Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)
Coronel Starbottle por el demandante (1901)
(“Colonel Starbottle for the Plaintiff”)
Originalmente publicado en Harper’s Monthly Magazine,
Vol. 102, Núm. 610 (marzo de 1901), págs. 564-580;
Openings in the Old Trail
(Boston: Houghton, Mifflin and Company, 1902, 332 págs.), pás. 48-102
Había sido un día de triunfo para el
coronel Starbottle. Primero, por su personalidad, pues hubiese sido difícil
separar las hazañas del coronel de su individualidad; segundo, por su habilidad
de orador, como defensor simpatizante, y tercero, por sus funciones como
principal asesor letrado en el caso Eureka Ditch Company contra el estado de
California.
De sus actuaciones, estrictamente legales
en este caso, prefiero no hablar; había quienes las negaban aunque el jurado
las había aceptado ante el pronunciamiento del propio juez, entre divertido y
cínico. Durante una hora se habían reído con el coronel, llorado con él, sumido
en una indignación personal o exaltación patriótica, por sus apasionados y
elevados discursos... ¿qué otra cosa podían hacer sino darle su veredicto? Si
bien algunos alegaron que Thomas Jefferson, el águila americana y las
Resoluciones del año 1798 no tenían absolutamente nada que ver con la disputa
de una compañía cavadora respecto de la redacción de un documento legislativo;
y que el enorme abuso del fiscal y sus móviles políticos no tenían la menor
vinculación con la cuestión legal suscitada, se aceptó, en general, empero, que
la parte perdedora se hubiera sentido muy satisfecha de haber tenido el coronel
a su favor. El coronel Starbottle lo sabía, cuando transpirando, jadeante y
enrojecido, se abrochó los botones inferiores de la levita azul, que se habían
soltado en un espasmo de su oratoria y acomodó su inmaculado y anticuado jabot,
saliendo de la Corte, entre los apretones de manos y las exclamaciones de
sus amigos.
Y aquí sucedió algo sin precedentes. El
coronel declinó absolutamente beber refrescos alcohólicos en el cercano
Palmetto Saloon y declaró su intención de dirigirse directamente a su oficina,
sita en la manzana contigua. Sin embargo, el coronel salió del edificio solo,
aparentemente desarmado, a no ser por su fiel bastón con puño de oro que
colgaba, como de costumbre, de su antebrazo. La multitud lo siguió con la
mirada y sin disimular su admiración ante esta nueva evidencia de su valor.
Recordó también que, a la terminación de su discurso, le había sido entregada
una nota misteriosa... evidentemente un desafío del fiscal. Era pues indudable
que el coronel —experimentado duelista— tenía prisa por llegar a su casa, para
contestarlo.
Pero en esto estaban equivocados. La nota,
escrita por una mujer, solicitaba simplemente que el coronel acordase una
entrevista con la firmante en la oficina de aquel, tan pronto como saliese del
juzgado. Mas era un compromiso que el coronel —tan devoto admirador del sexo
débil como del código— no perdió tiempo en aceptar. Se quitó el polvo de sus
pantalones blancos y de sus zapatos de charol, usando para ello un pañuelo y arregló su negra corbata, debajo del cuello Byron, al acercarse a su oficina. Se
sorprendió, sin embargo, al abrir la puerta de su bufete privado, al comprobar
que su visitante ya estaba allí; se sintió más sorprendido aún al notar que
ella era de edad madura y vestía con sencillez. Pero el coronel había sido
educado en la escuela de urbanidad del Sur, ya antigua en la república, y la
reverencia que hizo ante la dama pertenecía a la época de sus pantalones cortos
y chaqueta con volado. Por su manera, nadie hubiera podido advertir que se
sentía defraudado, aunque sus frases eran cortas e incompletas. Pero la
conversación familiar del coronel era susceptible de contener incoherencias
fragmentarias de su oratoria mayor.
—Mil perdones... por haber hecho esperar a una.
dama Pero... las felicitaciones de los amigos, la cortesía que se les debe...
hizo que... aunque quizás sólo aumentó, por la demora... el placer de... ¡ah!
—y el coronel completó su frase con un movimiento galante de su regordeta pero
bien cuidada mano.
—Sí, lo vine a ver por ese discurso suyo;
yo estaba en la sala. Cuando comprendí que usted estaba volcando ese jurado a
su favor, en la forma en que lo hizo, me dije: “Ese es el tipo de abogado que yo
quiero. Un hombre que habla en forma floreada y convicente es exactamente
el hombre adecuado para confiarle mi caso.
—¡Ah! Es por cuestión de negocios, ya
veo... —dijo el coronel, aliviado en su interior y denotando despreocupación—.
Y... ¿puedo preguntar de qué índole es el caso?
—Bueno... es un caso de violación de la
promesa de casamiento —contestó con calma la visitante.
Si antes el coronel se había sorprendido,
ahora se hallaba positivamente estupefacto, y disgustado por añadidura, en tal
forma que necesitó de toda su habilidad para ocultar su estado de ánimo. Sentía
aversión especial por los casos de violación de promesa de casamiento. ¡Siempre
los había considerado como una forma de litigio que podía evitarse mediante el
inmediato homicidio del ofensor masculino... en cuyo caso él hubiera defendido
con entusiasmo a la homicida. Pero un juicio por daños y perjuicios... ¡Daños y
perjuicios! ... con la lectura de un epistolario de amor ante un tribunal y un
jurado exhibiendo bulliciosa hilaridad, iba en contra de todos sus instintos.
Era algo así como un ultraje a su caballerosidad; su sentido del humor no era
muy grande y en el transcurso de su carrera había perdido uno o dos casos
importantes, debido al inesperado desarrollo de esta última virtud en un
jurado.
La mujer había reparado, evidentemente, en
su vacilación, pero no fue suficientemente explícita.
—No soy yo... sino mi hija.
El coronel recobró su cortesía.
—¡Ah! Estoy aliviado, mi estimada señora.
Apenas si podía concebir un hombre tan ignorante como para... tirar por la
borda... fortuna tan evidente... o tan ruin como para defraudar la confianza
del sexo femenino, madurado y experimentado, únicamente en la caballerosidad
del nuestro.
La mujer sonrió a pesar suyo.
—Sí, es mi hija, Zaidee Hooker... de manera
que puede escatimar uno de esos brillantes discursos para ella... ante
el jurado.
El coronel se sintió un poco molesto ante
esta dudosa perspectiva, pero sonrió.
—¡Ah! Sí, ciertamente... ¡el jurado! Pero,
mi buena señora... ¿necesitamos llegar a eso? ¿No podría arreglarse este
asunto... al margen de los tribunales? ¿No sería acaso posible... amonestar a
ese individuo... decirle que tiene que dar una satisfacción... satisfacción
personal... por su conducta cobarde... a un pariente cercano o a un amigo
íntimo? De los arreglos necesarios para este fin, yo mismo me ocuparía.
