Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)


Navidad en la familia de Dick Spindler (1898)
(“Dick Spindler’s Family Christmas”)
Originalmente publicado en The Windsor Magazine,
Vol. 9, Núm. 1 (diciembre de 1898), págs. 119-129;
Mr. Jack Hamlin’s Mediations and Other Stories
(Boston and Nueva York: Houghton, Mifflin and Company, 1899, 289 págs.), págs. 121-155



      Reinó la sorpresa y, en ciertos casos, el desencanto, en Rough and Ready, cuando se supo que Dick Spindler se disponía a celebrar una fiesta de Navidad “familiar” en su propia casa. Del hombre que acababa de hallar un magnífico filón en su mina bien se esperaba que aprovecharía su primera oportunidad para celebrar su buena fortuna, pero que la fiesta asumiría contornos tradicionales, anticuados y respetables no era lo que esperaban en Rough and Ready, donde se creyó que era un tanto presumido. No había media docena de familias en Rough and Ready; jamás nadie supo antes que Spindler tenía parientes y esta llegada de forasteros al poblado parecía indicar, por lo menos, una carencia de espíritu público. Sugirió uno de sus críticos:
       —Bien podría haber brindado a los muchachos —que habían trabajado junto a él en las zanjas durante el día y difundían mentiras con él alrededor del fogón durante la noche— una mesa abundante con qué hartarse y guardar las sobras para la vieja banda de los Spindler, como lo hacen otras familias. Cuando el viejo Scudder celebró la construcción de su casa, el año pasado, su familia vivió durante una semana de lo que quedaba del festín, después que los muchachos hubieron bailado y consumido todo lo mejor esa noche —y los Scudder ni siquiera eran extraños.
       Era evidente, también, que prevalecía una sensación de inquietud hacia la actitud de Spindler, que denotaba una profana inclinación por la minoría de lo selecto y respetable, a la vez que un alejamiento, sin la excusa del matrimonio, de la mayoría de los solteros joviales e independientes de Rough and Ready.
       —Si estuviera detrás de una chica e hiciera proyectos, lo entendería —afirmaba otro crítico.
       —No estés tan seguro de que no lo está —dijo el Tío Jim Starbuck, seriamente.
       —Verás que, en el fondo de esta reunión “familiar”, hay alguna de estas mujeres, hechas sólo para esto y para crear dificultades.
       Este sombrío vaticinio entrañaba cierta verdad, pero no de la índole que el misógino suponía. En efecto, Spindler había visitado hacía algunas noches la casa del reverendo señor Saltover. Como la señora de Saltover sufría en estos momentos una de sus “tremendas jaquecas”, lo transfirió a la cortesía de su hermana viuda, la señora Huldy Price, quien le prodigó de buen grado la atención práctica y crítica que compartió con la media que estaba zurciendo. Era una mujer de treinta y cinco años, de singular vigor e inteligencia práctica, que cierta vez había traído subrepticiamente a su casa a su esposo herido en una refriega en la frontera, y con apacible serenidad sirvió café para sus burlados perseguidores, mientras su cónyuge yacía escondido, a buen recaudo, en el desván; caminó cuatro millas en busca de la asistencia médica que llegó demasiado tarde para salvarlo, y lo enterró secretamente en su propio solar, con un solo testigo, salvando así su posición y propiedad en aquella comunidad alocada, que creía que se había escapado. Muy poco de esta ímproba experiencia podía advertirse ahora en sus turgentes mejillas morenas, en sus serenos ojos negros, tras las zarzas de sus tiesas pestañas, en su figura regordeta o en su risa franca y audaz, que surgió con la tenue intensidad de una sonrisa, cuando dio la bienvenida al señor Spindler.
       —No lo había visto desde “hacía siglos”, pero imaginaba que estaría muy ocupado arreglando la nueva casa.
       —Bueno... sí —dijo Spindler, con un leve titubeo —estoy pensando en efectuar una especie de reunión de Navidad con mis... —estaba por decir “amigos” pero lo cambió por “parientes” y finalmente se decidió por “familiares”, por ser más correcto en la casa de un predicador.
       La señora de Price pensó que eso era muy buena idea. Navidad era la época más razonable para reunir a la familia y “ver quién está aquí y quién está allá, quién se está poniendo viejo y quién no y quién está muerto y enterrado. Dichosos aquellos que podían disfrutar de la posición que les permitía hacerlo y ser felices”. La invencible filosofía de la viuda quizá la llevaba más allá de cualquier recuerdo peligroso de la solitaria tumba de Kansas y, sosteniendo a la luz su labor de calceta, dirigió una fugaz y alegre mirada al turbado rostro del señor Spindler, quien estaba al lado del hogar.
       —Bueno, no puedo decir mucho sobre eso —contestó Spindler, todavía incómodo—, pues, como ve, no estoy muy versado en esas cosas.
       —¿Cuánto hace que los vio? —preguntó la señora Price, aparentemente dirigiéndose a la media. Spindler se rió débilmente.
       —Bueno, ya que hablamos de eso... ¡nunca los he visto!
       La señora Price puso la media sobre la falda y abrió sus ojos francos ante Spindler.
