Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)
M’liss (1860)
[Otro título en español: “Melisa”]
(“Mlis”, “M’liss”)
Originalmente publicado, en dos entregas y en versión más abreviada,
como “The Work on Red Mountain”,
en la revista The Golden Era (9 de diciembre de 1860);
reescrito y publicado, en series, como “The Story of M’liss: An Idyll of Red Mountain”
(septiembre de 1863);
The Luck of Roaring Camp, and Other Sketches
(Boston: Fields, Osgood, & Co., 1870, 240 págs.), págs. 111-151;
Mliss. An Idyll of Red Mountain. A Story of California in 1863. By Bret Harte
(Nueva York: Robert M. DeWitt, sin autorización del autor, 1973)
I
En el lugar en que empieza a ser menor el declive de Sierra Nevada y donde la corriente de los ríos va siendo menos impetuosa y violenta, se levanta al pie de una gran montaña roja, Smith’s-Pocket. Contemplado desde el camino rojizo, a través de la luz roja del crepúsculo y del rojo polvo, sus casas blancas se parecen a cantos de cuarzo desprendidos de aquellos altos peñascos. Seis veces cada día pasa la diligencia roja, coronada de pasajeros, vestidos con camisas rojas, saliendo de improviso por los sitios más extraños, y desapareciendo por completo a unas cien yardas del pueblo. A este brusco recodo del camino débese tal vez que el advenimiento de un extranjero a Smith’s-Pocket, vaya generalmente acompañado de una circunstancia bastante especial. Al apearse del vehículo, ante el despacho de la diligencia, el viajero, por demás confiado, acostumbra salirse del pueblo con la idea de que éste se halla en una dirección totalmente opuesta a la verdadera. Cuentan que los mineros de a dos millas de la ciudad, encontraron a uno de estos confiados pasajeros con un saco de noche, un paraguas, un periódico, y otras pruebas de civilización y refinamiento, internándose por el camino que acababa de pasar en coche, buscando el campamento de Smith’s-Pocket, y apurándose en vano para hallarlo.
Tal vez encontraría alguna compensación a su engaño en el fantástico aspecto de aquella Naturaleza singular. Las enormes grietas de la montaña y desmontes de rojiza tierra, más parecidos al caos de un levantamiento primario geológico que a la obra del hombre; a media bajada, un largo puente rústico parece extender su estrecho cuerpo y piernas desproporcionadas por encima de un abismo, como el enorme fósil de algún olvidado antediluviano. De tanto en tanto, fosos más pequeños cruzan el camino, ocultando en sus sucias profundidades feos arroyos que se deslizan hacia una confluencia clandestina con el gran torrente amarillento que corre más abajo, y acá y acullá vense las ruinas de una cabaña con la piedra del hogar mirando a los cielos y conservando sólo intacta la chimenea.
El origen del campamento de Smith’s-Pocket se debe al encuentro de una bolsa en su emplazamiento por un cierto Smith. Este individuo sacó de ella cinco mil dóllars, tres mil de los cuales gastaron él y otros construyendo varias minas y trazando un acueducto.
Viose entonces que Smith’s-Pocket no era más que una bolsa, expuesta, como otras bolsas, a vaciarse, pues aunque Smith taladró las entrañas de la gran montaña roja, aquellos cinco mil dóllars fueron el primero y último fruto de su labor. Aquella montaña se mostró avara de sus dorados secretos y la mina poco a poco fue tragando el resto de la fortuna de Smith. Dedicose entonces éste a la explotación de cuarzo; después a moler este mineral, luego a la hidráulica y a abrir zanjas, y finalmente, por grados progresivos, a guardar un establecimiento de bebidas. Luego se cuchicheó que Smith bebía mucho; pronto se supo que Smith era un borracho habitual, y después la gente, según acostumbra, pensó que jamás había sido nada bueno.
Afortunadamente, el porvenir de Smith’s-Pocket, como el de la mayor parte de los descubrimientos, no dependía de la suerte de su fundador, y otros siguieron proyectando zanjas y encontrando bolsas, de manera que Smith’s-Pocket se convirtió en un campamento con sus dos quincallerías, sus dos hoteles, su casa-correo y sus dos primeras familias. Con frecuencia, su larga y única calle quedábase asombrada por la importación de las modas de San Francisco, traídas expresamente para estas primeras familias; esto hacía que la ultrajada naturaleza, en el miserable lodazal de su surcada superficie, pareciese más fea aún, humillando de este modo a la mayoría de la población para la que el domingo trajo solamente la necesidad de limpieza, con una muda de ropa y sin el lujo del adorno. Había también una iglesia metodista cerca de un barranco; un poco más allá, en la falda de la montaña, una reducida escuela, y, además, un camposanto.
El maestro de la escuela, sentado una noche sólo ante algunos cuadernos abiertos y trazando con cuidado aquellos atrevidos y llenos caracteres que se suponen ser el non plus ultra de la excelencia quirográfica y moral, había llegado hasta “las riquezas engañan”, y estaba floreando el substantivo con una falta de sinceridad en el rasgueo, que corría parejas con el espíritu del texto, cuando oyó golpear débilmente. Los carpinteros trabajaban con el martillo, en el techo, durante todo el día, y el ruido no le había estorbado el trabajo en lo más mínimo; pero el abrir de la puerta y el golpear continuo desde el interior, hizo que levantase los ojos. Al aparecer la figura de una niña sucia y andrajosamente vestida, sobresaltose algo su espíritu. No obstante, sus ojazos negros como el azabache, su ordinario y despeinado pelo mate, cayendo sobre una cara tostada por el sol, sus descarnados brazos y pies tiznados por el rojizo barro, todo le era conocido. Acababa de llegar Melisa Smith, la niña sin madre, de Smith.
—¿Qué puede querer de mí?—pensó el maestro. Todo el mundo conoce a Melisa, que así se la llamaba por toda la comarca del Red-Mountain; todos la conocían por una chica indómita. Su temperamento díscolo e ingobernable, sus locas extravagancias y carácter desordenado, eran tan proverbiales a su manera como la historia de las debilidades de su padre, y eran aceptadas por los vecinos con la misma filosofía. Discutía y luchaba con los escolares con más aguda invectiva y brazo más poderoso que cualquiera de éstos, y el maestro la había encontrado varias veces a algunas millas de distancia, descalza, sin medias y con la cabeza descubierta, en los senderos de la montaña, siguiendo las pistas con el olfato y maña de un montañés. Los mineros de campamentos situados a lo largo del riachuelo, proveían a su subsistencia, durante estas peregrinaciones voluntarias, por medio de donativos ofrecidos de la manera más sincera y generosa.
No es porque no se hubiese dispensado previamente a Melisa una protección más amplia y decidida. El reputado predicador oficial, reverendo Josué Mac Sangley, la había colocado de criada en un hotel, para que empezara a adiestrarse, presentándola luego a sus discípulos en la clase de los domingos. Mas el camino que se le había trazado era demasiado estrecho para ella. De vez en cuando tiraba los platos al fondista, respondía prontamente a los insípidos chistes de los huéspedes, y producía en la clase del domingo una sensación tan en absoluto contraria a la monotonía y placidez ortodoxa de aquellas instituciones, que por respeto y deferencia a los almidonados delantales y moral inmaculada de los dos niños de cara sonrosada y blanca de las primeras familias, el reverendo señor no tuvo más remedio que expulsarla.
Así era la figura y antecedentes de Melisa, al encontrarse en pie delante del maestro; mostrábanse aquéllos tanto por el haraposo vestido, el despeinado cabello y los sangrientos pies, que movían a compasión, como por el brillo de sus grandes ojos negros, cuya fijeza producía una extraña impresión.
—Si he venido aquí esta noche —dijo rápida y atrevidamente, fijando en la de él su dura mirada—, es porque sabía que estaba usted solo; no quería venir cuando estuvieran aquellas chicas. Las aborrezco y ellas me aborrecen: he aquí la causa. Usted tiene escuela, ¿verdad? ¡Quiero aprender!
