Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)
Un perro amarillo (1895)
(“A Yellow Dog”)
Originalmente publicado en la revista McClure’s (agosto de 1895);
Baker's Luck. In a Hollow of the Hills
(Nueva York: P. F. Collier & Son, 1896, 209 págs.), págs. 44-62;
Baker's Luck. Etc.
(Londres: Chatto & Windus, 1896), págs. 40-61
Nunca supe por qué en el Oeste de los
Estados Unidos un perro amarillo tenía que ser considerado proverbialmente el
colmo de la degradación e incompetencia canina, ni por qué la posesión de uno
tenía que afectar seriamente la posición social de su amo. Pero, como el hecho
era reconocido, creo que lo aceptamos en Rattlers Ridge fin protestar. Lo más
difícil fue determinar a quién pertenecía, y aunque el perro que tengo en mente
mientras estoy escribiendo se juntaba por igual con todos, en el campamento,
nadie se animaba a llamarlo propio; y cuando había perpetrado alguna atrocidad
canina, todos lo repudiaban con vergonzosa prisa.
Las lacónicas respuestas: “Bueno,
puedo jurar que no ha estado cerca de nuestra choza hace semanas”, o bien:
“Fue visto por última vez saliendo de tu cabaña”, expresaban el ansia
con la cual Rattlers Ridge se lavaba las manos de cualquier responsabilidad.
Pero, por cierto, no era un perro común, ni siquiera un perro feo; y lo cierto
es que sus críticos más severos rivalizaban entre sí cuando narraban ejemplos
de su sagacidad, perspicacia y agilidad, presenciados por ellos mismos.
Lo habían visto cruzar la cañada de
Grizzly, a una altura de doscientos cincuenta metros, sobre un tablón de doce
centímetros de ancho. Se había caído desde unos trescientos metros por la
cascada del South Fork y lo encontraron sentado en la orilla del río, “sin
un rasguño, excepto que se estaba rascando perezosamente con la pata de
atrás”. Había sido olvidado en una ventisca, en una meseta de la sierra, y
había vuelto a casa al principio de la primavera con la engreída complacencia
de un viajero alpino y una gordura que, según se alegaba, era el resultado de
una dieta exclusiva de valijas de correo enterradas y de su contenido. Se
sospechaba, generalmente, que leía los carteles electorales, y desaparecía uno
o dos días antes de que llegaran a Ridge los candidatos y la banda de música, a
la que odiaba. Se sospechaba que había espiado las cartas del coronel Johnson
en el poker y comunicado al adversario de éste, mediante una sucesión de
ladridos, el peligro de apostar contra cuatro reyes.
Si bien estas declaraciones eran aportadas
por testigos incapaces de presentar pruebas, por una debilidad muy humana, en
Rattlers Ridge, imputaban la responsabilidad de la confirmación, al perro
mismo, considerándolo un mentiroso consumado.
—Husmeando por aquí y llamándote experto
del poker, ¿no? Lárgate de aquí, veneno “amarillo” —era una orden
común, que el infortunado animal debía arrostrar cuando se inmiscuía en una
partida de poker.
—Si hubiera una chispa, ¿qué digo?, un
átomo de verdad acerca de ese perro, creería a mis propios ojos, que lo
han visto sentado, en posición erecta, tratando de hipnotizar a una urraca, que
estaba en un árbol. ¿Pero qué va a hacer uno con un fullero como ese?
He dicho que era amarillo, o, para usar la
expresión común, “amarillo”. En realidad, me inclino a pensar que mucha
de la ignominia agregada al epíteto estaba involucrada en esta expresión
favorita. Hombres que habitualmente hablaban de un “pájaro amarillo”,
o de un “martillo amarillo”, una “hoja amarilla”, siempre
se referían a él como el ”perro amarillo”.
Que era amarillo no había duda. Después de
un baño —generalmente obligado— presentaba una decidida raya amarillenta en el
lomo, desde la cabeza hasta la cola, que iba
perdiendo intensidad en los ijares, hasta ofrecer el delicado matiz de la paja.
