Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)


Los maridos de mistress Skaggs (1873)
(“Mrs. Skaggs’s Husbands”)
Mrs. Skaggs's Husbands, and Other Sketches
(Boston: James R. Osgood and Company, 1873, 352 págs.), págs. 3-54



PARTE PRIMERA
Occidente


      El sol asomaba por encima de las colinas; pero una hora antes bordaba ya con franjas de fuego la negra masa de la sierra al este de Ángel y hacía ya otras dos horas que la aurora iluminaba la bajada de la diligencia de Placerville. La noche californiana, fría, seca, sin rocío, se entretenía en las largas cañadas y repliegues de Table-Mountain. En el camino de la montaña era aún penetrante el aire, y los viajeros sentían la urgente necesidad de tomar algo para rechazar el fresco, lo cual hizo que el tabernero volviera soñoliento con sus botellas y copas a la parada.
       Casi podía decirse que el primer movimiento de vida comenzaba en las tabernas. Algunos pájaros cantaban ya en las enramadas de sicómoros en la carretera, pero mucho antes las copas trincaban y manaban a borbotones las botellas en la sala de la Mansion House. Hallábase esta alumbrada todavía por una lámpara suspendida que no tenía mejor cara por haber despedido humo toda la noche. Era singular la semejanza de esta lámpara con el pálido borracho de Ángel, que yacía bajo de ella roncando aún en una butaca mientras chisporroteaba y vacilaba aquella en su candil; semejanza manifiesta, que cuando el primer rayo de sol penetró por la ventana, obligó al tabernero, con lógica consecuencia, a apagar la una y poner al otro en la calle.
       Después el sol ascendió arrogante por sus dominios. Cuando hubo sobrepujado la cresta oriental, comenzó según costumbre a hacer de las suyas por encima de Ángel, elevando el termómetro de veinte grados en otros tantos minutos, impeliendo a los mulos a la escasa sombra de los corrales y cercas, convirtiendo el encarnado polvo en incandescente y renovando su eterna agresión sobre los tachones del convexo escudo, formado de pinos, que defendía a Table-Mountain; allí, a las nueve de la mañana, se había retirado toda la frescura, y los pasajeros de la vaca sumergían los ardientes rostros en sus aromáticas sombras como lo hubieran hecho en el agua.
       El mayoral de la diligencia de Wingdam solía arrear los caballos y entrar en Ángel al trote extraordinario con que le representaban a la humanidad creyente los grabados de la sala principal del hotel, como si fuese aquella la velocidad ordinaria de su vehículo. En tales circunstancias, exageraba el aire lleno de desdeñosa reserva y de severidad oficial que solía adoptar montado en el pescante, aire que se acentuaba a medida que los haraganes se reunían en torno del vehículo, y así es que solamente los más valientes se atrevían a hablarle. Por esta vez fue el honorable juez Beeswinger, miembro de la Asamblea quien tal osaba, fundado acaso en la importancia de su posición oficial.
       —¿Qué hay de nuevo por allá bajo, Bill? —preguntó, mientras que éste, cachazudamente, descendía del pescante, sin deponer el aire desdeñoso de sus modales.
       —No es gran cosa —dijo con flemática gravedad—. El presidente de los Estados Unidos está fuera de sí porque habéis rehusado un lugar en el ministerio. El sentimiento es general en los círculos políticos.
       La ironía, aun de tan subido color, era sobrado usual en Ángel para excitar la risa ni el ceño. Así es que Bill, despertó apenas un débil espíritu de imitación, y penetró tranquilamente en la cantina en medio de un silencio sepulcral.
       —¿No te has traído contigo al agente de Rotschild? —preguntó con calma el tabernero pagando tributo al tema de conversación iniciado.
       —No —contestó Bill pensativo—. Dice que no puede examinar la propiedad de Johnson sin consultar antes al Banco de Inglaterra.
       Hallábase allí presente el Mr. Johnson aludido. Era el borracho a quien el tabernero acababa de echar, pero como la propiedad aludida no tenía atractivo alguno para los capitalistas, los circunstantes se volvieron naturalmente hacia él, esperando una altiva respuesta. Pero a esta provocación atrevida contestó manifestando sencillamente “que lo tomaría con azúcar” y encaminóse tambaleando hacia el mostrador, como para aceptar una festiva invitación. En honra de Bill sea dicho que no quiso disuadirle de su error, sino que brindó gravemente con él, y después de decir “Aquí va otro clavo para tu ataúd” —alegre expresión que fue contestada jocosamente por los demás, y de añadir— “a la caída de tu último cabello” —vació su vaso con un solo y diestro movimiento de cabeza y codos.
       —¡Hola, mi viejo tambor mayor! —dijo Bill, repentinamente, dejando su vaso. —¿Estás ahí?
       Dirigíase a un muchacho que volviéndose tímidamente , y comprendiendo que este epíteto le iba dirigido, se retiró hacia la puerta, donde se detuvo golpeando con su sombrero contra la jamba, con afectada indiferencia que desmentían sus negros ojos bajos, pero chispeantes, y su enrojecida mejilla. A causa de su estatura tal vez, acaso por su cabeza de querubín, quizá por la ingenuidad de expresión, no aparentaba la mitad de sus años, que eran en realidad catorce.
       Ya bajo el respetable título otorgado por Bill, ya por el de Tom-Islington, su padre adoptivo, todo el mundo conocía al chico en Ángel. Su presencia era familiar en el campamento y tema de murmuraciones y comentarios locales. Su caprichosa indolencia y amabilidad natural —cualidad a la vez sospechosa y gratuita en una comunidad pionera como la de Ángel— era a menudo objeto de violentas discusiones. Una mayoría numerosa y honrada le creía destinado a la horca; la minoría, no tan honrosa como la mayoría, disfrutaba de su amabilidad sin inquietarse mucho por su porvenir; y finalmente, una o dos personas no se asustaban ni se admiraban de las predicciones nefastas de la mayoría.
       —¿Hay algo para mi, Bill? —preguntó el muchacho maquinalmente, como si repitiese una fórmula humorística perfectamente comprendida por Bill.
       —¿Algo para ti? —repitió Bill con exagerada severidad, igualmente comprendida por Tommy— ¿Algo para ti? ¡No! Y es mi opinión que no habrá nada para ti en tanto que sigas frecuentando tabernas y malgastando el tiempo con holgazanes y calaveras. ¡Quita de ahí!
       Acompañó la reprimenda con una acción significativa (Bill se había apoderado de un jarro), ante la cual el chico se retiró de buen humor. Bill le siguió hasta la puerta.
       —Maldita sea mi piel si no se ha marchado con ese calavera de Johnson —añadió mirando por la carretera abajo.
       —¿Qué es lo que espera, Bill? —preguntó el tabernero.
       —Una carta de su tía. Apuesto que no acabará jamás de esperarla. Probablemente se alegran de verse libres de él.
       —Aquí se pásala vida holgazaneando —interrumpió el miembro de la Asamblea. —Bueno; si, en efecto, es algo inútil... pero ya que no ha de recibir empleo alguno de manos de un ilustrado contribuyente —dijo Bill, que nunca permitía que otros que él ultrajaran a su protegido.
       Después de arrojar esta flecha de partho restalló el látigo para apoyar su intención ofensiva, guiñó el ojo al tabernero, se puso pausadamente un par de guantes inmensos, abultados, de piel de gamo, que daban a sus dedos el aspecto de hinchados y envueltos, se fue a largos pasos hacia la puerta sin mirar a nadie y gritó:
       —¡Al coche!
       Con aire de suprema indiferencia, sin fijarse en la atención que hubiese merecido su voz de mando, subió al pescante y partió impasible.
       Acaso hizo bien, pues la conversación tomó luego un giro desfavorable para Tom y sus parientes. Hizo más que murmurarse que la supuesta tía de Tom no era otra que su verdadera madre, a la vez que también se afirmó que el tío de Tom no tenía parentesco alguno con el chico, lo que escandalizaba el difícil gusto y la moralidad de Ángel. La opinión popular acusaba también a Islington, el padre adoptivo de Tom, de que recibía para mantener al muchacho cierta pensión, que se guardaba como recompensa por su silencio respecto a estos hechos.
       —No le arruina Tom —dijo el tabernero, que parecía conocer el destino de los desembolsos de Slington.
       Pero en llegando aquí el-asunto de puro gastado languideció en interés para los interlocutores, y de esta frívola conversación pasaron a tratar de los más severos deberes profesionales.
       Afortunadamente la acritud momentánea de Bill no pudo exasperarse con la conducta posterior de su protegido. Tom, sosteniendo al vacilante Johnson,-reprimiendo varias veces sus intenciones de acostarse a través de la abrasada carretera, alcanzó el corral más próximo a Mansión House. En su extremidad opuesta había una bomba y un abrevadero. Allí, sin decirle palabra, pero evidentemente obedeciendo a una costumbre habitual, condujo Tom a su compañero.
       Con ayuda del muchacho se quitó Johnson la levita y la corbata, echó hacia atrás el cuello de la camisa y puso gravemente su cabeza bajo el chorro de la bomba. Con igual gravedad y resolución Tom ocupó su lugar para mover el manubrio. Por algunos momentos, el chorro de agua y los golpes regulares de la bomba rompieron el silencio. Después de una pausa, durante la cual Johnson llevó las manos a su cabeza, chorreante, tentándola atentamente como si perteneciera a otro, alzó los ojos hacia su compañero:
       —Esto la hará volver en sí —dijo Tom en contestación a la mirada.