El maestro que había escuchado hasta entonces aquellas palabras con cierta impasibilidad, hubiera otorgado la indiferente limosna de la compasión y nada más a aquella criatura desaliñada, si al poco donaire de su destrenzado cabello y sucia cara, hubiese añadido la humildad de las lágrimas; pero con el instinto natural aunque ilógico de sus semejantes, su atrevimiento despertó en él algo de aquel respeto que todas las naturalezas originales se tributan inconscientemente unas a otras, en cualquier posición social, y la contempló con más fijeza a medida que continuaba aún hablando rápidamente, con la mano en la aldaba y la mirada fija en él:
—¡Me llamo Melisa, Melisa Smith! Le juro que es así. Mi padre es el viejo Smith, el viejo Bumero Smith, éste es mi padre. Soy Melisa Smith y me vengo a la escuela.
—¡Bueno! ¿Y qué ?—dijo el maestro.
Acostumbrada a ser contrariada y a que se la opusieran a menudo, porque sí y cruelmente, y sin otro fin que el de excitar los vivos impulsos de su naturaleza, la tranquilidad del maestro la sorprendió en gran manera. Callose; principió a retorcer entre los dedos un rizo de sus cabellos, y la rígida línea del labio superior apretado sobre los perversos dientecitos, suavizose, experimentando un ligero temblor. Dirigió la vista al suelo, y sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor al través de las manchas de rojizo barro y de un asoleado cutis. De súbito, se echó hacia adelante invocando a Dios para que la matara en el acto, y desalentada e inerte cayó de cara contra el pupitre del maestro, llorando y gimiendo, como una Magdalena.
El maestro la alzó suavemente esperando a que se le pasara el paroxismo de la primera excitación. Cuando, volviendo aún la cara, repetía entre sollozos el “mea culpa” de la penitencia infantil, “que no lo quería hacer”, ocurriósele al maestro preguntarle por qué había dejado la clase dominical.
—¿Por qué he dejado la clase del domingo? ¿Por qué? ¡Ah, sí! ¿Qué necesidad tenía él (Mac Sangley) de decirle que era mala? ¿Por qué le decía que Dios la odiaba? ¿Si esto era verdad, de qué le servía ir a la clase y aprender? Ella no quería deber nada a nadie que la odiase.
Sí; ella le había dicho esto a Mac Sangley.
“Sí, se lo había dicho”.
El maestro se rió. Su risa era franca, pero despertó un eco tan extraño en la pequeña casa escuela y pareció tan inconsecuente y discorde con el gemido de los pinos del exterior, que a ella siguió un suspiro, tan sincero, a su manera, como la risa anterior.
Sucediose un momento de grave silencio, que el maestro fue el primero en romper, preguntando a Melisa por su padre.
¿Su padre? ¿Qué padre? ¿El padre de quién? ¿Qué había hecho por ella? ¿Por qué la aborrecían las chicas? ¡Vamos! ¿Por qué, cuando pasaba, le decía la gente: “¡la Melisa del viejo Bumero Smith!”? ¡Oh, sí, quisiera estar ya muerta, completamente muerta, que todo el mundo estuviese muerto! Y rompió de nuevo en sollozos.
El maestro, a quien la escena había conmovido algún tanto, inclinado sobre ella, le dijo lo que usted o yo podíamos haber dicho después de oír teorías tan poco naturales en boca infantil; pero, recordando sin duda mejor que usted o yo lo poco naturales que eran también su andrajosa indumentaria, sus sangrientos pies y la omnipresente sombra de su borracho padre. Asiola ligeramente, envolviéndola con su pañuelo. La encargó que viniera temprano a la mañana siguiente y la acompañó parte del camino dándole las buenas noches.
La luna iluminaba brillantemente ante ellos el estrecho camino. El maestro permaneció de pie contemplando la encogida y pequeña figura a medida que se alejaba vacilante por el camino, aguardó hasta que hubo pasado el pequeño camposanto y alcanzado la cima de la colina, en donde se volvió y se detuvo un instante como un átomo de sufrimiento perfilado entre las lejanas y apacibles estrellas que pueblan el infinito. Después, el maestro volvió a su tarea, pero las líneas del cuaderno se desarrollaban en largas paralelas del interminable camino, sobre el cual parecían pasar, en la noche, figuras infantiles gimiendo y suspirando. Entonces, pareciéndole la pequeña sala de la escuela más lúgubre y comprimida que antes, cerró la puerta y regresó a su casa.
Al día siguiente, fue Melisa a la escuela. Se había lavado previamente la cara, y su cabello negro y ordinario llevaba trazas de una reciente pelea con el peine, en la cual, al parecer, ambos llevaban mala parte. La mirada desafiadora brillaba de cuando en cuando en sus ojos, pero su manera era más dócil y modesta. Entonces comenzó una serie de pequeñas pruebas y de sacrificios mutuos, en los cuales maestro y alumna obtuvieron partes iguales y que aumentaron su mutua simpatía. Aunque obediente ante la mirada del maestro, a menudo, durante el asueto, contrariada o irritada por un desprecio imaginario, Melisa rabiaba con furia indómita, y más de una vez algún pequeño educando, que había querido igualar con ella sus armas de combate, palpitante, con rasgada chaqueta y arañado rostro, buscaba protección al lado del profesor.
Hubo sobre el asunto una seria división entre los vecinos; muchos amenazaron con retirar a sus hijos de una compañía tan mala, y otros, con el mismo calor, defendieron la conducta del maestro en su obra educativa.
De este modo, con terca persistencia que más adelante, al considerar lo pasado, le pareció firmeza, el maestro sacó poco a poco a Melisa de las tinieblas de su pasada vida, como si no fuese más que su progreso natural en el estrecho sendero por el cual la había encaminado en la estrellada noche de su primitivo encuentro. Teniendo presente la experiencia del evangélico, Mac Sangley evitó con cuidado y paciencia el escollo sobre el cual, éste, poco adiestrado piloto, había hecho naufragar la fe reciente de la niña. Si en el transcurso de la lectura tropezaba casualmente con aquellas pocas palabras que han levantado a sus semejantes sobre el nivel de los más viejos, más sabios y más prudentes, si aprendía algo de una fe que está simbolizada por el sufrimiento, y si la antigua llama se suavizaba en sus ojos, no era nunca bajo la fuerza de una lección. Entre la gente más sencilla de aquellos buenos colonos se reunió una pequeña suma, por medio de la cual la haraposa Melisa pudo vestir la ropa de la decencia y de la civilización, y con frecuencia un rudo apretón de manos y palabras de franca aprobación y confortamiento de alguna de esas figuras arrugadas, groseras y vestidas con la encarnada camisa, hacían acudir el rubor a las mejillas del joven maestro y le obligaban a pensar si eran del todo merecidos los plácemes y tributos que se le prodigaban.
Unos tres meses habían transcurrido desde la época de su primer encuentro y el maestro estaba entregado una noche a sus copias morales y sentenciosas, cuando se oyó llamar a la puerta y otra vez se vio a Melisa delante de sí. Vestida con cierta extraña pulcritud, tenía la cara limpia, y tal vez nada, excepto el largo cabello negro y los brillantes ojos, podía recordarle la anterior aparición.
—¿Está usted ocupado? —preguntó—. ¿Puede venir conmigo?
Y al significar aquél su asentimiento, con su antigua manera voluntariosa y decidida, dijo:
—Venga pronto, pues.
Salieron precipitadamente, y penetraron en el oscuro camino. Al entrar en el pueblo, el maestro le preguntó a dónde iban, y ella contestó:
—A ver a mi padre.
