Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)


El Idilio de Red-Gulch (1869)
(“The Idyl of Red Gulch”)
Originalmente publicado en la revista Overland Monthly,
Vol. 3, Núm. 6 (diciembre de 1869), págs. 569-674;
The Luck of Roaring Camp, and Other Sketches
(Boston: Fields, Osgood, & Co., 1870, 240 págs.), págs. 72-88


      Sandy estaba bebido. Hallábase tumbado bajo una mata de azalea, casi en la misma actitud en que había caído algunas horas antes. El tiempo transcurrido desde que se tendiera allí no lo sabía ni le importaba, y cuanto tiempo continuaría allí tendido, era para él cosa igualmente' indefinida ó indiferente. Una filosofía tranquila, nacida de su situación física, se extendía por su ser moral, y lo saturaba.
       El espectáculo de un hombre borracho, y de este hombre borracho en particular, duéleme decirlo, no ofrecía en Red-Gulch la novedad suficiente para atraer la atención. A primera hora de aquel día, un humorista del lugar había erigido junto a la cabeza de Sandy, un cartel provisional que llevaba esta inscripción: Resultado del aguardiente Mac Corkle; mata a una distancia de cuarenta varas. con una mano que señalaba la taberna de Mac Corkle. Pero imagino que esta como otras muchas de las sátiras locales, era personal, y más bien una reflexión sobre la bajeza del medio, que sobre la inmoralidad del resultado. A parte de esta chistosa excepción, nadie molestó a Sandy.
       Un mulo extraviado, suelto de su recua, comióse las escasas hierbas de su alrededor, y olía curiosamente al hombre tendido; un perro vagabundo, con aquella profunda simpatía que siente la especie por los borrachos, después de lamer sus empolvadas botas se había acurrucado a sus pies, y yacía allí guiñando un ojo a la luz del sol; a manera perruna adulaba con la imitación al humano compañero que se había elegido.
       Miss Mary, que así la llamaban los alumnos que acababa de despedir de la cabaña de madera, con pretensiones de colegio, situada al extremo del pinar, daba un paseo de tarde. Un racimo de flores de insólita belleza atrajo su mirada desde un arbusto de azaleas al otro lado de la carretera; cruzóla para arrancarlo, eligiendo su camino por entre él encarnado polvo, no sin sentir cortos y terribles estremecimientos de asco, y hacer alguna circunvolución felina. De repente tropezó con Sandy.
       Por de contado profirió aquel corto grito staccato de su sexo. Pero cuando hubo pagado este tributo a la física debilidad, volvióse más que atrevida, y se paró un momento, a seis pies, por lo menos, de distancia del monstruo tendido, recogiendo con la mano sus blancas faldas, en actitud de escapar. Pero ni un sonido, ni un movimiento se produjeron en la mata. Con su menudo pie derribó entonces la satírica losa murmurando: —¡animales! —epíteto que probablemente, en aquel momento, clasificaba con toda oportunidad en su mente, a la población masculina de Red-Gulch; pues Miss Mary, poseída de ciertas nociones rígidas que le eran propias, no apreciaba aún debidamente la expresiva galantería por la que el californiano es tan justamente celebrado de sus hermanas californianas, y, como recién llegada que era, tenía tal vez muy bien merecida la reputación de ser tiesa. De pie como estaba, observó también que los inclinados rayos solares calentaban la cabeza a Sandy, más de lo que ella juzgó ser saludable, y que su sombrero estaba tirado inútilmente en el suelo. El levantarlo y colocárselo en la cara, era obra que requería algún valor, sobre todo, teniendo como tenía abiertos los ojos. Sin embargo, lo hizo y emprendió la retirada. Pero al mirar hacia atrás, sorprendióse al ver el sombrero fuera de su sitio, y a Sandy sentado y murmurando algo entre dientes.
       La verdad era que Sandy, en las tranquilas profundidades de su mente, estaba persuadido de que los rayos del sol le eran benéficos y saludables; que desde la niñez se había negado a echarse con el sombrero puesto; que sólo los rematadamente locos llevaban siempre sombrero, y que su derecho a dispensarse de él cuando le diese la gana le era inalienable. Tal fue la íntima representación de su conciencia. Desgraciadamente su expresión externa era confusa y se limitaba a la repetición de la siguiente fórmula:
       —¡El sol esta bien! ¿Qué hay qué hay, sol?, ¡bueno!
       Paróse Miss Mary, y sacando nuevo valor de la ventajosa distancia que le separaba de él, le preguntó si le faltaba algo.
       —¿Qué ocurre? ¿Qué hay? —continuó Sandy con voz sonora.