       —Si no lo consigue —replicó Johnson con ceño, y como si se hubiese eximido de toda responsabilidad en el asunto— debe hacerlo. ¡Esto es todo!
       Si se refería a algún cambio en la fisonomía de Johnson, producido por el procedimiento que acabo de mencionar, es indudable que lo consiguió.
       La cabeza que había metido debajo del chorro era grande y estaba cubierta por espeso cabello de incierto color; la cara encarnada, hinchada y sin expresión; los ojos inyectados y llenos. La cabeza que salía de debajo de la bomba, era de menor tamaño y de otra forma; el pelo encrespado, oscuro y lustroso, la faz pálida y chupada, los ojos brillantes y movedizos. El macilento y nervioso asceta que se levantaba del abrevadero, en nada se parecía al Baco que se había inclinado allí muy poco antes. Aunque el espectáculo era ya familiar a Tom, no pudo menos de mirar al pilón con curiosidad, .como si pudiese ver en su escasa profundidad algunos trozos del anterior Johnson. Una estrecha línea de sauces, alisos y castaños —orilla polvorienta y enredada del verde manto que cubría las altas cumbres de Table Mountain— bordeaba el corral. La silenciosa pareja se apresuró a aprovecharse del escaso amparo que ofrecía contra los ardores del sol. Habían dado apenas algunos pasos cuando Johnson, que caminaba rápidamente a la delantera, se paró de repente y se volvió hacia su compañero con un: “¿Eh?” interrogativo.
       —No he dicho nada—dijo Tommy, tranquilamente.
       —Y ¿quién ha dicho que hubieses hablado? —dijo Johnson, con astuta y rápida mirada—. Por supuesto que no has hablado. Yo tampoco he hablado. ¿Qué es lo que te hace creer que has hablado?—continuó, mirando de soslayo con curiosidad en los ojos a Tommy.
       La sonrisa que habitualmente brillaba en su rostro desvanecióse de súbito, cuando el muchacho se acercó tranquilamente a su compañero y sin la menor palabra le tomó del brazo.
       —Naturalmente que no has hablado, Tommy—dijo Johnson, con cariñoso acento—. No eres un chico para hacerle una jugada a un viejo borracho como yo. Por eso te quiero. Esto es lo que desde un principio vi en ti. Dije, ese chico no es capaz de jugártela, Johnson. Puedes descansar completamente en él hasta para aquello en que ni siquiera podrías fiarte de un tabernero. Esto es lo que me dije. “¿Eh?”
       Esta vez Tommy, hizo caso omiso del interrogativo, y Johnson prosiguió:
       —Si te hiciera otra pregunta, no me engañarías tampoco: ¿verdad, Tommy?
       —No —dijo el chico.
       —Si yo te preguntase —prosiguió Johnson, pero con una inquietud creciente en la mirada y una contracción nerviosa en los labios— si yo te preguntase, por ejemplo, si lo que acaba de pasar era un conejo silvestre, ¿eh?, dirías, según el caso que lo era o que no lo era. ¿Sobre todo no se la pegarías al viejo?
       —No —dijo Tommy tranquilamente—; era un conejo silvestre.
       —Si yo te preguntase —continuó Johnson— si llevaba, digamos por ejemplo, un sombrero verde con cintas amarillas, ¿no me engañarías y dirías que sí, a no ser —continuó con intención astuta— a no ser que no lo llevase?
       —No —dijo Tommy— naturalmente que no lo haría, pero como veis, lo llevaba.
       —¿Lo llevaba?
       —Lo llevaba —repitió Tome resueltamente—; un sombrero verde con cintas amarillas... y... y... una escarapela encarnada.
       —No llegué a ver la escarapela —dijo Johnson después de lenta y concienzuda reflexión, y con evidente alivio— pero esto no es querer decir que no la tuviese, ¿oyes? “¿Eh?”
       Tommy miró tranquilamente a su compañero. Grandes gotas de sudor corrían por su frente lívida y por los extremos de su cabello lacio; la mano que temblaba espasmódicamente en la suya era fría y húmeda; la otra que estaba libre se movía en vaga actividad, inútil y sacudida como si perteneciera a un mecanismo descompuesto. Sin aparentar interés por aquellos fenómenos, Tommy se detuvo y recostándose en un tronco, hizo señal a su compañero, para que se sentara a su lado.
       Johnson obedeció sin proferir palabra.
       Aunque de poca importancia, este incidente más que otro alguno de su extraño compañerismo, indicaba el dominio de este niño apático, afeminado, pero sereno, sobre aquel hombre ceñudamente voluntarioso y sobreexcitado.
       —No está bien —dijo Johnson, después de una pausa con cierta risa que no era alegre ni musical y que asustó a un lagarto que contemplaba a la pareja con temerosa atención— no está bien que los conejos salvajes lleven sombrero. Tommy; ¿verdad? “¿Eh?”
       —Francamente —dijo Tommy, con inalterable seriedad— algunas veces los llevan y otras veces no. Los animales son muy extravagantes.
       Luego Tommy se lanzó a la descripción animada, (pero debo confesarlo, completamente falsa e indigna de fe) de las costumbres de la fauna de California, hasta que le interrumpió Johnson.
       —¿Y las culebras? Di, Tommy —dijo el hombre con un aire distraído y con los ojos clavados en el suelo ante él.
       —Y culebras —dijo Tome— ¡pero no muerden! ¡A lo menos las de aquella clase! Bueno. ¡No os mováis, tío Ben; no os mováis! Ahora ya se han marchado, y es tiempo de que toméis vuestra poción.
       Johnson se había levantado repentinamente, como para saltar por encima del tronco, pero con la misma presteza le había cogido del brazo Tommy con una mano, mientras que con la otra sacó del bolsillo un frasco. Johnson se detuvo y dio un vistazo a la botella.
       —Si tú lo quieres, hijo mío —tartamudeó, mientras que sus dedos se crispaban nerviosamente en torno del gollete— avisas cuando haya bastante.
       Llevó la botella a sus labios y bebió un largo sorbo, mientras el chico le miraba atentamente.
       —¡Basta! —dijo de repente Tommy.
       Johnson se sobresaltó, púsose colorado y le devolvió apresuradamente el frasco. Pero el color que había subido a sus mejillas se fijó en ellas; su mirada tornóse menos inquieta y a medida que andaban, la mano que reposaba sobre el hombro de Tommy iba siendo más firme.
       La apartada senda que seguían, conducía por la ladera de Table Mountain a través de una soledad salvaje que podría haber parecido virgen a no ser por algunos botes de ostras, vasijas de lata, cajas de levadura y botellas vacías, que al parecer había dejado sembradas la primera marea baja de las ondas pioneras. Del áspero tronco de un enorme pino pendían unos mechones de pelo gris, arrancados a un oso que por allí pasara; pero, en extraña yuxtaposición, a su pié estaba una botella vacía de este incomparable ajenjo, obra maestra de una civilización higiénica y blasonada con las armas de' una república, que lo cura todo. La cabeza de una serpiente de cascabel, asomaba por una caja que había contenido tabaco y que estaba todavía cubierta con la pintarrajeada efigie de una bailarina popular. Y un poco más allá el suelo estaba roto y agrietado, cubierto de una masa confusa de madera rudamente cortada, líneas onduladas de acequias, montones de arena y escombros, una tosca cabaña y el placer de Johnson.
       Á no ser para los más ordinarios usos del abrigo contra la lluvia y el frío, la cabaña aventajaba poco al sencillo salvajismo de la naturaleza circunvecina. Tenía toda la estructura de la cueva de un animal sin poseer su comodidad ni su aspecto pintoresco; los mismos pájaros que la frecuentaban para alimentarse, debieron convencerse de su superioridad como arquitectos. Aparte de la escasa capacidad, era inconcebiblemente sucia y en medio de la novedad y de la frescura del material extraordinariamente vieja, lúgubre y triste por hallarse en la sombra ; la luz del sol la visitaba de una manera incómoda, desagradable e inútil como si desesperase de embellecer sus contornos y hasta de curtirla con su calor.
       El placer explotado por Johnson en sus intervalos de serenidad, estaba compuesto de media docena de groseras aberturas en la falda de la montaña, con los escombros de roca y casquijo apilados ante la boca de cada una de ellas. Daban muy poco testimonio de su destreza e ingenio o de sus proyectos constructivos y en verdad no demostraban sino los ensayos vagos y sucesivamente abandonados de su fundador. Hoy servían para otro objeto, pues como el sol había calentado la pequeña cabaña casi hasta la combustión, abarquillando las largas y secas tablillas, y sacando lágrimas aromáticas de las verdes vigas de pino, Tommy condujo a Johnson a una de las mayores aberturas y con aire de satisfacción se echó jadeante sobre su suelo de roca. Aquí y acullá la grata humedad se condensaba en tranquilos charcos de agua o bien caía en gotas con monótono y agradable ruido desde las rocas superiores. Por fuera centelleaba el sol, blanco, diáfano e intenso.