Por primera vez oía nombrarle con aquel título filial, o darle otro fuera del de “viejo Smith” o bien de “el Viejo”. Por primera vez, tres meses, hablaba de él, y al maestro le constaba que le había evitado resueltamente desde el cambio experimentado en la escuela. Pero convencido por sus ademanes, sería por demás preguntarle sus propósitos, la siguió pasivamente por sitios solitarios, por bajas tabernas, restaurants y salones, por casas de juego y de baile; el maestro, precedido por Melisa, entraba y salía como un autómata. Entre el humo y los reniegos de los antros del vicio, la niña, asida de la mano del maestro, se paraba mirando ansiosamente, tratando de descubrir, al parecer inconsciente de todo, el objeto que buscaba y que absorbía todos sus sentidos. Algunos bebedores, reconociendo a Melisa, llamaban a la niña para que les cantara y bailara, y la hubieran obligado a beber a no interponer el maestro su respetable autoridad. Otros, reconociéndole, les hicieron paso silenciosamente. Así transcurrió bastante tiempo. La niña le dijo entonces al oído, que del otro lado del torrente, atravesado por una larga palanca, quedaba aún una cabaña donde pensaba que podía estar. Marcharon en aquella dirección, durante media hora de fatigosa caminata, pero inútilmente. Volvían ya sobre sus pasos por la zanja, siguiendo el canal y contemplando las luces del pueblo en la orilla opuesta, cuando de pronto sonó agudamente en el fresco aire de la noche un disparo de arma de fuego, que el eco se encargó de reproducir varias veces en torno de Red-Mountain, haciendo que los perros ladraran a lo lejos. Las luces del pueblo parecieron vibrar y moverse rápidamente por algunos momentos. El riachuelo hirvió a su lado en borbotones tumultuosos; algunas piedras se desprendieron de la cuesta y cayeron ruidosamente en el agua; un fuerte viento pareció sacudir las ramas de los fúnebres pinos, y luego el silencio se restableció más de lleno, más profundo y más lúgubre. Entonces el maestro volviose hacia Melisa con un movimiento instintivo de protección, pero la niña había desaparecido entre las sombras. Impulsado por un extraño terror, corrió rápidamente camino abajo hacia el lecho del río, y saltando de roca en roca, alcanzó la aldea. Una vez en el centro de Red-Mountain y en las cercanías del estribo de la palanca, miró hacia arriba y detuvo el aliento con temor; pues en lo alto, sobre la estrecha tabla, vio la pequeña y aérea figura de su compañera de poco ha, cruzando rápidamente como una aparición.
Subió nuevamente la orilla, y guiado por algunas luces que se movían en torno de un punto fijo de la montaña, encontrose pronto rodeado de una multitud de hombres sombríos y presa de profundo terror. De en medio de la multitud salió la niña, y tomándole de la mano, le condujo silenciosamente delante de lo que parecía ser un profundo boquete en la montaña. Melisa tenía la cara lívida, pero su excitación había desaparecido y su mirada era como la de una persona a quien algún suceso, por largo tiempo esperado, hubiese acontecido; expresión que al maestro, en su atolondramiento, le parecía casi como de alivio. Allí delante aparecía una cabaña cuyo techo aguantaban dos maderos apolillados. La niña señaló un montón como de vestidos andrajosos, deshechos y echados en el agujero por el último habitante de la misma. El maestro se aproximó y a la luz de una antorcha se inclinó sobre ellos. Era el cuerpo inerte de Smith con la pistola en la mano y la bala en el corazón, tendido al lado de su bolsa vacía.
II
El juicio que Mac Sangley aventuró con referencia al cambio de sentimientos que supuso haber experimentado Melisa, había ganado terreno, y muchos pensaron que Melisa había dado con el filón de una buena conducta. Así es que, cuando se hubo añadido una nueva tumba al pequeño cercado, y a expensas del maestro se colocó en ella una lápida con su correspondiente inscripción: “La Bandera de la Red-Mountain”, se portó como buena e hizo lo que debía respecto de la memoria de uno de “nuestros más antiguos zapadores”, refiriéndose graciosamente a aquel “tósigo de las más nobles inteligencias”, y relegando generosamente al olvido el pasado “de nuestro querido hermano”. “Llora hoy su pérdida una hija única, decía La Bandera, que es ahora una alumna ejemplar gracias a los esfuerzos del reverendo Mac Sangley.” En verdad, el reverendo Mac Sangley hacía gran caso de la conversión de Melisa, y atribuyendo indirectamente a la desgraciada niña el suicidio de su padre, se permitió intencionadas alusiones a los efectos beneficiosos de la “silenciosa tumba”, y en tan alegre contemplación redujo la mayor parte de los niños a un estado de horror tan grande que fue causa de que los vástagos de las primeras familias guardasen en clase silencio tal, que bien lo hubiese querido el maestro para todo el año.
El largo y cálido verano no se hizo esperar. A medida que cada ardiente día se consumía en pequeñas neblinas color gris perla en las cimas de las montañas, y la naciente brisa esparramaba rojas cenizas sobre el panorama, la verde alfombra que la temprana primavera había tendido por encima de la tumba de Smith, se marchitó hasta secarse por completo. Todos los domingos por las tardes, al entrar el maestro por el camposanto, se sorprendía de encontrar arrojadas allí algunas flores silvestres, tomadas en el húmedo pinar, como también toscas guirnaldas prendidas de la pequeña cruz de madera. Algunas de aquellas guirnaldas estaban formadas de hierbas odoríferas, de esas que las niñas gustan de guardar en su pupitre, aquí y acullá, enlazadas con las plumas del bacai de la vainilla y de la anémona silvestre, el maestro reparó en la capucha azul oscuro de la adormidera o acónito venenoso. Instintivamente y al asociar la vista de esta planta con aquellos recuerdos, experimentó el maestro una sensación capaz de contrarrestar el efecto estético que primero había sentido.
Un día, al dar un largo paseo por la silvestre sierra, topó en el corazón del bosque con Melisa, sentada sobre un derribado pino, como sobre un tronco fantástico formado por los colgantes penachos de siniestras ramas, con la falda llena de hierbas y de piñas, y canturreando para sí una de las negras melodías que en aquel preciso momento había recordado. Dando muestras de franca simpatía, le hizo lugar en su elevado trono, y con aire hospitalario y aun de protección, con ser el maestro tan terriblemente serio, le colmó de piñones y frutas silvestres. Aprovechó el maestro aquella oportunidad para explicarle las propiedades nocivas del acónito, cuyos oscuros capullos veía en su falda, y arrancó de ella la promesa de no tocar flores de aquella planta, en tanto que fuese alumna suya. Después, habiendo puesto a prueba su integridad, se quedó satisfecho, desvaneciéndose el extraño sentimiento que antes le había sobrevenido.
De entre los hogares que se le abrieron a Melisa cuando se supo su conversión, el maestro prefirió el de la señora Morfeo, un ejemplar femenino y bondadoso de la flora del Sudoeste, conocido en su mocedad por el apodo de “Rosa de la Pradera”. Era la señora Morfeo uno de aquellos seres que luchan resueltamente contra su propia naturaleza, por medio de una larga serie de actos de lucha y de abnegación, habiendo subyugado, por fin, su disposición, naturalmente descuidada, hasta tener principios de “orden”, que, al igual que el señor Pope, consideraba como “la primera ley moral”. Pero no podía gobernar del todo las órbitas de sus satélites por regulares que fuesen sus propios movimientos, y hasta su mismo “Jaime”, tenía a veces con ella frecuentes choques. Su antigua naturaleza afirmábase de nuevo en su descendencia. Licurgo huroneaba a deshora en la alacena, y Arístides venía de la escuela a casa sin zapatos, dejando tan importantes artículos en el umbral para tener el placer de hacer un viaje por el légamo de las zanjas a pies desnudos. Octavia y Casandra eran descuidadas en sus vestidos. Así, que, por más que la “Rosa de la Pradera” hubiese espaldado, podado y disciplinado su propio y ya maduro temperamento, los retoños crecieron a porfía, bravíos y desparramados con una sola excepción. Esta única excepción la constituía Sofía Morfeo, de quince años de edad y que realizaba la concepción inmaculada de su madre, nítida, ordenada, y de inteligencia calma y reposada.