       —¡Alzaos, hombre horrible! —dijo miss, Mary exasperada —¡alzaos é idos a casa!
       Sandy se levantó tambaleándose. Medía seis pies de altura; Miss Mary temblaba. Sandy adelantó con ímpetu algunos pasos y paróse luego.
       —¿Por qué me he de ir a casa? —preguntó de repente con mucha gravedad.
       —Para tomar un baño —contestó Miss Mary lanzando una ojeada a su sucia persona con gran repugnancia.
       De repente, con infinito contento de Miss Mary, Sandy se quitó la levita y chaleco, tirólos al suelo, se arrancó las botas, y con la cabeza hacia delante arrojóse precipitadamente por la cuesta abajo en dirección al río.
       —¡Santo cielo! ¡Este hombre va a ahogarse! —dijo Miss Mary.
       Y entonces, con femenil inconsecuencia, echó a correr hacia el colegio y se encerró con llave.
       —Aquella noche, mientras estaba sentada a la mesa con su huéspeda, la mujer del herrero, se le ocurrió a Miss Mary preguntarle con gazmoñería, si su marido se emborrachaba alguna vez.
       —Abner —contestó reflexivamente mistress Stidger, —dejad que lo piense: Abner no ha estado chispo desde la última elección.
       A Miss Mary la hubiese gustado preguntarle, si en tales ocasiones prefería tenderse al sol y si un baño frío era perjudicial, pero esto hubiera provocado una explicación que no tenía deseos de dar. De manera que se contentó con abrir sus grandes ojos, sonriendo a la ruborosa mejilla de mistress Stidger, bello ejemplar de la eflorescencia del Sudoeste, y después dejó a un lado el asunto. Al día siguiente escribió a su mejor amiga de Boston:
       “Me figuro que la parte de esta comunidad que se emborracha es aún la menos digna de objeción. Por de contado, querida, me refiero a los hombres. No sé de nada que pueda hacer tolerables a las mujeres.”
       Antes de una semana, Miss Mary olvidó ya este episodio; pero sus paseos de la tarde tomaron inconscientemente otra dirección. Observó, además, que todas las mañanas, un fresco ramo de flores de azalea aparecía por entre las demás, sobre su pupitre, lo cual no era extraño, puesto que los niños conocían su cariño para las flores, y mantenían siempre adornado su pupitre con anémonas, heliotropos y lupinos; pero, al interrogarles, cada cual y todos a una manifestaron ignorarlo de las azaleas.
       Algunos días después, el señorito Johnny Stidger, cuyo pupitre estaba próximo a la ventana, fue acometido de repente por tina risa espasmódica, al parecer inmotivada y atentatoria a la disciplina escolástica. Todo cuanto Miss Mary pudo sacarlo fue que alguien miraba por la ventana, Y ofendida ó indignada salió de su colmena para librar batalla al entrometido. Al volver la esquina de la escuela dio con el quídam borracho, a la sazón completamente sereno, a más no poder avergonzado y con cara de delincuente.
       Dado su actual humor, Miss Mary no hubiera dejado de sacar de estos hechos una ventaja femenil si no se hubiese fijado, algo confusa también, de que el animal, a pesar de algunas leves señales de pasada disipación, tenía agradable aspecto; era una especie de rubio Sansón, cuya sedosa barba, de color de trigo, jamás había conocido el filo de la navaja del barbero, ni de las tijeras de Dalila. De manera que la punzante frase que bailaba, en la punta de su lengua expiró en sus labios y se limitó a recibir una tímida excusa con altiva mirada recogiéndose la falda como para evitar el contagio. Cuando volvió a la sala del colegio, sus ojos cayeron sobre las azaleas, presintiendo una revelación. Y entonces se echó a reír, y toda la gente menuda se rió también, y sin saber por qué se sintieron muy felices en aquel momento.
       No mucho tiempo después de esto y en un día caluroso, sucedió que a dos chicos pernicortos les pasó una desgracia en el umbral de la escuela con un cubo de agua que hablan traído laboriosamente desde la fuente, y que la compasiva Miss Mary cogió el cubo y echó a andar ella misma hacia allá. Al pie de la cuesta una sombra cruzó el camino y un brazo vestido de una camisa azul, la alivio con destreza, pero suavemente, de su carga. Miss Mary sintióse a la vez confusa y enojada.
       —Si más a menudo llevaseis esto para vos mismo —dijo con despecho al brazo azul, sin dignarse elevar los ojos hacia su posesor —mucho mejor haríais.