Era muy sincero en sus sugerencias; sus
pequeños ojos negros brillaban con ese centelleo tan peculiar que sólo una
mujer hermosa o algún “asunto de honor” podría provocar. La visitante lo miró
vagamente y preguntó con lentitud:
—¿Y qué beneficio vamos a sacar de eso,
nosotras?
—Obligarlo a él a cumplir su promesa
—respondió el coronel, echándose hacia atrás, en su silla.
—¡Cualquier día lo va a “pescar” con eso!
—exclamó la dama despectivamente—. No, eso no es lo que estamos buscando.
¡Tenemos que obligarlo a pagar! Daños y perjuicios... nada menos que eso.
El coronel se mordió el labio.
—Supongo —dijo con ceño adusto— que ustedes
disponen de pruebas documentadas, promesas escritas y declaraciones... en
realidad... cartas de amor...
—No, ¡ni una sola carta! Eso es justamente
lo que acontece y ahí es donde usted entra en el asunto. Usted es el que tiene
que convencer al jurado. Usted tiene que demostrar de qué se trata... Contar la
historia a su modo... ¡caramba! Para un nombre como usted, eso no es nada.
Esta admisión podría haber sido maravillosa
para cualquier otro abogado, pero su efecto sobre el coronel Starbottle fue de
absoluto descargo. La carencia de cualquier correspondencia jovial o festiva y
la apelación que se hacía únicamente a sus facultades de persuasión, en
realidad hacían impacto en su fantasía. Hizo a un lado el elogio, sin darle
importancia, con un movimiento de su blanca mano.
—¿Por supuesto —dijo con confianza—, existe
entonces plena evidencia presuntiva y corroborante? Quizás usted me pueda
suministrar un sucinto detalle del asunto.
—Creo que Zaidee puede hacer eso bastante
bien —contestó la mujer, agregando: —Lo que quiero saber, en primer lugar, es
si usted puede ocuparse del caso.
El coronel no vaciló; su curiosidad se
había despertado.
—Ciertamente que puedo; no dudo de que su
hija me pondrá en posesión de suficientes datos y detalles para constituir lo
que nosotros llamamos... un alegato.
—Ella puede alegar bastante... durante
bastante tiempo, si es por eso —dijo la mujer, levantándose.
El coronel aceptó la broma con una sonrisa.
—¿Y cuándo puedo tener el placer de verla?
—preguntó con amabilidad.
—Tan pronto como yo pueda salir a la calle
y llamarla. Está justamente afuera, caminando por los alrededores... Es un poco
tímida, al principio.
La dama se dirigió a la puerta, hasta donde
la acompañó el desconcertado coronel. Al salir a la calle, gritó con voz
chillona:
—¡Eh! ¡Zaidee!
Al oír los gritos, una joven que se hallaba
apoyada en un árbol, leyendo presumiblemente un anuncio electoral de fecha
remota, se dirigió a la puerta desde donde partían las voces. Al igual que su
madre, vestía con sencillez, pero, a diferencia de aquélla, su rostro era
pálido, más bien refinado, la boca recatada y los ojos bajos. Esto fue todo lo
que vio el coronel, mientras hacía una bien pronunciada reverencia y conducía a
ambas mujeres a su oficina, pues la muchacha aceptó sus saludos sin levantar la
cabeza. La ayudó cortésmente a sentarse en una silla, donde se acomodó de
costado, algo ceremoniosamente, siguiendo con los ojos la punta de su
sombrilla, con la que trazaba figuras en la alfombra. Ofreció otra silla a la
madre, pero ésta la rehusó, diciendo:
—Supongo que usted y Zaidee se entenderán
mejor —y volviéndose a su hija, añadió—: Dile todo, Zaidee —y antes de que el
coronel pudiera reincorporarse nuevamente, desapareció de la habitación.
No obstante su gran experiencia
profesional, el coronel Starbottle se encontró por un momento confundido. La
joven, empero, rompió el silencio, sin levantar la cabeza.
—Adoniram K. Hotchkiss —dijo con voz
monótona, como si se tratara de un recitado dirigido a un público— comenzó a
fijarse en mí, por, primera vez, hace un año. Después de eso, lo hizo sólo de
vez en cuando.
—Un momento —interrumpió el sorprendido
coronel— ¿se refiere usted a Hotchkiss, el presidente de la Compañía del Canal?
El coronel había reconocido el nombre de un
prominente ciudadano, un hombre de mediana edad, rígido, asceta, taciturno —un
diácono— y, más que eso, el presidente de la Compañía que acababa de defender. Parecía inconcebible.
—El mismo —prosiguió ella, con los ojos
fijos en la sombrilla y sin alterar la monotonía de su tono— sólo de vez en
cuando, desde entonces. La mayor parte del tiempo en la iglesia bautista “Libre
Voluntad”... en el servicio religioso matutino, en las reuniones de oración y
otras. Y en casa... afuera... en la calle.
—¿Es este caballero, Adoniram K. Hotchkiss,
quien... le prometió casamiento? —.—inquirió tartamudeando el coronel.
—Sí.
El coronel se movió con intranquilidad en
su silla.
—Es en extremo extraordinario pues... usted
ve, estimada señorita... esto está tomando los contornos de un asunto muy
delicado.
—Eso es lo que dijo mamá —respondió la
joven con voz sencilla, pero mostrando una leve sonrisa, que escapaba
jovialmente de sus labios recatados.
—Quiero decir —dijo el coronel con una
sonrisa forzada, aunque cortés— que este señor es... en realidad... uno de mis
clientes.
—Eso también lo dijo mamá y, naturalmente,
como usted lo conoce, le será más fácil.
Las mejillas del coronel se sonrojaron
levemente, al replicar con rapidez y cierta aspereza:
—¡Al contrario! Quizá por ello me resulte
imposible... intervenir en este asunto.
La joven alzó los ojos. El coronel contuvo
la respiración cuando las largas pestañas se alzaron a su nivel. Hasta para un
observador común, esa repentina revelación de sus ojos parecía transformar el
rostro de la muchacha con una magia sutil. Eran grandes, castaños y suaves,
pero estaban imbuidos de una extraordinaria penetración y presciencia. Eran los
ojos de una mujer experimentada de treinta años, puestos en el rostro de una
niña. Qué más vio en ellos el coronel, sólo la Providencia lo sabe. Sintió que le arrancaban sus secretos más profundos... que le desnudaban
el alma... que lo despojaban de su vanidad, de su arrogancia, de su
galantería... ¡hasta de su caballerosidad medieval! Todo había sido horadado,
pero, al mismo tiempo, iluminado por esa sola mirada. Y cuando los párpados
volvieron a caer, tuvo la sensación de que la mayor parte de su ser había sido
absorbido por ellos.
—Le ruego que me perdone —dijo apresuradamente—. Quiero decir... Este asunto puede arreglarse amistosamente. Mi interés por... Y como bien usted dice, el
conocimiento que tengo de mi cliente, el señor Hotchkiss, quizá favorezca... un
entendimiento.
—Y daños y perjuicios —agregó la
joven, dirigiéndose a su sombrilla, como si jamás hubiera levantado la vista.
El coronel pareció vacilar.
