Ernest Hemingway
(1899-1961)
Un lugar limpio y
bien iluminado
Era tarde y
todos habían salido del café con excepción de un
anciano que estaba sentado a la sombra que hacían
las hojas del árbol, iluminado por la luz
eléctrica. De día, la calle estaba polvorienta,
pero por la noche el rocío asentaba el polvo y al
viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque
aunque era sordo y por la noche reinaba la quietud,
él notaba la diferencia. Los dos camareros del
café notaban que el anciano estaba un poco ebrio,
y, aunque era un buen cliente, sabían que si tomaba
demasiado se iría sin pagar, de modo que lo
vigilaban.
—La semana
pasada trató de suicidarse —dijo uno de ellos.
—¿Por qué?
—Estaba
desesperado.
—¿Por qué?
—Por nada.
—¿Cómo sabes
que era por nada?
—Porque tiene
muchísimo dinero.
Estaban sentados
uno al lado del otro en una mesa próxima a la
pared, cerca de la puerta del café y miraban hacia
la terraza, donde las mesas estabpn vacías, excepto
la del viejo sentado a la sombra de las hojas, que
el viento movía ligeramente. Una muchacha y un
soldado pasaron por la calle. La luz del farol
brilló sobre el número de cobre que llevaba el
hombre en el cuello de la chaqueta. La muchacha iba
descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.
—Los guardias
civiles lo recogerán —dijo uno de los
camareros.
—¿Y qué
importa si consigue lo que busca?
—Sería mejor
que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace
cinco minutos y volverán.
El viejo sentado
a la sombra golpeó con el vaso en el platillo que
tenía a su lado y el camarero joven al oírle se le
acercó.
—¿Qué desea
usted?
El viejo lo
miró.
—Otro coñac
—dijo.
—Se
emborrachará usted —dijo el camarero. El viejo lo
miró. El camarero se fué.
—Se quedará
toda la noche —dijo a su colega—. Tengo sueño
y nunca puedo irme a la cama antes de las tres de la
mañana. Debería haberse suicidado la semana
pasada.
El camarero
tomó la botella de coñac y otro platillo del
mostrador que se hallaba en la parte interior del
café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el
platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac.
—Debía
haberse suicidado usted la semana pasada —dijo al
viejo sordo. El anciano hizo un movimiento con el
dedo.
—Un poco más
—murmuró.
El camarero
terminó de llenar la copa hasta que el coñac
desbordó y se deslizó por el pie de la copa hasta
llegar al primer platillo.
—Gracias —dijo
el viejo.
El camarero
volvió con la botella al interior del café y se
sentó nuevamente a la mesa con su colega.
—Ya está
borracho—dijo.
—Se emborracha
todas las noches.
—¿Por qué
quería suicidarse?
—¿Cómo puedo
saberlo?
—¿Cómo lo
hizo?
—Se colgó de
una cuerda.
—¿Quién lo
bajó?
—Su sobrina.
—¿Por qué lo
hizo?
—Por temor de
que se condenara su alma.
—¿Cuánto
dinero tiene?
—Muchísimo.
—Debe tener
ochenta años.
—Si, yo
también diría que tiene ochenta.
—Me gustaría
que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme
antes de las tres. ¿Qué hora es ésa para irse a
la cama?
—Se queda
porque le gusta.
—Él está
solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la
cama.
—El también
tuvo una mujer.
—Ahora, una
mujer no le serviría de nada.
—No puedes
asegurarlo. Podría estar mejor, si tuviera una
mujer.
—Su sobrina lo
cuida.
—Lo sé. Tú
dijiste que le había cortado la soga.
—No me
gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa
asquerosa.
—No siempre.
Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el
liquido encima. Aun ahora que está borracho,
míralo.
—No quiero
mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene
ninguna consideración con los que trabajan.
El viejo miró
desde su copa hacia la calle y luego a los
camareros.
—Otro coñac
—dijo, señalando su copa. Se le acercó el
camarero que tenía prisa por irse.
—¡Terminó!
—dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis
que la gente estúpida emplea al hablar con los
beodos o los extranjeros—. No más esta noche.
Cerramos.
—Otro —dijo
el viejo.
—¡No!
¡Terminó! —Limpió el borde de la mesa con su
servilleta y meneó la cabeza.
El viejo se puso
de pie, contó lentamente los platillos, sacó del
bolsillo un billetero de cuero y pagó las bebidas,
dejando una peseta de propina.
El camarero lo
miraba mientras salía a la calle. El viejo
caminaba un poco tambaleante, aunque con dignidad.
—¿Por qué no
lo dejaste que se quedara a beber? —preguntó el
camarero que no tenia prisa. Estaban bajando las
puertas metálicas—. Todavía no son las dos y
media.
—Quiero irme a
casa.
—¿Qué es una
hora?
—Mucho más
para mi, que para él.
—Una hora no
tiene importancia.
—Hablas como
un viejo. Bien puede comprar una botella y
bebérsela en su casa.
—No es lo
mismo.
—No; no lo es
—admitió el camarero que tenía esposa—. No
quería ser injusto. Sólo tenía prisa.
—¿Y tú? ¿No
tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de
costumbre?
—¿Estás
tratando de insultarme?
—No, hombre,
sólo quería hacerte una broma.
—No —el
camarero que tenía prisa se irguió después de
haber asegurado la puerta metálica—. Tengo
confianza. Soy todo confianza.
—Tienes
juventud, confianza y un trabajo —dijo el camarero
de más edad—. Lo tienes todo.
—¿Y a ti,
qué te falta?
—Todo; menos
el trabajo.
—Tienes todo
lo que tengo yo.
—No. Nunca he
tenido confianza y ya no soy joven.
—Vamos. Deja
de decir tonterías y cierra.
—Soy de
aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en
el café —dijo el camarero de más edad—, con
todos aquellos que no desean irse a la cama; con
todos los que necesitan luz por la noche.
—Yo quiero
irme a casa y a la cama.
—Somos muy
diferentes —dijo el camarero de más edad. Se
estaba vistiendo para irse a su casa—. No es sólo
una cuestión de juventud y confianza, aunque esas
cosas son muy hermosas. Todas las noches me resisto
a cerrar porque puede haber alguien que necesite
el café.
—¡Hombre! Hay
bodegones que están abiertos toda la noche.
—Tú no
entiendes. Este es un café limpio y agradable.
Está bien iluminado. La luz es muy buena y
también, ahora, las hojas hacen sombra.
—Buenas noches
—dijo el camarero más joven.
—Buenas noches
—dijo el otro.
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