La señora Morfeo tenía la amorosa debilidad de imaginarse que Sofía era un consuelo y un ejemplo para Melisa, y siguiendo esta sofistería, la señora Morfeo sacaba a Sofía a colación ante Melisa, cuando ésta era mala, presentándola a la niña como modelo reverente en sus momentos de contrición. De modo que no se extrañó el maestro cuando supo que Sofía iría a la escuela evidentemente tan sólo como un favor para el maestro y como un ejemplo para Melisa y todos los educandos, pues Sofía era ya toda una señorita, como suele decirse. Como heredera de las cualidades físicas de su madre, y en obediencia a las leyes climatológicas de la región de Red-Mountain, la muchacha entraba en eflorescencia prematura. La juventud de Smith’s-Pocket, para quien esta especie de flor era escasa, suspiraba por ella en abril, languidecía en mayo y la soñaba todo el año. Serios hombrecitos rondaban la escuela a la hora de salida y hasta algunos estaban celosos de Mac Sangley.
Quizá esta última circunstancia fue la que abrió los ojos de éste a una observación. No le fue difícil notar que Sofía era romántica; que en la clase necesitaba de mucha atención, que sus plumas eran siempre malas y necesitaban cortarse; que acompañaba generalmente la súplica con cierto éxtasis en la mirada, que no guardaba relación con el servicio que verbalmente pedía; que a veces toleraba que las curvas de su rollizo y torneado brazo blanco reposaran sobre el del maestro cuando estaba escribiendo sus muestras, y que cuando tal hacía se ruborizaba y echaba hacia atrás los rizos de sus blondos cabellos. No recuerdo si he dicho que el maestro era joven, cosa, de todas maneras, de poca trascendencia. Educado severamente en la escuela en que Sofía dio sus primeras lecciones, a pesar de todo resistió como un hermoso y joven espartano, las flexibles curvas y fascinadoras miradas, en cuyo ascetismo tal vez pudo contribuir lo exiguo de la comida que tomaba. Por lo general, evitaba a Sofía; pero una tarde, cuando ella volvió a la escuela en busca de algo que había olvidado y no encontró hasta que el maestro se encaminó a su casa con ella, quizá trató de hacerse particularmente agradable, en parte, según imagino, para que su conducta añadiera hielo y amargura a los ya desbordados corazones de los platónicos admiradores de Sofía.
A la mañana siguiente de este sentimental episodio, Melisa no fue a la escuela. Llegó el mediodía, pero no Melisa. Interrogada Sofía sobre el asunto, dijo que habían salido juntas hacia la escuela, pero que la voluntariosa Melisa había tomado otro sendero. Por la tarde el mismo misterio, y al llegar la noche vio el maestro a la señora Morfeo, cuyo corazón maternal estaba realmente sobresaltado. La señora Morfeo había pasado todo el día buscándola, sin hallar traza que pudiera ayudar al descubrimiento de la fugitiva. Arístides fue llamado como presunto cómplice, pero aquel honrado muchacho consiguió convencer a la familia de su inmaculada inocencia. La señora Morfeo alimentaba la viva esperanza de que aún hallaría a la niña ahogada en una zanja, o lo que casi era tan terrible, cubierta de lodo, manchada y sin esperanza de que por medio de jabón y agua volviera a su primitivo estado. El maestro volvió a la escuela con el corazón contristado. Al encender su lámpara y sentarse en el pupitre, encontró ante sí una esquela, a él dirigida. La tomó en sus manos rápidamente, no tardando en reconocer la letra de Melisa. Parecía estar escrita en una hoja arrancada de un viejo libro de notas, y al efecto de evitar alguna indiscreción sacrílega, estaba cerrada con seis obleas rotas. Abriéndola casi tiernamente, el maestro leyó lo siguiente:
Honorable señor:
Cuando lea esto, habré huido, para nunca más volver. ¡Jamás, jamás, jamás! Puede usted regalar mis abalorios a María Juanita, y mi Orgullo de América (un cromo pintarrajeado de una caja de tabaco) a Florinda Flanders. Pero le encomiendo no dé nada a Sofía Morfeo. No lo haga por lo que más quiero. ¿Sabe usted cuál es mi opinión sobeo ella? Pues, ésta: Que es detestable. Esto es todo, y nada más por hoy de su respetuosa servidora,
—Melisa Smith.
Después de haber leído esta extraña epístola, el maestro quedó meditabundo, hasta que la luna alzó su brillante faz por encima de los montes e iluminó el camino que conducía a la casa escuela, camino endurecido con el ir y venir de los menudos pies de los educandos. Enseguida, más satisfecho, hizo trizas la misiva y esparció por el suelo los pequeños pedazos.
Al día siguiente, al amanecer, se levantó rápidamente, abriose camino al través de los helechos a modo de palmeras, y del espeso matorral del pinar, asustando a la liebre en su madriguera y despertando la malhumorada protesta de algunos grajos calaveras, que al parecer habían pasado la noche en orgía; así llegó a la selvática cumbre donde una vez había hallado a Melisa. Encontró allí el derribado pino de enlazadas ramas, pero el trono estaba vacío. Acercose más, y algo que parecía ser un animal asustado, moviose por entre las crujientes ramas del árbol y corriose hacia arriba de los extendidos brazos del caído monarca, y amparándose en algún follaje amigo. El maestro, subiendo al viejo asiento, encontró el nido caliente aún, y mirando a lo alto hacia las enlazadas ramas, se halló con los ojos negros de Melisa. Se miraron en suspenso. Melisa fue la primera en hablar.
—¿Qué quieres? —preguntó secamente.
El maestro se había preparado su plan de batalla.
—Quiero algunas manzanas silvestres —dijo en tono humilde.
—No las tendrás; vete. ¿Por qué no las pides a Sofía? —Y parecía que Melisa se desahogaba al expresar su desprecio por sílabas adicionales al título ya algo dilatado de su tentadora compañera—. ¡Eres muy malo!
—Tengo hambre, Melisita. Desde ayer a la hora de comer no he probado bocado. ¡Estoy muerto de hambre!
Y el joven, en un estado de inanición extraordinario, apoyose contra el primer árbol que encontró delante.
El corazón de Melisa se enterneció. En los días amargos de su vida de gitana, había conocido la sensación que él tan mañosamente fingía.
Vencida por su tono acongojado, pero no del todo exenta de sospecha, dijo:
—Cava bajo el árbol, cerca de las raíces, y encontrarás muchas; pero cuidado en decirlo.
Melisa tenía, como los ratones y las ardillas, sus escondrijos; pero, naturalmente, el maestro fue incapaz de encontrarlas, probablemente porque los efectos del hambre cegaban sus sentidos. Melisa empezaba a inquietarse. Por fin, le miró de soslayo al través de las hojas, a la manera de un hada, y preguntó:
—Si bajo y te doy algunas, ¿me prometes mantenerte a distancia?
El maestro asintió.
—¡Así te mueras si lo haces!
El maestro aceptó resignadamente tan terrible maldición.
Melisa se deslizó del árbol, y durante algunos momentos no se oyó más que el mascar de piñones.
—¿Estás mejor? —preguntó con cierto interés.
El maestro, dándole gravemente las gracias, confesó que se iba reanimando, y entonces comenzó a volverse por donde había venido. Como lo esperaba, no se había alejado mucho cuando ella le llamó. Volviose. Ella estaba allí, de pie, pálida, con lágrimas en los ojos.
El maestro comprendió que había llegado el momento oportuno. Acercándose a ella le tomó ambas manos, y contemplando sus húmedas pupilas, dijo en tono insinuante al par que grave:
—Melisita, ¿te acuerdas de la primera tarde que fuiste a verme? Me preguntaste si podías asistir a mi escuela, pues querías aprender algo y ser más buena, y yo te dije...
—Ven —dijo la niña con presteza.
—¿Qué dirías tú si el maestro viniese ahora a buscarte y dijese que estaba triste sin su pequeña alumna, y que estaba deseoso de que volviera con él para enseñarle a ser más bueno?