—Y, claro está... compensaciones...
si usted no exige hasta el fondo el cumplimiento del compromiso o de la promesa
de matrimonio. Salvo —agregó, tratando de recobrar su anterior galantería,
entorpecido ahora por el recuerdo de sus ojos— que sea una cuestión de...
afectos.
—¿Cuáles? —inquirió suavemente su hermosa
clienta.
—Si usted todavía lo ama... —explicó el
coronel, evidenciando un leve rubor.
Zaidee levantó nuevamente la vista; otra
vez dificultaba la respiración del coronel con esos ojos que expresaban no sólo
la percepción más absoluta de lo que él había dicho, sino de lo que pensaba y
no había manifestado, además de una sugerencia sutil de lo que podría haber
pensado.
—Eso es mucho decir —repuso ella, bajando
otra vez sus largas pestañas.
El coronel irrumpió en una risa hueca.
Luego, presintiendo que estaba por conducirse como un mentecato, se esforzó por
decir una cosa de gravedad igualmente débil.
—Perdóneme... entiendo que no existen
cartas... ¿Puedo saber de qué manera formuló él su declaración y sus promesas?
—Mediante libros de cánticos.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó el desconcertado
abogado.
—Libros de cánticos... palabras marcadas
sobre ellos con lápiz... libros que luego me pasaba a mí —repitió Zaidee—,
tales como “amor”, “querida”, “preciosa”, “dulce” y “bendita” —agregó,
acentuando cada palabra con un golpe de su sombrilla sobre la alfombra—.
Algunas veces había líneas enteras de Tate y Brady... y el Canto de Salomón y
cosas así...
—Creo —dijo el coronel con altura— que
las frases de los salmos sagrados se prestan al lenguaje de los afectos. Pero
en cuanto a la promesa concisa de casamiento... ¿hubo alguna otra expresión?
—La Ceremonia de Casamiento, en el Libro de Oraciones... líneas y palabras de allí... todo marcado —replicó Zaidee.
El coronel movió la cabeza en forma natural
y con aprobación.
—Muy bien. ¿Había otras personas en
conocimiento de esto? ¿Hubo algunos testigos?
—Naturalmente que no —respondió la
muchacha—, únicamente él y yo. Generalmente era a la hora de los servicios
religiosos... o de las oraciones. En una ocasión, al pasar el plato de las limosnas,
puso en ella una pastilla de menta que tenía estampado lo siguiente: “Te quiero
para llevarte”.
El coronel tosió levemente.
—¿Y usted tiene la pastilla?
—Me la comí.
—¡Ah! —exclamó el coronel. Después de una
pausa agregó con delicadeza—: Pero estas atenciones ... ¿las prodigaba sólo...
en recintos sagrados? ... ¿Se encontró con usted en otros sitios?
—Solía pasar frente a nuestra casa, en el
camino —contestó la joven, volviendo a su monótona letanía—, y hacía señales.
—¡Ah! ¿Señales? —repitió el coronel en tono
de aprobación.
—Sí, él decía “Chipée” y yo decía “Chipíi”.
Algo así como un pájaro, ¿comprende usted?
En efecto, al levantar ella la voz,
imitando el llamado, el coronel pensó que el sonido era dulce y parecido al de
un pájaro. Por lo menos como ella lo decía. Mas acordándose del taciturno
diácono, tuvo dudas sobre lo melodioso de las notas proferidas por él. Con
tono grave le pidió que las repitiera.
—¿Y después de esa señal? —inquirió
sugestivamente.
—Seguía su camino.
Otra vez el coronel tosió levemente, dando
golpecitos en el escritorio con su lapicera.
—¿Hubo algunos gestos cariñosos?...
¿Caricias ... tales como tomarla de la mano, de la cintura...? —preguntó con un
galante pero respetuoso movimiento de su blanca mano, y junto con una inclinación
de cabeza, siguió—: ¿alguna leve presión sobre los dedos de usted, durante los
cambios al bailar... quiero decir —se corrigió con una tos que insinuaba una
disculpa— al pasar el platillo?
—No, no era lo que se llamaría “cariñoso”
—replicó la joven.
—¡Ah! ¿Adoniram K. Hotchkiss no era “cariñoso”
en la acepción común del vocablo? —observó el coronel con seriedad profesional.
Ella levantó sus ojos perturbadores,
absorbiendo otra vez los de él en los suyos. También dijo “sí”, aunque sus
ojos, con esa misteriosa presciencia de todo lo que él estaba pensando, no
reclamaban la necesidad de contestación alguna. El sonrió con vacuidad. Hubo
una larga pausa; luego, retirando su sombrilla de los dibujos de la alfombra,
ella se puso de pie.
—Me parece que eso es todo —respondió.
—Sí... pero un momento —dijo el coronel en
forma imprecisa..
Le hubiera gustado retenerla por más
tiempo, pero por la forma extraña que la joven tenía de anticiparse a sus
pensamientos se sintió impotente para detenerla o explicar su razón para
hacerlo. Sabía intuitivamente que ella le había dicho todo, su experiencia
profesional le indicaba que jamás había llegado a su conocimiento caso tan
desesperado. Sin embargo, no se sentía intimidado, sino solamente perturbado.
—No importa —dijo—. Naturalmente, tendré
que consultar con usted nuevamente.
Otra vez fueron sus ojos los que
contestaron que esperaba que así fuera, mientras ella inquiría con sencillez:
—¿Cuándo?
—Dentro de uno o dos días —contestó
rápidamente—. Le avisaré.
Ella se dirigió hacia la puerta. En
su deseo de abrirla, el coronel volcó su silla y, con cierta confusión, casi
juvenil, casi impidió el paso de la joven en el vestíbulo y dejó caer el
sombrero de Panamá, de ancha ala, que tenía en la mano, al hacer un reverente
movimiento con el brazo, en señal de galante despedida. A pesar de todo, con su
figura delgada y juvenil, con un sencillo sombrero de paja Leghorn sostenido
con una cinta azul debajo del mentón, al pasar frente a él tenía ella, más que
nunca, el aspecto de una niña muy joven.
El coronel dedicó esa tarde a efectuar
averiguaciones diplomáticas. Halló que su joven clienta era la hija de una
viuda que tenía un pequeño establecimiento en el cruce de los caminos, cerca de
la iglesia bautista “Libre Voluntad”, el lugar de los sucesos. Llevaban una
vida retirada y en el pueblo poco se conocía a la muchacha, cuya hermosura y
atractivo constituían todavía un hecho reconocido. El coronel sintió un
placentero alivio ante esto y una satisfacción general que no hubiera podido justificar.
Sus pocas averiguaciones respecto del señor Hotchkiss sólo sirvieron para
confirmar sus propias impresiones sobre el presunto admirador: un hombre serio
y práctico, que se abstenía de toda sociedad juvenil y, a juzgar por las
apariencias, era el menos indicado para estar inmiscuido en afectos pasajeros o
serios galanteos. El coronel estaba estupefacto, pero resuelto en su propósito,
sea cual fuere.
