John.
       —Tus amigos, Morgan y Steinfelt. Tienes buenos amigos, ¿eh?
       Estaba allí, tendido. Tenía los ojos abiertos y su rostro conservaba aún aquella mirada horrible.
       —Es curioso lo rápidamente que se puede pensar cuando hay tanto dinero en juego —dijo Jack.
       —Eres magnífico, muchacho —declaró John.
       —¡Bah! —dijo—. No tiene importancia.



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