Ernest
Hemingway
(1899-1961)
El luchador
(“The Battler”, 1925)
In Our Time (New York: Boni & Liveright, 1925)
Nick se levantó sin dificultad. Dirigió la mirada a lo largo de la vía, hasta las luces del vagón del conductor del tren de carga, que se perdía de vista en la curva. Había agua a ambos lados de los rieles, y después venían los alerces y los pantanos.
Se palpó la rodilla. Los pantalones estaban rotos y tenía las piernas y las manos llenas de rasguños, y arena y cenizas bajo las uñas. Llegó hasta el borde del terraplén y bajó por la corta pendiente hasta el agua para lavarse las manos. Se las lavó cuidadosamente con agua fría y se limpió las uñas. Después se agachó e hizo lo mismo con la rodilla.
¡Ese bruto y desgraciado guardafrenos! Pero le conocía bien, y ya le daría su merecido. ¡Bonita forma de proceder!
—Ven aquí, muchacho —le había dicho—. Tengo algo para ti.
Por eso se cayó. ¡Bonita cosa de chicos había hecho el bruto! ¡Ah! Pero nunca más volvería a ocurrirle eso.
— ¡Ven aquí, muchacho, quiero darte algo! —Y después: ¡bum!, Nick cayó a un lado de la vía.
Ahora estaba refregándose el ojo. Empezaba a salirle un chichón que ya le dolía. Tendría un ojo negro, muy bien, pero ya vería ese guar-dafrenos.
Se tocó el chichón. ¡Oh! Al fin y al cabo, el único rastro del golpe era un ojo negro. Le había salido barato. Lo que deseaba era encontrar otra vez al maldito. Aunque no iba a encontrarlo allí, en el agua. Era de noche y estaba muy alejado de todas partes. Se secó las manos en los pantalones y se incorporó. Después subió de nuevo por el terraplén.
Empezó a caminar por la vía. La arena y las piedras estaban bien prietas entre las traviesas y se podía andar con facilidad. El terraplén continuaba hacia los pantanos. Nick siguió caminando. Esperaba llegar a alguna parte.
Había subido al tren de carga cuando éste aminoró la marcha en los tinglados de las afueras de Walton Junction. El tren, con Nick en él, pasó por Kalkaska al anochecer. Ahora debía de estar cerca de Mancelona, a unas tres o cuatro millas del terreno pantanoso. Caminaba por la vía con el espectro del pantano en la niebla naciente. Le dolía el ojo y tenía hambre. Continuó caminando y dejó tras de sí varias millas de rieles. A ambos lados de los carriles, la marisma parecía no acabar nunca.
Llegó a un puente y lo cruzó. Las botas producían un ruido hueco contra el hierro. Entre las aberturas de los pontones se veía el agua oscura que corría debajo. Dio un puntapié a un perno flojo, que cayó al agua. Más allá del puente había varias colinas. Ahora estaba más oscuro a los lados de la vía. Después de otro trecho, Nick divisó una hoguera.
Siguió andando con cautela hacia aquel lugar. La hoguera estaba cerca del terraplén, a un lado del mismo. Desde donde se encontraba sólo veía el resplandor. Los rieles atravesaban un desmonte y el fuego estaba en un claro bastante amplio. Nick descendió lentamente por el terraplén y entró en el monte, dirigiéndose al fuego a través de los árboles. Era un bosque de hayas y al caminar aplastaba las nueces caídas.
El fuego brillaba más ahora, justo donde terminaban los árboles. Había un hombre sentado junto a la hoguera. Nick se detuvo detrás del árbol, observando la escena. Parecía que el hombre estaba solo. Tenía la cabeza apoyada en las manos y no apartaba la vista del fuego. Nick abandonó su sitio y se dirigió hacia él.
El hombre continuaba mirando la hoguera. No se movió ni cuando el muchacho se detuvo a su lado.
— ¡Hola! —dijo éste.
El hombre alzó la mirada.
— ¿Y ese ojo negro? —le preguntó.
—Un guardafrenos me derribó.
— ¿El del tren de carga?
—Sí.
—Le he visto al maldito —dijo el hombre—. Pasó por aquí hace más o menos una hora y media. Andaba por el techo de los vagones palmoteando y cantando.
— ¡El hijo de perra!
—Debe de haberle gustado mucho lo que te hizo.
—Ya lo agarraré.
—Tírale una piedra otra vez que pase —le aconsejó el desconocido.
—Ya me las pagará.
—Eres fuerte, ¿verdad?
—No —contestó Nick.
—Todos los muchachos son fuertes a tu edad.
—Usted debe de haber sido fuerte, entonces.
—Claro.