Al día siguiente, estaba en su oficina a la
hora de costumbre. Se encontraba solo —como era usual— ya que la oficina del
coronel era, en realidad, su residencia privada, unida a las habitaciones,
mientras que una sola sección estaba reservada para consultas. No tenía
empleados, sus papeles e informes eran llevados por su criado personal y ex
esclavo Jim a otra firma que hacía su trabajo desde la desaparición del mayor
Stryker, el único socio legal del coronel, que había muerto en un duelo hacía
algunos años. Con digna constancia, el coronel conservaba aún el nombre de su
socio sobre la chapa de la puerta y los supersticiosos alegaban que conservaba
cierta invencibilidad gracias a los manes de aquel hombre, lamentado y algo
temido.
El coronel consultó su reloj, cuya pesada
caja de oro todavía dejaba ver las marcas de una interferencia providencial
ante una bala destinada a su dueño y volvió a colocarlo en su faltriquera, no
sin dificultad y como si le faltara la respiración. En ese momento oyó caminar
en el pasillo y la puerta se abrió para dejar paso a Adoniram K. Hotchkiss. El
coronel se impresionó; tenía el aspecto de un duelista por la puntualidad.
El hombre entró, haciendo una inclinación
de cabeza y con la mirada de inquisidora expectativa propia del hombre ocupado.
Tan pronto hubo transpuesto el umbral el coronel lo colmó de cortesías; arrimó
una silla para su visitante y le tomó de la mano el sombrero que parecía no
querer soltar. Luego abrió un aparador y trajo dos vasos y una botella de
whisky.
—¡Ah!... ¿Un refresco liviano, señor
Hotchkiss? —sugirió, amablemente.
—Nunca bebo —replicó Hotchkiss con la
severa actitud de un abstemio incorruptible.
—¡Ah!... ¿Ni siquiera el mejor whisky de
Bourbon, seleccionado por un amigo de Kentucky? ¿No? ¡Perdóneme! ¿Un cigarro,
entonces? ¿Un habano de los más suaves?
—Yo no soy afecto ni al tabaco ni al
alcohol, bajo ningún concepto —repitió el diácono ascéticamente—. No tengo
tontas debilidades.
Los humedecidos ojos del coronel
recorrieron el rostro amarillento de su cliente. Se echó cómodamente hacia
atrás, en su silla, con los ojos a medio cerrar y como volviendo sobre borrosas
reminiscencias, dijo lentamente:
—Su contestación, señor Hotchkiss, me
recuerda circunstancias singulares que... tuvieron lugar ... para ser
preciso... en el hotel St. Charles, en Nueva Orleans. Pinkey Hornblower, un
amigo personal mío, invitó al senador Doolittle a que lo acompañara a tomar
algo. Recibió extrañamente una respuesta similar a la suya: “¿Usted no bebe ni
fuma?”, dijo Pinkey, “Entonces, señor, usted debe tener mucha dulzura con las
damas”. ¡Ja! jJa!
El coronel hizo una pausa suficiente como
para que desapareciese de las mejillas de Hotchkiss un leve colorido y luego
continuó con los ojos entrecerrados:
“—Yo no permito a nadie, señor, discutir
mis hábitos personales” declaró Doolittle entre dientes, “Entonces, estimo que
tirar con la pistola debe ser uno de esos hábitos”, dijo Pinkey con frialdad.
Los dos hombres cabalgaron hasta Shell Road detrás del cementerio, a la mañana
siguiente. A doce pasos, Pinkey le metió una bala en la cabeza a Doolittle. El
pobre nunca volvió a hablar. Dejó tres esposas y siete hijos, según dicen, dos
de ellos negros.
—Yo recibí una nota de usted esta mañana
—dijo Hotchkiss, con mal disimulada impaciencia—. Supongo que se refiere a
nuestro caso. Usted se ha formado juicio, entiendo.
El coronel, sin contestar, llenó un vaso de
whisky y agua. Por un momento, lo sostuvo en forma somnolienta delante de sí,
como si todavía estuviera envuelto en suaves reminiscencias, sugeridas por el
acto. Luego lo terminó sin bajar el codo, se limpió los labios con un pañuelo blanco,
grande y, una vez arrellanado en su silla, dijo, haciendo un giro con la mano:
—La entrevista que he solicitado, señor
Hotchkiss se refiere a un asunto que, debo decir, no es... de conocimiento
público o de naturaleza comercial ... aunque más tarde podría
convertirse en... ambas cosas. Es un asunto un poco... delicado.
Hizo una pausa y el señor Hotchkiss le
dirigió una mirada de creciente impaciencia. Sin embargo, sin modificar su
premeditado tono, continuó:
—Se refiere a una joven... una criatura hermosa,
de elevados sentimientos, que aparte de sus dotes personales... debo decir
pertenece a una de las primeras familias de Missouri y se halla emparentada,
por casamiento con uno de... los más queridos amigos de mi juventud.
Esto último, siento decirlo, era pura
invención del coronel, un agregado retórico a la escasa información que había
obtenido el día anterior.
—La joven señorita —continuó con suavidad—
goza, además, de la distinción de ser objeto de tales atenciones de parte de
usted, que tendrían el efecto de hacer que esta entrevista sea... realmente
entre amigos y... mantenga las relaciones presentes y futuras. No hace falta
decir que la dama a que aludo es la señorita Zaidee Juno Hooker, única hija de
Almira Ann Hooker, viuda de Jefferson Brown Hooker, que en un tiempo residió en
Boone County, Kentucky y últimamente en... Pike, Missouri.
El tono amarillento y adusto del rostro del
señor Hotchkiss se había convertido en un tinte lívido y luego verdoso,
terminando en un sombrío carmesí.
—¿Qué es todo esto? —preguntó con
brusquedad.
Los ojos de Starbottle trasuntaron un leve
toque de belicosidad, pero su suave cortesía permaneció inmutable.
—Creo —dijo con urbanidad— que me he
explicado claramente, como debe ser entre caballeros, aunque no con tanta claridad
como lo hubiera hecho ante un jurado.
El señor Hotchkiss pareció sentirse un
tanto molesto por la contestación del abogado.
—Yo no sé —respondió en un tono más bajo y
cauteloso— qué es lo que quiere significar con eso de “mis atenciones” hacia
alguien... o de qué manera eso le concierne a usted. No he cambiado ni media
docena de palabras con la persona que usted ha nombrado, ni le he escrito una
sola línea ... ni siquiera la he visitado en su casa...
Se levantó, denotando serenidad, se arregló
el chaleco, abotonó su chaqueta y tomó su sombrero. El coronel no hizo
movimiento alguno.
—Creo haber indicado ya lo que quiero
significar con lo que he llamado “sus atenciones” —dijo Starbottle con
suavidad— y manifestado a usted mi “preocupación” por hablar como... recíproco
amigo. En cuanto a la declaración suya acerca de sus relaciones con la señorita
Hooker, debo decir que ha sido enteramente corroborada por la declaración de la
misma joven, ayer, en esta oficina.