       Por algunos momentos reposaron apoyados sobre sus codos en grata contemplación del calor a que habían escapado.
       —¿Qué dirías —dijo Johnson pausadamente sin mirar a su compañero, pero dirigiéndose abstraído al paisaje lejano— qué dirías de dos buenas partidas de a mil duros?
       —Pongamos cinco mil —contestó Tommy pensativo y mirando también al paisaje— y soy de la partida.
       —¿Cuánto te debo ahora? —dijo Johnson después de una larga pausa.
       —Ciento setenta y cinco mil doscientos cincuenta duros —contestó Tommy con gravedad comercial.
       —Bueno —dijo Johnson después de algunas reflexiones proporcionadas a la magnitud de la transacción—. Si tú ganas, serán ciento ochenta mil redondos. ¿Dónde están las cartas?
       Estaban en una vieja caja de hojalata, en una grieta de la roca, sobre su cabeza. Eran grasientas y gastadas por el uso. Johnson dio las cartas con la mano derecha, todavía incierta y temblona, dejándolas caer sin tino cerca de Tommy, haciendo para ello un violento esfuerzo nervioso. Sin embargo, a pesar de su incapacidad para barajar sencilla y honradamente, Mr. Johnson cogió a escondidas una sota de debajo de la baraja con tal descaro y tan poca destreza que el mismo Tommy se vio obligado a toser y a mirar a otro lado para encubrir su turbación. Acaso por este motivo vióse obligado el muchacho, en compensación, a añadir a su propio juego uno de los primeros triunfos, en exceso sobre el número legítimo de cartas.
       Sin embargo el juego no se animaba, arrastrándose lánguidamente. Johnson ganó. Registró el caso y la suma con un cacho de lápiz y con mano temblona, trazando errantes jeroglíficos en una mugrienta libreta de bolsillo. Después hubo una larga pausa hasta que Johnson sacó despacito del bolsillo y presentó a su compañero una piedra mate y rojo oscura.
       —Si —dijo Johnson lentamente y con mirada astuta— si por casualidad recogieses una roca semejante a esta, Tommy, ¿qué dirías que es?
       —No sé —dijo Tommy.
       —No dirías —continuó Johnson cautelosamente— ¿que era oro o plata?
       —Ninguno de los dos.
       —¿No dirías acaso que es azogue? ¿No dirías que si tuvieses un amigo que pudiera explotar diariamente diez toneladas de ella (y que cada tonelada vale dos mil duros), no dirías que ha tenido buena mano? Suponiendo, Tommy, que empleases un lenguaje parecido, lo cual no haces.
       —Pero —dijo el chico viniendo al grano directamente— ¿sabéis dónde encontrarlo? ¿Habéis dado con la mina, tío Ben?
       Johnson miró cuidadosamente en torno.
       —Sí, Tommy. Oye. Sé dónde hallar carretadas de ella. Pero no hay más que otro ejemplar, el compañero de éste, fuera del suelo y aquel está en Frisco. Dentro de uno o dos días va a subir un agente para examinar la mina. Le mandé a buscar. “¿Eh?”
       Sus ojos brillantes, inquietos, se concentraban ahora en la cara de Tommy, pero el chico no demostró sorpresa ni interés y aún menos caso hizo de que Yuba Bill, el cochero, pudiera corroborar con sus bromas esta parte del cuento.
       —Nadie lo sabe —prosiguió Johnson cuchicheando nervioso— nadie lo sabe más que tú, y el agente de Frisco. Los muchachos que trabajan por aquí, al pasar ven al viejo que sigue removiendo la tierra, sin señal alguna de color, ni siquiera cuarzo podrido; los chicos que holgazanean por Mansión House, ven al viejo pasando el tiempo en las tabernas, se ríen y dicen: “Está acabado y nada espera.” Tal vez piensas que sospechan algo, ¿eh? —preguntó Johnson repentinamente, con rápida y temerosa mirada.
       Tommy alzó la vista, sacudió la cabeza, tiró una piedra a un conejo que pasaba, pero no contestó.
       —Cuando te vi por vez primera, Tommy —continuó Johnson al parecer tranquilizado—, la primera vez que viniste y le diste a la bomba, para mí que te era completamente extraño y sin tener obligación alguna de hacerlo, me dije: Johnson, Johnson, dije, este es un muchacho que no te la pegará, este es un chico que es liso y llano, liso y llano. Tommy, estas fueron mis palabras.
       Calló un momento y luego continuó en tono confidencial:
       —Johnson, dije, para desarrollar tus recursos necesitas capital y un socio. En cuanto a capital puedes mandar por él; pero tu socio, Johnson, ya lo has atrapado y su nombre es Tommy Slington. Estas son las mismísimas palabras que empleé.
       Callóse y frotó sus húmedas manos sobre las rodillas.
       —Hace seis meses que te hice mi socio. No he tentado una roca desde entonces, Tommy, no he lavado un puñado de tierra, no he tirado una paletada de roca sin pensar en ti. Parte a medias, dije. Cuando escribí a mi agente, escribí también en nombre de mi socio Tommy Slington, pues a él no le importa si éste es niño u hombre.
       Se había acercado más al muchacho y tal vez hubiera colocado cariñosamente la mano sobre su hombro, pero en su afecto manifiesto había una extraña mezcla de reserva, de medrosa sujeción, presentimiento de algo que detenía sus principales confidencias; la percepción confusa de una barrera opuesta a sus esperanzas, que jamás podría franquear. Acaso entreveía que en los ojos que Tommy alzaba hacia los suyos, había clara y cabal inteligencia, buen humor, dulce compasión, y nada más. La turbación aumentaba su estado nervioso, y prosiguió con esfuerzo para afectar una tranquilidad que la contracción de sus blancos labios e inquietos dedos hizo patéticamente grotesca:
       —Hay en mi baúl un acta de venta, legalmente extendida, de una mitad del terreno, y la cesión de doscientos cincuenta mil duros, deuda de juego. Deudas de juego,-deudas de mi para ti, ¿comprendes?
       Nada era capaz de exceder a la intencionada astucia de su mirada en aquel momento.
       —Y después hay un testamento.
       —¿Un testamento? —dijo Tommy con divertida sorpresa.
       Johnson parecía asustado.
       —¿Eh? —dijo rápidamente— ¡Eh! ¿Un testamento? ¿Quién habla de un testamento, Tommy?
       —Nadie —contestó Tommy impasible.
       Johnson pasó la mano sobre su frente helada. Estrujó entre sus dedos un húmedo mechón de su cabelló y prosiguió:
       —Á veces, cuando me da fuerte como hoy, los qué merodean dicen... y acaso tú, Tommy, dices también que es el aguardiente. No lo es, Tommy. Es veneno; veneno de azogue. Eso es lo que tengo. Estoy saturado, saturado de mercurio. Yo sabía ya algo, de ello antes —continuó Johnson dirigiéndose a Tommy— y cómo eres chico leído, supongo que algo sabrías tú también. Los hombres que trabajan en el cinabrio, temprano o tarde se saturan de él. Más o menos tarde el mercurio penetra, les satura.
       —¿Qué vais a hacer pues? —preguntó Tommy.
       —Cuando suba el agente y principie a realizar esta mina —dijo Johnson pensativo— me voy a Nueva--York. Digo al tabernero del Hotel: “Guiadme al mejor médico de aquí”; me lo enseña. Yo le digo: “Saturado de mercurio desde hace un año...”. Él dice: “Cinco mil duros y tomáis dos de estas píldoras al acostaros e igual número de estos polvos a la comida, y volved dentro de una semana”. Y yo vuelvo a la semana curado, y firmo al efecto el certificado consiguiente.
       Animado por una mirada de interés de Tommy, prosiguió:
       —Héteme, pues, curado. Me voy al tabernero y le digo: “Enseñadme la casa mayor, la más elegante que haya aquí en venta”. Naturalmente, la más grande pertenece a Juan Jacobo Astor. Y yo digo: “presentadme a él y me presenta”. Y yo digo: “¿qué podéis pedir por esta casa?” Y él me mira con desprecio y dice: “Id, viejo, debéis estar malo”. Y yo le doy un trompis en el ojo izquierdo, y él se excusa y le pago el precio. Lleno la casa de muebles de caoba y provisiones, y allí vivimos tú y yo, Tommy, tú y yo.
       El sol ya no brillaba sobre la falda de la montana; las sombras de los pinos comenzaban a deslizarse por el placer de Johnson, y el aire era fresco en el interior de la caverna. A través de la naciente oscuridad sus ojos chispeaban, y proseguía:
       —Luego, un día damos una gran comida. Invitamos a gobernadores y miembros del Congreso, a caballeros a la moda y gente por el estilo. Y entre ellos convido a un hombre a quien conocí en otro tiempo, pero él no sabe que yo le conozco y no me recuerda, y viene y se sienta delante de mí. Y yo le vigilo. Y está muy fresco este hombre y muy alegre, y se limpia la boca con un pañuelo blanco y se sonríe y sorprende mi mirada. Y dice: “Un vaso de vino con vos, Mr. Johnson”, y llena su copa y yo lleno la mía y nos levantamos. Y yo tiro el vino y copa y todo en derechura contra su maldita cara que sonríe, y él se arroja sobre mí, pues es muy valiente este hombre, muy valiente; pero alguien le detiene y él dice: “¿Quién sois?” Y yo digo: “¡Skaggs, maldito seas! ¡Skaggs! ¡Mírame! ¡Devuélveme mi mujer y mi hija, devuélveme el dinero que me has robado, devuélveme mi buen nombre que te llevaste, devuélveme los últimos doce años! ¡Devuélvemelos! ¡Maldito seas! ¡Y pronto, antes no te saque el corazón!”. Y naturalmente, Tommy, él no puede hacerlo. De manera que le saco el corazón, hijo mío, ¡yo le saco el corazón!