       —¿Nunca los vio? —repitió—. Entonces, ¿no son parientes cercanos?
       —Hay tres primos —dijo Spindler, contándolos con los dedos—, un medio tío, una especie de cuñado, eso es, el hermano del segundo esposo de mi cuñada, y un sobrino. Eso hace seis.
       —Pero si no los ha visto supongo que le han escrito —insinuó la señora Price.
       —Casi todos me han escrito pidiéndome dinero, viendo mi nombre en los diarios, porque había encontrado un valioso filón —replicó Spindler, con parquedad—, y solo sé sus direcciones.
       —¡Oh! —exclamó la señora Price, volviendo a su media.
       Algo en el tono de su exclamación aumentó el embarazo de Spindler, pero también tuvo la virtud de exasperarlo.
       —Usted ve, señora Price —dijo abruptamente—, tendría que decirle que, según presumo, se trata de esos amigos que “no han progresado”, y me parece que lo más correcto que puedo hacer, porque “he progresado”, es darles una especie de fiesta de Navidad. Algo semejante a lo que su cuñado estaba diciendo el último domingo en el pulpito, sobre la paz y la buena voluntad entre los hombres.
       La señora Price miró nuevamente a su interlocutor, cuyo rostro perplejo y amarillento delataba cierta duda, aunque también una suerte de determinación, con respecto a las perspectivas que le deparaba lo dicho.
       —Una muy buena idea, señor Spindler, y que, además, lo honra —dijo gravemente.
       —Estoy muy contento de oírselo decir, señora Price —repuso con un acento de gran alivio—, pues pensaba pedirle un gran favor. Usted ve, —cayó en su titubeo de antes—, eso es... lo que pasa es... esta clase de cosas me es más bien extraña, fuera de mi dominio... y le iba a preguntar si tendría algún inconveniente en ocuparse de todo este asunto y dirigirlo por mí.
       —¿Dirigirlo por usted? —dijo la señora Price, con una rápida mirada por debajo del borde de sus pestañas. ¡Hombre de Dios! ¿En qué está pensando?
       —Ocuparse de todo el trabajo por mí —se apresuró a decir Spindler, con nerviosa desesperación—. Arreglar todo y prepararlo para lo demás... pedir todo lo que necesita y arreglar los dormitorios... yo puedo salir del paso mientras usted lo hace... después ayudarme a recibir a los invitados y sentarse a la cabecera de la mesa... como si fuera la dueña.
       —Pero —objetó la señora Price, con una risa franca—, esa es la obligación de uno de sus parientes... su sobrina, por ejemplo... o prima, si una de ellas es mujer.
       —Como le dije —insistió Spindler—, me son extraños; no los conozco, pero a usted sí. Facilitaría las cosa para ellos... y para mí. Los presentaría.... Una mujer de su experiencia allanaría todas esas nimias dificultades —continuó Spindler, con un vago recuerdo de la historia de Kansas —y pondría a todos sobre terciopelo. ¡No diga “No”, señora Price! Estoy contando con usted.
       La sinceridad e insistencia de un hombre pueden ir muy lejos hasta con la mejor de las mujeres. La señora Price, que al principio había recibido el pedido de Spindler con divertida originalidad, empezaba ahora a sentir una secreta inclinación hacia el mismo. Y, por supuesto, empezó a señalar objeciones.
       —Me temo que no va a servir —dijo pensativamente, cayendo en la cuenta de que sí podría prestar su colaboración, con eficiencia—, usted ve, prometí pasar Navidad en Sacramento con mis sobrinas de Baltimore. Y después hay que consultar al señor Saltover y a mi hermana.
       Pero aquí, en el rostro del señor Spindler, se hizo evidente una desazón tan grande, que la viuda declaró que “lo pensaría”, reacción ésta que el señor Spindler pareció considerar casi tan semejante a “hablar del asunto nuevamente” que la señora Price empezó a creerlo ella misma cuando él se marchó lleno de esperanzas.
       Lo “pensó” lo suficiente para ir a Sacramento y excusarse ante sus sobrinas. Pero allí se permitió “hablar del asunto”, para infinito deleite de aquellas muchachas de Baltimore, que calificaban esta extravagancia de Spindler como “californiana y excéntrica”. De tal suerte, no fue raro que las noticias volvieran, a su debido tiempo, a Rough and Ready y sus viejos compañeros supieran por primera vez que él nunca había visto a sus parientes y que serían doblemente extraños. Esto no acrecentó su popularidad, ni tampoco deploró tener que expresar la noticia de que su parientes tal vez eran pobres y que el reverendo señor Saltover había aprobado su proceder y comparado con el festín del poderoso, al cual se invitaba a lisiados y a ciegos. En realidad, la alusión suponía agregar hipocresía y un toque de popularidad a la defección de Spindler, pues se discutía que él podría haber agasajado al “Ojizarco Joe” o el “Patituerto Billy” —que una vez había sido “mascado” por un oso, mientras exploraba una veta aurífera— si hubiera sido sincero. Sea como fuere, Spindler hizo caso omiso de estas críticas, en su alegría por el apoyo que el señor Saltover daba a sus planes y la aceptación de la señora Price para actuar como ama de casa. En efecto, le propuso que las invitaciones aludieran también a esta circunstancia feliz, diciendo “por gentil asentimiento del reverendo señor Saltover”, con garantía de su buena voluntad, pero la viuda no quiso saber nada de eso. Las invitaciones fueron debidamente escritas y despachadas.
