Eudora Welty
(Jackson, Mississippi, 1909-2001)


Sendero trillado
(“A Worn Path”)
A Curtain of Green and Other Stories, 1941



      Era diciembre, un día claro y helado, muy temprano. Lejos, por el campo, iba una vieja negra con un harapiento pañuelo rojo a la cabeza, por un sendero que atravesaba un pinar. Se llamaba Phoenix Jackson. Era muy vieja y muy menuda y caminaba lentamente, bajo las sombras oscuras de los pinos, bamboleándose un poco al andar, con la equilibrada pesadez y la ligereza del péndulo de un reloj viejo de pared. Llevaba un bastón pequeño y delgado, el resto de un paraguas, y con él tanteaba sin cesar la tierra helada. Esto alzaba un rumor grave y persistente en el aire quieto, que parecía meditabundo, como el gorjear de un pajarillo solitario.
      Llevaba un vestido oscuro, de rayas, que le llegaba hasta los zapatos, y un delantal de la misma longitud hecho de sacos de azúcar blanqueados, con un bolsillo grande: todo limpio y cuidado; pero cada vez que daba un paso se arriesgaba a caer porque llevaba sueltos los cordones de los zapatos.
      Miraba hacia delante, fijamente. Tenía los ojos azulados por la vejez. Toda su piel estaba surcada de innumerables arrugas ramificadas y parecía que tuviera un arbolito plantado en mitad de la frente, pero debajo era de un color dorado, y un brillo amarillento iluminaba los dos nudos de sus mejillas bajo la oscuridad. El cabello le caía por el borde del trapo rojo en rizos fragilísimos sobre el cuello; aún era negro, y con olor parecido al cobre.
      De vez en cuando, se producía un temblor en la fronda. Y la vieja Phoenix decía:
      —¡Fuera de mi camino, vosotros todos, zorros, búhos, escarabajos, conejos, mapaches y animales del bosque…! Apartaos de estos pies, pequeñas codornices… Que los jabalíes se aparten de mi senda. Que ninguno se atraviese en mi camino. Tengo una larga Jornada por delante.
      Bajo su manita con manchas negras, el bastón, flexible como una fusta, golpeaba la maleza como para sacudir cualquier cosa oculta.
      Y seguía caminando. Los bosques eran espesos y silenciosos. El sol hacía que las agujas de los pinos brillasen demasiado y no pudieras mirarlas, arriba, donde el viento zarandeaba. Las piñas caían leves como plumas. Abajo, en la hondonada, estaba la torcaz; para ella no era aún demasiado tarde.
      El sendero remontaba una colina.
      —Parece que tuviera cadenas en los pies, cuando llego aquí dijo con la voz belicosa que los viejos acostumbran a utilizar cuando hablan solos—. En esta ladera hay siempre algo que se apodera de mí, que me pide quedarme.
      Cuando llegó a la cima se volvió y miró seria y meticulosa hacia atrás, hacia el camino que había recorrido.
      —Después de subir entre pinos —dijo al fin—, bajaremos entre robles.
      Abrió los ojos al máximo y comenzó a descender muy despacio. Pero antes de llegar al final de la ladera, un matorral se le enganchó en el vestido.
      Aunque sus dedos eran ágiles y diestros, tenía la falda demasiado larga, de modo que cuando se soltaba de un sitio se enganchaba otro. No podía permitir que se le desgarrara la falda.
      —Yo, entre los espinos —dijo—. Espinos, hacéis vuestro trabajo. No dejéis pasar nunca a la gente, no, señor. Estos ojos viejos creyeron que erais un matorralito muy lindo y muy verde.
      Al fin, toda temblorosa, se liberó y buscó en el suelo el bastón.
      —¡Oh, qué alto está el sol! —exclamó alzando la cabeza al cielo y mirando, mientras se le inundaban los ojos de lágrimas—. El día está acabándose.
      Al pie de aquel cerro había un arroyo con un madero atravesado para cruzarlo.
      —Ahora viene la prueba —dijo Phoenix.