       Ante el silencio sumiso que siguió, arrepintióse del discurso y dio las gracias tan dulcemente en la puerta, que Sandy tropezó; lo cual hizo que los niños riesen otra vez, risa de que participó Miss Mary, hasta el punto de que el color acudiera débilmente a sus pálidas mejillas. Al día siguiente apareció misteriosamente un barril al lado de la puerta y con igual misterio cada mañana quedaba lleno de agua fresca de la fuente.
       No eran estas las únicas delicadas atenciones que recibía esta joven superior.
       El hereje Bill, cochero de la diligencia Shumgullion, famoso entre los periódicos de la localidad, por su galantería en ofrecer siempre el asiento del pescante al bello sexo, había exceptuado de esta atención a Miss Mary, y bajo el pretexto de que tenía costumbre de blasfemar en las cuestas cedía la mitad de la diligencia para ella sola. Jack Hamlin, de oficio jugador, después de un silencioso viaje en la misma diligencia que la maestra, arrojó una botella a la cabeza de un comprofesor por el atrevimiento de mentar su nombre en una taberna.
       La muy emperifollada madre de un alumno, cuya paternidad era dudosa, se paraba a menudo frente al templo de esta astuta vestal, sin atreverse jamás a penetrar en su sagrado recinto, contenta con adorar a la sacerdotisa desde lejos.
       Con tales incidentes desconocidos para ella, discurrió sobre Red-Gulch la monótona procesión de cielos azules y soles deslumbradores, de cortos crepúsculos y noches estrelladas. Miss Mary se aficionó a pasear por los bosques apacibles y solitarios. Tal vez creía, como miss Stidger, que los balsámicos olores de los pinos hacían bien a su pecho, pues lo cierto era que su tosecita iba siendo menos frecuente y su paso más firme; tal vez había aprendido la eterna lección que los pacientes pinos jamás se cansan de repetir a oídos ya atentos, ya indiferentes; así es que un día dispuso una partida campestre hacia Back-eye-Hill y se llevó consigo a los niños.
       Lejos del empolvado camino, de las esparramadas cabañas, de las amarillas zanjas, del clamoreo de locomotoras impacientes, del barato lujo de los aparadores, del color chillón de la pintura y de los vidrios de colores y del ligero barniz a que el barbarismo se adapta en tales localidades, ¡cuan infinito desahogo no era el suyo! Pasado el último montón de roca triturada y arcilla, cruzando la última disforme hendidura, ¡Cómo abrían sus largas filas para recibirles los hospitalarios bosques! ¡Con cuanta alegría los niños, no destetados por completo del pecho de la generosa madre común se echaron boca abajo sobre su atezado seno con extrañas caricias, llenando el aire con su risa! y ¡de qué manera Miss Mary, esa persona felinamente desdeñosa y atrincherada siempre en la pureza de su falda, cuello y puños inmaculados, lo olvidó todo y corrió como una crestada codorniz, al frente de su nidada hasta que brincando, riendo y palpitante, suelta la trenza de cabello castaño, el sombrero colgando del cuello por una cinta, dio de repente en el corazón del bosque con el malaventurado Sandy!
       No es necesario indicar aquí las explicaciones, disculpas y no sobrado prudente conversación que siguieron. Sin embargo, parece que Miss Mary había ya entablado algunas relaciones con este ex borracho. Baste decir que pronto fue aceptado corno uno de la partida; que los niños, con aquella pronta inteligencia que la Providencia da a los desamparados, reconocieron. en él un amigo y jugaron con su rubia barba, largo y sedoso bigote y se tomaron otras libertades como acostumbran hacerlo los desamparados. Pero cuando les armó un fuego contra un árbol y les: enseñó otros secretos de la vida de monte, su admiración no conoció límites. Después de dos ociosas y felices horas de locuras hallóse Sandy tendido a los pies de la profesora, contemplando su rostro, mientras ella sentada en la pendiente de la cuesta, tejía coronas de laurel y de heliotropo. Su posición era muy parecida a la que tenía cuando le encontrara por vez primera. No es aventurada la semejanza. La debilidad de una naturaleza fácil y sensual, que había hallado en la bebida una exaltación fantástica, es de temer que hallase en el amor algo parecido a la embriaguez.
       Creo que el mismo Sandy estaba vagamente convencido de esto. Sé que deseaba con vehemencia hacer algo, ni atar un oso, partir el cráneo a un salvaje o sacrificarse de alguna otra manera por aquella profesora de rostro pálido y de ojos grises. Como me gustaría presentarle en una situación heroica, con gran dificultad contengo mi pluma en este momento, y únicamente me abstengo de introducir semejante episodio con el profundo convencimiento de que generalmente nada de esto ocurre en semejantes ocasiones. Y espero que la más bella de mis lectoras perdonara la omisión recordando que en una crisis verdadera, el salvador es siempre algún forastero poco interesante, o bien un antirromántico agente de orden público, y jamás un Adolfo.