Su pecho y sus patas —cuando no las había ensuciado durante sus andanzas por
los albañales, que tanto le gustaban— eran blancas. Unos cuantos intentos de
decoración ornamental hechas con tinta china por el tendero, fueron un fracaso,
en parte debido a la extraordinaria agilidad del perro amarillo, que nunca le
daba tiempo a la pintura para secarse, y en parte por su habilidad en
transferir las marcas que le habían puesto, a los pantalones y a las mantas del
campamento.
El tamaño y la forma de su cola —que había
sido cortada antes de su emigración a Rattlers Ridge— eran favoritas fuentes de
especulación de los mineros, para determinar no sólo su raza sino también su
responsabilidad moral al ingresar en el campamento en esa condición defectuosa.
Era opinión general que no podría parecer peor con la cola y que su eliminación
había sido, por lo tanto, un acto de gratuita desfachatez.
Los ojos, de un resplandeciente color
castaño, chispeantes de inteligencia, también sufrieron las vicisitudes del
ambiente y su original abierta confianza, se vio menoscabada por una
experiencia hostil, debiendo siempre estar alerta para eludir las piedras que
le arrojaban y los traicioneros puntapiés de manera que sus pupilas siempre se
fijaban en el ángulo exterior del párpado.
Sin embargo, ninguna de estas
características decidía la discutida cuestión de su raza. Su velocidad y olfato
apuntaban hacia un perro de caza, y se relataba que, en una ocasión, lo habían
puesto sobre el rastro de un gato montes, con tal éxito, que aparentemente lo
siguió hasta las afueras del estado, retornando al final de dos semanas con las
patas lastimadas, pero contento.
Habiéndose juntado con un grupo de
exploradores, lo mandaron, bajo la misma creencia, al monte, para espantar a un
oso que se suponía que estaba rondando el campamento. Volvió después de algunos
minutos con el oso, introduciéndolo en el círculo desarmado de exploradores y
ahuyentándolos a todos. Después de esto, la teoría de que era un perro de caza
fue desechada.
Pero aún se decía —sobre la base habitual
de la evidencia no corroborada— que “había liquidado” a una codorniz;
y sus cualidades de perro perdiguero fueron aceptadas durante mucho tiempo,
hasta que, en una cacería de patos salvajes, se comprobó que el pato que había
traído de vuelta nunca había recibido una bala, y la expedición fue
obligada a pagar los daños al dueño del campo vecino.
Su predilección por chapotear en las zanjas
y albañales sugirió, por un tiempo, que se trataba de un perro de agua. Podía
nadar y, de vez en cuando, sacaba del río maderas y trozos de corteza que
flotaban en el agua, pero como siempre había que tirarlo a él, junto con las
cosas que traía —y era un perro de gran tamaño— su reputación acuática también
desapareció y subsistió solo su condición de perro “amarillo”. ¿Qué más
podía decirse? Su verdadero nombre era “Huesos”, que se le había
dado, sin duda, por la costumbre provincial de confundir la ocupación del
individuo con su calidad, para lo cual, se señalaba, había precedentes en
algunos de los viejos nombres de familias británicas.
Pero si Huesos generalmente no denotaba
preferencia alguna por ningún individuo en particular, en el campamento,
siempre hacía una excepción en favor de los borrachos. Hasta un grupo común de
bravucones borrachines lo sacaba de debajo de un árbol o casucha con la
satisfacción más evidente. Los acompañaba por las largas y desiguales calles
del poblado, ladrando con deleite a cada paso o tropezón de los beodos, sin
exhibir esa mirada de desconfianza que marcaba su presencia ante los sobrios y
respetables. Aceptaba sus toscas maneras sin un gruñido o alarido y hasta
simulaba que le agradaban, al punto que creo sinceramente que se hubiera dejado
atar una lata a la cola, si la mano que lo hacía hubiese denotado inseguridad y
la voz que le pedía que se “quedara quieto” hubiese estado ronca por
efectos del alcohol. Acompañaba al grupo alegremente hasta una cantina,
esperaba afuera, dejando colgar la lengua de la boca para expresar su alegría,
hasta que reaparecían, permitiendo que rodaran encima de él y alejándose a los
brincos, sin importarle las piedras tiradas torpemente y los epítetos de que
era blanco. Después, los acompañaba hasta sus casas, separadamente, o se
acostaba con ellos en los cruces de caminos, hasta que alguien los conducía
hasta sus chozas. Trotaba como un vagabundo hasta su propia casucha, cerca de
la estufa de la cantina, conservando cierto aire de perro malo pero también
indicios de haberse divertido.