Melisa bajó silenciosamente la cabeza por algunos instantes. El maestro esperaba con impaciencia.
Dando descomunales saltos, una liebre corrió hasta cerca de la pareja, y alzando su brillante mirada y aterciopeladas patas delanteras, se sentó y los contempló. Una bulliciosa ardilla se deslizó por medio de la corteza resquebrajada de un pino derribado, y se quedó allí parada.
—Te estamos esperando, Melisita —dijo el maestro en voz baja, y la niña se sonrió.
Las cimas de los árboles se balanceaban, movidas por el céfiro, y un largo rayo de luz se abrió camino entre las enlazadas ramas, dando de lleno en la indecisa cara, sorprendiéndola en una mueca de irresolución. De pronto, agarró con su habitual ligereza la mano del maestro. Balbuceó algunas palabras, apenas perceptibles; pero el maestro, separando de su frente el negro cabello, la besó, y así, asidos de la mano, salieron de las húmedas y perfumadas bóvedas del bosque por el abierto camino bañado en la luz matinal.
III
No tan malévola en su trato respecto a los demás alumnos, Melisa conservaba todavía, una actitud ofensiva respecto a Sofía. Quizá el elemento de los celos no estaba apagado del todo en su apasionado y pequeño corazón. Quizá sería tan sólo que las redondas curvas y la rolliza silueta, ofrecen una superficie más extensa y apta para el roce. Pero como que tales efervescencias estaban bajo la autoridad del maestro, su enemistad a veces tomaba una forma nueva que no se dejaba reprender.
Mac Sangley, en su primer juicio del carácter de la niña no pudo concebir que jamás hubiese poseído una muñeca. Y es que el maestro, parecido a muchos otros perspicaces observadores, estaba más seguro en los raciocinios a posteriori que en los a priori. Melisa tenía muñeca, pero era propiamente la muñeca de Melisa una reproducción en pequeño de ella misma. Por una casualidad, descubrió la señora Morfeo el secreto de su poco grata existencia. Como compañera que había sido de las excursiones de Melisa, llevaba señales evidentes de los sufrimientos y peripecias pasadas. La intemperie y el barro pegajoso de las zanjas borraron prematuramente su color primitivo. Era en un todo el retrato de Melisa en pasados tiempos. Su única falda roja, ajada, estaba sucia y harapienta, como lo había sido la de la niña. Jamás se había oído a Melisa aplicarla cualquier término infantil de cariño. Nunca le enseñaba en presencia de otros niños. Severamente acostada en el hueco de un árbol cercano a la escuela, sólo le estaba permitido hacer ejercicio durante las excursiones de Melisa, quien, cumpliendo para con su muñeca, como lo hacía consigo misma, un severo deber, aquélla no conocía lujo de ningún género.
Se le ocurrió a la señora Morfeo, obedeciendo a un laudable impulso, comprar otra muñeca que regaló a Melisa. La niña la recibió curiosa y gravemente. Al contemplarla el maestro un día, creyó notar en sus redondas mejillas encarnadas y mansos ojos azules, un ligero parecido a Sofía. En seguida se echó de ver que Melisa había reparado también en el mismo parecido; de consiguiente, cuando se veía sola, le golpeaba la cabeza de cera contra las rocas, la arrastraba a veces con una cuerda atada al cuello, al ir y volver del colegio, y otras, sentándola en su pupitre, convertía en acerico su cuerpo paciente e inofensivo.
No me meteré a discutir si hacía aquello en venganza de lo que ella consideraba una nueva e imaginaria intrusión de las excelencias de Sofía, o porque tuviese como una intuición de los ritos de ciertos paganos, y entregándose a aquella ceremonia fetichista, imaginara que el original de su modelo de cera desfallecería para morirse más tarde. Esto sería un arduo problema de metafísica muy difícil de resolver.
El maestro no pudo menos de observar, a pesar de esas incongruencias morales, el trabajo de una percepción rápida y vigorosa, propia de una inteligencia sana. Melisa no conocía ni el titubear ni las dudas de la niñez. Las contestaciones en clase estaban ligeramente impregnadas de insólita audacia. Claro que no era infalible, pero su valor y aplomo en lanzarse en honduras por las que no habrían osado bogar los tímidos nadadores que la rodeaban, suplían los errores del discernimiento. Los niños, por lo visto, en cuanto a esto, no valen más que las personas mayores; pues siempre que la pequeña mano encarnada de la niña se erguía por encima del pupitre para pedir la palabra, reinaba el silencio de la admiración, y el mismo maestro estaba a veces oprimido por una duda de su propio criterio y experiencia.
No obstante, ciertas particularidades que en un principio le entretenían y divertían su imaginación, comenzaron a afligirle, y graves dudas asaltaron su conciencia. No podía ocultársele que Melisa era vengativa, irreverente y voluntariosa, que sólo tenía una facultad superior propia de su condición semisalvaje, la facultad del sufrimiento físico y de la abnegación, y otra, aunque no muy constante, atributo de fiera nobleza, la de la verdad. Melisa era a la vez intrépida y sincera; dos cosas que en aquel carácter venían a reducirse a una sola.
Meditó mucho el maestro sobre este particular y había llegado a la conclusión ordinaria de aquellos que piensan sinceramente, a saber: que él era esclavo de sus propias preocupaciones, cuando determinó visitar al reverendo Mac Sangley para pedirle consejo y parecer. Claro que esta decisión humillaba su orgullo, pues él y Mac Sangley no estaban en muy buena armonía. Pero el pensamiento de Melisa se sobrepuso en él, y en la noche de su primer encuentro, y tal vez con la superstición perdonable de que la mera casualidad no había guiado sus pies hacia la escuela, y con la conciencia satisfecha de la rara magnanimidad de su acción, venció su antipatía y se avistó con el reverendo.
Mac Sangley se alegró de la visita en grado sumo. Observó, además, que el maestro tenía buen semblante, y esperaba verle curado de la neuralgia y del reumatismo. También le había molestado a él con un sordo dolor, desde la última entrevista, pero tenía de su parte la resignación y el rezo, y callándose un momento, a fin de que el maestro pudiese escribir en su libro de memorias una receta que le dictó para curar la sorda intermitencia, el señor Mac Sangley acabó por informarse de la respetable señora Morfeo.
—Ornato y prez de la cristiandad es tan buena señora, y su tierna y hermosa familia prospera —añadió el reverendo—, Sofía está perfectamente educada, y es tan atenta como cariñosa.
Las buenas prendas y cualidades de Sofía parecían afectarle hasta tal extremo, que se extendió en consideraciones sobre ellas un buen lapso de tiempo. El maestro viose doblemente confuso. De un lado, resultaba un contraste violento para la pobre Melisa, en toda aquella alabanza de Sofía, y de otro, este tono confidencial le desagradaba al hablar de la primogénita de la señora Morfeo; así es que el maestro, después de algunos esfuerzos fútiles por decir algo natural, creyó conveniente el recordar otro compromiso y se fue sin pedir los informes, pero en sus reflexiones posteriores, daba injustamente la culpa al reverendo señor Mac Sangley de no habérselos procurado.
Este hecho colocaba de nuevo al maestro y a la alumna en la estrecha comunión de antes. Melisa pareció reparar el cambio en la conducta del maestro, forzada desde hacía algún tiempo, y en uno de sus cortos paseos vespertinos, deteniéndose ella de repente, y subiendo sobre un tronco de árbol, le miró de hito en hito con ojos insinuantes y escudriñadores.
—¿No está usted loco? —dijo con un sacudimiento interrogativo de todo su cuerpo.
—No.
—¿Ni fastidiado?
—No.
—¿Ni hambriento? (El hambre era para Melisa una enfermedad que podía atacarle a uno en cualquier ocasión).
—No.
—¿Ni pensando en ella?
—¿En quién, Melisita?
—En aquella chica blanca. (Este fue el último epíteto inventado por Melisa, que era muy morenita, para indicar a Sofía, cuya blancura competía con la de la nieve).