       Así permanecieron allí sentados en placida calma, mientras los picos carpinteros charlaban sobre sus cabezas y las voces de los niños llegaban agradablemente desde la hondonada de más abajo.
       Lo que dijeron, poco importa. Lo que pensaron, que, podría ser interesante, no se traslució.
       Los curiosos picos carpinteros sólo pudieron saber que Miss Mary era huérfana; que salió de la casa de su tío para ir a California en busca de salud o independencia; qué Sandy era huérfano también; que llegó a California en busca de aventuras, que había llevado una vida de agitación desordenada, y que trataba de reformarse, y otros detalles que desde el punto de vista de los picos carpinteros sin duda debían de parecerles estúpidos, y de tiempo perdido. Pero aun con semejantes bagatelas se pasó la tarde, y cuando los niños se reunieron otra vez, y Sandy, con una delicadeza que la maestra comprendió perfectamente, se despidió de ellos con toda tranquilidad, en los arrabales del pueblo, parecióle aquel día el más corto de su cansada existencia.
       A medida que el largo y árido verano marchitó las plantas hasta la raíz, la época de colegio de Red-Gulch, para emplear un modismo local, se secó también. Un día más y Miss Mary sería libre ya o por lo menos Red-Gulch no la vería en toda una estación. Sentada y sola en la escuela, con la mejilla descansando en su mano, los ojos medio cerrados, mecíase en uno de aquellos ensueños, a que, con peligro de la disciplina escolar, se entregaba tan a menudo de poco tiempo acá.
       Tenía la falda llena de musgos, helechos y otros recuerdos silvestres y tan preocupada se hallaba con éstos y con sus propios pensamientos, que le pasó inadvertido un suave golpear en la puerta, ó bien lo tradujo por un lejano recuerdo de, los picos carpinteros. Cuando por fin se afirmaba más claramente en ello, sobrosaltóse y con ruborizadas mejillas abrió la puerta.
       En el umbral estaba una mujer cuya audacia y vestidura formaban extraño contraste con su ademán tímido o irresoluto. Miss Mary reconoció al primer golpe de vista a la dudosa madre de su discípulo anónimo. Contrariada quizá, tal vez enojada, la invitó fríamente a, entrar; arreglóse instintivamente sus blancos puño,; y cuello, y recogió castamente su corta falda. Tal vez fue esto, motivo de que la turbada forastera, después de dudar un momento, dejase al lado de la puerta, plantada en el polvo, su vistosa sombrilla abierta, y se sentara en el extremo opuesto de un largo banco. Su voz, al comenzar, era ronca.
       —Dicen que os vais mañana a la bahía, y no podía dejaros marchar sin venir a daros las gracias por vuestra bondad para con mi Tommy.
       Según. dijo Miss Mary, Tommy era un buen chico y merecía algo más que el pobre cuidado que ella podía dispensarle.
       —¡Gracias, miss, gracias! —dijo la forastera, sonrojándose aún a través de los afeites, que Red-Gulch llamaba maliciosamente su «pintura de guerra» y procurando en su confusión arrastrar el largo banco más cerca de la maestra —Os doy gracias, miss, por esto. Y aunque yo sea su madre, no hay muchacho viviente más dócil y cariñoso, ni mejor que él. Y... a pesar de lo poco que soy para decirlo, no existe maestra más paciente, más bondadosa, más angelical que la que él tiene.
       Miss, Mary, sentada muy peripuesta detrás de su pupitre, con una regla al hombro, abrió, a esto sus ojos grises, pero nada dijo.
       —Ya sé que mujeres como yo no pueden halagaros —prosiguió rápidamente. —No debía tampoco entrar aquí en mitad del día, pero vengo a pedir un favor, no para mí, miss, no para mí, sino para mi pobre niño.
       Animada por el interés que vio en los ojos de la joven maestra, y juntando entre las rodillas sus dos manos, enguantadas de color de lila, prosiguió en voz baja:
       —Ya veis, miss, nadie más que yo tiene derecho sobre el niño, y yo no soy la persona que debiera educarle. Pensé vagamente, el año pasado, enviarle a la escuela, en Frisco , pero cuando se habló de traer aquí una maestra, esperó hasta que os vi y entonces creí la cosa arreglada y que podía guardar a mi hijo algún tiempo más... ¡Ah, miss, os quiere tanto! Y si pudierais oírle hablar de vos, a su bonita manera, si él pudiera pediros lo que ahora os pido yo, no sabríais negárselo. Es natural —continuó rápidamente con una voz que tembló extrañamente entre orgullosa y humilde, —es natural que os ame, miss, pues su padre, cuando le conocí era un caballero, y es forzoso que el niño me olvide tarde o temprano... de manera que... no voy a llorar por esto. Pues bien, vengo a pediros que os encarguéis de Tommy. ¡Dios le bendiga como al mejor, al más querido de sus hijos sobre la tierra!..— vengo a... a pediros que... os lo llevéis.
