Ernest Hemingway
(Oak Park, Ilinois, E.U, 1899 - ‎Ketchum, Idaho‎, E.U., 1961)

En otro país (1927)
(“In Another Country”)
Originalmente publicado en Scribner’s Magazine (abril de 1927);
Men Without Women
(Nueva York: Scribner's Sons, 1927, 232 págs.)


      En el otoño la guerra estaba siempre ahí, pero nosotros ya no íbamos. Hacía frío en el otoño en Milán y oscurecía temprano. Luego se encendían las luces y era agradable errar por las calles mirando las vidrieras.
       Había mucha caza colgada afuera en las tiendas y la nieve polvoreaba la piel de los zorros y el viento soplaba sus colas. Los ciervos pendían tiesos, pesados y vacíos; pájaros chicos se hamacaban en el viento y el viento les doblaba las plumas. Era un otoño frío; el viento bajaba de las montañas. Estábamos todas las tardes en el hospital; había muchos trayectos para llegar, cruzando la oscura ciudad. Dos de los caminos orillaban canales, pero eran largos. De cualquier modo había que atravesar algún puente. Había tres puentes para elegir. En uno había una mujer que vendía castañas asadas; era confortable pararse delante de su fuego de carbón, y las castañas calentaban después el bolsillo. El hospital era muy viejo y hermoso. Uno entraba por una puerta de reja y atravesaba un patio y luego, otra reja. Siempre había funerales que salían de aquel patio. Detrás del viejo edificio estaban los nuevos pabellones de ladrillo, y ahí nos reuníamos cada tarde y éramos muy corteses, y nos sentábamos en los aparatos que iban a hacernos tanto bien.
       El doctor se acercó al que yo ocupaba y me preguntó:
       —¿Cuál era su afición antes de la guerra? ¿Algún deporte?
       —Sí, fútbol —le respondí.
       —Bueno, pues jugará usted al fútbol de nuevo y mejor que nunca —me dijo.
       Mi aparato era como un triciclo para flexionar mi rodilla; pero esta no se plegaba y el pedal insistía sin resultado. El doctor decía:
       —Esto pasará. Usted es un muchacho de suerte. Va a jugar de nuevo como un campeón.
       A mi lado se sentaba un mayor que tenía una mano consumida, como la de una criatura. Me guiñaba un ojo cuando el doctor le examinaba la mano (entre dos cintas de cuero que subían y bajaban haciendo articular sus dedos duros) y preguntaba:
       —¿Jugaré yo también al fútbol, capitán? —Había sido el mejor esgrimista de Italia, antes de la guerra.
       El doctor le traía de su escritorio una fotografía que mostraba una mano en idénticas condiciones, y otra, apenas más grande, después de emplear el aparato.
       El mayor tomaba la fotografía con la mano sana y la escudriñaba.
       —¿Un herido? —preguntaba.
       —Un accidente de trabajo.
       —¡Muy interesante, muy interesante! —repetía, y luego la devolvía.
       —¿Tiene usted confianza?
       —No.
       Había tres muchachos más o menos de mi edad que venían todos los días. Los tres eran de Milán. Uno de ellos debió ser abogado, el otro pintor, y el tercero quería ser soldado. A veces, cuando salíamos del hospital, caminábamos juntos hasta el Café Cova, que estaba al lado de la Scala. Como éramos cuatro, atravesábamos el barrio comunista, que era el camino más corto. La gente nos odiaba porque éramos oficiales y desde una cantina alguien gritaba: «¡A basso gli ufficiali!».
       Otro muchacho, que solía venir con nosotros, llevaba un pañuelo de seda negro atado sobre la cara porque no tenía nariz, e iban a reconstruirle la cara. Había dejado la Academia Militar para irse al frente y lo habían herido al cabo de una hora. Le reconstruyeron la cara, pero descendía de una antigua familia, y nunca pudieron hacerle la misma nariz.
       Se fue a América del Sur a trabajar a un banco. Pero eso fue hace mucho tiempo y en ese entonces ninguno de nosotros sabía qué era lo que iba a pasar después. Lo único que sabíamos era que la guerra continuaba, pero que nosotros ya no iríamos nunca más hacia ella.
       Todos teníamos las mismas medallas, salvo el muchacho, que no había estado lo suficiente en el frente para obtenerla. El alto, de la cara pálida, el que debió ser abogado, había sido lugarteniente de Arditti y tenía tres medallas como las nuestras. Había vivido mucho tiempo junto a la muerte, y era un poco indiferente. Todos éramos un poco indiferentes y no había nada que nos ligara, salvo el encontrarnos todas las tardes en el hospital.
       Cuando cruzábamos juntos los suburbios, con luces y canciones que salían de las cantinas, y a veces teníamos que bajar a la calle, porque los hombres y mujeres se apiñaban en la vereda, de suerte que hubiera sido necesario empujarlos para obtener paso, nos sentíamos ligados por algo que había sucedido y que ellos, nuestros enemigos, no podían comprender.
       Nosotros comprendíamos la Cova, porque era poco iluminado, lujoso, abrigado, bullicioso y ahumado a ciertas horas; además, siempre había muchachas en las mesas, y diarios ilustrados en la papelera.
       Las muchachas de la Cova eran muy patriotas. Descubrí que la gente más patriota de Italia eran las mujeres de los cafés; y creo que todavía lo son.