       —Suponga —sugirió Spindler, con súbita y lóbrega aprensión —suponga que no vienen.
       —No tema usted —replicó la señora Price riendo.
       —¿Y si están muertos? —continuó Spindler.
       —No pueden estar todos muertos —dijo la viuda, jovialmente.
       —Le escribí a otro primo político —dijo Spindler, dudosamente—, en caso de accidente, no pensé en él antes porque era rico.
       —¿Y nunca lo ha visto tampoco, señor Spindler? —preguntó la viuda, con un leve tono sarcástico.
       —¡Por Dios! ¡No! respondió.
       La señora Price cometió solo un error en sus preparativos para la fiesta. Había notado lo que el cándido Spindler nunca hubiera imaginado —el sentimiento que le tenían sus viejos amigos— y había sugerido, con mucho tacto, que se les tendría que enviar una invitación general para la noche.
       —Puede haber refrescos también, después de la comida, juegos y música.
       —Pero —dijo el sencillo anfitrión —¿no pensarán los muchachos que les estoy jugando una mala pasada, por así decirlo, dándoles un segundo turno, como si fueran los restos después de un ataque?
       —Tonterías —dijo la señora Price con decisión—. Está muy de moda en San Francisco y es lo que se debe hacer.
       Ante esta decisión, Spindler, con la ciega fe que tenía en la administración de la viuda, se rindió débilmente. Un anuncio en el periódico Weekly Banner dando cuenta de que “la noche de Navidad don Ricardo Spindler se propone agasajar a sus amigos y conciudadanos en una fiesta familiar, en su propia residencia”, no sólo acrecentó la brecha entre él y sus “muchachos”, sino que despertó un profundo resentimiento, que sólo esperaba una salida. Se tenía entendido que todos asistirían, pero que iban a divertirse “con la velada” en forma que podría no coincidir con el sentido de humor de Spindler o el de sus parientes, parecía una conclusión decidida de antemano.
       Por desgracia también, ulteriores acontecimientos favorecieron la materialización de esta ironía. Algunas mañanas después de haber sido enviadas las invitaciones, Spindler, en una de sus conferencias diarias con la señora Price, sacó un diario de su bolsillo.
       —Parece —dijo, mirándola con incómoda gravedad— que tendremos que sacar uno de esos nombres de la lista, Sam Spindler, y calcular que vienen sólo seis parientes.
       —Ah —dijo la señora Price, con interés—, entonces, ¿ha tenido usted una respuesta en la que declinaba la invitación?
       —No exactamente eso —dijo Spindler, con lentitud—, pero, por los comentarios de este diario fue colgado la semana pasada por el Comité de Vigilancia de Yolo.
       La señora Price abrió los ojos ante el rostro de Spindler, mientras le sacaba el diario de la mano.
       —Pero —dijo rápidamente—, esto puede ser un error, ¡algún otro Spindler! ¡Si usted dice que nunca los ha visto!
       —Creo que no es un error —dijo Spindler con sumisa gravedad—, pues el Comité devolvió mi invitación con el gentil y despectivo comentario de que lo “mandaron donde no acostumbran celebrar la Navidad”.
       La señora Price emitió un sonido entrecortado, pero una mirada a los ojos serenos, meditativos e inquisitivos de Spindler le devolvió su coraje de antes.
       —Bueno —dijo alegremente—, quizá haya sido mejor que no viniera.
       —¿Está segura de eso, señora Price? —inquirió Spindler, con un gesto de leve preocupación—. Ahora me parece que era uno de los que podían haber sido invitados a la fiesta y así arrancado como una tea de la zarza ardiente, cómo dicen las Escrituras. Pero usted sabe más sobre esto.
       —Señor Spindler —preguntó la señora Price repentinamente, con un leve destello en sus ojos negros—, ¿son sus... son los otros, como éste? ¿O esto... —aquí sus ojos recobraron su natural dulzura y volvió a reír, aunque de un modo ligeramente histérico— puede volver a suceder?
       —Creo que estamos bastante seguros de tener seis para comer —replicó Spindler, ignorando la pregunta. Luego, como si notara algún otro significado en sus palabras, agregó con vehemencia—: Pero usted no me abandonará, señora Price, si las cosas no salen exactamente como yo pensé, ¿verdad? Como ve, yo nunca conocí en realidad a estos parientes.
       La sinceridad de su intención era tan obvia y, sobre todo, parecía tener una confianza tan patética en su opinión, que ella titubeó en hacerle saber el efecto que su revelación le había causado. ¿Y cómo serían sus otros parientes? ¡Buen Dios! Sin embargo, por raro que fuese, ella se sentía tan impresionada por él y tan fascinada por su auténtico quijotismo, que tal vez, en virtud de estas complejas razones, repuso un poco duramente:
       —Según veo, uno de estos primos es una dama, y luego está su sobrina. ¿Sabe algo con respecto a ellas, señor Spindler?