Nunca pudimos saber con seguridad si su
placer provenía de una convicción egoísta de que estaba más protegido con los
física y mentalmente inaptos, de una viva simpatía por lo que realmente era
malo, o de un sombrío sentido de su superioridad mental en tales
circunstancias.
Sin embargo, era unánime la creencia de que
la simpatía natural de un “perro amarillo” por las cosas que le eran
semejantes lo llevaban a tener predilección por todo lo despreciable.
Y esto era apoyado por otra singular
manifestación canina: el “halago sincero” de la simulación o
imitación.
“Tío Billy” Riley, por un corto
tiempo gozó del privilegio de ser el borrachín del campamento y en seguida fue
objeto de una mayor atención por parte de Huesos. No sólo lo acompañaba por
todas partes, se enroscaba a sus pies o a su cabeza, según la actitud del Tío
Billy en el momento, sino que, según se observó, empezó a experimentar una
manifiesta alteración en sus propias costumbres y apariencia. De activo e
incansable explorador, buscador de comida y arrojado e inigualable pillo, se
volvió holgazán y apático; permitía a los topos que cavaran debajo de él sin
tratar de socavar todo el pueblo en su frenético esfuerzo por desenterrarlos;
permitía que las ardillas se mofaran de él, moviendo sus colas a menos de cien
metros de distancia; se olvidó de sus usuales escondites y dejó sus huesos
favoritos desenterrados y resecándose al sol. Sus ojos se pusieron tristes y su
pelo perdió el brillo, a medida que su compañero, el hombre, se volvía legañoso
y rotoso; la acostumbrada rectitud de flecha de su carrera empezó a desviarse y
no era raro encontrar a la pareja subiendo la cuesta en zig-zag. En realidad,
la condición del Tío Billy podía adivinarse por la apariencia de Huesos en los
períodos en que su dueño provisorio estaba invisible.
—El viejo debe tener una borrachera
terrible hoy —era la observación casual, cuando se veía pasar a Huesos con el
pelo muy revuelto y cierta despreocupación.
Al principio se creyó que él también
tomaba, pero, cuando una investigación cuidadosa demostró que esta hipótesis
era insostenible, se le empezó a llamar “maldito esclavo, hipócrita
amarillo”. Algunos opinaban que si bien Huesos no había llevado al Tío
Billy por el mal camino, al menos lo había “baboseado y mimado hasta que
el viejo, doblegado por su vicio, volvióse engreído”. Esto, sin duda,
condujo a un divorcio obligatorio entre ellos, y Tío Billy fue, felizmente,
despachado a un pueblo cercano y a un doctor. Huesos pareció extrañarlo mucho,
se escapó por uno o dos días y se supuso que lo había visitado, que lo había
alarmado su convalecencia y que había sido rechazado por el Tío Billy, en su
carácter reformado; y volvió a su vieja vida activa y, junto con su pasado,
enterró sus olvidados huesos. Se dijo que, más tarde, fue visto tratando de
llevar un vagabundo borracho al campamento, siguiendo los métodos empleados por
los perros para ciegos, pero fue descubierto a tiempo —por supuesto— por el no
corroborado narrador.
Todo esto debería instarme a dejarlo así,
con su original y pintoresco pecado, pero la misma veracidad que me indujo a
transcribir sus faltas e iniquidades me obliga a describir la definitiva y algo
monótona corrección de sus costumbres, que no se produjeron por causas
imputables a él. Era un día feliz en Rattlers Ridge, tanto por su cambio de
sentimientos como por la llegada de la primera diligencia, que se había
conseguido desviar del camino principal, para que hiciera escala, regularmente,
en nuestro poblado. Al frente de la oficina de correos y la cantina
“Polka” flameaban las banderas y Huesos escapaba de la banda de
música que odiaba, cuando la chica más dulce del pueblo, Pinkey Preston, hija
del juez del estado y amada sin esperanza por todo Rattlers Ridge, se bajó de
la diligencia a la que había honrado, al ocuparla como invitada de honor.