—Entonces, ¿qué significa esta estúpida impertinencia?
¿Por qué he sido citado aquí? —inquirió Hotchkiss, iracundo.
—Porque —dijo con pausada reflexión el
coronel— esa declaración es infamante... sí, lo desacredita a usted en forma
abominable, señor.
El señor Hotchkiss fue presa de uno de esos
accesos de cólera impotentes e inconsistentes, que de vez en cuando lo
traicionaban, ya que habitualmente era cauteloso y tímido. Se apoderó del
bastón del coronel, que estaba sobre la mesa, pero, en el mismo instante, éste,
sin esfuerzo aparente, lo tomó por el mango. Ante el asombro del señor
Hotchkiss el bastón se dividió en dos partes, quedando el mango y unos sesenta
centímetros de brillante y angosto acero, en la mano del coronel. El hombre
retrocedió, dejando caer el inútil trozo. El coronel lo levantó, ajustó dentro
del mismo la hoja lustrosa, hizo jugar el resorte y luego, levantándose con un
rostro cortés, pero que demostraba un genuino dolor, con voz trémula, dijo
gravemente:
—Señor Hotchkiss, debo pedirle mil
disculpas, porque... un arma haya sido desenfundada por mi... aunque ello se
debió a su inadvertencia, bajo la sagrada protección de mi techo, frente a un
hombre desarmado. Le pido perdón, señor y, más aún, retiro las expresiones que
provocaron esa inadvertencia. Por otra parte, esta disculpa no lo exime a usted
de hacerme responsable —personalmente responsable— en cualquier otro lugar, por una indiscreción cometida en representación de una dama... mi... clienta.
—¿Su clienta? ¿Quiere decir que usted se ha
hecho cargo de su caso? ¿Usted?... ¿el asesor de la compañía del Canal?
—preguntó el señor Hotchkiss, temblando de indignación.
—Habiendo ganado su pleito, señor —contestó
el coronel fríamente—, las prácticas de abogacía no me impiden hacerme cargo de
la causa de los que son débiles y carecen de protección.
—Ya vemos, señor —respondió Hotchkiss,
tomando el picaporte de la puerta y dirigiéndose al pasillo—. Hay otros
abogados que...
—Permítame acompañarlo hasta la salida
—interrumpió el coronel, levantándose cortésmente.
—....Estarán dispuestos a resistir los
ataques del chantaje —prosiguió Hotchkiss saliendo por el pasillo.
—Y luego usted podrá repetir las
observaciones que me hizo, pero en la calle —continuó el coronel,
inclinándose, mientras insistía en seguir a su visitante hasta la puerta.
El señor Hotchkiss la cerró al punto con un
golpe y se alejó apresuradamente. El Coronel volvió a su oficina y, sentándose,
tomó una hoja de papel con la inscripción “Starbottle y Stryker, Abogados y
Asesores Legales” y escribió las siguientes líneas:
“Hooker contra Hotchkiss”.
Estimada señora:
Habiendo recibido una visita del demandado por el asunto arriba mencionado, nos sería grato tener una entrevista con usted mañana, a las dos de la tarde.
La saluda con toda consideración,
Starbottle & Stryker.
Cerró el mensaje y lo despachó con su fiel criado Jim, luego de lo cual dedicó algunos instantes a reflexionar. Era costumbre del coronel obrar primero y justificar posteriormente la acción, por
el raciocinio.
Sabía que Hotchkiss entregaría en seguida
el asunto a un abogado rival. Sabía que se le notificaría que la señorita
Hooker carecía de fundamentos para iniciar “juicio”, que su propia evidencia la
condenaría y que no debía aceptar ningún arreglo o componenda, sino hacer
frente a la acción legal. Creía, empero, que Hotchkiss temía verse en
descubierto y, aunque su propio instinto se inclinó al principio en contra de
este recaudo, ahora sé sentía proclive a aceptarlo. Recordaba su propio poder
frente a un jurado; su vanidad y caballerosidad, por igual, aprobaban el
arbitrio de este método heroico; no se encontraba sujeto a hechos prosaicos...
tenía su propia teoría del caso, que ninguna mera evidencia podía desvirtuar.
En realidad, las palabras de la señora Hooker, respecto de que él debía “contar
la historia a su manera”, le parecieron una inspiración y una profecía.
Quizá había algo más, debido posiblemente a
los maravillosos ojos de la dama, sobre los que había reflexionado mucho. Sin
embargo, no sólo su sencillez lo había afectado; por lo contrario, fue su
inteligente capacidad para leer el carácter de su desleal amado... ¡y del suyo
propio! De todos los anteriores amores del coronel, “frívolos” o “serios”,
ninguno lo había halagado de esa manera. Y era precisamente eso, junto con el
respeto que había profesado siempre por sus relaciones profesionales, lo que le
había impedido obtener un mayor conocimiento familiar de su clienta, ya sea
mediante preguntas formales o galanterías menos trascendentes. No estoy seguro
de que no era parte del encanto el tener una rústica femme incomprise como
clienta.
Nada podría exceder el respeto con que le
dio la bienvenida, cuando ella entró a su oficina, al día siguiente. Hasta
pretendió no advertir que la muchacha se había puesto sus mejores ropas,
vistiendo —él no lo dudaba— los mismos atavíos que usara cuando, por primera
vez, atrajo las maduras pero desleales atenciones del diácono Hotchkiss un el
templo. Una muselina blanca y virginal ceñía su esbelta figura, con una cinta
azul, y un moño del mismo color, con el que sujetaba su sombrero Leghorn,
apretábale las mejillas. Tenía los pies estrechos, como las chicas sureñas,
cubiertos con blancas medias y zapatos de cabritilla, que se cruzaron
primorosamente delante de ella cuando se sentó, apoyando el brazo en su fiel
sombrilla que tocaba firmemente el piso. Exhalaba un tenue perfume de aquellos
bosques del Sur que, cosa singular, le trajo al coronel lejanas reminiscencias
de las clases dominicales de catecismo, a la sombra de los pinos de la región
serrana de Georgia y la visión de su primer amor, de diez años de edad, en un
corto y blanco vestido almidonado. Este recuerdo revivió quizá algo de la
torpeza que entonces sintiera.
Sin embargo, sonrió vagamente y, tosiendo
mientras se sentaba, entrelazó los dedos de la mano.
—He tenido una... entrevista con el señor
Hotchkiss, pero mucho lamento que no parece haber muchas perspectivas de llegar
a un arreglo.
Se detuvo y, ante su sorpresa, el
indiferente rostro de la muchacha se iluminó con una adorable sonrisa.
—¡Naturalmente! ¡Pésquelo! —dijo ella—.
¿Estaba furioso cuando usted se lo dijo? —preguntó, uniendo sus rodillas e
inclinándose hacia adelante, a la espera de la respuesta.
A pesar de todo, ni aún tirando con
caballos hubiese sido posible arrancar del coronel una palabra acerca del enojo
de Hotchkiss.
—Expresó su intención de contratar un
abogado y defender el juicio —replicó el coronel, dejándose acariciar por la
sonrisa de su clienta.