      Levantando el pie derecho se montó en el leño y cerró los ojos. Se levantó la falda, tanteando fieramente con el bastón por delante, como en el desfile de una fiesta, y empezó a cruzar. Cuando abrió los ojos estaba ya segura en la otra orilla.
      —Vaya, no estoy tan vieja como creía —dijo.
      Sin embargo, se sentó a descansar. Extendió la falda sobre la orilla y apoyó las manos sobre las rodillas. Encima de ella había un árbol envuelto en una perlada nube de muérdago. No se atrevió a cerrar los ojos, y cuando un niñito le llevó un plato con un trozo de tarta, le habló.
      —No está mal —dijo. Pero cuando fue a cogerlo, en el aire solo estaba su mano.
      Así que abandonó aquel árbol y siguió dispuesta a cruzar una valla de alambre espinoso. Allí tuvo que arrastrarse y reptar, estirando las rodillas y extendiendo los dedos como un niñito que intenta subir las escaleras. Pero hablaba en voz alta consigo misma. No podía permitir que se le rasgase el vestido, era ya muy tarde, y no tenía dinero con que pagar para que le serrasen un brazo o una pierna si se quedaba enganchada allí.
      Por fin, cruzó sin problemas la alambrada y se puso de pie en el claro. Grandes árboles muertos, como negros mancos, se erguían entre los tallos púrpura del algodonal marchito. Había un buitre posado.
      —¿A quién vigilas?
      Ya en el surco, siguió por él.
      —Menos mal que no estamos en la estación de los toros —dijo mirando a los lados—. Y el buen Señor hizo que las culebras se enroscaran para dormir al llegar el invierno. Es un placer no ver salir una culebra de dos cabezas detrás de aquel árbol, de donde salió una vez. Me costó un rato pasar a su lado en verano.
      Cruzó el viejo algodonal y entró en un campo de maíz seco. Cuchicheaba y se mecía y era más alto que su cabeza.
      —Ahora, a cruzar el maizal —dijo ella, pues no había sendero. Luego, de repente, algo alto, negro y flaco apareció moviéndose ante ella.
      Primero creyó que era un hombre. Podría haber sido un hombre que bailaba en el campo. Pero ella se quedó quieta y escuchó atentamente; aquello no hablaba ni hacía ruido alguno. Era tan silencioso como un fantasma.
      —Fantasma —dijo con voz aguda—, ¿de quién eres fantasma? No sé de nadie que haya muerto por aquí.
      Aunque no hubo respuesta, solo el harapiento danzar al viento. Cerró los ojos, estiró la mano, tocó una manga. Descubrió una chaqueta y, en el interior, el vacío, frío como el hielo.
      —Ah, espantapájaros —exclamó.
      Se le iluminó el rostro.
      —Deberían encerrarme para siempre —dijo con una carcajada—. Los sentidos me fallan. Soy demasiado vieja. Soy la persona más vieja que conozco. Baila, buen espantapájaros —añadió— que yo bailaré contigo.
      Dio unos saltitos y, con la boca cerrada, las comisuras hacia abajo, movió la cabeza una o dos veces, pavoneándose un poco. Cayeron unas hojas, que giraron en espiral sobre su falda.
      Luego prosiguió su camino por el susurrante campo, tanteando el terreno con el bastón. Llegó al fin a su término, a un camino de carros, donde la hierba plateada brotaba entre las rojas rodadas.
      Las codornices correteaban por allí como polluelos, delicadas y casi invisibles.
      —Camino bonito —dijo la vieja—. Esto es ya fácil. Este es el buen camino.
      Siguió la senda, que serpenteaba entre tranquilos y desnudos campos, a lo largo de pequeñas hileras de árboles, con sus hojas secas plateadas; pasaba cabañas plateadas por el tiempo, puertas y ventanas cerradas con tablas clavadas, como viejas detenidas allí por un hechizo.
      —Entro en su sueño —dijo la vieja, asintiendo con la cabeza vigorosamente.
      En una barranca, llegó donde un arroyo fluía silencioso, atravesando un tronco hueco. Se agachó y bebió.