—¿Qué es lo que lo hace escapar? —preguntó
rápidamente, abriendo sus hermosos ojos y presumiendo, en su inocencia, que
nadie hubiera podido huir de ella.
—No le gusta la banda de música
—explicamos, ansiosamente.
—¡Qué raro! —murmuró la chica—, ¿está la
banda tan desafinada como para eso?
Esta graciosa ocurrencia nos hubiera
satisfecho por sí sola, pues no hicimos más que repetirla, durante todo
el día siguiente, pero nos sentimos positivamente conmovidos cuando la vimos,
de pronto, recoger sus delicadas faldas en una mano y correr a través del polvo
bermejo, hacia Huesos, que, con sus ojos vueltos sobre su lomo amarillo, se
había detenido en el camino y dirigía una mirada de disgusto y rabia a la vez,
al ver descender el trombón. Contuvimos nuestro aliento, mientras la joven se
acercaba. ¿Huiría Huesos, como huía de nosotros en tales momentos, o salvaría
nuestra reputación, consintiendo, por el momento, aceptarla como una nueva
clase de ebria? Se acercó; el perro la vio y empezó a temblar con excitación, y
su rabo vibraba con tal rapidez que pasaba inadvertida la parte que le faltaba.
Se detuvo de súbito ante él, tomó su pequeña cabeza amarilla entre sus manos,
la levantó y le miró sus bonitos ojos castaños con los suyos, azules y
hermosos. Lo que pasó entre ellos, en ese instante magnético, nunca se supo. Ella
volvió con él y le preguntó en forma casual:
—¿Verdad que no le tenemos miedo a las
bandas de música?
A lo que el perro aparentemente asintió, o
por lo menos disimuló su disgusto, mientras estaba cerca de ella, es decir,
casi siempre.
Durante el intercambio de confidencias, su
mano enguantada y la cabeza amarilla de Huesos siempre estaban juntas y, en la
ceremonia medular —la revisión pública que ella hizo de la “hoja de
ruta” de Yuba Bill, en representación de la junta del pueblo, hecha con un
lápiz dorado que le obsequiara la Empresa de las Diligencias—, la alegría de
Huesos parecía no tener límites, ya que durante todo el tiempo estuvo
prácticamente en el aire. Nadie osaba intervenir. Por primera vez nació en
nuestros corazones una suerte de orgullo lugareño por Huesos, del que hacíamos
grandes elogios, mintiéndonos unos a otros.
Llegó el tiempo de partir. Estábamos de
pie, cerca de la puerta del coche, sombrero en mano, mientras la señorita
Pinkey se preparaba para subir; Huesos estaba a su lado, mirando con confianza
hacia el interior y, aparentemente, eligiendo su propio asiento sobre las
rodillas del juez Preston, en el rincón, cuando la señorita Pinkey levantó su
elegante mano en señal de amonestación. Luego, tomando su cabeza con ambas
manos, y mirándolo otra vez profundamente a los ojos, exclamó:
—Buen perro —poniendo un suave
énfasis en el adjetivo y subió rápidamente al coche.
Los seis caballos bayos arrancaron al
unísono, y el magnífico vehículo verde y dorado partió, dejando una nube de
polvo bermejo de la que el perro amarillo entraba y salía, cosa que siguió
haciendo hasta las afueras del pueblo. Luego regresó apaciguado.
Desapareció uno o dos días, pero luego se
supo que estaba en Spring Valley, donde vivía la señorita Preston, y fue perdonado.
Una semana después volvió a perderse, pero en esta ocasión estuvo ausente más
tiempo, hasta que llegó una carta patética de Sacramento, dirigida a la esposa
del tendero.