       Mis compañeros al principio fueron muy respetuosos con mis medallas y me preguntaron qué había hecho para conseguirlas. Yo les mostré los papeles escritos en bellísimo lenguaje y llenos de «Fraternidad y Abnegación», pero que en realidad decían, retirando los adjetivos, que me habían sido otorgadas las medallas porque era americano.
       Después variaron para conmigo, aunque siempre era su compañero contra los de afuera. Con ellos se había obrado de otro modo y lo que ellos habían hecho para merecer las medallas era distinto. Yo había sido herido, por cierto; pero ya se sabía que el ser herido era un accidente, más bien.
       Nunca me avergonzaba de haber sido condecorado, aunque a veces, después de la hora del cocktail, me imaginaba un héroe como ellos; pero volviendo a casa de noche, con frío, a la deriva, entre las calles desiertas y las tiendas cerradas, tratando de acercarme a los faroles, sabía que nunca había hecho semejantes cosas; temía mucho a la muerte y a veces de noche me quedaba en cama de miedo, preguntándome cómo reaccionaría cuando volviera al frente.
       El mayor, que había sido un gran esgrimista, no creía en «heroísmos» y pasaba gran parte de su tiempo en el aparato, corrigiendo mi gramática. Me había ponderado lo bien que hablaba italiano y conversábamos juntos sin dificultad. Un día dije que el italiano me parecía un idioma tan fácil, que no podía dedicarle mayor interés: ¡todo era tan simple de decir!
       —¡Ah, sí! —respondió el mayor—. ¿Por qué no estudia gramática, entonces?
       Tomé la gramática y pronto el italiano fue para mí tan difícil que no me animaba a hablarlo hasta conocerlo a fondo.
       El mayor era constante en su asistencia, aunque estoy seguro de que no creía en la eficacia del tratamiento. Siempre hubo un momento de duda y un día el mayor dijo que todo era una tontería. Los aparatos eran nuevos y nosotros servíamos para ensayarlos.
       —Es una idea estúpida, una teoría como cualquiera —agregó.
       Yo no había estudiado gramática y él decía que yo era un imbécil. Qué loco había sido, molestándose por mí.
       Era de corta estatura, y se sentaba firme en su silla con la mano escondida, la mirada siempre en alto, mientras las cintas de cuero articulaban sus dedos duros.
       —¿Qué hará usted cuando la guerra termine, si es que termina? —me preguntó una vez—. ¡Hable gramaticalmente!
       —Me iré a Estados Unidos.
       —¿Es usted casado?
       —No, pero espero serlo.
       —¡Vaya, qué loco! —dijo (parecía muy enojado)—. Nadie debe casarse.
       —¿Por qué, señor mayor?
       —No me llame señor mayor.
       —¿Por qué nadie debe casarse?
       —¡No puede casarse, no puede casarse! —decía enojado—. Si está destinado a perderlo todo, no debe exponerse él mismo. ¡No! Deberá buscar lo que no se pierde. —Hablaba con la cabeza erguida y visiblemente contrariado.
       —Pero ¿por qué es preciso que lo pierda todo?
       —Lo perderá —decía, mirando la pared. Luego, volviéndose hacia el aparato, sacudió su pequeña mano, y la golpeó duramente contra su pierna—. Lo perderá —repetía casi gritando—. ¡No me discuta! —Y luego llamó al asistente—. ¡Venga y dé vuelta este endemoniado aparato!
       Volvió a la pieza contigua para el tratamiento de rayos y masajes. (Oí que pedía permiso al doctor para usar su teléfono), y luego cerró la puerta.
       Cuando regresó, llevaba la capa y el kepí; se dirigió directamente a mí y poniendo su brazo en mi hombro, me dijo, golpeándome con su mano sana:
       —Lo siento, mi mujer acaba de morir. Debe usted disculparme.
       —¡Oh! —dije, lamentándome por él—, ¡cuánto lo siento!
       Se mantuvo firme, mordiendo su labio inferior.
       —Es tan difícil —dijo—. No puedo resignarme.
       Miraba a lo lejos, más allá de la ventana. Luego empezó a llorar.
       —Me siento totalmente incapaz de resignarme —decía (y la voz se le ahogaba).
       Entonces llorando, la cabeza en alto, mirando sin ver, con lágrimas en las dos mejillas, cruzó militarmente la pieza, frente a los aparatos, y salió.
       El doctor me contó que la mujer del mayor, que era mucho más joven y con quien se había casado siendo ya definitivamente inválido a consecuencia de la guerra, había muerto de neumonía. Su enfermedad solo había durado algunos días. Nadie pensó que moriría.
       El mayor estuvo tres días ausente del hospital; luego volvió a la hora de costumbre, con un brazal en la manga del uniforme. A su regreso, había en la pared varias fotografías de heridos, de todas clases, antes y después del tratamiento. Frente a él se hallaban tres fotografías de manos como la suya, completamente reformadas.
       Ignoro dónde las habrían conseguido; siempre creí que éramos los primeros en usar los aparatos.
       Las fotografías no le interesaban mucho al mayor, que más bien miraba la ventana.



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