       Se había levantado y postrándose de rodillas a sus pies tenía cogida la mano de la joven entre las suyas.
       —Dinero tengo mucho y todo es vuestro y suyo. Ponedle en un buen colegio, donde podáis verle y ayudarle a... a... a olvidar a su madre. Haced con él lo que os parezca; lo peor que hagáis será bueno, comparado con lo que aprenderá conmigo. Aunque sólo le saquéis de esta mala vida, de este pueblo, de este hogar de vergüenza y de pena. ¿Lo haréis? ¡Sé que lo haréis! ¿No es verdad? Lo haréis; no podéis, no debéis negármelo. Lo haréis tan puro, tan dócil como vos misma, y cuando haya crecido le diréis el nombre de su padre, el nombre que hace años no han pronunciado mis labios, el nombre de Alejandro Morton, a quien llaman aquí Sandy. ¡Miss Mary, no retiréis vuestra mano! ¡Miss Mary, habladme! ¿Os llevaréis a mi hijo? ¡No volváis la cara! Sé que no deberíais contemplar a una mujer como yo, ¡Miss Mary, Dios mío, sed clemente! ¡Que esta mujer me deja!
       Miss Mary se levantó, y a la luz del expirante crepúsculo tentó su camino hasta la abierta ventana; allí permaneció en pie apoyada contra el marco, con los ojos fijos en los últimos rosados matices que desaparecían por Occidente. Todavía quedaba algo de aquella luz en su pura y tersa frente, en su blanco cuello, en sus finas manos entrelazadas; pero todo desapareció poco a poco.
       La suplicante se había arrastrado aún de rodillas hasta su lado.
       —Sé que se necesita tiempo para pensarlo. Aquí aguardaré toda la noche; pero no puedo marcharme sin que hayáis resuelto. No me lo neguéis ahora. ¿Os lo llevaréis? Lo veo en vuestra hermosa cara, cara semejante a la que he visto en mis sueños. Lo veo en vuestros ojos, Miss Mary. Os llevaréis a mi hijo.
       El postrer rayo del crepúsculo, que serpenteó hasta el cenit, reflejóse en los ojos de Miss Mary con algo de su gloria, fluctuó, apagóse y desapareció. El sol se había puesto en Red-Gulch. En el crepúsculo y silencio la voz de Miss Mary sonó agradablemente.
       —Me llevaré al niño; enviádmelo esta noche.
       La dichosa madre alzó hasta sus labios el borde de la falda de Miss Mary. Hubiera sepultado su ardiente cara en sus virginales pliegues, pero no se atrevió, y se puso en pie.
       —¿Ese hombre conoce vuestra intención? —preguntó de repente Miss Mary.
       —No; ni le interesa. Ni siquiera ha visto al niño para conocerlo.
       —Id, vedle enseguida, esta noche, ahora. Decidle lo que habéis hecho. Decidle que me he llevado a su hijo, y decidle que jamás debe ver... ver... otra vez al niño. Donde quiera que vaya, él no debe venir; donde quiera que me lo lleve, él no debe seguir. Bueno, idos ya. Estoy cansada y... me queda aún mucho que hacer.
       Juntas fueron hasta la puerta. En el umbral la mujer se volvió.
       —Buenas noches.
       Se hubiera echado a los pies de Miss Mary; pero en el mismo momento la joven le tendió sus brazos, estrechó por un breve instante contra su puro a la pecadora mujer y después empujó y cerró con llave la puerta.
       No sin un repentino sentimiento de responsabilidad, tomó el hereje Bill a la mañana siguiente las riendas de la diligencia Schlmy Gullon, pues la maestra era uno de sus pasajeros. Al entrar en la carretera, obediente a una agradable voz del interior, refrenó de repente los caballos y esperó respetuosamente mientras Tommy saltaba del coche al mandato de Miss Mary.
       —No aquella mata, Tommy, la otra.
       Tommy sacó su cuchillo nuevo y cortando una rama de una alta mata de azalea volvió con ella hacia Miss Mary.
       —¿En marcha ya?
       —En marcha.
       Y la portezuela de la diligencia se cerró sobre idilio de Red-Gulch.




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