       Su semblante se ensombreció.
       —No más de lo que sé de los demás —dijo, como si se disculpara. Después de un momento de vacilación prosiguió—: Ahora que usted habla de eso, me parece haber oído decir que mi sobrina es divorciada. Pero —agregó animándose— también que era muy simpática.
       La señora Price se rió parcamente y guardó silencio por algunos minutos. Después, aquella sublime mujercita lo miró. Lo que él pudo haber visto en sus ojos era más de lo que esperaba o, me temo, merecía.
       —Animo, señor Spindler —dijo con aire varonil—. Yo estaré con usted hasta el final de esto ¡no se preocupe! Pero no diga nada sobre... sobre ... esto del Comité de Vigilancia, a nadie. Ni sobre su sobrina... era su sobrina, ¿no?... la divorciada. Charley (el difunto señor Price) tenía una hermana un poco rara, que... ¡pero eso no tiene nada que ver! Y su sobrina quizá no venga; y, si viene, no tiene por qué presentarla a toda la concurrencia.
       Cuando se despidieron. Spindler, por mero agradecimiento, le dio un efusivo apretón de manos y se demoró tanto tiempo en hacerlo que las oscuras mejillas de la viuda se sonrojaron. Un renovado vigor penetró quizá en su corazón, pues, al día siguiente, fue a Sacramento, no sin antes ordenar a Spindler que, de ninguna manera, mostrara cualquier contestación que pudiera recibir. En Sacramento, sus sobrinas volaron hacia ella con una profusión de confidencias.
       —¡Queríamos tanto verte, tía Huldy, pues hemos oído algo maravilloso de tu rara fiesta de Navidad! —el corazón de la señora Price dio un vuelco, pero sus ojos se cerraron y abrieron rápidamente.
       —¡Imagínatelo! Uno de los parientes perdidos del señor Spindler... un tal señor Wragg... vive en este hotel y papá lo conoce. Es una especie de medio tío, creo, y está furioso porque Spindler lo invitó. Le mostró la carta a papá; dijo que era la insolencia más grande del mundo; que Spindler era un idiota ostentoso, que había hecho un poco de dinero y que quería usarlo para entrar en la sociedad; y lo más gracioso de todo el asunto es que este medio tío y bruto entero es un advenedizo... un vulgar individuo petulante, un...
       —No importa lo que sea, Kate —interrumpió la señora Price, apresuradamente—, Yo digo que su conducta es una vergüenza.
       —Nosotros también —respondieron las dos chicas, vehementemente. Después de una pausa, Kate se asió las rodillas con los dedos unidos, y balanceándose hacia atrás y hacia adelante, dijo—: Milly y yo tenemos una idea, y no digas que “No”. La hemos tenido desde que ese bruto habló de esa manera. Ahora, por él sabemos más de las vinculaciones familiares de este señor Spindler que tú; y sabemos cuántas molestias tendrás que compartir con él para organizar esta fiesta. ¿Entiendes? Bueno, primeramente queremos saber cómo es Spindler. ¿Es un salvaje?, ¿tiene barba como los mineros que vimos en el barco?
       La señora Price dijo que, al contrario, era muy suave, tenía voz dulce y era más bien buen mozo.
       —¿Joven o viejo?
       —Joven, en realidad no es más que un muchacho, como pueden juzgar por sus acciones —replicó la señora Price, con un sugestivo aire de matrona.
       Kate se llevó los impertinentes a sus hermosos ojos grises, se los puso aparatosamente sobre su nariz aguileña, y luego dijo, con una voz que fingía disgusto:
       —Tía Huldy... ¡esta revelación es espantosa!
       La señora Price irrumpió con esa risa franca que le era habitual, aunque su oscura mejilla se coloreó con un leve matiz bermejo.
       —Si esa es la maravillosa idea que ustedes tienen, no veo la ayuda —dijo secamente.
       —¡No, eso no es! Tenemos, en efecto, una idea. Ahora mira.
       La señora Price “miró”. Para el observador superficial este procedimiento parecía consistir meramente en someter su cintura y hombros a los brazos de sus sobrinas, y sus oídos a las voces confidenciales y convincentes de las jóvenes.
       Dos veces dijo “ni pensarlo” y “es imposible”; una vez la llamó a Kate “¡traviesa!” y finalmente dijo que “no prometería, pero que quizá escribiría”.