      —Encías dulces hacen agua dulce —dijo, y bebió más—. Nadie sabe quién hizo este pozo, pues aquí estaba cuando yo nací.
      El sendero cruzaba una zona pantanosa donde el musgo colgaba de cada rama, blanco como encaje.
      —Seguid durmiendo, caimanes, y soplad burbujas.
      Luego la senda desembocaba en la carretera.
      La carretera bajaba y bajaba entre márgenes altas y verdes. Arriba, los robles perennes se entrelazaban, y todo estaba oscuro como una cueva.
      Un perro negro de móvil lengua salió de entre los matorrales junto a la zanja. Ella estaba distraída, no lo esperaba, y cuando el perro se le acercó, casi no pudo darle con el bastón. Y se fue contra la zanja, como una motita de algodón.
      Allá abajo perdió el sentido. La visitó un sueño, y levantó la mano, pero nada bajaba y la ayudaba a subir. Así que allí se quedó, y empezó a hablar.
      —Buena mujer —se dijo—, aquel perro negro salió de entre los matorrales para derribarte, y ahora está ahí sentado en su lindo rabito, riéndose de ti.
      Por fin apareció un blanco y la vio. Un cazador, un joven, con su perro sujeto con una correa.
      —¡Vaya, abuelita! —dijo riéndose—. ¿Qué hace usted ahí abajo?
      —Tumbada boca arriba como un escarabajo, esperando a que me den la vuelta, señor —dijo estirando la mano.
      La sacó de allí, la columpió en el aire y la puso de nuevo en pie.
      —¿Algo roto, abuelita?
      —No, señor, no. Las viejas hierbas secas aún verdean —dijo Phoenix cuando recuperó el aliento—. Se lo agradezco mucho.
      —¿Dónde vive usted, abuela? —preguntó el joven, mientras los dos perros se gruñían.
      —Hacia allá, muy lejos, señor, al otro lado de aquellas montan.' No se ve desde aquí.
      —¿Y regresa a casa?
      —No, señor, no, voy a la ciudad.
      —¡Eso está muy lejos! Es donde voy yo cuando salgo, y me trabajo.
      Palmoteó la bolsa llena que llevaba, colgaba de ella una garra pequeña y cerrada. Era de una perdiz, con el pico en gancho para demostrar amargamente su muerte.
      —¡Váyase a casa, abuela!
      —Tengo que ir a la ciudad, señor —dijo Phoenix—. Se acerca el día.
      El hombre soltó otra risa que inundó todo el paisaje.
      —¡Conozco muy bien a los negros viejos! ¡No quiere perderse lo de ir a la ciudad a ver a Santa Claus!
      Pero algo hizo quedarse muy quieta a la vieja Phoenix. Las profundas arrugas de su rostro adquirieron una radiación feroz y distinta. De sopetón había visto con sus propios ojos una centelleante moneda de un níquel caer del bolsillo del cazador al suelo.
      —¿Cuántos años tiene, abuela? —decía el cazador.
      —Eso no se sabe, señor —respondió ella—. No se sabe. Luego dio un gritito y una palmada y dijo:
      —¡Fuera de aquí, perro! ¡Mire! ¡Mire ese perro! —Y se echó a reír, como admirada—. No se asusta de nadie. Es un perro negro y grande —cuchicheó luego—. ¡Azúcelo!
      —Mire cómo me libro de ese chucho —dijo el hombre—. ¡A por él, Pete! ¡Muérdele!
      Phoenix oía pelearse a los perros, y oía correr al hombre tirándoles palos. Oyó incluso un disparo. Pero estaba inclinada ya, se inclinaba hacia el suelo, los párpados bajos, como si se moviese en sueños. El vientre casi le tocaba las rodillas. La palma amarillenta de la mano salía del pliegue de su delantal. Los dedos tanteaban el suelo buscando la moneda con la gracia y el cuidado con que habrían alzado un huevo de debajo de una gallina que estuviera poniendo. Luego se irguió lentamente, se mantuvo erguida y la moneda cayó en el bolsillo del delantal. Un pájaro pasó volando. La vieja movió los labios.