La joven acercó su silla al escritorio.
—¿Entonces usted lo peleará con todas sus
armas? —inquirió con ardor—, ¿lo pondrá en descubierto?, ¿contará toda la
historia a su manera?, ¿lo pondrá frenético?... Le obligará a pagar, ¿no es
cierto?— continuó, casi sin resuello.
—Sí, lo haré —respondió el coronel,
experimentando casi la misma falta de aliento.
La señorita Hooker tomó la mano blanca y
regordeta del abogado, que estaba apoyada sobre la mesa y, con las suyas, la
alzó a sus labios. El coronel Starbottle sintió el roce de los suaves y jóvenes
dedos de la joven a través de sus guantes y la tibia humedad de sus labios
sobre su piel. Sentía que se estaba ruborizando, pero también sabía que era
incapaz de romper el silencio o cambiar su actitud.
Luego de un breve instante, la joven volvió
con la silla a su anterior posición.
—Yo... ciertamente haré todo lo que
pueda —tartamudeó el coronel, en un intento de recobrar su dignidad y
compostura..
—¡Eso me basta! Usted lo hará —respondió
entusiasmada—. ¡Cielos! Si usted habla por mí como lo hizo por la Compañía del Canal, lo logrará. ¡No puede fallar! Si el otro día, cuando usted hizo poner de
pie a ese jurado... cuando usted se floreó diciendo que la bandera
norteamericana, flameando por igual sobre los derechos de los honrados
ciudadanos, unidos en la realización de pacíficas actividades comerciales, así
como sobre la fortaleza oficial de la fo-li...
—Oligarquía —musitó en su ayuda el coronel.
...Oligarquía —repitió la joven— me quedé sin aliento y le dije a mamá: “¡Qué
simpático es!” Lo dije, ¡se lo juro! Cuando usted “soltó todo el rollo”, al
final... sin perder una palabra (usted no necesitaba apuntarlas en anotador,
porque las tenía todas listas en la lengua) y se fue caminando hacia afuera...
¡Bueno! Yo no podía distinguir a la Compañía del Canal ni a usted, del propio Adán, pero podía haber corrido para darle un beso allí, frente a toda la corte de
justicia.
Ella se reía, con el rostro iluminado,
aunque sus extraños ojos miraban hacia abajo. ¡Ay! El rostro del coronel
también se ruborizó y sus pequeños ojos se posaron fijamente sobre el
escritorio. A cualquier otra mujer le hubiera expresado la galantería trivial
que ahora él mismo esperaba, como recompensa, pero nunca llegó a formular sus
palabras. Se río, tosió levemente y cuando levantó otra vez la vista, ella ya
había asumido la misma actitud que en su primera visita, golpeando la punta de
la sombrilla sobre el suelo. —Debo pedirle que... concentre su memoria sobre
otro punto. Para romper el compromiso... ¿Invocó él alguna razón? ¿Indicó
alguna causa?
—No, nunca dijo nada —respondió la joven.
—¿Ni siquiera en su forma usual? ¿No hubo
reproches tomados del libro de cánticos... o de las sagradas escrituras?
—No, se fue y nada más.
—Interrumpió sus atenciones para con usted
—dijo el coronel con tono grave— y naturalmente usted... no tenía idea de
ninguna causa que lo hubiera inducido a proceder así...
La señorita Hooker levantó sus maravillosos
ojos con tanta presteza y con una mirada tan penetrante, sin contestar en otra
forma, que el coronel sólo atinó a decir apresuradamente:
¡Ya veo, ya veo! ¡Ninguna, naturalmente!
Ella se puso de pie y el coronel hizo lo
propio.
—Iniciaremos las acciones en seguida. Debo
prevenirle, sin embargo, que usted no debe contestar ninguna pregunta, ni decir
nada de este asunto a nadie, hasta hallarse en el juzgado.....
Ella contestó su pedido con otra mirada
inteligente y un movimiento de cabeza. El coronel la acompañó hasta la puerta.
Al tomar la mano que ella le ofrecía llevó sus dedos enguantados a sus labios,
con la galantería de los tiempos pasados. Como si con ese acto hubiera obtenido
el perdón de sus primeras omisiones y torpezas, volvió a ser el personaje
anacrónico de siempre, abrochó su chaqueta, se ordenó el jabot y volvió,
contoneándose, a su mesa de trabajo.
Uno o dos días después, en todo el pueblo
se supo que Zaidee Hooker había iniciado juicio contra Adoniram Hotchkiss, por
violación de compromiso de casamiento y que el monto de los daños y perjuicios
se había fijado en cinco mil dólares. Como en aquellos bucólicos días la prensa
del oeste se hallaba bajo la segura censura del revólver, prevalecía un tono de
cautelosa crítica y cualquier murmuración se limitaba a la expresión personal
y, aun así, con riesgo para el murmurador. La situación provocaba, empero,
intensa curiosidad. El coronel fue abordado, hasta que su categórica
manifestación en el sentido de que consideraría cualquier intento de penetrar
en su reserva profesional, como una cuestión personal, contuvo nuevas
insinuaciones. La comunidad se quedó con la información más ostentosa de los
abogados del demandado, los doctores Kitcham y Bilser, que afirmaban que el
caso era “ridículo y putrefacto” y que la demanda sería rechazada por falta de
pruebas, añadiendo que al fogoso Starbottle se le haría aprender la lección de
que “no puede llevarse a la ley” por delante, mencionándose también algo acerca
de una obscura conspiración. Hasta llegó a insinuarse que el caso era el
resultado absurdo y vengativo de la negativa de Hotchkiss de pagarle a
Starbottle honorarios extravagantes por sus recientes servicios a la Compañía del Canal. Es innecesario decir que estas palabras no llegaron a los oídos del
coronel. No obstante, para la consideración más serena y ética del asunto, fue
un hecho infortunado el que la iglesia tomara partido por Hotchkiss, ya que
esto implicó que la mayoría de los que no eran partidarios de la iglesia
apoyaran por igual a la demandante y a Starbottle y se alegraran ante la
posibilidad de desenmascarar la debilidad de la rectitud religiosa.
—Siempre he sospechado de esas reuniones de
santurrones y chupacirios, congregados en esa tienda del evangelio —dijo uno de
los críticos— y se me ocurre que el diácono Hotchkiss no llevaba a las
muchachas adentro, sólo para cantar salmos.
Luego, levantándose, dejando la mesa antes
de haberse terminado el juego y tratando de escurrirse, dijo otro:
—Supongo que eso es lo que llaman religioso.
No era de extrañarse, entonces, que, tres
semanas más tarde, el tribunal estuviese colmado por una multitud de curiosos y
simpatizantes. La hermosa demandante, con su madre, llegó temprano y, de
acuerdo con el consejo del coronel, llevaba puesto el mismo modesto vestido con
que había visitado su oficina por primera vez. Esta circunstancia y su modo
recatado y oprimido fue quizá la primera desilusión de la multitud que
esperaba, evidentemente, disfrutar del contraste que surgía entre la hermosura
de aquella Circe y el torvo y ascético demandado, sentado al lado de su asesor.