—No.
—¿Me da usted palabra? (frase con que se sustituyó el “así murieses” por sabio consejo del maestro.)
—Sí.
—¿Y por su sagrado honor?
—Sí.
Entonces Melisa le dio un beso salvaje, saltó del árbol y se escapó volando. En los dos o tres días que siguieron se dignó parecerse más a los niños en general, y llevar más buena conducta.
Habían transcurrido ya dos años desde la llegada del maestro a Smith’s-Pocket y como su sueldo no era grande y las perspectivas de Smith’s-Pocket, para convertirse eventualmente en capital del Estado, no parecían del todo positivas, hacía tiempo que meditaba un cambio de situación. Privadamente, había descubierto ya sus intenciones a los patronos de la escuela; pero, siendo en aquel tiempo escasos los jóvenes de un carácter moral intachable, consintió en continuar el curso hasta la próxima primavera, pasando así todo el invierno. Nadie conocía su intención excepto su único amigo, un tal doctor Duchesne, joven médico criollo, conocido de la gente de Wingdam por Duchesny. Jamás lo comunicó a la señora Morfeo, ni a Sofía, ni menos a los alumnos que asistían a sus clases. Esta reserva tenía su explicación en la antipatía constitucional a enredar, sobre todo en el deseo de ahorrarse las preguntas y conjeturas de la curiosidad vulgar y de que nunca creía que iba a hacer algo hasta el momento que lo había puesto en práctica.
No le gustaba pensar en Melisa. Quizá por un instinto egoísta se esforzaba en figurarse su sentimiento por la niña como necio, romántico y poco práctico. Incluso quiso convencerse de que sus adelantos serían mayores bajo la dirección de un maestro más viejo y más riguroso.
Melisa tenía entonces once años, y de allí a pocos más, según las leyes de Red-Mountain, sería una mujer. Después de todo, él había cumplido con su deber. Cuando murió Smith, dirigió cartas a los parientes de éste y recibió contestación de una hermana de la madre de Melisa; dando las gracias al maestro, le manifestaba su intención de abandonar con su marido los Estados del Atlántico en dirección a California, dentro de poco tiempo. El maestro fundó con esto un ligero castillo en el aire, imaginando acaso fundar la casa de Melisa; pues era fácil creer que una mujer cariñosa y simpática podría guiar mejor su caprichosa naturaleza. Pero, cuando el maestro le leyó la carta, Melisa escuchola como quien oye llover, la recibió sumisamente y después recortola con sus tijeras en figuras que representaban a Sofía, rotuladas la niña blanca, para evitar errores, y que plantó sobre las paredes exteriores del edificio.
El verano tocaba a su fin, y la última cosecha había pasado de los campos al granero, cuando el maestro pensó también recoger por medio de un examen los maduros frutos de las tiernas inteligencias que se habían puesto bajo su cultivo y dirección. Así es que los sabios y gente de profesión de Smith’s-Pocket se reunieron para sancionar aquella tradicional costumbre de poner a los niños en violenta situación y de atormentarles como a los testigos delante del Tribunal. Como de costumbre, los más audaces y serenos fueron los que lograron obtener los honores del triunfo y ver coronada su frente con los laureles de la victoria. El lector imaginará que Melisa y Sofía alcanzaron la preeminencia y compartían la atención del público. Melisa, con su claridad de percepción natural y confianza en sí misma; Sofía, con el plácido aprecio de su persona y la perfecta corrección en todas sus cosas. Los otros pequeñuelos eran tímidos y atolondrados. Como era de esperar, la prontitud y el despejo de Melisa, cautivaron al mayor número y provocaron el unánime aplauso. La historia de Melisa había inconscientemente despertado las más vivas simpatías de una clase de individuos, cuyas formas atléticas se apoyaban contra las paredes y cuyas bellas y barbudas caras atisbaban con inusitada atención. Sin embargo, la popularidad de Melisa se hundió por una circunstancia inesperada. Mac Sangley se había invitado a sí mismo y disfrutaba la agradable diversión de asustar a los alumnos más tímidos con las preguntas más vagas y ambiguas, dirigidas en un tono grave e imponente; Melisa se había remontado a la astronomía, y estaba señalando el curso de nuestra manchada bola al través del espacio y llevaba el compás de la música de las esferas describiendo las órbitas entrelazadas de los planetas, cuando Mac Sangley se levantó y dijo con su voz gutural:
—¡Melisa! Está usted hablando de las revoluciones de esta tierra y de los movimientos del sol y creo ha dicho que esto se efectúa desde la creación, ¿no es verdad?
Melisa lo afirmó desdeñosamente.
—Bueno, ¿y es esto cierto? —exclamó Mac Sangley, cruzándose de brazos.
—Sí —dijo Melisa, apretando con fuerza sus labios de coral.
Las hermosas figuras de las barandas se inclinaron más hacia la sala, y una cara de santo de Rafael, con barba rubia y dulces ojos azules, pertenecientes al mayor bribón de las minas, se volvió hacia la niña y le dijo muy quedo:
—¡Mantente firme, Melisa!
Mac Sangley, que hasta aquel momento había tenido fija la mirada en Melisa, dio un profundo suspiro, echó primero al maestro y después a los niños una mirada de compasión, y luego posó su vista sobre Sofía. La niña levantó nuevamente su regordete y blanco brazo, cuyo seductor contorno realzaba un brazalete modelo, chillón y macizo regalo de uno de sus más humildes admiradores, que llevaba gracias a la solemnidad del día. Reinó un silencio sepulcral. Las redondas mejillas de Sofía eran sonrosadas y suaves, los grandes ojos de Sofía eran muy brillantes y azules, y la muselina blanca del trajo escotado de Sofía descansaba muellemente sobre sus hombros blancos y rollizos. Sofía miró al maestro y el maestro asintió con la cabeza. Entonces Sofía dijo con dulce voz:
—¡Josué mandó al sol que se parase y le obedeció!
Un sordo murmullo de aplauso se oyó por todos los ámbitos de la escuela, pintose una expresión triunfal en la cara de Sangley, una grave sombra en la del maestro, y una cómica mirada de contrariedad irradió de las ventanas. Melisa hojeó rápidamente su astronomía y cerró el libro con estruendo. Y con un gemido de Mac Sangley, estallaron murmullos de asombro en la clase y un aullido desde las ventanas, cuando Melisa descargó su sonrosado puño sobre el pupitre con esta revolucionaria manifestación:
—¡Es una maldita impostura! ¡No lo creo!
IV
La larga estación de las lluvias tocaba ya a su término. Bandadas de pájaros inundaban los campos, y la primavera mostraba nueva vida en los hinchados capullos, y en los impetuosos arroyos. Los pinares despedían el más fresco aroma. Las azaleas brotaban ya y los ceanothus preparaban para la primavera su librea de color morado. En la ladera meridional del Red-Mountain, la larga espiga del acónito se lanzaba hacia arriba desde su asiento de anchas hojas y de nuevo sacudía sus campanillas de azul oscuro en el suave declive de las cimas. Una alfombra de verde y mullida hierba, ondulaba sobre la tumba de Smith esmaltada de brillantes botones de oro, y salpicada por la espuma de un sin fin de margaritas. El pequeño camposanto había recogido en el pasado año nuevos habitantes, y nuevos montículos se elevaban de dos en dos a lo largo de la baja empalizada hasta alcanzar la tumba de Smith, dejando junto a ella un espacio. La superstición general la había evitado y el sitio al lado de Smith esperaba morador.
Varios carteles fijados en los muros del pueblo participaban que, dentro de un breve plazo, una célebre compañía dramática representaría, durante algunos días, una serie de sainetes para desternillar de risa; que, alternando agradablemente con éstos, daríase algún melodrama y diversiones a granel. Como es natural, estos anuncios ocasionaron un gran movimiento entre la gente menuda y eran tema de agitación y de mucho hablar entre los alumnos de la escuela. El maestro había prometido a Melisa, para quien esta clase de placer era sagrado y raro, que la llevaría, y en la importante noche del estreno el maestro y Melisa asistieron puntualmente.