      —Dios mirándome siempre. Y me pongo a robar.
      El hombre volvió, y su perro jadeó alrededor de ambos.
      —Bueno, esta vez le he dado un buen susto —dijo, y se echó a reír y alzó la escopeta y apuntó a Phoenix.
      Ella se estiró y le hizo frente.
      —¿No le asusta la escopeta? —preguntó él apuntándola aún.
      —No, señor, he visto muchas dispararse más cerca, en mis tiempos, y por menos de lo que hice yo —contestó permaneciendo absolutamente inmóvil.
      Él sonrió y se echó el arma al hombro.
      —Está bien, abuelita —dijo—, debe de tener cien años y no le asusta nada. Le habría dado unas monedas si las llevara encima. Pero siga mi consejo: quédese en casa, y no le pasará nada.
      —He de seguir mi camino, señor —repuso Phoenix.
      Inclinó la cabeza envuelta en el pañuelo rojo. Luego ambos siguieron en direcciones distintas, pero ella pudo oír otro disparo, y después otro, en la cima del cerro.
      Continuó su camino. Las sombras colgaban de los robles a la carretera, como cortinas. Percibió el olor a madera quemada y el olor del río, y vio un campanario y las cabañas sobre sus empinadas escaleras. Decenas de niños negros se arremolinaron a su alrededor. Allí estaba Natchez, brillando.
      Sonaban campanas. Siguió caminando.
      En la ciudad pavimentada era Navidad. Había luces eléctricas, las y verdes alineadas y entrecruzadas por todas partes, y todas encendidas durante el día. La vieja Phoenix se habría perdido si no hiera desconfiado de su vista contando con que sus pies sabrían adonde llevarla.
      Se detuvo tranquilamente en la acera, por la que pasaba la gente. Una señora se acercó con varios regalos envueltos en papel rojo, verde y plateado; emanaba perfume a rosas y Phoenix la paró.
      —Por favor, señora, ¿querrá atarme los zapatos? —Y alzó un pie.
      —¿Qué quiere, abuela?
      —Mire mis zapatos —dijo Phoenix—. Van bien para andar por el campo, pero no podría entrar así en un gran edificio.
      —Estese quieta entonces, abuela —contestó la señora. Dejó los paquetes en la acera, al lado, y le ató bien los zapatos.
      —No puedo atármelos con un bastón —dijo Phoenix—. Gracias, señora. No me importa pedir a una buena señora que me ate los zapatos, cuando salgo a la calle.
      Moviéndose lentamente y de lado a lado, entró en el gran edificio yen una torre de escaleras, donde subió dando vueltas y vueltas hasta que los pies supieron que tenían que detenerse.
      Cruzó una puerta y allí vio clavado en la pared el documento estampado con el sello de oro y enmarcado en el marco de oro que coincidía con el sueño que colgaba en su cabeza.
      —Aquí estoy —dijo. Todo su cuerpo tenía una lucidez fija y ceremoniosa.
      —Un caso de caridad, supongo —dijo una ayudante que estaba sentada a la mesa ante ella.
      Pero Phoenix solo miraba por encima de su cabeza. Su rostro estaba sudado, y las arrugas le brillaban como una red luminosa.
      —Hable, abuela —dijo la mujer—. ¿Cómo se llama? Debo hacer su historial, comprende. ¿Ha estado antes aquí? ¿Cuál es su problema?
      La vieja Phoenix se limitó a hacer una mueca como si le molestase una mosca.
      —¿Está usted sorda? —gritó la ayudante.
      Pero entonces entró la enfermera.
      —Vaya, si está aquí la buena tía Phoenix —dijo—. No viene por ella… Tiene un nietecito. Hace estos viajes con la precisión de un reloj. Vive lejos, más allá del antiguo sendero de Natchez. —Se inclinó—. Bueno, tía Phoenix, ¿por qué no se sienta? Debe de estar cansada después del largo viaje.
      —Le indicó un asiento.