       El furor puramente animal de su mirada se trocó de repente en astucia.
       —Tú crees que me ahorcan por ello, Tommy; pero no lo hacen, eso sí que no, Tommy. Me voy al más grande abogado y le digo: “Saturado de mercurio. ¿Oís? ¡Saturado por el mercurio!” Y él me guiña el ojo y se va a ver al juez y dice: “Este desgraciado no es responsable: está saturado de mercurio”. Y presenta testigos. Tú vienes, Tommy, y dices cómo me has visto atacado otras veces, y el médico viene y dice cuan terrible me ha visto, y el Jurado, sin moverse de su asiento da un veredicto absolutorio por alienación mental justificada: “¡Saturado de mercurio!”
       En su creciente excitación se había puesto de pié, pero se hubiera caído a no sostenerle Tommy, llevándole al aire libre. Á la luz más viva notábase extraño y sensible cambio en su cara lívida. Tommy le condujo rápidamente, medio arrastrándole, hasta la pequeña choza. Cuando la hubo alcanzado, Tommy le colocó sobre una tosca tarima que servía de cama, y permaneció ansioso.contemplando al infeliz sacudido por horrible temblor, que tenia ante él. Después dijo rápidamente:
       —Escuchad, tío Den. Me voy a la ciudad... a la ciudad, ¿comprendéis?, voy por el médico. Por nada del mundo os mováis ni os levantéis hasta que vuelva, ¿oís?
       Johnson asintió vivamente con la cabeza.
       —Estaré de regreso dentro de dos horas.
       Y al momento se marchó.
       Durante una hora Johnson cumplió su palabra, pero de repente se incorporó, comenzando a contemplar fijamente una esquina de la cabaña. De contemplarla pasó a sonreírse, de sonreír a hablar, de hablar siguió por gritar y de gritar acabó por maldecir y sollozar desatinadamente. Luego se tendió otra vez tranquilo.
       Estaba tan quieto, que parecía dormido o muerto. Pero una ardilla, que animada por el silencio había entrado por el techo, se paró de pronto sobre una viga, encima del banco, pues vio que el pié del hombre se movía despacio y cautelosamente hacia el suelo, y que tenía ojos tan atentos y vigilantes como los suyos. Pronto, sin el menor ruido, puso ambos pies sobre el suelo, y después crujió la tarima y la ardilla desapareció por el alero del tejado. Cuando asomó otra vez el hocico, todo estaba tranquilo y el hombre había desaparecido.
       Una hora después, dos arrieros se cruzaron en el camino de Placerville con un hombre con el cabello enredado, los ojos brillantes e inyectados de sangre y los vestidos rotos por las zarzas y manchados con el polvo rojizo de la montaña. Le persiguieron, volvióse ferozmente contra el primero, arrancó una pistola de sus manos y escapó. Más tarde aún, cuando el sol había desaparecido tras la cumbre de Payne, las malezas de Dead Wood-Slope crujieron bajo una pisada cautelosa pero rápida. Debía ser un animal cuya silueta destacándose confusamente en la naciente oscuridad, aparecía aquí y acullá en vago pero incesante movimiento; sólo un animal podía lanzar un quejido a la vez tan incoherente, monótono y continuo. Sin embargo, cuando el sonido se oía de cerca y el chaparral se aclaraba aparecía un hombre, y este hombre era Johnson.
       Dominando los aullidos de la jauría fantástica que le perseguía furiosa y le empujaba sin descanso ni piedad; dominando los chasquidos del látigo fantasma que le cruzaba los miembros, zumbaba en sus oídos' y le aguijoneaba hacia adelante; dominando la gritería de las formas inmundas que le acosaban, distinguía un sonido real, el rugido de una corriente de aguas tumultuosas. El río Stanislaus, mil pies más abajo precipitaba su amarillenta corriente. Al través de todas las alucinaciones de su desarreglada mente tenía una idea fija: alcanzar el rio, precipitarse, hadar en su corriente si necesario fuese, pero interponerlo entre él y los fantasmas que le acosaban, ahogar para siempre en sus turbias profundidades los espectros airados y lavar en sus amarillentas aguas todas las manchas y recuerdos del pasado. Y ya saltaba de roca en roca, de un ennegrecido tronco a otro tronco, de matorral en matorral, cogido por un momento y enredado por sarmientos que le retenían, o bien se zambullía en polvorientos surcos hasta que, rodando, cayéndose, resbalando y tropezando llegó a la orilla del río sobre la cual cayó; levantóse, bamboleó otra vez y cayó de nuevo con los brazos extendidos sobre una roca que se alzaba junto a la rápida corriente. Y allí quedó como muerto.
       Algunas estrellas asomaron vacilantes por encima de Dead Wood Slope; un viento frío que se levantara al ponerse el sol las hizo centellear con brillo momentáneo, barrió las caldeadas laderas de la montaña y rizó el río. En el lugar donde yacía el hombre caído la corriente describía una rápida curva, de manera que en la sombra, las turbulentas aguas parecían surgir de la oscuridad para precipitarse de nuevo en ella. Podridas maderas, troncos de árboles, fragmentos de diques rotos y desperdicios arrojados al río en muchas millas se deslizaban en un momento a la vista y desaparecían. Todos los restos podridos, destrozados e inmundos recogidos por el río en su larga carrera a través de los campamentos y de las minas, toda la hez y desperdicios de una civilización grosera y disoluta reaparecían por un instante, y después se lanzaban y perdían en la oscuridad ; parecía que cuando el viento rozaba las amarillas aguas, las olas levantasen sus sucias aguas hasta la roca donde yacía el hombre desmayado como ávidas de arrancarle de ella y empujarle hacia el mar como al resto de un naufragio. Todo estaba en silencio. En el aire límpido una corneta que sonó a una milla de distancia se oyó clara y vibrante. Resonaron distintamente espuelas y risas en la carretera más allá de la cuesta de Payne, a través del río. El ruido de herraduras precedió de algunos minutos la llegada de la diligencia de Wingdam, que finalmente con sus brillantes linternas paró a pocos pies de distancia de la roca. Luego durante una hora quedó todo tranquilo. Después la luna redonda y llena se alzó por encima de la dentellada sierra y lanzó sus rayos hacia abajo sobre el río. Muy pronto la desnuda cima del monte Dead-Wood brilló blanca como un cráneo insepulto; después las sombras de la cresta de Payne extendidas sobre su falda, desaparecieron poco a poco, destacáronse en negro y plata los disformes troncos, los muros polvorientos y la rastrera vegetación de Dead-Wood Slope. Deslizándose siempre hacia abajo iluminó la orilla y la roca, y después brilló claramente sobre el río. La roca estaba desierta, el hombre había desaparecido, pero el río corría aún rápidamente hacia el mar.


       —¿Hay algo para mí? —preguntó Tommy Slington, cuando una semana después, al pasar la diligencia, Bill entró pausadamente en la sala-taberna.
       Bill no contestó, pero volviéndose hacia un forastero que había entrado con él, le indicó al muchacho con un movimiento del pulgar. El forastero, que tenía aire de hombre de negocios, se volvió curioso y miró a Tommy atentamente.
       —¿Hay algo para mí? —repitió Tommy desconcertado por el examen.
       Bill se fue resueltamente hacia el mostrador, y poniéndose de espaldas contra él, contempló a Tommy con una mirada de grata satisfacción.
       —Sí —observó con pausa—: Sí, cien mil duros al contado y medio millón en perspectiva son algo, tambor mayor, ¡algo hay!



PARTE SEGUNDA
Oriente


      Es característico de Ángel que la desaparición de Johnson, y el haber dejado toda su fortuna a Tommy, conmoviera poco a la colonia en comparación con el sorprendente descubrimiento de que tuviera algo que dejar. El hallazgo de una mina de cinabrio en Ángel absorbió todas las noticias accesorias y detalles subsiguientes. Especuladores de los campamentos vecinos acudieron a la colonia; a distancia de una milla a cada lado de la propiedad de Johnson socavaron y revolvieron el terreno, el comercio recibió repentino estímulo; y, según la entusiasta retórica del Revistero Semanal, una nueva era nació para Ángel.
       “El jueves pasado —añadía el periódico— más de quinientos duros corrieron sobre el mostrador del Mansion House.”