El estilo dominante de la función era el de la penosa medianía; el melodrama no fue bastante malo para reír ni bastante bueno para conmover los espíritus. Pero, el maestro, volviéndose aburrido hacia la niña, sorprendiose y sintió algo como vergüenza, al reparar en el efecto singular que causaba en aquella naturaleza tan sensible. Sus mejillas se teñían de púrpura a cada pulsación de su palpitante corazoncillo; sus pequeños y apasionados labios se abrían ligeramente para dar paso al entrecortado aliento; sus grandes y abiertos ojos se dilataron y se arquearon sus cejas frecuentemente. Melisa no rió ante las sosas mamarrachadas del gracioso, pues Melisa raras veces se reía; ni tampoco se afectó discretamente, hasta acudir al extremo de hacer uso de su pañuelo blanco, como Sofía, la del tierno corazón, que estaba hablando con su pareja y al mismo tiempo mirando de soslayo al maestro, para enjugar alguna lágrima. Pero cuando se terminó el espectáculo y el pequeño telón bajó sobre las reducidas tablas, Melisa suspiró profundamente y se volvió hacia la grave cara del maestro, con una sonrisa apologética y cansado gesto.
—Ahora, vámonos a casa —insinuó.
Y bajó los párpados de sus negros ojos, como para ver una vez más la escena en su imaginación virgen.
Al dirigirse a casa de la señora Morfeo, el maestro creyó prudente ridiculizar la función de arriba abajo.
—No me extrañaría —dijo— que Melisa creyese que la joven que tan bellamente representa lo hace en serio, enamorada del caballero del rico traje, y aun suponiendo que estuviere enamorada de veras, sería una desgracia.
—¿Por qué? —dijo Melisa, alzando los caídos párpados.
—¡Oh! Porque con el salario actual no puede mantener a su mujer y pagar sus bonitos vestidos a tanto por semana, y, además, porque, casados, no tendrían tanto sueldo por los papeles de amantes. Esto, con tal —añadió el maestro— que no estén ya casados con otras; sospecho que el marido de la bella Condesita recibe los billetes a la entrada, alza el telón, o despavila las luces, o hace alguna otra cosa de igual refinamiento y distinción. Por lo que respecta al joven del vestido bonito, que lo es, realmente ahora, y debe costar a lo menos de dos y medio a tres pesos no contando para nada aquel manto de droguete encarnado, del cual conozco el precio, pues compré de él una vez para mi cuarto; en cuanto a este joven, Melisa, no es mal chico, y si bien bebe de vez en cuando, creo que la gente no debiera aprovecharlo para criticarlo tan acerbamente y echarlo en el lodo, ¿verdad? Puedes creerme que podría deberme durante mucho tiempo dos pesos y medio, antes no se lo echase en cara como en Wingdam lo hizo la otra noche aquel hombre.
Melisa había tomado la mano del maestro entre las suyas, procurando mirarle a los ojos, pero el joven los mantuvo desviados con firmeza. Melisa tenía una vaga idea de la ironía, permitiéndose a veces una especie de humor sardónico, que se manifestaba por igual en sus acciones y en su manera de hablar. Pero el joven continuó de este talante, hasta que hubieron llegado a casa de la señora Morfeo y hubo depositado a Melisa bajo su cuidado maternal. Se le ofreció descanso y un refresco que rehusó, restregándose los ojos, para evitar las miradas de sirena de los ojos azules de Sofía, excusose y se fue derecho a casa.
Durante los dos o tres días siguientes al arribo de la compañía dramática, Melisa iba tarde a la escuela, y a causa de la ausencia de su constante guía, el paseo usual del maestro la tarde del viernes, fue por una vez omitido. Al retirar el joven sus libros, preparándose para abandonar la escuela, sonó a su lado una infantil voz:
—¿Con su permiso?
El maestro se volvió y encontrose con Arístides Morfeo.
—¿Qué ocurre? —dijo el maestro con impaciencia—, ¡digan! ¡Pronto!
—Bueno, señor, yo y Hugo creemos que Melisa se va a escapar nuevamente.
—¡Cómo! ¿Qué significa esto, caballerito? —dijo el maestro con el injusto enojo con que siempre recibía las noticias que no le eran gratas.
—Melisa, señor, no se queda nunca en casa, y Hugo y yo la vemos hablar con uno de aquellos cómicos y en este momento está con él, y, además, ayer nos dijo a Hugo y a mí que podía echar un discurso tan bien como la señorita Celestina Montemoreno, y se puso a declamar...
Y el niño se calló, como asustado.
—¿Qué cómico? —exclamó el maestro.
—Aquel que lleva el sombrero negro... y cabello largo y alfiler de oro... y cadena de oro —dijo Arístides, poniendo períodos en lugar de comas para poder dar paso a su respiración.
El maestro sintió una opresión desagradable en el pecho y en la garganta, y tomando maquinalmente los guantes y el sombrero se salió a la calle. Arístides trotaba a su lado, esforzándose en igualar el paso de sus cortas piernas con las zancadas del maestro, cuando éste se paró de repente y Arístides dio con él un fuerte topetazo.
—¿Dónde estaban hablando? —preguntó, como siguiendo la conversación.
—En la Arcada —dijo Arístides.
Cuando hubieron llegado a la calle Mayor, el maestro se detuvo.
—Ve corriendo a casa —dijo al niño—. Si Melisa está allí, ven a la Arcada y dímelo, y si no está quédate en ella; ¿oyes?
Y Arístides se escapó al trote de sus cortas piernecillas, desplegando toda su velocidad.
A pocos pasos del camino estaba la Arcada. Con este nombre era conocido un largo e irregular edificio, conteniendo taberna, salón de billar y restaurant. Al cruzar el joven la plaza, observó que dos o tres transeúntes se volvieron y le siguieron con la vista fijamente durante un buen trecho. Arreglose el vestido, sacó el pañuelo y se enjugó la cara antes de penetrar en el establecimiento. Dentro de la taberna había su habitual número de holgazanes, bebiendo y gritando desaforadamente. Una cara le miró tan fijamente y con expresión tan extraña, que el maestro se paró, encarándose con él, y entonces vio que no era más que su propia imagen reflejada en un espejo pintarrajeado la cual le hizo creer que tal vez estaba un poco excitado, de manera que tomó de una mesa un número de La Bandera de Red-Mountain, y trató de recobrar su serenidad, leyendo la sección anunciadora.
Atravesó luego la taberna, el restaurant y entró en la sala de billar. Melisa no estaba allí. De pie, al lado de una de las mesas, había un individuo que llevaba en la cabeza un sombrero de hule con anchas alas, que el maestro reconoció en seguida por el agente de la compañía dramática. Era un hombre eminentemente antipático por la manera de llevar la barba y el pelo. En vista de que el objeto de su cuidado no estuviese allí, se volvió hacia el hombre del sombrero negro. Este había reparado en el maestro, pero con la astucia común en la cual siempre se estrellan los caracteres vulgares, afectó no verle. Contoneándose con un taco en la mano, aparentaba apuntar a una bola en el centro del billar. El maestro permaneció de pie delante de él, hasta que alzó los ojos. En el momento que sus miradas se cruzaron, el maestro fuese a su encuentro derechamente.
Cuando principió a hablar, algo se le fue subiendo a la garganta que retardaba su palabra; su propia voz le asustó; tan profunda y vibrante sonaba. Pero moderó sus impulsos pues quería a toda costa evitar un escándalo.
—He sabido —principió—, que Melisa Smith, una huérfana, una de mis alumnas, ha estado tratando con usted para seguir su profesión. ¿Es esto exacto?
El hombre del sombrero de azabache se inclinó de nuevo sobre la mesa, y como si jugara, de un golpe vigoroso de taco lanzó la bola contra la tabla con absoluta falta de lógica. Después, dando la vuelta a la mesa, recogiola y la colocó en su punto primitivo. Hecho esto, y preparándose para otra jugada, dijo:
—Supongamos que así sea.