      La vieja se sentó muy erguida en la silla.
      —Bueno, ¿qué tal el chico? —preguntó la enfermera. La vieja Phoenix no contestó.
      —Le pregunto que cómo está el chico…
      Pero Phoenix solo esperaba y miraba fijamente al frente, la cara muy solemne y con una rigidez remota.
      —¿Tiene la garganta mejor? —preguntó la enfermera—. ¿No me oye, tía Phoenix? ¿Está su nieto mejor que la última vez que vino a por la medicina?
      La vieja escuchaba, con las manos en las rodillas, silenciosa, rígida e inmóvil, como si estuviera dentro de una armadura.
      —No nos haga perder el tiempo así, tía Phoenix —dijo la enfermera—. Háblenos enseguida de su nieto, y acabemos. No ha muerto, ¿verdad?
      Por fin hubo un chispeo y luego una llama de comprensión atravesó su rostro, y Phoenix habló:
      —Mi nieto. Ha sido mi memoria, que ha desaparecido. Me he quedado sentada y he olvidado por qué he hecho ese largo viaje.
      —¿Lo ha olvidado? —La enfermera frunció el entrecejo—. ¿Después de venir hasta aquí?
      Entonces Phoenix fue como una vieja pidiendo decorosamente perdón por despertar asustada en la noche.
      —Nunca fui a la escuela, era ya demasiado vieja cuando la Rendición —dijo con voz suave—.
      Soy una anciana sin educación. Me falla la memoria. Mi nietecito está igual, y lo he olvidado al entrar aquí.
      —La garganta no se le cura, ¿verdad? —preguntó la enferme, hablando a la vieja Phoenix con voz sonora y firme.
      Ya tenía una tarjeta con algo escrito, una listita.
      —Sí. Tragó lejía. ¿Cuándo fue? Enero… hace dos o tres años…
      Phoenix habló entonces sin que le preguntasen.
      —No, señora, no murió, sigue igual. Cada poco se le cierra la garganta otra vez, y no puede tragar. No puede respirar. No puede valerse. Así que llega el momento, y yo hago otro viaje a por la medicina.
      —Muy bien. El médico dijo que mientras usted viniera a por ella, se la diéramos —dijo la enfermera—. Pero es un caso rebelde.
      —Mi nietecito se ha quedado allí sentado en la casa todo envuelto, esperándome —continuó Phoenix—. Somos los dos únicos que quedamos en el mundo. Sufre y parece que no va a curarse nunca. Tiene una cara muy dulce. Tiene que vivir. Se tapa con la pequeña colcha y asoma con la boca abierta como un pajarito. Le recuerdo muy bien ahora. No volveré a olvidarle, no, nunca más.
      Podría distinguirle entre todos los niños de la creación.
      —Está bien.
      Ahora la enfermera quería hacerla callar. Llevó un frasco de medicina.
      —Caridad —declaró haciendo una marca en un libro.
      La vieja Phoenix se acercó el frasco a los ojos y luego se lo guardó con sumo cuidado en el bolsillo.
      —Muchas gracias —dijo.
      —Es Navidad, abuela —terció la ayudante—. ¿Puedo darle unos centavos de mi bolso?
      —Cinco centavos hacen un níquel —repuso Phoenix muy tiesa.
      —Tome un níquel —ofreció la ayudante.
      Phoenix se levantó con mucho cuidado y extendió la mano. Recibió el níquel y luego sacó el otro níquel del bolsillo y se lo puso en la palma de la mano. Se miró luego la palma atentamente, con la cabeza ladeada.
      Entonces dio un golpecito con el bastón en el suelo.
      —Esto es lo que tenía que hacer —dijo—. Ahora iré a la tienda y le compraré a mi niño un molino de viento de papel que venden allí. No va a creerse que haya algo así en el mundo. Volveré a su lado llevándoselo en la mano, en esta mano.
      Levantó la mano libre, hizo una inclinación, se dio la vuelta y salió del consultorio. Luego empezaron a oírse sus pasitos lentos en las escaleras, bajando.


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