       De la suerte de Johnson no quedó duda alguna. Los pasajeros del imperial en la diligencia nocturna de Wingdam le vieron por última vez tendido sobre una roca en la orilla del rio, y cuando Jim, de la barca “Robinson”, declaró haber disparado tres tiros de revólver sobre un objeto negro que luchaba en el agua cerca del vado, creyendo que era un oso, la cuestión quedó definitivamente resuelta. Podía haberse engañado en la calidad del objeto, pero lo que es respecto de la seguridad en su puntería no cabía duda. La creencia de que Johnson, después de apoderarse de la pistola del arriero podía haber hecho una desgracia, dio cierto aspecto de justicia retributiva a la historia, que tomó carta de naturaleza en el campamento.
       Es también peculiar de Ángel el que no prevaleciera la envidia ni hubiese oposición a la buena fortuna de Tommy Slington. Que conocía a fondo el descubrimiento de Johnson, que sus atenciones hacia él eran interesadas, calculadas y especulativas, esta era, sin embargo, la opinión general de la mayoría, creencia que, por más que parezca extraño, despertó sentimientos de verdadero apreció, que jamás se hubieran demostrado a Tommy en el campamento.
       —No es tonto; Yuba Bill lo vio ya desde un principio —decía el tabernero.
       Yuba Bill ejerció la tutoría de Tommy, después de su accesión a la propiedad de Johnson, cuyos giros endosaban los hombres más ricos de Calaveras.
       Yuba Bill fue también quien acompañó a Tommy hasta San Francisco cuando enviaren al muchacho al Oriente para completar su educación. Antes de separarse de su recomendado, le llamó aparte sobre la cubierta del vapor y le dijo:
       —Si algún día necesitas dinero, Tommy, a más de tu asignación, puedes escribir; y si quieres seguir mi consejo —añadió, con voz ronca que mitigaba la severidad de su tono— olvidarás a todos estos canallas esparavanados y libertinos, que has encontrado o conocido en Ángel, ¡a todos uno por uno, sin excepción! Y... cuídate... y... y... y... Dios te bendiga y en particular me maldiga a mí como un loco de primera clase.
       Yuba Bill después de este discurso echó en torno suyo una mirada furibunda, se marchó por la palanca, atropellando a la multitud agresivamente con los codos, riñó con el cochero y después de apalear a este funcionario en su propio vehículo, tomó él mismo las riendas y guió furiosamente hacia el hotel.
       —Me costó —dijo Bill al contar más tarde lo ocurrido, en Ángel— me costó cosa de veinte duros ante el Juez, al día siguiente; pero puedo apostar que enseñé a aquellos chinos de San Francisco algo nuevo en materia de conducir. ¡Vaya! Como que no hubo poco escándalo en la calle de Montgomery, durante unos diez minutos... ¡no que no!
       Y así poco a poco los dos primeros propietarios del gran filón de cinabrio se desvanecieron de la memoria de Ángel, y Calaveras no supo más de ellos. Á los cinco años hasta olvidaron sus nombres; a los siete cambió también el pueblo; a los diez el mismo pueblo se había corrido hasta la falda de la montaña y la chimenea de la Metalurgia de la Unión, lucía de noche como un fuego fatuo por encima del lugar donde se levantara la cabaña de Johnson, y durante el día envenenaba los puros aromas de los pinos.
       La Mansion House fue desmantelada y la diligencia de Wingdam abandonó el camino real por un atajo más corto para ir a Quicksilver-City. Únicamente la desnuda cresta de Dead Wood Hill, como antaño, se destacaba sobre el claro cielo azul y por su base, como antaño el río Stanislaus, incansado e incansable murmuraba precipitándose hacia el mar.
       Un día canicular rompía perezosamente por el Atlántico. No hacia viento bastante para mover los vapores en el brumoso golfo; pero allí donde el nublado horizonte se unía con un cielo violado, dibujábanse rayas de un rojo mate que haciéndose más y más brillantes desvanecieron en breve las estrellas. Pronto las pardas rocas de Greyport aparecieron débilmente teñidas y luego toda la línea pardusca de la costa desierta se iluminó y las luces de los faros se apagaron una a una, y por fin cien velas, antes invisibles, se destacaron en el vaporoso horizonte y se acercaron a la playa. Ama-necia ya y algunas personas de la mejor sociedad de Greyport, que habían trasnochado, se preparaban para retirarse a sus casas. Cuando el cielo resplandeció con más brillantes colores, iluminó los aglomerados y rojos techos de una pintoresca casa situada sobre la playa, a la cual había prestado durante toda la noche luz y música desde sus abiertos e iluminados balcones; reflejóse la luz centelleando sobre los anchos cerramientos de cristal de un invernadero que se abría a un hermoso prado, en donde durante la noche se mezclaban los perfumes de mar y tierra y se desvanecían a los rayos de la luna de verano; confundiéronse los faroles de color de la espaciosa terraza y retiróse un grupo de señoras y caballeros que habían salido al balcón de la sala para contemplarlo. Era el astro del día tan indiscreto y sincero, que cuando el coche de la más bonita de las señoritas Jilly Flower partió, aquella joven sin par al ver su cara en el espejo oval, corrió en el acto los visillos, cobijó los hombros más blancos de Greyport bajo los almohadones carmesíes y se durmió.
       —¡Qué ajado está todo el mundo! Mi querida Rosa, pareces una visión —decía Blanca Mansterman lánguidamente.
       —No lo quisiera —contestó Rosa con sencillez—. Las salidas de sol ponen a prueba. Mira cómo estos rosados matices desfiguran a mistress Brown Robinson, con su cabello inclusive.
       —Á los ángeles—repuso el conde de Nugat, señalando cortésmente al cielo— deben parecerles estas combinaciones celestiales de mal gusto para su toilette.
       —Su blancura está asegurada, excepto cuando sirven de modelo para su retrato en Venecia —dijo Blanca—. ¡Cuan lozano está Mr. Slington! ¡Verdaderamente es poco galante para nosotras!
       —Supongo que el sol no reconoce en mí un rival —dijo el joven modestamente—; pero —añadió— he vivido mucho al aire libre y no necesito dormir gran cosa.
       —¡Qué delicia! —dijo Mr. Brown Robinson con voz baja y entusiasta y en un tono que combinaba agradablemente el ardiente sentimiento de los diez y seis años con la experiencia de los treinta y dos—. ¡Deliciosos recuerdos! ¡Qué salidas de sol debéis haber visto y en qué sitios tan silvestres y románticos! ¡Cómo os envidio! Mi sobrino, el que fue vuestro compañero de clase, me ha repetido a menudo los agradables episodios de vuestras aventuras. ¿Nos queréis contar ahora algunos? Hacedlo. ¡Cómo os debéis cansar de nosotros y de esta vida artificial! tan terriblemente artificial, ¿verdad? —dijo confidencialmente—.¡Y pensar después en los días en que habéis vagado por el gran occidente entre indios y bisontes y osos grises! Porque, naturalmente, habréis visto osos y bisontes.
       —Naturalmente que los ha visto, querida —dijo Blanca con impaciencia, echando sobre sus hombros un manto y cogiendo del brazo su chaperón—. En su primera infancia le mimaron los bisontes y con orgullo señala al pardusco oso como compañero de su juventud. Ven conmigo y yo te lo contaré todo. ¡Qué bueno sois! —añadió en voz baja a Slington, mientras éste permanecía de pié junto al coche—. ¡Qué bueno sois en pareceros a aquellos animales que desconocen su propio poder! Pensad sino, qué de cuentos podríais referir con vuestra experiencia y nuestra credulidad. Y sin embargo preferís iros a paseo... Buenas noches, pues.
       Tendióle francamente su diminuta y enguantada mano y el coche partió.
       —¿No está Slington desperdiciando una buena ocasión? —dijo el capitán Merwin, desde-la terraza—. Acaso retrocede ante la presencia de mi hermosa tía. Además, es huésped del padre de Blanca y tal vez por ese medio se vean ya bastante.
       —¿Y no es una situación sobrado peligrosa? —Para él puede que sí; aunque es perro viejo y muy raro. En cuanto a ella, con una trastienda en que se pierden todos los hombres de valía de ambos hemisferios, incluso el mismo Nugat, me parece que un pretendiente más o menos poco le importarla.
       —Naturalmente —dijo riendo— éstas son palabras de despecho. Pero aquello fue ya el año pasado.
       Acaso Slington no oyó la conversación; tal vez si la oyó, no sería nueva la chanza y se volvió con indiferencia dirigiéndose camino del mar. De allí vagó por las arenas hacia los peñascos, donde encontrándose con un obstáculo en forma de empalizada de jardín, saltó por encima, con la fácil agilidad de un muchacho, y continuó su errante camino hacia las rocas. La buena sociedad de Greyport no madrugaba y el espectáculo de un transgresor de la propiedad en traje de etiqueta, excitaba únicamente las hablillas de los lacayos que andaban por allí, o bien de las lindas camareras asomadas en las anchas terrazas que, según la invariable arquitectura de Greyport, daban vista al mar. Solamente al poner el pié en las fronteras de Cliffwood Lodge, la famosa casa de Renwinck Mansterman, se apercibió de que le espiaban. Pero no alcanzó a distinguir la persona que tal hacía y que desapareció rápidamente en la casa. Evitando el camino que a la casa conducía, siguió Slington por las rocas hasta que llegando a un pequeño promontorio con un rústico pabellón, sentóse y contempló el mar. Muy pronto una calma indefinible se apoderó de él. Á excepción de las ondas que lamían perezosas las rocas más bajas, la inmensa extensión del mar no parecía alterada por el más leve rizo: alzábase únicamente en anchas fajas, rítmicamente graves, silenciosas como en un sueño El aire estaba cubierto de una luminosa neblina que absorbía y retenía los rayos directos del sol. En el profundo reposo que se extendía sobre el mar, parecía a Slington que todo el cultivo de la tierra, toda la magia de la riqueza, todo el encanto del refinamiento que en largos años habían labrado aquella playa, extendían su graciosa influencia hasta el horizonte del viejo Océano, acariciado y mimado y adulado, aun allí, en su reposo. Un extraño recuerdo del turbio Stanislaus corriendo al lado de los ascéticos pinos, de los lúgubres perfiles de Dead Wood Hill, vino a flotar ante sus ojos e hizo que el verde amarillento de la aterciopelada pradera, le pareciese, por contraste, casi tropical. Y alzando los ojos, a poca distancia, vio a una joven de alta estatura que contemplaba el mar: Blanca Mansterman.