Pero, de pronto, todos los ojos se posaron
con fijeza en el coronel, que con su prestancia compensaba con creces,
ciertamente, cualquier deficiencia de su joven clienta. Su amplia figura lucía
un traje azul, con botones de bronce, chaleco de piel que le permitía mantener
su jabot bien levantado, una corbata negra de raso, dentro de un cuello
juvenil, e inmaculados pantalones de dril, unidos con trabilla a sus botines de
charol. Un murmullo circuló por la corte. “El viejo, Personalmente Responsable
está pintado para la guerra”; “El 'Viejo Caballo de Guerra' está sintiendo el
olor a pólvora”, eran comentarios que se cuchicheaban. Y, a pesar de todo, los
más irreverentes reconocían, en aquella figura bizarra, algo de un pasado
honroso de la historia del país y el recuerdo de viejos nombres y hazañas, que
en otros tiempos habían acelerado sus pulsos de mozalbetes. El nuevo juez del
distrito devolvió la ceremoniosa y pronunciada inclinación del coronel
Starbottle. Seguía al coronel su criado negro, que llevaba un paquete de libros
de cánticos y biblias y que, con cortesía, remedo de la de su amo, colocó uno
de esos libros delante del abogado de la parte contraria. Después de una
curiosa mirada, el abogado lo hizo a un lado, con desprecio, pero cuando Jim,
dirigiéndose al jurado, colocó amablemente los otros dos ejemplares delante de
los miembros del alto cuerpo, el abogado de la oposición se puso de pie de un
salto.
—Deseo llamar la atención de la Corte por esta intromisión sin precedentes con el jurado, por esta gratuita exhibición de
cosas impertinentes, que nada tienen que ver con el caso.
El juez dirigió una inquisitiva mirada al
coronel Starbottle.
—Si me permite la Corte —replicó el coronel Starbottle con dignidad, haciendo caso omiso del letrado—, el
abogado de la defensa observará que ya ha sido provisto de los elementos...,
que lamento decir, ha tratado, en presencia de la Corte... y de su cliente, un diácono de la iglesia..., con... ¡gran arrogancia! Cuando digo a
Su señoría que los libros en cuestión son libros de cánticos y ejemplares de
las Sagradas Escrituras, para ilustración del jurado, a quien deberé cursarlos
durante mi defensa, creo que estoy dentro de mis derechos.
—El hecho, a la verdad, no tiene
precedentes —dijo el juez, secamente—, pero a menos que el abogado por la
demandante espere que el jurado Cante himnos de esos libros, su
introducción no es improcedente y no puedo admitir la objeción. Como los
abogados de la defensa también disponen de ejemplares, no pueden alegar “sorpresa”
como si se trajeran nuevos elementos, y como el letrado de la demandante confía
evidentemente en la atención del jurado a su discurso, no sería precisamente él
la primera persona en distraerlos —después de una pausa y dirigiéndose al
coronel, que se mantenía de pie, dijo—: La corte está con usted, puede empezar
a hablar.
Pero el coronel se quedó inmóvil como una
estatua, con los brazos cruzados.
—He denegado la objeción —repitió el juez—,
usted puede seguir.
—Estoy esperando, Su Señoría, que el
abogado de la defensa retire la expresión “intromisión”, en cuanto se refiere a
mí, e “impertinente” en lo que concierne a los volúmenes sagrados.
—El pedido es correcto y no dudo que será
concedido —contestó, el juez con tranquilidad.
El abogado de la defensa se puso de pie y
murmuró algunas palabras de disculpa. Prevalecía, empero, la impresión general
de que el coronel había conseguido una pequeña ventaja y, si su objetivo había
sido excitar gran curiosidad sobre los libros, lo había conseguido.
Impasible ante esta victoria inicial,
aspiró profundamente y, apoyando la mano derecha sobre la pechera de la
chaqueta abotonada, comenzó a hablar. Su acostumbrado color había palidecido
algo, pero las pequeñas pupilas de sus ojos prominentes, brillaban como el
acero. La joven se inclinó hacia adelante, en su silla, prestando atención,
casi sin aliento, con tanta simpatía y una admiración tan simple e inconsciente
que, por un momento, compartió con el orador la atención de toda la sala. Hacía
mucho calor, la atmósfera de la Corte era sofocante; por las ventanas abiertas
percibíase una multitud de rostros afuera del recinto, que seguían con evidente
interés las palabras del coronel.
Recordó al jurado que sólo unas semanas
antes había estado en ese mismo lugar, invistiendo el carácter de abogado de
una compañía poderosa, representada entonces por el actual demandado. Había
hablado, en esa ocasión, como paladín de estricta justicia, contra la opresión
legal, y no lo era ahora, cuando defendía la causa de los que carecen de
protección y se hallan relativamente sin defensa, excepto por el supremo poder
que circunda la hermosura y la inocencia, aún cuando el demandante de ayer,
fuese el defendido de hoy. Mientras se acercaba a la Corte, hacía algunos momentos, al levantar la vista había visto la bandera estrellada
flameando en su cúpula y sabía que la gloriosa insignia era símbolo de la
perfecta igualdad, bajo la Constitución, del rico y del pobre, del fuerte y del débil..., una igualdad según la cual, el modesto ciudadano, que empuña el
arado en los campos, el pico en la mina o que atienda el mostrador de una
tienda de pueblo, integraba ahora ese jurado, como arbitro equitativo de la
justicia, con la más alta lumbrera legal, a quien tenía el placer de dar la
bienvenida hoy en su sitial, el juez. El coronel se detuvo para hacer una
formal reverencia al magistrado, que se mantenía impasible. Era esto —continuó—
lo que había estimulado su corazón mientras se acercaba al edificio. Y, sin
embargo, había entrado con un incierto..., casi podría decir..., tímido peso.
Y, ¿por qué? El sabía, señores, que estaba por enfrentarse con una profunda...,
¡sí!.. ., una sagrada responsabilidad. Esos libros de cánticos y escrituras
sagradas que había entregado al jurado, como Su Señoría bien lo había sugerido,
no tenían el propósito de inducir a ninguno de sus miembros, ¡a elevar cánticos
corales! Y quizá pudiera agregarse que era de lamentar que así no fuera.
Constituían las pruebas incontrovertibles y condenatorias de la perfidia del
defendido. Y serían una advertencia tan terrible para él como lo fueron los
caracteres fatales sobre el muro de Baltasar. Imperaba en el ambiente una
excitación extrema; Hotchkiss se puso pálido y en los rostros de sus abogados
notábase que aflorada una sonrisa displicente.
