Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)


La punta del Diablo (1873)
(“The Legend of Devil’s Point”)
Mrs. Skaggs's Husbands, and Other Sketches
(Boston: James R. Osgood and Company, 1873, 352 págs.), págs. 277-298



      En la orilla septentrional de la bahía de San Francisco, en el punto en que la Puerta de Oro se ensancha al entrar en el Pacífico, se alza un áspero promontorio que proporciona abrigo contra los continuos vientos a una bahía semicircular que hay hacia el Oriente. Alrededor de esta bahía, el declive del terreno es frío, desierto y árido, pero hay huellas de habitación primitiva en una desamparada cabaña y un corral abandonado. Se dice que la cabaña y el corral fueron construidos por un atrevido colono que, por alguna razón inexplicable, los abandonó poco después. El que le sucedió como habitante de la cabaña desapareció un día misteriosamente. El tercer morador, que parecía ser un hombre de temperamento sanguíneo y de grandes esperanzas, dividió la propiedad en lotes, jalonó el declive y proyectó el mapa de una nueva metrópoli. Sin embargo, no pudiendo convencer a los ciudadanos de San Francisco de que habían equivocado el emplazamiento de su ciudad no tardó en caer en laxitud y abatimiento. Se le observaba con frecuencia rondando la estrecha faja de la playa durante la bajamar o colgado sobre las rocas cuando subía la marea. En esta última posición fue hallado un día, frío y sin pulso, con un mapa de su invención en la mano y el rostro vuelto hacia el inmenso mar.
       Quizás estas circunstancias dieron a la localidad su infausta reputación. Circulaban vagos rumores de que una sobrenatural influencia había pesado sobre los moradores de la cabaña, y se contaban peregrinas historias acerca del origen del diabólico título con que era conocido el promontorio. Creían algunos que lo frecuentaba el alma de uno de los marineros de sir Francis Drake que habían abandonado su buque impulsados por ciertas historias contadas por los indios acerca de descubrimientos de áureos tesoros, y que había perecido de hambre sobre las rocas. Un vaquero que una vez pernoctó en la ruinosa cabaña relataba cómo una cadavérica figura extrañamente vestida había golpeado la puerta a medianoche y pedido de comer. Otros narradores de más prestigio histórico aseguraban rotundamente que sir Francis mismo había sido poco menos que un pirata y había escogido este apartado lugar para ocultar en él grandes cantidades de botín mal adquirido, tomado a buques neutrales, protegiendo su escondite por medio de encantamientos infernales y diabólicas intervenciones. Según ellos, en las noches de luna se veía aparecer de vez en cuando un barco espectral, o si la bruma envolvía el mar y las riberas, se podían oír claramente durante la noche ruidos de remos que subían y bajaban acompasadamente. Cualquiera que sea el fundamento de tales historias, lo cierto es que con dificultad se podría elegir para escenario de las mismas lugar más tétrico y de apariencia más desolada. Elevadas colinas sin vegetación y enfiladas por oscuras cañadas arrojaban sus negras sombras sobre las aguas. Durante la mayor parte del día, el viento soplaba con furia e incesantemente, como poseído por un espíritu de feroz inquietud. Al anochecer, la niebla marina se deslizaba con suavidad a través de la entrada de la Puerta de Oro o descendía mansamente hasta la falda de la colina, acariciando con su dulce contacto la superficie de la roca azotada por el viento, hasta ocultar el mar y el cielo. Entonces, la populosa ciudad lejana y la más próxima colonia parecían transportadas a infinita distancia. Una abrumadora soledad se adueñaba de la roca. Sólo el ruido de un remolino o el monótono canto de los marineros de un barco invisible y lejano llegaba lánguido y lleno de sugestión mística.
       Hacía aproximadamente un año que un corredor de comercio de San Francisco, rico y de mediana edad, que navegaba solo en un bote, se había encontrado al anochecer envuelto en densa niebla y derivando hacia la Puerta de Oro. Esta inesperada terminación de un paseo marítimo podía atribuirse en parte a su falta de destreza náutica y en parte al efecto de su temperamento sanguíneo. Abandonó el gobierno de la embarcación al viento y a la corriente, porque, confiando ciegamente en su práctica de los negocios, creía que su experiencia le aseguraba buen éxito en todos los asuntos, así acuáticos como terrestres. “La corriente cambiará pronto —se dijo—, o alguien vendrá en mi ayuda”. Apenas