       Había cogido, en alguna parte, una ancha hoja en forma de abanico que sostenía como un parasol, sombreando los rubios mechones de su cabello y ocultando sus ojos castaños. Llevaba en lugar del traje de baile de larga cola y holgados volantes, una túnica ceñida, de corte semi-clásico, cuyos sencillos perfiles hubieran puesto a prueba formas menos acabadas, pero que acentuaban bonitamente las graciosas curvas y rozagantes líneas de esta diosa de Greyport. Cuando Slington se levantó, ella fue hacia él con su mano francamente tendida y su manera natural. ¿Le había visto antes ya? No lo sé.
       Sentáronse juntos sobre un poyo rústico, y miss Blanca de cara al sol, miraba al mar protegiendo sus ojos con la hoja.
       —En verdad que no sé cuánto tiempo he estado sentado aquí —dijo Slington— ni si he estado realmente dormido o soñando; me pareció una mañana demasiado hermosa para acostarme. ¿Pero vos...?
       Desde detrás de la hoja pareció que decían que miss Blanca al retirarse fue perseguida por un horrible insecto alado que desafiaba sus esfuerzos y los de su doncella para echarlo fuera. Que Odin, el perro spitz, insistía en arañar la puerta; que el dormir por la mañana la enrojecía los ojos; que tenía que hacer una visita temprano y, además, ¡como el mar parecía tan hermoso!...
       —Me alegro de encontraros aquí, sea cual fuere la causa —dijo Slington con su acostumbrada franqueza—. Hoy, como sabéis, es el último día de mi estancia en Greyport, y es mucho más agradable despedirse bajo este cielo azul, que bajo los frescos maravillosos de la casa de vuestro padre. Deseo también recordaros como parte de esta agradable vista que a todos nos pertenece, más que engarzada en la montura particular de una habitación.
       —Sé —dijo Blanca con igual franqueza— que las casas son uno de los defectos de nuestra civilización; pero no creo haber oído jamás expresar con tanta elegancia esa idea. ¿Á dónde vais?
       —No lo sé todavía. Tengo varios planes. Puede que vaya a la América del Sur y me hagan presidente de alguna de las Repúblicas, no importa cuál. Soy rico, pero en otra parte cualquiera de América, que no sea Greyport, es necesario que los hombres tengan alguna ocupación. Mis amigos creen que debería proponerme en la vida un objeto, grande con una “O” mayúscula. Pero nací vagabundo y probablemente vagabundo moriré.
       —No conozco a nadie en la América del Sur —dijo Blanca lánguidamente—. En la season pasada hubo aquí dos criollas, pero en casa no llevaban corsé y sus vestidos siempre blancos no me sentaban bien. Si vais a la América del Sur, tendréis que escribirme.
       –Lo haré. ¿Podéis decirme el nombre de esta flor que he encontrado en vuestro invernadero? Se parece mucho a otra de California.
       —Tal vez lo sea. Padre la compró a un viejo medio loco que vino aquí un día: ¿la estabais clasificando acaso?
       Slington se sonrió.
       —Creo que no. Pero permitidme que os la ofrezca en un sentido menos positivo.
       —Gracias. Hacedme memoria para que os dé una, en cambio, antes de marcharos... ¿o bien la queréis escoger vos mismo?
       Ambos se levantaron como de común acuerdo.
       —Adiós.
       La fresca y florida mano se quedó por un momento en la de él.
       —¿Queréis hacerme el favor de apartar por un instante esa hoja, antes de que me marche?
       —¡Pero si mis ojos están enrojecidos y estoy hecha una visión!
       Sin embargo, después de una larga pausa la hoja se desprendió, descubriendo un par de ojos muy hermosos, y, a pesar de lo dicho, muy claros y penetrantes. Slington tuvo que mirar hacia otro lado. Cuando se volvió de nuevo, ella había desaparecido.
       —Mister Slington... ¡Señor!
       Era Chalker, el lacayo inglés, faltado de aliento por haber corrido.
       —Puesto que estáis ya solo, señor... dispensad señor; pero hay una persona...
       —¿Una persona? ¿Pero, qué demonio quieres decir? Habla claro. No, no hables nada —dijo Slington de mal humor.
       —Dije una persona... señor... dispensadme... sin ofensa, pero no un caballero, señor... En la Biblioteca.
       Divertido con el caso, a pesar.de lo disgustado que estaba de sí mismo y de la vaga tristeza que le sobreviniera repentinamente, Slington caminando hacia la casa preguntó:
       —¿Por qué no es un caballero?
       —Porque un caballero —dispensad, señor— no se burlaría de un criado. Me tomó las manos así, señor, cuando yo estaba sentado en el banco de al lado de la reja, y las bajó así, señor, y dice: “Ponéoslas en el bolsillo, joven, o bien es que esperáis a un inspector de caminos cuando levantáis vuestras manos y las cruzáis de tal manera”, dice. “Teneos, si así os encorváis reventaréis vuestro precioso pellejo”, dice. Y pregunta por vos, señor. Por aquí, señor.
       Entraron en la casa por la gran entrada gótica y Slington se apresuró a abrir la puerta de la Biblioteca.
       En un sillón, en el centro del cuarto, estaba sentado un hombre, contemplando, al parecer, un grande y tieso sombrero amarillo que estaba puesto a su lado en el suelo. Sus manos descansaban enlazadas entre las rodillas, y tenía recogido a un lado de la silla un pié de extraña manera. Á la primera ojeada que le echó Slington, aquella actitud tan singular le recordó la de un conductor de diligencia, y un momento después lanzóse a través de la habitación y le tendió ambas manos exclamando:
       —¡Yuba Bill!
       El hombre se irguió, cogió a Slington por los hombros, le dio una vuelta, tentó sus costillas, como un ogro de buen humor, le sacudió violentamente las manos, se rió, y después dijo admirado:
       —¿Y cómo me has conocido?
       Comprendiendo que Yuba Bill se creía perfectamente disfrazado, Slington se rió y supuso que debía ser por instinto.
       —Y tú —dijo Bill, apartándole con el brazo tendido y contemplándole atentamente.—¿Tú pensar, pensar un mal bicho no más alto de una vara, un pillete a quien he sacado más de una vez de mi camino con el látigo, un chico que se puede decir que no ha tenido un harapo, convertido en un sportsman?
       Slington recordó con terror que llevaba aún su traje de etiqueta.
       —Convertido —continuó Yuba Bill con seriedad— convertido en un mozo de restaurant, un garçon. ¡Eh! ¡Alfonso, tráeme un patty de foie grass y una tortilla, diantre!
       —Querido camarada —dijo Slington riéndose y cuidando de tapar con su mano la boca de Bill—. Pero , no te pareces del todo a ti mismo. Tú no estás bueno, Bill.
       Y, en efecto, al volverse hacia la luz, los ojos de Bill parecían cavernosos y su pelo y barba profundamente salpicados de canas.
       —Tal vez sea este arnés —dijo Bill un poco violento—. Cuando me cuelgo esta barbada (indicó una maciza cadena de oro con enormes eslabones), y me pongo esta estrella de la mañana (señaló un inmenso alfiler solitario que parecía encender toda su pechera), es como si me quedara aplastado, Tommy. Por lo demás, estoy bueno, chico, muy bueno.
       Pero evitó la mirada penetrante de Slington y se volvió de espaldas a la luz.
       —Si tienes algo que decirme, Bill —dijo Slington repentinamente y con brusca franqueza— échalo fuera.
       Bill no habló, pero se acercó inquieto hacia su sombrero.
       —No te has venido de tres mil millas sin advertirme una palabra, para hablar de los tiempos pasados —dijo Slington con más dulzura— por más que me hubiera alegrado mucho de verte. Pero no es tu carácter, Bill, y tú lo sabes. Aquí nadie nos estorbará —añadió contestando a una mirada interrogativa que Bill dirigió hacia la puerta—, y estoy preparado a escucharte.
       —En primer lugar, pues —dijo Bill aproximando más su silla a Slington— contéstame lisa y llanamente a una pregunta, Tommy.
       —Adelante —dijo Slington con una ligera sonrisa.
       —Si yo te dijera, Tommy, te dijera hoy, aquí mismo, que has de venirte conmigo, que debes dejar este pueblo por un mes, un año, dos años, o tal vez, quizás para siempre, ¿te retendría alguna cosa, algo... que no pudieras dejar?