El hombre miró a Nick y sonrió. A la luz de la hoguera, el muchacho observó que su rostro estaba desfigurado. Tenía la nariz hundida, los labios eran una masa deforme y los ojos simples hendiduras. Nick no lo vio todo de golpe. Sólo advirtió que el hombre tenía la cara mutilada. Por el color parecía cal o cemento. Provocaba una impresión horrible a la luz de la hoguera.
— ¿No te gusta mi cara? —preguntó su interlocutor.
Nick estaba desconcertado.
— ¿Cómo no? —respondió.
— ¡Mira esto! —el hombre se sacó la gorra.
Sólo tenía una oreja, muy gruesa y aplastada por completo, y un muñón ocupaba el lugar que le correspondía a la otra.
— ¿Viste algo parecido alguna vez?
—No —dijo Nick. Estaba un poco descompuesto.
—Pues yo he tenido que soportarlo. ¿No te parece que lo he soportado, muchacho?
— ¡Ya lo creo!
—Todos se rompían las manos golpeándome —dijo el hombre—. No podían lastimarme.
Miró a Nick.
—Siéntate. ¿Quieres comer algo?
—No se moleste —manifestó el muchacho—. Voy a seguir andando hasta la ciudad.
— ¡Escucha! —dijo el otro—. Llámame Ad.
— ¡Estupendo!
—Oye. No estoy muy sano.
— ¿Cómo? ¿Qué tiene?
—Estoy loco.
El hombre se puso la gorra. Nick se hubiera reído de buena gana.
—A mí me parece que está usted perfectamente sano.
—No, no lo estoy. Estoy loco. Oye, ¿te has vuelto loco alguna vez?
—No —respondió Nick—. ¿Y cómo le ocurrió eso?
—No sé —dijo Ad—, cuando se vuelve loco, uno no sabe nada. Pero tú debes conocerme, ¿verdad?
—No.
—Soy Ad Francis.
— ¿Se atrevería a jurarlo por Dios?
— ¿No lo crees?
—Sí.
Nick se dio cuenta de que debía ser cierto.
— ¿Sabes cómo los vencía?
—No —dijo el muchacho.
—Mi corazón atrasa. Sólo late cuarenta veces por minuto. ¿Quieres comprobarlo?
Nick vaciló.
—Vamos —el hombre le tomó la mano—. Apriétame la muñeca. Apoya los dedos aquí.
La muñeca del hombre era gruesa y los músculos presentaban una inflexión encima del hueso. Nick sintió el lento pulso bajo sus dedos.
— ¿Tienes reloj?
—No.
—Yo tampoco —dijo Ad—. Si no tienes reloj no vale la pena.
Nick dejó caer la mano.
—Oye —dijo Ad Francis—. Aprieta de nuevo. Cuenta los latidos hasta que yo llegue a sesenta.
Nick empezó la cuenta, sintiendo por los dedos las lentas pulsaciones. Oyó que el hombre contaba, despacio: uno, dos, tres, cuatro, cinco, y etc... en voz alta.
—Sesenta —concluyó Ad—. Un minuto. ¿Hasta cuánto llegaste?
—A cuarenta.
—Perfecto —expresó aquél con alegría—. Nunca adelanta.
En aquel momento, otro hombre bajó del terraplén del ferrocarril y atravesó el claro rumbo a la hoguera.
— ¡Hola, Bugs! —saludó Ad.
— ¡Hola! —contestó el recién llegado.
Era la voz de un negro. Nick se dio cuenta de que era un negro, por la manera de andar. Se agachó junto al fuego, dándoles la espalda. Al cabo de un instante, se enderezó.
—Este es mi compañero Bugs —dijo Ad—. También está loco.
—Mucho gusto en conocerle —expresó Bugs—. ¿De dónde dijo que viene?
—De Chicago —respondió Nick.
—Hermosa ciudad —dijo el negro—. Pero todavía no sé cómo se llama usted.
—Adams. Nick Adams.
—Dice que nunca se ha vuelto loco, Bugs.
—Todavía es muy joven —manifestó el negro mientras desenvolvía un paquete junto al fuego.
— ¿Cuándo vamos a comer? —preguntó el que había sido boxeador profesional.
—En seguida —contestó Bugs.
— ¿Tienes hambre, Nick?
—Un hambre del demonio.
— ¿Has oído, Bugs?
—Oigo todo lo que viene después, también.
—Eso no es lo que te pregunté.
—Sí. Oí lo que dijo el señor.
Estaba poniendo lonchas de jamón en una sartén. La grasa chisporroteaba al calentarse, y el negro de largas piernas, arrodillado junto al fuego, le dio la vuelta al jamón y rompió varios huevos en la vasija, inclinándola de un lado a otro para pringarlos de grasa caliente.
— ¿Quiere cortar un poco de pan, señor Adams? Está dentro de esa bolsa —dijo Bugs, dándose vuelta.
—Con mucho gusto.
