Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)


El hombre de Solano (1877)
(“The Man from Solano”)
Originalmente publicado en The Sun (18 de febrero de 1877);
The Tales of the Argonauts, and Other Scketches
(Boston: Houghton, Mifflin and Company, edición de 1882, 486 págs.), págs. 370-378.



      Se me acercó en el entreacto, en uno de los pasillos del teatro de la ópera. Era un personaje tan notable como los que actuaban en el espectáculo. Su traje de distintos colores parecía recién comprado, tal vez una o dos horas antes de la función, lo cual quedaba expuesto en la etiqueta de la sastrería que seguía adherida al cuello del saco, mostrando al espectador indiferente, de modo indiscreto, el número, el talle y el precio de la prenda.
       Sus pantalones tenían una línea recta en cada pierna, como si, siendo pequeño, hubiera crecido repentinamente; en la espalda exhibía otro pliegue, igual al de los muñecos que los niños recortan en hojas de papel doblado. Puedo añadir que nada en su rostro delataba incomodidad alguna por este hecho. Su cara era afable, poco interesante y bastante común, excepto por la forma cuadrangular de la parte inferior de la mandíbula.
       —¿Usted no me recuerda? —me dijo, brevemente, mientras me tendía la mano—. Soy de sSolano, en California. Nos conocimos en la primavera del 57. Yo cuidaba ovejas y usted quemaba carbón.
       No pretendía de ningún modo parecer descortés o grosero con aquel recuerdo. Era simplemente la declaración de un hecho, y fue aceptada como tal.
       —Me acerqué a saludarlo por un motivo —me dijo después de estrecharme la mano—. Hace un instante lo vi en un palco charlando animadamente con una señorita, una joven elegante y atractiva. ¿Podría decirme su nombre?
       Le di el nombre de una notoria beldad de una ciudad vecina, causante de gran revuelo en la metrópoli y especialmente admirada por el brillante y encantador joven Dashboard, quien se encontraba a mi lado en ese momento.
       El Hombre de Solano reflexionó un instante, y después exclamó:
       —¡Eso es! ¡Ese es el nombre! ¡Es la misma muchacha!
       —Entonces, ¿la conoce usted? —pregunté, sorprendido.
       —Sssí... —respondió, despacio—. La conocí hace cuatro meses, más o menos. Ella había estado paseando por California con unos amigos, y la vi por primera vez en el tren, cerca de Reno. Ella había perdido los talones de su equipaje, y yo los encontré en el suelo, se los devolví y ella me lo agradeció. Me parece que ahora lo correcto sería acercarme a saludarla.
       Se calló y nos dirigió una mirada inquisitiva. —Mi estimado caballero —intervino el brillante y encantador Dashboard—, si su titubeo surge de alguna duda acerca de la corrección de su traje, le ruego que la aleje de su mente de inmediato. La tiranía de la costumbre, es verdad, obliga a su amigo y a mí a vestir de un modo especial, pero le aseguro que nada podría ser más elegante que la manera en que el verde oliva de su saco se combina con el delicado amarillo de su corbatín, o la forma en que el gris perla de sus pantalones armoniza con el azul claro de su chaleco, y añade brillantez a la maciza cadena de reloj de oro francés que reluce en su vestimenta.
       Para mí sorpresa, el Hombre de Solano no le pegó una trompada a mi amigo. Miró al irónico Dashboard con gran seriedad, y le dijo, tranquilamente:
       —Supongo entonces que no tendrá ningún inconveniente en llevarme hasta allá.
       Admito que Dashboard se desconcertó un poco ante esta respuesta. Pero pronto se recuperó, e inclinándose con cierta mordacidad, lo guio hasta el palco. Lo seguí a él y al Hombre de Solano.
       Por fortuna, la bella de la que hablábamos era una dama de muy buena familia, y después de la irónica presentación de Dashboard, que no perdonó al Hombre de Solano, captó de inmediato lo que estaba ocurriendo. Para asombro de Dashboard, acercó una silla, invitó al Hombre de Solano a sentarse a su lado, le dio la espalda a Dashboard, sin inmutarse, y ante el distinguido público del teatro y bajo el escrutinio de cientos de impertinentes, inició una conversación con él.