       —No —dijo Tommy tranquilamente—. Sólo estoy aquí de visita. Pensaba partir hoy de Greyport.
       —¿Pero si yo te dijera, Tommy, ven conmigo a dar un paseo a China, al Japón, tal vez a la América del Sur, podrías ir?
       —Sí —dijo Slington después de una breve pausa.
       —¿No hay nada —dijo Bill acercándose un poco más y bajando confidencialmente la voz— nada en forma de una joven..., comprendes, Tommy, que te retuviera? Por aquí son muy bonitas sea el hombre joven o viejo, siempre hay una mujer que es para él freno o látigo.
       Al sentar esta verdad abstracta con amarga emoción, Bill no vio que la cara del joven se ruborizaba ligeramente al contestar:
       —No.
       —Oye, pues. Hace siete años estaba yo empleado en una de las diligencias del Pioneer, de Gold Hill. Un día, mientras permanecía de pié, en el despacho, el scherif del Estado se viene hacia mí y me dice: “Bill, tengo un lunático de quien estoy encargado, y precisa llevarle al asilo de Stocktown. Es quieto y pacífico, pero a los del interior no les gusta viajar con él. ¿Tienes inconveniente en dejarle subir al pescante a tu lado?” Yo digo: “No; subidle”. Cuando me fui a subir a su lado, en el pescante, aquel hombre, Tommy, aquel hombre sentado allí quieto y pacífico, era... ¡Johnson! No me reconoció, Tommy —continuó Yuba Bill levantándose y poniendo la mano sobre los hombros del joven—, no me reconoció. No sabía nada de ti, ni de Ángel, ni de la mina de azogue, ni siquiera su propio nombre. Dijo que se llamaba Skaggs, pero yo sabía que era Johnson. Hubo momentos, Tommy, en que podías haberme derribado de aquel pescante con una pluma; hubo momentos en que si los veintisiete pasajeros de la diligencia se hubiesen encontrado nadando en el rio Americano, a quinientos pies más abajo del camino, nunca jamás hubiera podido explicárselo satisfactoriamente a la compañía. El Scherif —continuó Bill rápidamente, como para evitar cualquier interrupción de parte del joven—, el Scherif dijo que le habían llevado al campamento Murphy, tres años antes, chorreando agua y con una fuerte contusión en el cerebro, y que lo habían cuidado los muchachos de los alrededores. Cuando dije al Scherif que le conocía, conseguí que le dejara a mi cuidado y me lo llevé a Frisco, Tommy, a Frisco, y le puse en manos de los mejores médicos de allí, y yo mismo pagué su pupilaje. Nada hubo que él no tuviera, según lo quiso. No me mires, así, hijo mío; por el amor de Dios, no me mires así.
       —¡Oh! ¡Bill! —dijo Slington— ¿por qué me has ocultado eso?
       Levantóse y se dirigió tambaleándose a la ventana.
       —¿Por qué? —dijo Bill volviéndose hacia él con dureza— ¿Por qué? Porque yo no estaba loco. Aquí estabas tú andando tu camino, en el colegio; aquí estabas tú entrando en el mundo para ser de alguna valía en él: allí estaba un viejo tronera como muerto para el mundo... ¡un hombre que deba haberse muerto ya antes! ¡Porque nunca lo negó! Pero siempre le has querido más que a mí —dijo Bill con amargura.
       —Perdóname. Bill —dijo el joven cogiéndole entrambas manos—. Sé que lo hiciste creyéndolo lo mejor; pero prosigue.
       —No hay mucho más que decir, ni a mi ver es de mucha utilidad el decirlo —dijo Bill con tristeza—. Nunca curara —dijeron los médicos—, pues tenía lo que ellos llaman una monomanía; estaba siempre hablando de su mujer e hija a quienes alguien había robado hacia años y meditando una venganza sobre ese alguien. Y hace seis meses que se escapó. Le seguí la pista en Karson, en Salt-Lake City, en Omalia, Chicago, en Nueva York y aquí.
       —Aquí —repitió Slington.
       —¡Aquí! Y esto es lo que me trae hoy. Sea que esté loco o cuerdo, sea que te esté cazando o que esté buscando al otro hombre, debes marcharte de aquí. No debes verle. Tú y yo, Tommy, nos iremos a una excursión. Dentro de tres o cuatro años estará muerto o ausente y entonces volveremos. Ven.
       Y se puso en pié.
       —Bill —dijo Slington levantándose también y tomando la mano de su amigo con la misma terquedad que en otros días le había atraído el cariño de Bill—, donde quiera que esté, aquí o en cualquier otra parte, cuerdo o loco, le buscaré y le encontraré. Si un duro tengo será suyo. Si un duro le he gastado le será devuelto. Soy joven aún, a Dios gracias, y puedo trabajar y si hay un camino para salir de este miserable negocio, yo lo hallaré.
       —Sabía —dijo Bill, con afectado mal humor, que no ocultaba muy bien la evidente admiración por la serena figura que tenía ante sí—, sabía la especie original de loco que eres y no esperaba cosa mejor. ¡Adiós, pues! ¡Dios Todopoderoso! ¿Pero quién es aquella?
       Y ya estaba en camino del balcón, cuando se estremeció, tornóse su cara lívida y exangüe, y retrocedió con los ojos que se le saltaban de las órbitas. Slington corrió hacia la ventana y miró hacia fuera. Una falda blanca desaparecía al extremo opuesto de la terraza. Cuando Tommy se volvió, Bill había caído ya sobre una silla.
       —Me parece que debe haber sido miss Mansterman; ¿pero qué pasa?
       —Nada —dijo Bill, débilmente. ¿Tienes a mano un poco de aguardiente?
       Slington trajo una vasija y echándole un poco de aquel espíritu dio un vaso a Bill. Este lo vació y dijo después:
       —¿Quién es miss Mansterman?
       —La hija de Mr. Mansterman; es decir, me parece que es su hija adoptiva.
       —¿Su nombre?
       —En verdad que no lo sé —dijo Slington ásperamente, más contrariado por esta pregunta de lo que quería dar a conocer.
       Yuba Bill se levantó y se fue hacia el balcón; lo cerró, volvió otra vez hacia la puerta; miró de soslayo a Slington, titubeó y luego volvió a su silla.
       —¿Verdad que no te dije que me había casado? —dijo repentinamente mirando a la cara a Slington y ensayando torpemente una risa indiferente.
       —No —dijo Slington menos sorprendido por el hecho que por las palabras.
       —Pues realmente —dijo Yuba Bill—. ¡Tres años hace de ello, Tommy, hace tres años!
       Miró a Slington y comprendiendo éste que esperaba que le dijera algo, preguntó al acaso:
       —¿Con quién te casaste?
       —Ahí está —dijo Yuba Bill—, no puedo decirlo exactamente; pero es un demonio de mujer; ¡y... la mujer de media docena de hombres más...!
       Acostumbrado, en apariencia, a ver que los demás trataban sus desgracias conyugales como asunto de broma, y no viendo en la seria cara de Slington indicio alguno de burla, cambió de tono y su afectada indiferencia desapareció, y aproximando más su silla a Slington prosiguió:
       —Todo nació de esto. Bajábamos al galope una noche la pendiente de Watson, cuando el postillón se vuelve hacia mí y dice: “Hay un escándalo en el interior y harías mejor en parar”. Paro y entonces salen primero una mujer y luego dos o tres hombres blasfemando y maldiciendo y esforzándose en arrastrar a alguien tras de sí. Después, por lo que se vio, Tommy, era el marido borracho de esta mujer que había abusado de ella pegándole en el coche; y, chico, si no hubiese sido por mí, me le dejan a él en despoblado. Pero yo arreglé las cosas colocándola a mi lado en el pescante y seguimos el camino. Era muy blanca, Tommy; en cuanto a esto, siempre ha sido una mujer muy blanca, de esas a quienes nunca salen los colores a la cara. Pero no dejó oír ni un sollozo. Otras mujeres hubieran llorado: fue extraño, pero nunca lloró. Esto ya lo reparé entonces.
       Era muy alta, con mucho pelo rubio ondulante que le caía por detrás de la cabeza, largo como una correa de látigo de piel de ciervo y casi del mismo color. Tenía unos ojos que te hubieran traspasado a cincuenta yardas de distancia y bonitas manos y pies. Y cuando hubo salido de aquel estado rígido, nervioso, en que se hallaba, y se hubo calentado y animado un poco, ¡vive Dios, señor, que estaba hermosa hasta allí!
       Un poco sonrojado por su propio entusiasmo, paróse y después dijo con indiferencia:
       —Nos dejaron en llegando a casa Murphy.
       —¿Y qué? —dijo Slington.
       —¿Y qué? La vi a menudo después de esto, y cuando iba sola siempre subía al asiento del pescante. Me confiaba, como quien dice, sus penas: cómo su marido se emborrachaba y la maltrataba, y yo no le vi mas a él, pues desde aquello estaba por allá en Frisco: pero hasta entonces todo estaba limpio; todo limpio entre yo y ella.