       Faltaban dos días para Navidad. Nada en el aire, cielo o paisaje de la ladera serrana delataban la época para el forastero del Este. Una fina lluvia había estado cayendo durante una semana sobre los pinos, laureles y castaños de la India, las briznas de malezas que comenzaban a brotar y las flores que abrían tímidamente sus capullos. Los serios y apacibles flancos de las colinas que habían quedado desoladas y resecas hacia el final de la sequía, cobraron vida una vez más; las silenciosas y olvidadas castañas dejaban oír el delicado susurro de los saltos y el flujo rápido del agua por riachos polvorientos mientras los ríos mayores entonaban su canto por los lechos pedregosos. Vientos del sudoeste traían el tibio perfume de la savia de los pinos esparciéndose en los bosques, o la débil y lejana fragancia de la mostacilla silvestre que medraba en los valles bajos. Pero, cual si fuese una ironía de la naturaleza, esta suave incursión de primavera en el bosque agreste sólo traía conmoción y pesares para el hombre y los sitios donde realizaba su labor. Las zanjas se desbordaban, los vados de la cañada se tornaban intransitables, las compuertas estaban sueltas y en los senderos y caminos de carretas de Rough and Ready el lodo llegaba a las rodillas. La diligencia de Sacramento que entrara al campamento por un camino de montaña, traía las ruedas y las tablas atascadas y cubiertas con un pigmento viscoso, como si hubiese sido una mezcla de lodo y sangre, que desapareció cuando el vehículo vadeó el torrentoso y peligroso riacho, emergiendo luego con inmaculada pureza, dejando atrás, en Rough and Ready, el sucio barro que la cubría. Una obligada semana de ociosidad en el río “Bar” había llevado a los mineros a gozar de un solaz más acogedor en la taberna, con sus espejos, sus pinturas floridas, su sillones y su estufa. El vaho de las botas mojadas y el humo de las pipas flotaba sobre esta última como el incienso del sacrificio en un altar, pero la actitud de los hombres era más crítica y severa que satisfecha y poco exteriorizaba de la dulzura del tiempo o de la época.
       —¿Has oído si la diligencia ha traído más parientes de Spindler?
       El cantinero, a quien se dirigía la pregunta de esta manera, se movió de su cómoda posición contra el mostrador y contestó:
       —Por lo que yo sé, no creo.
       —Y ese borrachín de primo segundo... ese pico rojo... que llegó ayer, ¿no ha estado rondando por aquí en busca de su veneno?
       —No —dijo el cantinero, pensativo—, me imagino que Spindler lo tendrá encerrado; está resuelto a mantenerlo sobrio hasta después de Navidad y evitar que ustedes lo molesten.
       —Va a estar delirando antes de eso —replicó el primero que habló—, ¿y qué hay de ese fatigado medio sobrino que le pidió prestado veinte dólares a Yuba Bill en el camino y cuando quiso bajarse en Shootersville, Bill no lo dejó y lo llevó a casa de Spindler, cobrando del propio Spindler el dinero, antes de dejarlo ir?
       —Está allá con el resto de la “fauna” —respondió el cantinero— pero me imagino que la señora Price les habrá dado de comer. Tú conoces a la vieja... esa otra prima política... a quien Joe Chandler jura que recuerda como una vieja cocinera de un restaurante chino de Stockton... apostaría cualquier cosa a que la señora Price la ha adornado con alguna de sus elegantes ropas antiguas, para hacerla parecer decente.
       El Tío Jim Starbuck prorrumpió un profundo quejido y expresó:
       —¿No les dije? —y volviéndose en tono suplicante a los otros, agregó—: ¡Es esa maldita viuda que está atrás de todo! Primero convenció a Spindler para efectuar la fiesta y ahora estoy seguro de que va a arreglar a esos pelagatos y prevenirlos para que nosotros no nos podamos divertir a costa de ellos. Y como la persona que está manejando todo es una mujer y no Spindler, tenemos que planear las cosas muy bien y no ser muy bruscos, no sea que alguno de los muchachos patalee...
       —¡Ya lo creo! —exclamó una voz áspera pero decidida, de entre el grupo.
       —Y —dijo otra voz— no por nada la señora Price vivió en el “Sangriento Kansas”.
       —¿Qué programa has decidido, Tío Jim? —preguntó el cantinero ligeramente, para frenar lo que parecía presagiar una discusión peligrosa.
       —Bueno —dijo Starbuck—, calculamos reunimos temprano la noche de Navidad en Hooper's Hollow, y adornarnos a la moda india; luego iremos a casa de Spindler con antorchas de pinotea para realizar una “danza de antorchas” alrededor de la casa; los que bailen y griten afuera entrarán por turno para tomar refrescos. Jake Cooledge, de Boston, dice que si alguien llegara a objetar, sólo tenemos que decir que somos “Máscaras de los Tiempos Viejos”, ¿enterados? Más tarde se oirá la canción “Esas Campanas Vespertinas de los Sábados”, ejecutada por la banda con los peroles de cateo. Después, al final, Jake Cooledge pronunciará uno de esos discursos sarcásticos, como dando la bienvenida a la familia de Spindler a la “Inauguración del Reformatorio y Casa de Pobres de Spindler”. Hizo una pausa, posiblemente a la espera de esa aprobación que, sin embargo, no pareció llegar espontáneamente—. No es mucho —agregó en tono de disculpa—, pues nos molestarán las mujeres, pero agregaremos números al programa, a medida que veamos cómo salen las cosas. Ya saben, por lo que hemos oído, todavía no están a mano todos los parientes de Spindler. Tenemos que esperar, como en los tiempos de elecciones, las cifras de los distritos lejanos. Pero... ¿qué es eso?
       Era el tumulto de cascos de caballos, sobre el agua y el barro y el ruido de latigazos en el camino, frente a la puerta: ¡la diligencia de Sacramento! En un instante, todos los hombres estuvieron a la expectativa y Starbuck salió como una saeta, para detenerse en la plataforma. Hubo las usuales bienvenidas, el consabido bullicio, el apresurado ingreso a la cantina de los pasajeros sedientos y una pausa. El Tío Jim retornó, excitado y jadeante.