       Aquí, como toque romántico, me gustaría añadir que él se mostró alegre y reveló algunos rasgos de excelencia, de raro ingenio o de sólido sentido común. Pero el hecho es que se portó de manera aburrida y en extremo tonta. Insistía en hablar del tema de los talones de equipaje perdidos, y todos los sagaces intentos de la joven por cambiar el giro de la conversación fracasaron rotundamente. Al fin, para alivio de todos, se levantó, e inclinándose ante la silla de la dama, le dijo:
       —Me parece que me quedaré algún tiempo por aquí, señorita, y como usted y yo somos, en cierto modo, forasteros en esta ciudad, quizá cuando haya otro espectáculo como este, usted me permitirá...
       La señorita X dijo con cierta impaciencia que lamentablemente sus muchos compromisos y el breve tiempo de su estadía en Nueva York le impedían, etcétera, etcétera. Las otras dos damas se tapaban la boca con el pañuelo y mantenían la mirada fija en el escenario. El Hombre de Solano continuó:
       —Entonces, señorita, si hay otro espectáculo al que usted tal vez asista, me escribe unas líneas al Hotel Earle, en esta dirección —sacó de su bolsillo varias cartas amigadas, tomó el sobre amarillento de una de ellas y se lo entregó con una especie de reverencia.
       —Por cierto —interrumpió el ocurrente Dashboard—, la señorita X irá mañana por la noche a un gran baile de caridad. El precio de la entrada es una suma insignificante para un rico californiano y para un hombre de fortuna, como obviamente es usted, y además se trata de una buena obra. Usted podrá, sin duda, conseguir con facilidad una invitación.
       En ese instante, la señorita X clavó sus lindos ojos en Dashboard.
       —Por supuesto —dijo ella, dirigiéndose al Hombre de Solano—, y ya que el señor Dashboard es uno de los organizadores y usted, un forastero, le enviará, sin duda, una entrada de cortesía. Conozco al señor Dashboard lo suficiente como para saber que es en extremo amable con los forasteros, y además un perfecto caballero.
       Dicho esto, se acomodó en el asiento, y volvió a fijar la mirada en la escena.
       El Hombre de Solano le agradeció al Hombre de Nueva York, y entonces, después de estrecharles la mano a todos los presentes en el palco, se dio vuelta para salir. Al llegar a la puerta, miró de nuevo a la señorita X, y dijo:
       —Es una de las cosas más extrañas del mundo, señorita, que por haber encontrado aquellos talones de equipaje...
       Pero el telón acababa de levantarse en la escena del jardín de Fausto, y la señorita X permanecía absorta en la obra. El Hombre de Solano cerró con cuidado la puerta del palco y se retiró. Lo seguí.
       Se mantuvo callado hasta que llegamos al vestíbulo, y entonces dijo, como si continuara una conversación interrumpida:
       —Era una muchacha muy elegante, ¿no es cierto? Es justo mi tipo y será una magnífica esposa.
       Tuve la sensación de que el Hombre de Solano se iba a meter en problemas, así que me atreví a decirle que la señorita X era muy cortejada, que podía elegir marido entre lo más rancio de la sociedad y que, seguramente, ya estaba comprometida con Dashboard.
       —Así es —dijo en tono bajo y sin ninguna emoción—. Sería muy raro que no lo estuviera. Bueno, creo que me voy al hotel. No me gusta mucho este griterío.
       (Se refería a una cadenza de aquella famosa cantante, la Signora Batti Batti.)
       —¿Qué hora será?
       Sacó su reloj. La cadena era tan deslumbrante y tan obviamente falsa que quedé fascinado con ella. No podía quitarle los ojos de encima.
       —Ah, veo que está mirando el reloj —dijo—. Bonito en apariencia, pero no vale un centavo. Y sin embargo, su precio es de ciento veinticinco dólares en oro. Tenía muchos deseos de tenerlo y lo compré anteayer en la Chatham Street, donde los estaban vendiendo muy baratos en un remate.
       —¡Lo han estafado de un modo escandaloso! —le dije, indignado—. El reloj y la cadena no valen ni veinte dólares.
       —¿Valen quince? —preguntó, serio.
       —Puede ser.