Nick alcanzó la bolsa y sacó una hogaza, cortando seis rebanadas. Después de observarlo, Ad se inclinó hacia él.
— ¿A ver tu cuchillo, Nick? —requirió.
—No, no se lo dé —dijo el negro—. Guarde el cuchillo, señor Adams.
El boxeador volvió a sentarse como antes.
— ¿Me da el pan, señor Adams? —preguntó Bugs, y Nick le entregó las rebanadas.
— ¿Le gusta mojar su pan en la grasa del jamón? —preguntó el negro.
— ¿Cómo no?
—Tal vez sea mejor esperar hasta más tarde. Al acabar la comida. Vamos a ver.
Bugs recogió una rebanada de jamón y la colocó sobre uno de los trozos de pan, luego colocó un huevo encima.
— ¿Quiere completar ese sándwich, por favor, y dárselo al señor Francis?
Ad recibió el sándwich y empezó a comer.
—Vigile ese huevo —le advirtió el negro—. Éste es para usted, señor Adams. El que queda es para mí.
Nick mordió el sándwich. Bugs estaba sentado frente a él, al lado de Ad. Estaban sabrosísimos el jamón frito y los huevos.
—El señor Adams tiene hambre de verdad —dijo el negro.
El individuo por cuyo nombre Nick sabía que era un ex campeón del pugilato, permaneció en silencio. No había dicho nada desde que su compañero habló del cuchillo.
— ¿Aceptaría una rebanada de pan mojada con la grasa caliente? —ofreció Bugs.
—Muchísimas gracias.
El hombre pequeño y blanco miró a Nick.
— ¿Y usted también quiere, señor Adolfo Francis? —Bugs le acercó la sartén.
Ad no respondió. Estaba mirando a Nick.
—Le he hablado, señor Francis —volvió a decir Bugs con suavidad.
Ad siguió mirando a Nick. Tenía la gorra casi sobre los ojos. El muchacho se puso nervioso.
— ¿Qué diablos te has creído? —dijo brusca y mordazmente, dirigiéndose a Nick.
Hizo una breve pausa, y prosiguió:
— ¿Quién demonios crees que eres? Eres un mocoso hijo de perra. Viniste aquí sin que nadie te llamara y te has comido la ración de un hombre, y cuando éste te pidió prestado el cuchillo te hiciste el interesante.
Al hablar miraba a Nick con persistencia. La cara del hombre era blanca, y sus ojos casi no se veían, debajo de la gorra.
— ¡Porquería! ¿Quién te dijo que te metieras aquí?
—Nadie.
—Claro que nadie, ¡maldición! Y nadie te ha dicho que te quedes, tampoco. Vienes y te muestras insolente con mi cara, fumas mis cigarros y te tomas mi licor, y todavía te haces el interesante. ¿Y sabes cómo diablos vas a irte?
Nick no dijo nada. Ad se puso de pie.
—Te lo diré, cobarde bastardo de Chicago. Vas a irte con la cara rota. ¿Comprendes?
Nick retrocedió. El hombre avanzó hacia él en forma lenta e inflexible, adelantando primero el pie izquierdo y arrastrando luego el derecho.
—Pégame —movió la cabeza al decir esto—. Pégame. Pruébalo.
—No quiero pegarle. ¿Por qué?
—No creas que vas a salvarte así. Recibirás una buena paliza, ¿sabes? Ven. Hazme frente.
—Cállese.
— ¿Aja? Pues mira, hijo de perra.
El hombre miró los pies de Nick, y entonces el negro, que lo había seguido desde que se apartó del fuego, se acercó más y lo golpeó en la base del cráneo. Ad cayó de bruces y Bugs soltó la cachiporra envuelta en un trapo. El ex boxeador quedó tendido boca abajo en la hierba. Su compañero lo levantó y lo llevó de nuevo junto al fuego con la cabeza, colgando. La cara tenía un aspecto feo. Bugs lo acostó con suavidad.
— ¿Quiere traerme un balde con agua, señor Adams? —dijo—. Temo haberle pegado un poco fuerte.
El negro salpicó el rostro del hombre con la mano y le tiró de la oreja de un modo suave, hasta que los ojos se cerraron.
Bugs se puso de pie.
—Está muy bien. No hay que preocuparse por nada. Y perdóneme, señor Adams.
—No tiene importancia, hombre —Nick miró al caído. Después vio la cachiporra sobre la hierba y la recogió. Tenía un mango flexible y le pareció blanda. Era de cuero negro, y llevaba el extremo más grueso envuelto en un pañuelo.
—El mango es de ballena —explicó el negro, sonriendo—. Ya no los hacen así. Le pegué porque no sabía si usted podría defenderse solo y, de todos modos, no deseaba tampoco que usted lo lastimase o lo marcase más de lo que está.
El negro volvió a sonreír.