habíase colocado de nuevo en la parte posterior del bote cuando vio que, obedeciendo, sin duda, a un misterioso impulso, la embarcación viraba en redondo lentamente, y aparecía a lo lejos, ante él, una masa oscura. Un pequeño remolino alejó más el bote de la orilla, y por fin encalló bajo una punta rocosa que entonces apenas se distinguía a través de la bruma. Miró a su alrededor con la vana esperanza de reconocer alguna peña que le fuese familiar. Las cimas de las altas colinas que se alzaban a ambos lados hallábanse envueltas en la niebla. Como el bote giraba balanceándose, cogió una cuerda y consiguió sujetarlo a las rocas; luego se sentó de nuevo, con un sentimiento de renovada confianza y seguridad.
       Tenía mucho frío. La pérfida bruma pasaba a través de su traje estrechamente abrochado y le hacía dar diente con diente, a pesar del auxilio que de vez en cuando se proporcionaba de un frasco de bolsillo. Sus ropas estaban mojadas y los asientos del bote se hallaban cubiertos de espuma. Mirando pensativo a las rocas, continuamente se presentaban a su fantasía los consuelos del fuego y del abrigo bajo techado. En su desesperación, concluyó por impulsar el bote hacia la parte más accesible de la roca, e intentó subir. Esto era menos difícil de lo que parecía, y a los pocos momentos se encontró en la parte superior de la colina. Un objeto oscuro situado a poco distancia atrajo su atención, y al aproximarse a él advirtió que era una cabaña desierta. La historia llega a decir que, habiendo encendido un vivo fuego con estacas que se proporcionó en el corral inmediato, y con la ayuda de un frasco de excelente aguardiente, arreglóse de modo que pasó la mayor parte de la noche con relativa comodidad.
       No había puerta en la cabaña, y las ventanas no eran más que aberturas cuadradas que dejaban entrar libremente la penetrante bruma. Pero a despecho de tales incomodidades —siendo, como era, un hombre alegre y de temperamento sanguíneo—, se divirtió atizando el fuego y observando la ardiente brillantez que las llamas arrojaban sobre la bruma desde la puerta franca. Estando en esta inocente ocupación, un gran cansancio le venció, y se quedó dormido.
       A medianoche despertóle un ruidoso “¡hola!”, que parecía proceder directamente del mar. Pensando que podía ser el grito de algún marinero perdido en la niebla, marchó al borde de la roca, pero el espeso velo que cubría mar y tierra hacía imperceptibles todos los objetos a pocos pies de distancia. Sin embargo, oyó los golpes regulares de remos que se alzaban y se hundían en el agua. El “¡hola!” se repitió. Hallábase ya aclarando la garganta para responder, cuando, con gran sorpresa suya, se oyó una respuesta que procedía aparentemente de la cabaña que había dejado. Volvió apresuradamente sobre sus pasos, y se sorprendió mucho más cuando, al llegar a la puerta, encontró a un forastero calentándose a la lumbre. Retrocedió lo bastante para ocultarse y observó detenidamente al intruso.
       El recién llegado era un hombre de unos cuarenta años y de rostro cadavérico. Pero más que la lúgubre fisonomía del forastero, atrajo la atención del corredor de comercio la singularidad de su atavío. Sus piernas se ocultaban en unos calzones enormemente anchos que le llegaban hasta las rodillas, donde se encontraban con altas botas de piel de foca. Un chaquetón de paño, con exageradas vueltas de mangas, casi tan anchas como los calzones, cubría su pecho y, alrededor de la cintura, un monstruoso cinto con una hebilla como una muestra de dentista sostenía dos enormes pistolas y un corvo alfanje.
       Llevaba una especie de cola que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Cuando el resplandor del fuego cayó sobre su rostro, el corredor de comercio observó con algún interés que tal cola estaba formada enteramente por una clase de tabaco conocido con el nombre de trenza. El mal efecto se hizo mucho más patente cuando, en un momento de abstracción, el aparecido mordió una porción de aquel tabaco y lo introdujo en la profundidad de sus quijadas cavernosas.