       —Entonces me parece que hice un buen negocio. Pues les dije que yo era californiano, de Solano, y que no tenía billetes de banco. Sólo tenía tres slugs. ¿Recuerda los slugs?
       (Los recordaba muy bien. El slug era una moneda emitida en el pasado —una pieza de oro hexagonal, dos veces el tamaño de una de oro de veinte dólares—, y equivalía en la actualidad a cincuenta dólares.)
       —Bueno, se los di y ellos me dieron el reloj. Pues esos slugs... me los fabriqué yo mismo con limaduras de cobre y piritas de hierro, y los usaba para engañar a los muchachos haciéndoles bluff en el póquer. Y mire usted, como no es moneda legal del Gobierno, no hay falsificación. Creo que me costaron, tomando en cuenta mi tiempo y mi dedicación, cerca de quince dólares los tres. Así que, si este reloj vale eso, es un trato justo, ¿no es cierto?
       Empezaba a comprender al Hombre de Solano, y le contesté que sí. Guardó el reloj en el bolsillo, se puso a jugar con la cadena y observó:
       —Como que hace que uno parezca a la moda y adinerado, ¿no?
       Estuve absolutamente de acuerdo con él.
       —¿Y qué piensa hacer aquí? —le pregunté.
       —Bueno, tengo un capital de cerca de setecientos dólares en efectivo. Me parece que hasta que me dedique a algún negocio estable, voy a presentar batalla en Wall Street, y esperaré mi oportunidad.
       Estaba por hacerle algunas advertencias, pero recordé su reloj y desistí. Nos estrechamos la mano y nos despedimos.
       Pocos días después lo encontré en Broadway. Vestía un traje nuevo, pero me pareció notar cierto progreso en su apariencia general. Su atuendo solo mostraba cinco colores diferentes. Esto, sin embargo, era accidental, como pude comprobar más adelante.
       Le pregunté si había asistido al baile y me contestó afirmativamente.
       —La joven, esa muchacha tan elegante, también estaba allí, pero me dio la sensación de que me evitaba. Me compré este traje nuevo para estrenarlo con ella, pero los mozos me ubicaron rápidamente en un palco privado, y no tuve la oportunidad de continuar nuestra conversación sobre los talones de equipaje. Ese joven, Dashboard, fue muy atento conmigo. Trajo a muchos caballeros y damas jóvenes al palco para presentármelos, y hasta se comprometió esa misma noche a mostrarme Wall Street y a llevarme a la Bolsa de Valores. Y al día siguiente vino a buscarme y fuimos. Yo invertí cerca de quinientos dólares en acciones, quizás un poco más. Verá usted, hicimos una especie de canje de acciones, usted bien sabe que yo tenía diez acciones de la mina de cobre Peacock, de la que usted fue secretario...
       —¡Pero esas acciones no valen nada! Todo ese asunto se acabó hace diez años.
       —¿Ah, sí? Puede ser. Si usted lo dice. Pero, claro, yo tampoco sabía nada de Communipaw-Central o de la compañía Naphtha Gaslight, así que me pareció que era juego limpio. Solo que yo revendí las acciones que compré, ¡y salí de Wall Street con cuatrocientos dólares de ganancia! Vea, fue un riesgo, después de todo, ¡porque las acciones de Peacock bien podrían volver a subir!
       Lo miré a la cara. Su rostro estaba sereno y era inmensamente vulgar. Empezaba a sentir un poco de temor del Hombre de Solano, o más bien, de la opinión superficial que tenía de él. Después de intercambiar unas cuantas palabras, nos despedimos y me alejé.
       Pasaron varios meses antes de que nos encontráramos de nuevo. Cuando nos volvimos a ver, me enteré de que se había convertido en miembro del directorio de la Bolsa de Valores, y tenía una pequeña oficina en Broad Street, donde había empezado un buen negocio. Recordé la noche en que lo había conocido, y le pregunté si había reanudado su amistad con la señorita X.
       —Supe que estaba en Newport este verano, y fui para allá a pasar una semana.
       —¿Y conversaron acerca de los talones de equipaje?
       —No —dijo, con la mayor seriedad—. Me pidió que le comprara algunas acciones. Verá usted, esos muchachos de sociedad seguramente le hablaron de mí, y ella decidió relacionarse conmigo a través de los negocios. ¡Es una muchacha tan elegante! ¿Se enteró usted de que tuvo un accidente?