—Usted le hizo daño, sin embargo.
—Sí, pero en este caso es distinto, porque sé cómo hacerlo. Él no recordará nada de lo ocurrido. Tengo que darle un golpe cada vez que se comporta así.
Nick continuaba mirando al hombre que yacía junto a la hoguera con los ojos cerrados. Bugs puso más leña en el fuego.
—No se preocupe más por él, señor Adams. Estoy cansado de verlo así.
— ¿Y por qué se volvió loco? —preguntó Nick.
— ¡Oh! Por muchas cosas —respondió el negro desde la lumbrada—. ¿No quiere tomar una taza de café, señor Adams?
Después de darle la taza a Nick, Bugs alisó la chaqueta que había colocado bajo la cabeza del hombre inconsciente.
—Entre otras cosas, recibió muchas palizas —el negro tragó un sorbo de café—. Pero esto lo volvió medio bobo, solamente. Además, su hermana era también su manager y siempre aparecían en los diarios con crónicas sobre hermanos y hermanas, diciendo cómo lo quería ella y cómo la quería él. Después se casaron en Nueva York, y eso provocó muchas desave-nencias.
—Ya recuerdo.
—Claro que de hermanos tenían lo mismo que un perro y un gato, pero, de cualquier modo, a mucha gente no le gustó nada esa boda, y entonces empezaron las discordias, hasta que un día ella se fue y no volvió nunca más.
El negro terminó de beber el café y se secó los labios con la rosada palma de la mano.
—Él se volvió loco. ¿Quiere un poco más de café, señor Adams?
—Gracias.
—A ella la vi un par de veces —prosiguió el negro—. Era una mujer muy buena moza, y se parecía bastante a él como para que los tomaran por mellizos. Ad no sería feo si no tuviera toda la cara magullada.
Se detuvo. Parecía que la historia había terminado.
— ¿Y dónde lo conoció? —preguntó Nick.
—En la cárcel —contestó Bugs—. Después que ella lo abandonó, Ad empezó a pelearse y dar golpes por cualquier motivo, y entonces lo encarcelaron. Yo estaba allí por haber herido a un hombre.
El negro sonrió y continuó, en voz baja:
—Nos hicimos amigos en seguida, y cuando me soltaron fui a buscarle. Le gusta creer que estoy loco, y a mí no me importa. Me gusta recorrer el país con él sin tener necesidad de robar. Me encanta vivir como un caballero.
— ¿Y qué hacen ustedes?
— ¡Oh! Nada. Simplemente, andamos de un lado para otro. Él tiene dinero.
—Debe de haber ganado mucho.
—Sí, pero lo gastó todo, o mejor dicho, se lo sacaron todo. Ella le manda dinero.
Bugs atizó el fuego.
—Es una mujer hermosísima —agregó—. Se parece bastante a él como para ser su hermana gemela.
El negro miró al hombre pequeño, que estaba en el suelo respirando con lentitud. El pelo rubio le caía sobre la frente, y el rostro mutilado parecía infantil.
—Ya puedo despertarlo, señor Adams. Si no le parece mal, me gustaría que usted se fuera. Me gusta ser hospitalario, se lo aseguro, pero su presencia podría perturbarlo de nuevo. No me gusta tener que golpearlo, y es lo único que se puede hacer para calmarlo. Casi siempre lo mantengo alejado de la gente. Usted no se ofende por eso, ¿verdad, señor Adams? No, no me dé las gracias, señor Adams. No le avisé antes porque me pareció que usted le había resultado simpático a Ad. Creía que no iba a ocurrir nada anormal. Si sigue caminando por la vía, encontrará un pueblo más o menos a dos millas de aquí. Mancelona lo llaman. Adiós, señor Adams. De buena gana le diría que se quedase a pasar la noche con nosotros, pero no es posible ahora. ¿Quiere llevarse un poco de jamón y un pedazo de pan? ¿No? Tome un sándwich, mejor —todo dicho en voz baja y con la suavidad y la cortesía proverbiales de los negros.
—Bueno. Adiós, señor Adams. Adiós, ¡y buena suerte!
Nick se alejó de la hoguera rumbo a la vía del ferrocarril. Cuando estuvo fuera del alcance del fuego prestó atención. Oyó la voz baja del negro, pero no pudo entender las palabras. Después oyó que el otro hombre decía:
—Tengo un horrible dolor de cabeza, Bugs.
—Ya se le pasará, señor Francis —le calmó el negro—. Tome esta taza de café caliente y ya verá como se le pasa, señor Francis.
Nick subió al terraplén y echó a andar. Cuando se dio cuenta de que tenía un sándwich de jamón en la mano, lo guardó en el bolsillo. Al llegar a la curva que hacía el terraplén antes de ascender por las colinas, Nick volvió la cabeza y pudo ver el resplandor en el llano.
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