El maestro se atascó de nuevo, pero, haciendo un íntimo esfuerzo que quizá trascendió al exterior, continuó:
—Si es usted caballero, únicamente tengo que decirle que soy su tutor y responsable de su educación. Usted sabe, tan bien como yo, la clase de vida que pretende ofrecer a un corazón virgen y henchido de ilusiones. Por poco que se haya usted enterado, tiene que saber que la he sacado de una existencia peor que la muerte, la he arrancado del lodo de las calles y quizá de una futura corrupción. Estoy tratando de hacerlo otra vez. Tenemos que hablar formalmente, pues las circunstancias así lo exigen. La niña no tiene padre, ni madre, ni hermana, ni hermano. ¿Es que usted trata de sustituir a alguna de estas personas?
El cómico examinó la punta de su taco y miró después en torno, con aire displicente, y hasta en sus labios pareció dibujarse una sonrisa sardónica.
—Sé que es una niña extraña y voluntariosa —continuó el maestro—, pero es mejor de lo que era. Me parece que aún tengo alguna influencia sobre ella. Así es que le ruego y espero que no tome más cartas en este asunto, sino que, como hombre y como caballero, no ose estorbarla en su camino. Además, tengo grandes deseos...
Aquí las palabras se atravesaron otra vez en la garganta del maestro, y la frase quedó entrecortada.
El hombre del negro chambergo, interpretando mal el silencio del maestro, alzó la cabeza con una risa irónica y salvaje y exclamó:
—¿La quiere para usted sólo, verdad? ¡Ni una palabra más!
El tono en que había pronunciado aquellas palabras, la mirada de que habían ido acompañadas, y, más que todo, la naturaleza del hombre que se atrevía a soltar tamaño insulto, hirieron como una saeta la dignidad del joven preceptor. La retórica que mejor convence a esta clase de animales, es un golpe. Poseído el maestro de esta verdad, y encontrando ya sólo de este modo expresiva la acción, hizo acopio de toda su energía para dar a puño cerrado en el cínico rostro de aquel malvado.
El golpe echó a rodar por un lado el reluciente chambergo y el taco por otro, y arrancó el guante y la piel de la mano del maestro; destrozó los ángulos de la boca del patán y echó a perder la forma particular de su barba de un modo lamentable. Oyose un grito, una imprecación, una pelea, y el pisotear de mucha gente. La muchedumbre penetró apresuradamente en la sala, se separó a derecha e izquierda y sonaron dos tiros que se oyeron casi al mismo tiempo. Se arrojaron todos sobre los contrincantes, y se vio al maestro de pie, sacudiéndose con la mano izquierda los tacos encendidos, de la manga de su chaqué. Alguien le detenía por la otra mano. Mirósela y vio que todavía sangraba del golpe, pero entre sus dedos lucía una hoja de acero. No pudo recordar cuándo ni cómo vino a su poder.
La persona que le sujetaba por la mano, era el señor Morfeo, que arrastró al maestro hacia la puerta, pero éste se resistía y se esforzó en articular el nombre de “Melisa”, tan bien como lo permitía su boca contraída y convulsa.
—Todo va bien, hijo mío—dijo el señor Morfeo.—Está en casa.
Y juntos salieron al camino. Durante el trayecto, el señor Morfeo le dijo que Melisa había entrado corriendo en la casa algunos momentos antes, y le había arrancado de ella, diciendo que mataban al maestro en la Arcada. Con el deseo de estar solo, el maestro prometió al señor Morfeo que no buscaría otra vez aquella noche al agente y se alejó en dirección al colegio. Al acercarse a él se asombró de hallar la puerta abierta, y aún más de encontrarse a Melisa acurrucada detrás de una mesa.
El carácter del maestro, como lo he indicado antes, tenía al igual que la mayor parte de las naturalezas de excesiva susceptibilidad, su base de egoísmo. La cínica burla proferida por su reciente adversario, bullía aún en su espíritu. Probablemente, pensó, otros darían semejante interpretación a su afecto por la niña, tan vivamente demostrado, y que aun sin esto, su acción era necia y quijotesca. Y, además, ¿no había ella voluntariamente olvidado su autoridad y renunciado a su afecto? ¿Y qué habían dicho todos? ¿Cómo es que sólo él se empeñaba en combatir la opinión de todos para tener finalmente que confesar tácitamente la verdad de cuanto se le había predicho? Había provocado una ordinaria reyerta de taberna, con un quídam soez y villano, y arriesgado su vida para probar ¿qué? ¿Qué es lo que había probado? ¡Nada! ¿Qué dirían sus amigos? Y, sobre todo, ¿qué diría el reverendo señor Sangley?
La última persona a quien en estas reflexiones hubiera querido encontrar, era Melisa. Con aire de contrariedad dirigió sus pasos hacia su pupitre, y le dijo en breves y frías palabras, que estaba ocupado y que deseaba estar solo. Levantada, Melisa, tomó la silla abandonada y sentándose a su vez, escondió su cabeza entre las manos. Alzó de nuevo la vista, y ella permanecía aún allí, de pie; le estaba mirando a la cara con expresión contristada y pesarosa.
—¿Le has muerto? —exclamó.
—¡No! —dijo el maestro.
—¿Pues no te di yo el cuchillo para eso? —dijo la niña rápidamente.
—Me dio el cuchillo —repitió el maestro maquinalmente.
—Sí, te di el cuchillo. Yo estaba allí debajo del mostrador. Vi cuándo comenzó la lucha y cómo cayeron los dos. Él soltó su viejo cuchillo y yo te lo di. ¿Por qué no le mataste? —dijo Melisa, rápidamente, con un centellear expresivo de sus negros ojos y alzando una mano amenazadora.
El maestro sólo pudo expresar su asombro con la mirada.
—Sí —dijo Melisa—, si lo hubieses preguntado, te hubiera dicho que me iba con la compañía de cómicos. ¿Sabes por qué? Porque no me quisiste decir que ibas a dejarme tú a mí. Yo lo sabía, te oí decírselo al doctor. Yo no iba a quedarme aquí sola con los Morfeo, preferiría morir.
Hubo una pequeña pausa y Melisa sacó de su pecho algunas hojas verdes, ya marchitas, y mostrándolas con el brazo tendido, y con su rápido y vívido lenguaje y con la extraña pronunciación de su primitiva infancia, en que reincidía en los momentos de excitación, dijo:
—Ahí tienes la planta venenosa que mata y que tú mismo me enseñaste. Me iré con los actores o comeré esto y moriré aquí. Todo me es igual. No me quedaré donde me aborrecen y soy despreciada. Tampoco me dejarías, si no me despreciases y aborrecieses.
Y, esto diciendo, su apasionado pecho palpitó con fuerza y dos grandes lágrimas aparecieron en el borde de sus párpados, pero las sacudió con el extremo de su delantal, como si fuesen insectos inoportunos.
—Si me encierras en la cárcel —dijo Melisa fieramente—, para separarme de los actores, me envenenaré. Si mi padre se mató, ¿por qué no puedo hacerlo yo también? Dijiste que un bocado de aquella raíz me mataría y siempre la llevo aquí.
Y golpeó su pecho con fiereza.
Por la imaginación del joven maestro pasó la vista del lugar vacío al lado de la tumba de Smith, y el porvenir del débil ser que temblando de pasión tenía ante sí, inquietó vivamente su espíritu. Asiole ambas manos entre las suyas, y mirándola de lleno en sus sinceros ojos, le dijo:
—¿Melisita, quieres venirte conmigo?
Melisa le echó los brazos al cuello, y dijo, llena de alegría:
—Sí.
—Pero ahora, ¿esta noche?
—Tanto mejor.
Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas. Para el bien o para el mal, la lección había sido aprovechada, y detrás de ellos la escuela de Red-Mountain se cerró para siempre, dejando un rastro imperdurable.
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