       Me acostumbré a ir allí bastante a menudo hasta que un día me dije: “Bill, esto no puede seguir así”, y me hice cambiar de ruta. ¿Conociste, Tommy, alguna vez a Jackson Filltree? —dijo Bill, interrumpiéndose repentinamente.
       —¡No!
       —¿Tal vez has oído hablar de él?
       —No —dijo Slington con impaciencia.
       —Jackson Filltree corría en el exprés desde White, hasta Summit, cruzando la bifurcación septentrional del Yuba. Un día me dice: “Bill, ¿sabes que aquélla bifurcación septentrional es endemoniada?” Yo digo: “Ya lo creo, Jackson”. “Un día me va a coger, Bill, de seguro”, y yo contesto: “¿Por qué no tomas el vado de más abajo?” “No lo sé —dice—, pero no puedo”. De manera que siempre que le encontraba desde entonces me decía: “Aquella bifurcación septentrional no me ha cogido aún”. Un día estaba yo en Sacramento cuando llega Filltree y me dice: “He vendido el negocio de correos por motivo de la bifurcación septentrional, pero seguramente esta me ha de coger todavía”, y se ríe. Dos semanas después encuentran su cuerpo más abajo del vado por donde trataba de cruzar, bajando por el camino de Summit. La gente dice que fue una tontería: ¡yo digo que fue el destino! Al segundo día, después que me hubieron mudado a la ruta de Placerville, sale aquella mujer del Hotel, más allá del despacho de la diligencia. Dijo que su marido estaba enfermo en Placerville; esto lo dijo ella; pero era el destino, Tommy, era el destino. Tres meses después su marido toma una dosis excesiva de morfina para el delirium tremens y se muere. Hay quien dice que ella se la dio; pero es el destino. Un año después me casé con ella. ¡El destino, Tommy, el destino! Vivimos juntos, tres meses cabales —prosiguió después de un largo suspiro—, tres meses. ¡No es mucho tiempo para un hombre feliz! Á mi edad he visto cosas terribles, pero hubo días, en aquellos tres meses, más largos que ningún día de mi vida; días, Tommy, en que dependía de un cara o cruz que la matase yo a ella o ella a mí. Pero basta; he acabado. Tú eres joven, Tommy, y yo no voy a contarte cosas que, por viejo que sea, hace tres años no las hubiera podido creer.
       Por fin, con su lúgubre cara vuelta hacia el balcón permanecía sentado con las manos cruzadas sobre sus rodillas, hasta que Slington le preguntó dónde estaba su mujer.
       —No me preguntes nada más, muchacho, nada más; ya he dicho lo que tenía que decir —y con un movimiento como si arrojara lejos de si un par de riendas, se levantó y se fue hacia el balcón—. Puedes comprender, Tommy, el por qué una excursión alrededor del mundo, me aprovecharía. Si no puedes venirte conmigo, está bien; pero yo debo irme.
       —Espero que no será antes de comer —dijo una voz muy dulce al tiempo que Blanca Mansterman apareció ante ellos—. Padre no me perdonaría, que en su ausencia, permitiese a uno de los amigos de Mr. Slington marcharse de esta manera. ¿Os quedaréis, verdad? ¡Sí! Y ahora me daréis vuestro brazo; y cuando Mr. Slington haya acabado sus miradas de asombro nos seguirá al comedor y os presentará.


       —Me he enamorado de vuestro amigo —dijo miss Blanca, cuando se quedaron solos de pié en el comedor mirando la figura de Bill que paseaba con su corta pipa en la boca, a través del distante plantío de arbustos—. Sin embargo, hace unas preguntas muy raras. Quería saber el nombre de pila de mi madre.
       —Es un hombre honrado —dijo Slington gravemente.
       —Estáis muy preocupado por algo. Y ahora pienso que ni aun me dais las gracias por haberos retenido aquí a vos y a vuestro amigo; pero, ya veis, no podíais marcharos hasta que hubiese vuelto mi padre.
       Slington se sonrió, pero no muy alegremente.
       — Y luego pienso que es mucho mejor que nos separemos aquí, bajo estos frescos, ¿no os parece? ¡Adiós!
       Tendióle su larga y afilada mano.
       —Allí fuera, a la luz del sol, cuando estaban enrojecidos mis ojos, teníais muchos deseos de mirarme —añadió con voz peligrosa.
       Slington alzó sus tristes ojos hacia los de ella. Algo que brillaba en sus largas pestañas tembló y desprendióse.
       —¡Blanca!
       Ella estaba sonrojada y hubiera retirado su mano; pero Slington la retuvo. Y no estaba ella del todo segura de que su cintura no se viera en igual peligro que la mano; pero sin embargo, más fuerte que ella fue la tentación de decir:
       —¿Estáis seguro de que no hay en forma de una joven nada que os detuviese?
       —¡Blanca! —dijo Slington como reconviniéndola.
       —Si los señores se empeñan en vociferar sus secretos ante un balcón abierto, cuando una joven, reclinada en un sofá del mirador, lee una estúpida novela francesa, no deben extrañarse de que le llamen la atención más ellos que un libro.
       —¿Lo sabéis todo, pues, Blanca?
       —¡Sé! —dijo Blanca—. Veamos: Sé la especie original de... ¡hem!... loco que sois y no esperaba cosa mejor. ¡Adiós!
       Y deslizándose de entre sus brazos como una serpiente, se escapó.
       Al agradable rumor de las olas, de la música y de alegres voces, la rojiza luna de la canícula se alzó de nuevo sobre Greyport. Tendió sus rayos sobre informes masas de roca y plantíos de arbustos, anchos espacios de pradera y playa, y sobre una extensión inmensa de agua plateada, pero se reflejó con predilección sobre objetos singulares: una blanca vela cercana a la costa, un globo de cristal sobre el césped, y sobre algo que tenía entre los dientes un hombre que agachado espiaba desde una pared baja de Cliffwood-Lodge. Luego, cuando un joven y una mujer salieron de debajo de la sombra del follaje, a la claridad de la luna, en la senda del jardín, el hombre saltó la pared y permaneció de pié en la sombra.
       Era la figura de un viejo de ojos extraviados y temblona mano, asida de un largo y agudo cuchillo, una figura más lastimosa que despiadada, más patética que terrible. Pero un momento después el cuchillo le fue arrancado de la mano en lucha con la robusta opresión de otro hombre que, al parecer, saltó de la pared a su lado.
       —¡Maldito seas, Mansterman! —gritó el viejo bruscamente—. ¡Juguemos mano a mano y te mataré aún!
       —Mi nombre es Yuba Bill —dijo éste tranquilamente— y ya es tiempo de que se ponga término a esta maldita chanza.
       El viejo miró a Bill con salvaje asombro.
       —¡Te conozco. Eres uno de los amigos de Mansterman! ¡Maldito seas! ¡Suéltame hasta que le haya arrancado el corazón; suéltame! ¿Dónde está mi María? ¿Dónde está mi mujer?... ¡Allí está!... ¡allí!... ¡allí!... ¡allí! ¡María!
       Hubiera gritado; pero Bill le puso su vigorosa mano sobre la boca, volviéndose en la dirección de la mirada del viejo. Iluminados por la luz de la luna destacábanse en la senda del jardín las figuras de Slington y Blanca, cogidos del brazo.
       —¡Dame mi mujer! —murmuró bruscamente el viejo, por entre los dedos de Bill—. ¿Dónde está?
       Un furor repentino contrajo las facciones de Yuba Bill.
       —¿Dónde está tu mujer?—repitió estrechando al viejo contra la pared del jardín y sujetándolo como con unas tenazas—. ¿Dónde está tu mujer? —repitió aproximando su fea y sardónica cara y salvajes ojos a los aterrorizados del viejo—; ¿Dónde está la mujer de Jack Adam? ¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde está la mujer demonio que volvió loco a un hombre, que mandó a otro al infierno por su propia mano, que eternamente me aniquiló y me arruinó? ¿Dónde?, ¿dónde? ¿Preguntas dónde? En la cárcel, en Sacramento... en la cárcel, ¿oyes? ¡En la cárcel por asesinato, Johnson... asesinato!
       El miserable abrió la boca en una violenta aspiración. Irguióse y después desfalleciendo repentinamente se desplomó como una masa inerte a los pies de Yuba Bill. Con repentina compasión, Yuba Bill se dejó caer a su lado y alzándole tiernamente en sus brazos murmuró:
       —¡Mírame, Johnson! ¡Mira, por el amor de Dios! Soy yo, Yuba Bill; y allí está tu hija, y... ¡Tommy!... ¿No sabes?... ¿Tommy, el pequeño Tommy Slington?
       Los ojos de Johnson se abrieron lentamente, y murmuró:
       —¡Tommy, sí, Tommy! Siéntate a mi lado, Tommy. Pero no tan cerca de la orilla. ¿No ves cómo el río sube, llamándome, silbando e hirviendo por encima de las rocas? ¡Ya sube más arriba! ¡Tenme, Tommy! Tenme y no me sueltes todavía. Viviremos para arrancarle el corazón; viviremos... nosotros...
       Su cabeza cayó inerte y el río amenazador, invisible a todos los ojos menos a los suyos, se precipitó de la oscuridad hacia él y le llevó, ya no a las tinieblas, sino a través de ellas, al lejano, apacible y luminoso mar.




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