       —¡Miren, muchachos, si esto no es lo más rico que hay! Dicen que hay dos parientes más de Spindler en la diligencia, que han venido como carga especial, consignada... ¿oyen? —consignada... ¡a Spindler!
       —¿Rígidos, en ataúdes? —sugirió una voz ansiosa.
       —No he podido escuchar más. Pero aquí están.
       Se produjo la brusca irrupción de un grupo curioso que entró al bar riendo, conducido por Yuba Bill, el cochero. Después, el grupo se disolvió, apareciendo dos niños, un varoncito y una nena que se tenían de la mano; el mayor no representaba más de seis años. Estaban vestidos rústicamente, pero aseados, con una especie de sincronizada actitud, que sugería la formalidad de los orfelinatos filantrópicos. Lo más conspicuo de todo era una cadenita de metal, que traían alrededor del cuello, de la cual colgaban el pasaje común y las etiquetas de la poderosa empresa “Express, Wells, Fargo y Cía.” con la leyenda: “A Ricardo Spindler. Frágil. Con gran cuidado. Cobrar cuando se entrega”. Los niños levantaban de a ratos sus manecillas y tocaban las etiquetas, como para mostrarlas. Examinaron el grupo, el piso, el bar, de color dorado, y a Yuba Bill, sin temor y sin perplejidad. La manera de mirar sugería que estaban habituados a esta observación.
       —Ahora, Bobby —dijo Yuba Bill, reclinándose contra el bar, con un aire medio paternal, medio directivo—, di a estos caballeros cómo has venido hasta aquí.
       —Por el exprezo Fargo —respondió el niño, ceceando.
       —¿De dónde?
       —Red Hill, Oregon —fue la respuesta.
       —¿Red Hill, Oregon?Eso está a mil millas de aquí —dijo uno de los presentes.
       —Me imagino —insinuó Yuba Bill fríamente— que vinieron por diligencia hasta Portland, por barco hasta San Francisco, por barco nuevamente hasta Stockton y luego por diligencia por toda la línea. Todo por la Compañía “Express Wells y Fargo”, de agente a agente, de mensajero a mensajero. No han sido tocados ni dirigidos por nadie, sino por los agentes de la compañía; todo cuanto tuvieron como dirección son esos pasajes alrededor de sus cuellos. Y no necesitaban nada más. He llevado montones de tesoros, en otras oportunidades, caballeros y, una vez, cien mil dólares en billetes verdes, pero, ¡nunca llevé nada que fuera tan vigilado y custodiado como estos niños! El inspector de división de Stockton quería ir con ellos por la línea, pero Jim Bracy, el mensajero, dijo que lo tomaría como un reproche a su persona y renunciaría, si no se los confiaban a él, junto con los otros equipajes. Te divertiste bastante, Bobby, ¿no? Bastante para comer y tomar, ¿eh?
       Los dos niños rieron suavemente, volviéronse un tanto esquivos, y luego, mirando tímidamente a Yuba Bill, dijeron:
       —Zi.
       —¿Saben a dónde van? —preguntó Starbuck, con voz forzada.
       La pequeña contestó rápida y vehementemente:
       —Zí, a Nabidá y Zanta Clauz.
       —¿A qué? —preguntó Starbuck.
       Quien interrumpió ahora fue el niño, con aire de suficiencia:
       —Ella quiere dezir el primo Dick. El tiene Nabidá.
       —¿Dónde está tu mamá?
       —Muerta.
       —¿Y tu papá?
       —En el hospital.
       Oyóse una risotada que venía de los más alejados, hacia cuya dirección todos miraron con disgusto, pero la risa se había acallado. Sin embargo, Yuba Bill, levantó la voz desde atrás.
       —Sí, ¡en el hospital! Gracioso, ¿no?... ¡un lugar divertido! Que lo pruebe, quien se rió, y en menos de cinco minutos, por Satanás que lo dejo en condiciones de ser admitido, sin que le cobren un solo centavo—. Se calló, dirigió una mirada rápida de ira a su alrededor, y luego, apoyándose contra el mostrador, hizo señas a alguien que estaba cerca de la puerta y le dijo con un tono de visible disgusto: —Tú, cuéntales a estos gaznápiros cómo pasó, Bracy. ¡Me enferman!
       Bracy, el mensajero del expreso, se adelantó hacia el lugar donde se hallaba Yuba Bill y respondió al requerimiento.
       —No es nada extraordinario, señores —comenzó sonriendo—, sólo que parece que un hombre llamado Spindler, que vive por aquí, mandó una invitación al padre de estos niños, para que enviara a su familia a una fiesta de Navidad. Fue una acción bastante bondadosa de Spindler, considerando que eran parientes pobres que él nunca había conocido, ¿verdad?
       Hizo una pausa; algunos de los presentes interrumpieron el silencio no con palabras, sino aclarando la carraspera de sus gargantas.