“¿Tendría usted el bien —escribía la
señorita Pinkey Preston— de pedir a uno de sus muchachos que venga aquí, a
Sacramento y se lleve de vuelta a Huesos? No me importa que el querido animal
ande conmigo en Spring Valley, donde todos me conocen, pero aquí sí, pues llama
mucho la atención por su color. Casi no tengo vestido con el que haga
juego. No armoniza con mi muselina rosada, porque hace palidecer demasiado su
hermoso color. Usted sabe, ¡el amarillo es un color tan difícil!”.
Se llamó a reunión con gran premura en el
campamento, y se envió una comisión a Sacramento para aliviar a la infortunada
joven, pues todos nos sentíamos indignados con Huesos, pero, por raro que
pareciera, creo que esta indignación estaba atemperada por el nuevo orgullo que
sentíamos por él. Mientras estuvo solo con nosotros apenas si apreciamos sus
cualidades, pero la frase recurrente “ese perro amarillo que tienen en
Rattlers” nos infundía una misteriosa importancia en todas las regiones
vecinas, como si hubiésemos sido depositarios de una “mascota” de
alguna valiosa colección zoológica.
Esto resultó más evidente aun por un hecho
singular. Se había construido una nueva iglesia en el cruce de los caminos, y
un eminente reverendo había venido de San Francisco para pronunciar el sermón
inaugural. Después de un examen cuidadoso de prendas de vestir en el campamento,
y algunos cambios acertados de vestimenta, algunos de nosotros fuimos
designados para representar a “Rattlers” en el servicio religioso del
domingo. Con nuestros pantalones blancos, sombreros de paja y blusas de
franela, éramos lo suficientemente pintorescos y destacados como “mineros
honrados”, para que se nos exhibiera en los primeros asientos. Sentados
cerca de las jóvenes más bonitas, que nos ofrecieron sus libros de cánticos,
con el límpido perfume de madera de pino recién cortada y muselina planchada,
impregnado por la brisa con las fragancias de nuestros bosques, a través de las
ventanas abiertas, una honda sensación de permanente paz y comunión cristiana
se apoderó de todos nosotros. En ese momento supremo, alguien murmuró, con voz
sobrecogida:
—¡Miren a Huesos!
Miramos. Había entrado a la iglesia y
avanzaba por una de las naves laterales en una perdonable y modesta ignorancia
pero, dándose cuenta de su error, atravesó caminando, sin inmutarse, la
barandilla de la galería, ante la vista de los asombrados feligreses. Al llegar
al final, se detuvo un momento, mirando descuidadamente hacia abajo. Estaba a
unos cinco metros del suelo, salto muy común para un perro criado en las
sierras. Con delicadeza, precaución y displicencia, pero conservando cierta arrogancia,
como si, humanamente hablando, “tuviera una pata en el bolsillo” y
estuviera haciéndolo con solo tres, salvó la distancia, yendo a caer delante
del presbiterio, donde, sin hacer ruido, giró tres veces sobre sí mismo, y se
acurrucó en el suelo.
Tres diáconos aparecieron instantáneamente
por la nave, delante del predicador quien, hubiera podido pensarse, retenía una
sonrisa. Se oyeron murmullos apresurados: “Es de ellos”... “Esta
institución es muy localista, como ustedes saben”. “No me gusta
lastimar sensibilidades”; y la respuesta rápida del reverendo:
—De ninguna manera —mientras continuaba con
el sermón.
Apenas tres meses antes hubiésemos
repudiado a Huesos; ahora, nos quedamos sentados con actitud de cierta altivez,
como si quisiéramos señalar que cualquier afrenta inferida a Huesos sería un
insulto para nosotros, al que seguiría nuestra inmediata retirada, como un solo
hombre.
Todo fue bien, empero, hasta que el
reverendo, alzando la Biblia de la mesa de comunión y sosteniéndola con ambas
manos delante de sí, se dirigió hasta el atril, cerca de la baranda del altar.
Huesos lanzó un gruñido que se oyó con claridad. El sacerdote se detuvo.