       Mientras tanto, se oían cercanas salpicaduras de remos, que indicaban la aproximación del invisible bote. El corredor de comercio apenas tuvo tiempo de ocultarse detrás de la cabaña antes de que numerosas figuras de ruda apariencia trepasen por la colina hacia el lugar de la extraña cita. Iban aquellos hombres vestidos como el que había llegado primero, el cual, cuando franquearon la puerta, cambió saludos con cada uno de ellos con fórmulas anticuadas, confiriéndoles al mismo tiempo algunos motes familiares. Hombre de Paja, Escupidor de Ranas, Bota de Vino, Marcos el Matachín, eran algunos de los apodos que recordaba el corredor de comercio. No podía decir si tales títulos se los daban para expresar alguna peculiaridad de sus personalidades, pues en el mayor silenció se fueron colocando lentamente sobre el suelo de la cabaña, formando un semicírculo alrededor de su tétrico jefe.
       Al fin, Bota de Vino, un marino de cuerpo esférico y de nariz rubicunda, se puso en pie tambaleándose un tanto y dirigió la palabra a la asamblea. Se habían reunido aquella noche —dijo el orador— de acuerdo con su venerable costumbre. Era, sencillamente, para hacer saber que uno de ellos, durante cincuenta años, había hecho investigaciones en la localidad, donde se hallaban enterrados ciertos tesoros. Al llegar a este punto, el corredor de comercio aguzó los oídos. “Si es así, camaradas y hermanos —continuó—, ya estáis preparados para escuchar el informe de nuestro excelente y bienamado hermano Raja Gargantas respecto de sus pesquisas para hallar el tesoro.”
       Un murmullo de aprobación recorrió el círculo, y el orador se volvió a sentar. Raja Gargantas abrió lentamente sus enormes quijadas y empezó a hablar. Había necesitado mucho tiempo para determinar la exacta situación del tesoro. Él creía —no podía declarar positivamente— que tal situación estaba ahora establecida con claridad. Era cierto que había hecho algunas investigaciones superficiales, pero su modestia le vedaba mencionar los detalles. Quería, sencillamente, declarar que de los tres individuos que habían ocupado la cabaña durante los diez últimos años, ninguno vivía actualmente. (Aplausos y gritos de “¡Vamos, tú has sido siempre un gran compañero!”, y otros parecidos.)
       Marcos el Matachín se levantó después. Antes de proceder en el asunto tenía el deber de hablar, en el sagrado nombre de la amistad. No le parecía propio dedicar un elogio a quien le había precedido, porque le conocía desde los días de su infancia. Juntos habían estado en la guerra de España. Con una espada de Toledo en la mano, él desafiaba a un igual, y había ganado noble y bellamente su presente título de Raja Gargantas, como todos podían testimoniarlo. El orador, con algunas muestras de emoción, pidió que le perdonasen si se detenía ampliamente en episodios de su antigua amistad; detalló, pues, con finos toques de ingenio su peculiar manera de rajar las orejas y los labios a un judío recalcitrante que fue capturado en uno de sus anteriores viajes. No quería abusar de la paciencia de su auditorio, sino proponer brevemente que el informe de Raja Gargantas fuese aceptado y que la asamblea le diese un voto de agradecimiento.
       Se introdujo en la cabaña gran cantidad de bebidas espirituosas, y los jarros de ponche corrieron abundantemente de mano en mano. En un breve discurso propuso Marcos el Matachín brindar a la salud de Raja Gargantas, y lo realizó de tal manera, que hizo asomar las lágrimas a los ojos de todos los presentes. Esta momentánea desviación del verdadero objeto de la junta causó al corredor de comercio, que seguía en su escondite, una gran ansiedad. Hasta entonces nada se había dicho que indicase el sitio exacto en que se encontraba el tesoro al que misteriosamente habían aludido.
       El temor le impedía averiguarlo preguntando francamente, y la curiosidad le vedó emprender la fuga durante las orgías que se celebraron después.
       Pero su situación empezaba a hacerse crítica. El Hombre de Paja, que parecía ser propenso a la cólera, se enardeció durante una calurosa disputa y disparó sus dos pistolas contra el pecho de su contrincante. Las balas le atravesaron los costados inmediatamente por debajo de los sobacos, haciendo un agujero en la pared, a través del cual pudo el horrorizado corredor de comercio ver el resplandor del fuego detrás de él. El hombre herido, sin mostrar ninguna inquietud, excitó la risa de la compañía poniéndose jocosamente en jarras e introduciendo los pulgares en los orificios de las heridas, como si fueran las sisas del chaleco. Esto restableció en cierto modo el buen humor, y los de la partida se cogieron de las manos, formando un círculo preparatorio de la danza. Ésta comenzó con algunas monótonas estrofas recitadas en tono muy alto por uno de los reunidos, uniéndose los demás al siguiente coro, cuyo sonido pareció familiar a los oídos del corredor de comercio:

Lord Essex tiene el pobre escarlatina;
Su Majestad se encuentra muy enferma;
lamió nuestro almirante a los franceses...
¡Llamadle comadreja!

      Al repetir la última línea, los de la partida dispararon sus pesadas pistolas en todas direcciones, haciendo sumamente peligrosa la situación del infeliz corredor de comercio. Cuando el tumulto se aplacó parcialmente, el Hombre de Paja llamó al orden a los reunidos, y la mayor parte de ellos volvieron a sus sitios. Sin embargo, Bota de Vino insistió en otro coro y cantó con voz aguda:

Yo nací en un jardín de primavera;
mi padre quiso que me hiciera clérigo;
pero no me agradaba tal oficio,
pues deseaba más ser carnicero.

      El Hombre de Paja sacó del cinto una pistola y, mandando a uno que le tapase la boca con la culata, procedió a leer en un portentoso rollo de pergamino que tenía en la mano. Era un documento semioficial, revestido con las extrañas fórmulas de un período anterior. Tras un largo preámbulo, en el que aseguraban su lealtad como súbditos de la muy generosa majestad y soberana señora la reina, el documento declaraba que ellos, desde luego, tomaban posesión del promontorio y de todos los tesoros que contenía, enterrados hacía tiempo por el más fiel y devoto almirante de Su Majestad, sir Francis Drake, con el derecho de investigar, descubrir y apropiarse los mismos; con tal objeto, ellos, desde luego, formarían una corporación para hacer las pesquisas necesarias y descubrir dichos tesoros, y en virtud de ello, solemnemente, lo suscribían con sus nombres. Pero en tal punto, la lectura del documento fue interrumpida por una exclamación de la asamblea, pues se había visto al corredor de comercio luchando frenéticamente en la puerta entre los fuertes brazos de Marcos el Matachín.
       —¡Soltadme! —gritaba, haciendo desesperados esfuerzos por llegar adonde estaba el Hombre de Paja—. ¡Soltadme! Yo os digo, señores, que ese documento no vale el pergamino en que está escrito. Las leyes del Estado, las costumbres de la localidad, las ordenanzas de minería, todas están en contra: Por todo lo que de sagrado tienen, no manchéis tal investidura con la ignorancia y la informalidad. ¡Soltadme! Yo os aseguro, señores, profesionalmente, que el asunto es de importancia, pero de mucha importancia, y aunque a mí no me interese, no puedo consentir que se lleve a cabo. Por el amor de Dios, señores, os suplico que no pongáis vuestros nombres en ese ridículo papel. Aquí no hay notario.
       Calló. Las figuras que se hallaban a su alrededor, y que ya empezaban a desvanecerse y a hacerse imperceptibles conforme él avanzaba en su discurso, flotaron ante sus ojos, vacilaron, reaparecieron y desaparecieron por fin. El corredor de comercio se frotó los ojos y miró en torno de sí. La cabaña estaba desierta. En la hoguera, las rojas brasas languidecían ante los brillantes rayos del sol de la mañana, que entraban oblicuamente por la ventana abierta. Corrió al borde de la roca y sintió en las ardorosas mejillas el fresco alivio de la fuerte brisa del mar, que agitaba las blancas crestas de las olas que azotan sin cesar, con agradable música, la playa. Un magnífico buque mercante, de velamen blanquísimo, entraba por la Puerta de Oro. Las voces de los marineros llegaban llenas de alegría al anclar allí. Los mosquetes de los centinelas resplandecían en Alcatraz, y el redoble de los tambores rodaba sobre la brisa. Finalmente, los ansiosos ojos del corredor de comercio distinguieron las colinas de San Francisco, coronadas de casitas y bordeadas de muelles y almacenes.
       Tal es la leyenda de la Punta del Diablo. Algunas objeciones que pudieran hacerse acerca de su veracidad tropezarían con el hecho de que el corredor de comercio que relata la historia formó parte desde entonces de una compañía llamada “El Hombre de Paja (“Flash-in-the-Pan”). Compañía minera del Tesoro de Oro y Plata”, cuyas acciones alcanzan ya una alta cotización.
       Se dice que una copia del documento original se conserva en las oficinas de la Compañía, y en algunos días claros la Punta del Diablo se ve con toda claridad desde las colinas de San Francisco.




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