       Por lo menos —reanudó Bracy—, eso es lo que pensaron los muchachos de Red Hill, Oregon, cuando se enteraron. Como el padre se había roto una pierna y estaba internado en el hospital y la madre había fallecido hacía pocas semanas los muchachos pensaron que sería duro que los pobres niños perdieran la fiesta, sólo porque no había nadie que los trajera. Como ellos no podían acompañarlos, reunieron un poco de dinero y se les ocurrió mandarlos por diligencia. Nuestro representante en Red Hill compartió en seguida el entusiasmo de los muchachos; no quiso aceptar dinero por adelantado y dijo que los mandaría por encomienda, como cualquier otro paquete. Y lo hizo ¡y aquí están! Y eso es todo, señores; y ahora tengo que entregarlos a este Spindler, obtener su recibo y sacarles las etiquetas. Ahora tenemos que irnos; vamos, Bill, ayúdame a llevarlos.
       —Esperen —exclamó al unísono una docena de voces, mientras una docena de manos hurgaban una docena de bolsillos; lamento decir que algunas manos salieron vacías, pues era una época difícil en Rough and Ready, pero el cochero se paró ante ellos y levantó una mano en señal de advertencia.
       —Ni un centavo, muchachos... ¡ni un centavo! La “Compañía Express de Wells Fargo” no se compromete a llevar oro con niños, por lo menos en el mismo contrato —se rió y luego, mirando a su alrededor, dijo confidencialmente con voz queda, aunque pudo ser oída por los niños: —Hay hasta tres bolsas de monedas de plata en la diligencia que han llovido sobre los niños desde que empezaron el viaje y que han pasado de representante a representante, de mensajero a mensajero... ¡suficiente para pagar su viaje de aquí a la China! Es hora de decir basta. Podemos estar seguros do que no van a llegar pobres a esa fiesta de Navidad.
       Levantó al niño, al mismo tiempo que Yuba Bill alzó a la pequeña sobre los hombros y ambos salieron. Luego, los parroquianos salieron uno por uno de la cantina, siguiéndolos silenciosa y torpemente, y cuando el cantinero terminó de guardar los vasos y se dio vuelta, vio asombrado que el salón estaba vacío.
       La casa de Spindler o más bien la “Farolería de Spindler”, como gustaban llamarla en Rough and Ready, quedaba más arriba del campamento, en una ladera desmontada, que se vengaba, empero, no produciendo ni la vegetación suficiente para cubrir los pocos tocones que no podían arrancarse.
       Un gran edificio de madera en el estilo seudoclásico, que se veía con frecuencia en el oeste, con una cúpula discordante, estaba rodeado por una baranda aún más inapropiada, sostenida por columnas dóricas, que ya estaban pintorescamente cubiertas de enredaderas en flor. El señor Spindler había encomendado el amueblamiento del interior al mismo contratista que había decorado la gran sala dorada del “Eureka Saloon”, y parecía que había usado exactamente el mismo diseño y material en ambos. Había espejos dorados por toda la casa y mesas de mármol, cupidos de yeso en todos los rincones y leones de estuco diseminados por doquier. Las habilidosas manos de la señora Price habían disimulado algunos de éstos con ramas de laurel y pino, impartiendo al ambiente un ligero toque navideño. Empero había dedicado la mayor parte de su tiempo a tratar de aplacar las excentricidades de los pintorescos parientes de Spindler, a tranquilizar a la señora “tía” Martha Spindler, la anciana cocinera ya aludida, proclive a considerar el deslumbrante esplendor de la casa, como indicio de peligrosa inmoralidad; a disuadir al “primo” Morley Hewlett que confundía el aparador del comedor con un bar para “refrescos intermitentes”, y a impedir que el sobrino mentecato, Phinney Spindler, “tirase” a las botellas, desde la baranda, usase la ropa de su tío o comprase en las tiendas, a cuenta de él, diversas mercaderías. Sin embargo, la inesperada llegada de los dos niños entrañó para ella gran alivio y solaz. Escribió en seguida a sus sobrinas un breve relato de su milagroso rescate. “Creo que estos pobres chicos nos cayeron del cielo para hacer posible nuestra fiesta de Navidad, sin hablar de la simpatía que conquistó Spindler en Rough and Ready. Los va a tener aquí el mayor tiempo posible y le escribirá a su padre. ¡Pensar que estos pobres chiquitines, han viajado mil millas a “Nabidá”, como dicen ellos!... aunque los mensajeros les prodigaron tantos y tan solícitos cuidados, que sus cuerpecitos fueron literalmente colmados, como si hubiesen sido codornices. Ya ven, queridas mías, vamos a poder arreglarnos sin “ventilar” la famosa idea de ustedes. Lo lamento, pues sé que se mueren de ganas por verlo todo”.
       Cualquiera que hubiese sido la idea de Kate, lo cierto es que, en ese momento, la dirección de la señora Price no necesitaba ayuda de extraños. Llegó la Navidad y el episodio de la comida transcurrió sin serio detrimento, pero todavía tenía que llegar la horda de Rough and Ready. En efecto, la señora Price bien sabía que, aunque los “muchachos” se mostraban más moderados y en realidad propensos a simpatizar con los toscos esfuerzos del anfitrión, en el aspecto de los parientes de Spindler había mucho todavía que podía excitar su sentido de lo ridículo.