Nosotros, y solamente nosotros, nos dimos
cuenta, en un instante, de toda la situación. La Biblia era casi del tamaño y de la forma de uno de esos trozos de tierra blanda que nosotros
teníamos la juguetona costumbre de arrojarle a Huesos cuando estaba medio
dormido tomando sol, para ver la habilidad con que los eludía.
Aguantamos la respiración. ¿Qué había de
hacerse? Pero la oportunidad de actuar le correspondió a nuestro líder, Jeff
Briggs; un individuo buen mozo, con bigote dorado como un viquingo del norte y
con cabello rizado como un Apolo. Envuelto en la vanidad de su propia figura,
se levantó del banco y fue hacia la baranda del atrio.
—Yo esperaría un momento si fuera usted,
señor —dijo respetuosamente— y verá que se irá tranquilamente.
—¿Qué pasa? —dijo el sacerdote con voz
queda y cierta preocupación.
—Cree que le va a tirar ese libro, señor,
sin darle una oportunidad, como nosotros lo hacemos.
El cura, perplejo, quedó impasible, con el
libro en la mano. Huesos se levantó, caminó hasta la mitad de la nave y
desapareció como un rayo amarillo.
Después de justificar así su reputación,
Huesos desapareció una semana. Al cabo de ese tiempo recibimos una nota cortés
del juez Preston, diciendo que el perro se había radicado en su casa y le pedía
al campamento que, sin cederle su valiosa posesión, permitiera que se
quedara en Spring Valley por tiempo indefinido; que el juez y su hija —de quien
Huesos ya era un viejo amigo— verían con agrado que los miembros del campamento
visitaran a su viejo favorito cuando fuera de su agrado, para asegurarse de que
estaba bien cuidado.
Me temo que la carnada tirada tan
ingeniosamente tuvo mucho que ver con nuestra aquiescencia final. De todas
maneras, los informes de los que visitaban a Huesos eran maravillosos. Residía
allá lujosamente, descansando sobre alfombras en la sala de estar, enroscado
bajo el escritorio judicial en el estudio del juez, durmiendo regularmente
sobre el felpudo, frente a la puerta del dormitorio de la señorita Pinkey, o
cazando moscas, perezosamente, en el jardín del juez.
—Está tan “amarillo” como siempre
—dijo uno de nuestros informantes—, pero, de alguna manera, no parece ser el
mismo lomo sobre el que rompíamos cascotes, hace tiempo, sólo para verlo huir
del polvo.
Y ahora debo registrar un hecho que —¡bien
lo sé!— todos los amigos de los perros negarán con indignación y será
recriminado con furiosos aullidos por todo sabueso leal desde los días de
Ulises. Huesos no solamente nos olvidó, ¡sino que nos desconoció en
absoluto! A quienes visitaban al juez con “ropa dominguera” quizá
los miraba furtivamente, o los husmeaba, como descubriéndolos con
resentimiento, bajo su aspecto exterior. A los demás, simplemente los ignoraba.
El término más familiar de “Huesito”, con que solíamos llamarlo en
nuestros momentos de efusividad, no producía respuesta alguna. Creo que nos
apenó a algunos de los más jóvenes pero, merced a quién sabe qué rara debilidad
humana, eso también aumentó el respeto del campamento hacia él, y hablábamos de
él con familiaridad a los extraños, en el mismo momento en que nos ignoraba. Me
temo que también nos preocupamos de decir que se estaba poniendo gordo y
pesado, y que perdía su elasticidad. También comentábamos, con disimulo, que su
elección fue un error y su vida un fracaso.
Murió un año más tarde, con la reputación
de santidad y respetabilidad. Lo encontraron una mañana, enroscado y rígido en
el felpudo, frente a la puerta del dormitorio de la señorita Pinkey. Cuando
oímos la noticia, solicitamos permiso al campamento, que disfrutaba de una
próspera situación, para erigir una lápida sobre su tumba. Pero, cuando llegó
el momento de colocar la inscripción, sólo pudimos recordar las dos palabras
qué le fueron murmuradas por la señorita Pinkey, y que siempre creímos que
habían producido el milagro de su conversión:
—“¡Buen perro!”
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