       No, no me había enterado.
       —Bueno, verá usted, ella había salido a navegar, y yo me las arreglé para conseguir una invitación. El paseo había sido organizado por el caballero con el que, según dicen, se va a casar. Entonces, una tarde, la botavara giró con un fuerte viento y empujó a la muchacha al agua. ¡Hubo un gran alboroto!... ¿Oyó hablar de esto?
       —¡No! —dije, pero mi instinto de novelista me permitió imaginar de inmediato la escena en un rapto de inspiración poética y apasionada. El pobre hombre, impedido de expresarle su amor por su falta de cultura, había encontrado al fin la oportunidad de su vida. Había...
       —Se armó un revuelo terrible —continuó—. Corrí hacia la borda y allí, a unos diez metros de distancia, estaba la linda criatura, la muchacha tan elegante y... yo...
       —Se arrojó al agua para salvarla —exclamé, rápidamente.
       —¡No! —dijo, muy circunspecto—. Dejé que el otro se lanzara al mar. Yo me limité a mirar.
       Lo miré lleno de asombro.
       —No —continuó muy serio—. Fue el otro el que dio el salto... En ese momento era su responsabilidad, lo correcto. Escuche, si yo me hubiera tirado al mar, chapoteado entre las olas, además de dar brazadas inútiles, para hundirme finalmente hasta el fondo, ese hombre se hubiera lanzado igual y la hubiera salvado; y como de todos modos se va a casar con ella, no sé qué tengo que ver yo, exactamente, con este asunto. Pero mire usted: si después de saltar, no hubiera podido llegar a ella y se hubiese ahogado, ah, entonces yo sin duda habría tenido una buena oportunidad de cortejarla, aparte de la ventaja de librarme de él. Veo que usted no me comprende... Tampoco me entendía usted cuando estuvimos en California.
       —Entonces, ¿él sí la salvó?
       —Por supuesto. Usted bien sabe que ella está bien. Si él hubiera fracasado en su intento, yo hubiera intervenido. No tenía sentido que yo asumiera su responsabilidad, a no ser que él hubiese fallado.
       No sé cómo trascendió lo sucedido. El Hombre de Solano, como blanco de todas las burlas, se hizo más popular que nunca, y, por supuesto, recibió invitaciones para fiestas en broma y, naturalmente, empezó a tratar a muchas personas que tal vez de otro modo no hubiese conocido. Pronto resultó obvio, también, que sus setecientos dólares aumentaban día a día y que sus negocios eran cada vez más prósperos. Ciertas acciones de California que yo había visto morir, en los viejos tiempos, al lado de sus padres, resucitaron por arte de magia; y recuerdo, como quien ve un fantasma, el espanto que sentí cuando una mañana, al revisar las cotizaciones de la Bolsa, me encontré con el rostro espectral de la compañía minera «Dead Beat Beach», maquillada y recompuesta, en las columnas del diario de la mañana. Por fin, algunas personas comenzaron a respetar al Hombre de Solano, o tal vez a desconfiar de él. Finalmente, las sospechas culminaron en este incidente:
       Desde tiempo atrás tenía el deseo de pertenecer a un determinado club de sociedad, y como motivo de burla, fue invitado a entrar en él. En su honor se organizaron una serie de entretenimientos ridículos, que terminaron en una partida de cartas. A la mañana siguiente, cuando pasé delante de las escaleras del club, no pude dejar de escuchar a dos o tres miembros que conversaban con gran animación:
       —¡Limpió a todos!
       —¡Vaya! ¡Se embolsó cerca de cuarenta mil dólares!
       —¿Quién? —pregunté.
       —El Hombre de Solano.
       Mientras me alejaba del lugar, uno de los caballeros, una de las víctimas, conocido por su afición al juego, me siguió. Me puso la mano en el hombro y me preguntó:
       —Dígame la verdad: ¿qué hacía su amigo en California?
       —Era un pastor.
       —¿Un qué?
       —Un pastor. Cuidaba su rebaño en las dulces colinas de Solano.
       —Bueno, lo único que puedo decirle es ¡a la m... con California, su vida sencilla y sus pastores!




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