       Pero la fortuna volvió a sonreír en la casa de Spindler con una dramática sorpresa, aún mayor que la llegada de los niños. Frente al cambio operado en Rough and Ready, los “muchachos” habían resuelto, como deferencia hacia las mujeres y los niños, omitir la primera parte de su “programa” y se presentaron a la casa sobria y tranquilamente, como invitados comunes. Pero, antes de haber tenido tiempo de estrechar la mano de los anfitriones y conocer a los parientes, se escuchó un ruido de ruedas frente a la puerta abierta, y las luces iluminaron un carruaje y una pareja —un carruaje privado— como nunca se había visto desde que el gobernador del Estado llegó para inaugurar una nueva zanja. Se produjo luego un silencio, viéndose el resplandor del farol del carruaje sobre seda blanca, el pisar suave de un pie de raso en la terraza y en el pasillo y una verdadera visión de belleza que hacía su entrada en el recinto. Los hombres de mediana edad y los antiguos residentes en ciudades recordaron su juventud, los más jóvenes evocaron a Cenicienta y a su Príncipe. Hubo un estremecimiento y un silencio mientras esta última invitada —una chica hermosa, radiante de juventud y adornos— se llevó un delicado binóculo a los brillantes ojos y avanzó con familiaridad, con una mano extendida, hacia Dick Spindler. La señora Price emitió un sonido entrecortado y se echó para atrás, estupefacta.
       —Tío Dick —dijo una risueña voz de contralto, que remedaba algo la propia voz de la señora Price, por su desembozada franqueza— estoy encantada de haber venido, aunque un poco tarde y deploro que el señor M'Kenna no haya podido también estar presente, por asuntos de trabajo.
       Todos escucharon con ansiedad, pero nadie con mayor vehemencia y estupor que el mismo dueño de casa. ¡M'Kenna! ¡El primo rico que no había contestado a la invitación! ¡Y tío Dick! ¡Era ésta, entonces, su sobrina divorciada! Y, a pesar de su gran asombro recordó que, a la verdad, nadie sino él y la señora Price lo sabían... y esa dama miraba discretamente hacia otro lado.
       —Sí —continuó la media sobrina vivamente—, vine de Sacramento con unos amigos hasta Shootersville y desde allá vine hacia aquí, y aunque debo volver esta noche, no me podría privar del placer de venir, aunque sólo fuera por una hora o dos, para honrar la invitación de mi tío, a quien no he visto desde hace años —hizo una pausa y, levantando los lentes, volvió una mirada cortés e interrogante hacia la señora Price—. ¿Una de nuestras parientes? —preguntó con una sonrisa a Spindler.
       —No —contesto éste un poco turbado— es una... ¡una amiga!
       La media sobrina le tendió la mano que la señora Price tomó.
       Pero la bella forastera... lo que dijo e hizo, fueron las únicas cosas recordadas en Rough and Ready en aquella ocasión festiva; nadie pensó en los otros parientes, nadie se acordó de ellos ni de sus excentricidades; el mismo Spindler fue olvidado. La gente sólo se acordaba de cómo la hermosa sobrina de Spindler prodigó sus sonrisas y atenciones a todos y puso a sus pies particularmente al misógino Starbuck y al sarcástico Cooledge, que olvidó su discurso anterior; cómo se sentó al piano y cantó como un ángel, enmudeciendo a los más bulliciosos y excitados, sumiéndolos en un silencio sentimental y emotivo; cómo, con la gracia de una ninfa, dirigió con el “tío Dick” una danza de Virginia, logrando que toda la concurrencia hiciera lo propio, ansiosos por sentir un fugaz y ligero roce de su mano delicada, en los cambios del baile; cómo, cuando habían transcurrido dos horas —tiempo asaz efímero para los invitados— todos estaban en la terraza, con las cabezas descubiertas y los ojos radiantes, para ver pasar el carruaje maravilloso, que se llevaba a la princesa de las hadas. Cómo... pero este incidente nunca se conoció en Rough and Ready.
       Ocurrió en el sagrado cuarto de vestir, donde la señora Price, con sus propias manos, estaba colocándole la capa a la media sobrina del señor Spindler. Aprovechando esa oportunidad para tomar a la hermosa pariente por los hombros y sacudirla violentamente, le dijo:
       —Oh, sí, y está todo muy bien para ti, Kate, pues te vas y nunca volverás a ver a Rough and Ready ni al pobre Spindler; pero, ¿qué voy a hacer yo, señorita? ¿Cómo he de arreglármelas? Pues sabes que, al menos, tengo que decirle que no eres su media sobrina.
       —¿Tienes que decirle? —preguntó la joven.
       —¿Tengo? —repitió la viuda impacientemente—. ¿Tengo? ¡Por supuesto que tengo! ¿En qué estás pensando?
       —Estaba pensando, tiíta —dijo la muchacha con audacia— por lo que he visto y oído esta noche, si no soy su media sobrina ahora, ¡sólo será una cuestión de tiempo!
       —Entonces, es mejor que esperes. Buenas noches, querida.
       Y, en realidad... resultó que tenía razón.




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