Le incumbía expresar que era su deber que
toldos supiesen que ese caso no era “uno más” de los tan frecuentes de “violación
de promesa de matrimonio” que solían suscitar bromas implacables e indecente
ligereza en las Cortes. El jurado no hallaría nada de eso allí. No había
epistolario amoroso, con epítetos enternecedores, ni esas cruces y símbolos
místicos que, según aprendiera de buena fuente, encubrían virtuosamente el
intercambio de esas caricias llamadas “besos”. No había ningún desgarramiento
cruel del velo de los sagrados secretos del afecto humano; no había ninguna
manifestación forense proclamada deliberadamente, como eran comunes en esas
confidencias destinadas solamente a una persona. Pero sí había, era
horrible decirlo, una nueva intromisión sacrílega.
Los débiles cantos de Cupido se confundían
con el coro de los santos... La santidad del templo, llamado el “lugar de congregación”
había sido profanado por hechos que se conciliaban más con el templo de Venus;
y las mismas inspiradas escrituras fueron empleadas como un medio de “coqueteo”
erótico y disoluto por el defendido, en su sagrada condición de diácono.
El coronel se detuvo artísticamente después
de esta denuncia estruendosa. El jurado se volvió ávidamente hacia las hojas de
los libros de cánticos, pero la mirada de la mayoría de los presentes. quedó
fija en el orador y la joven, que estaba extasiada por las expresiones de su
asesor legal. Después del silencio, el coronel prosiguió con voz mas baja y
entristecida:
—Quizá, señores, pocos entre quienes
estamos aquí presentes —con excepción del defendido— podrán arrogarse el título
de concurrentes regulares a la iglesia o reconocerse habitualmente familiares
con estas funciones más humildes de las reuniones de oraciones, del servicio
dominical y las clases de Biblia. Sin embargo ——continuó, acrecentando la
solemnidad del tono—, en la profundidad de nuestros corazones existe la fuerte
convicción de nuestras faltas y fallas y un plausible deseo de que otros, por
lo menos, puedan derivar fecundo provecho de las enseñanzas que nosotros
descuidamos. Quizá —prosiguió, cerrando los ojos como si estuviera soñando—, no
haya un hombre aquí que no recuerde los días venturosos de su primera juventud,
la rústica torre del pueblo, las lecciones compartidas con alguna sencilla
zagala, con quien más tarde habría de pasear, tomados de la mano, por los
bosques, mientras afloraba a sus labios, la simple rima:
Ten siempre por regla invariable,
No llegar tarde a los sermones dominicales.
Recordó los boatos de la fiesta de la frutilla, las anuales festividades campestres, con los sabrosos perfumes del
pan de miel y la zarzaparrilla. ¿Cómo se sentirían al saber que estas sagradas
remembranzas se veían ahora profanadas para siempre en su memoria, por el
conocimiento de que el defendido había sido capaz de usar esas ocasiones para
hacer el amor a las niñas mayores y maestras, mientras sus cándidas compañeras
estaban inocentemente —la Corte me perdonará por esta expresión local—, ...”en
la luna”? Una trémula sonrisa se dibujó en los rostros de los presentes y el
coronel pareció retroceder levemente pero, recuperándose de súbito, continuó:
—Mi clienta, hija única de madre viuda, que durante años ha tenido que enfrentar las diversas corrientes de la adversidad, en parajes situados al oeste de esta ciudad, se encuentra hoy delante de
ustedes, investida solamente de su inocencia. No luce... regalos costosos de su
infiel admirador..., no está ataviada con joyas, anillos, ni emotivos
recuerdos, como les agrada depositar a los amantes en el altar de sus afectos;
carece de la gloria con que Salomón decoró a la reina de Saba, aunque el
defendido, como demostraré más adelante, la cubrió con las flores menos
costosas de la poesía real. ¡No señores! El defendido exhibió en este episodio
cierta frugalidad en cuanto a... inversión pecuniaria que, no tengo
inconveniente en admitir, puede ser muy loable para los de su clase. Su único
obsequio era característico de sus métodos y de sus hábitos de economía.
Existe, entiendo, cierto aspecto, no sin importancia, del ejercicio religioso,
conocido con la vulgar mención de “hacer la colecta”. En esta ocasión, el
defendido, mediante la muda presentación de un platillo cubierto con bayeta,
solicitaba la contribución pecuniaria de los fieles. Al acercarse a la
demandante, empero, él mismo deslizó un símbolo de amor sobre el platillo y lo
empujó hacia ella. Esta prueba de amor era una pastilla, un disco diminuto,
tengo razones para creer, elaborado con menta y azúcar, que en su cara
posterior, llevaba el simple mensaje: “Te quiero”. Posteriormente he averiguado
que estos discos pueden adquirirse a razón de cinco centavos la docena..., o
sea a mucho menos de medio centavo cada pastilla. Sí, señores, las palabras “Te
quiero”..., la más vieja de todas las leyendas; el refrán “cuando juntas
cantaban las estrellas de la mañana”..., fueron presentadas a la demandante por
un medio tan insignificante que, afortunadamente, no existen monedas en la
república que puedan representar su reducido valor. Les demostraré a ustedes,
caballeros del jurado —dijo el coronel con solemnidad sacando una Biblia del
bolsillo de su levita—, que el demandado, durante los dos últimos meses,
mantuvo una correspondencia erótica mediante palabras subrayadas, de las
Sagradas Escrituras y cánticos litúrgicos, tales como “amada”, “preciosa” y “querida”,
apropiándose, en algunas ocasiones, de párrafos enteros que parecían adecuarse
a su tierna pasión. Llamaré la atención de ustedes sobre uno de estos pasajes.
El demandado, mientras insistía en ser una persona que se abstenía por completo
de bebidas alcohólicas, un hombre que, según he comprobado personalmente, se ha
negado a tomar un refresco con alcohol, aduciendo que es una debilidad
desordenada de la carne, con desvergonzada hipocresía subraya con su lápiz el
siguiente párrafo y se lo presenta a la demandante. Los caballeros del jurado
lo encontrarán en el verso de Salomón, página 548, capítulo II, versículo 5°.
Después de una pausa, en la que se oyó el
rápido doblar de las páginas en la tribuna del jurado, el coronel Starbottle,
declamando en voz suplicante pero estentórea, dijo:
—“¡Detenedme con... redomas, reconfortadme
con... manzanas... por cuanto estoy... enfermo de amor!” ¡Sí señores! Bien
pueden volver vuestras miradas, de esas páginas acusadoras al rostro del
demandado que trasunta su falsía. El desea... ser “retenido con redomas”.
Desconozco en este momento qué clase de licor se distribuye habitualmente en
estas reuniones, y por el cual el demandado clamaba urgentemente; pero será mi
deber, antes que este juicio haya terminado, el descubrirlo, aunque tenga que
citar a los dueños de todas las cantinas de este distrito. Por el momento,
únicamente llamaré la atención de ustedes sobre la cantidad. No es una sola
copa la que el demandado solicita, no es un vaso de vino liviano y generoso,
para ser compartido con su enamorada, sino una cantidad de redomas o botellas,
conteniendo cada una, posiblemente, una medida de medio litro...,¡para él!
La sonrisa de la audiencia se había
transformado en franca risa. El juez levantó la vista a modo de advertencia, y
advirtió que el coronel otra vez había retrocedido levemente ante esta
expresión de alegría. Lo miró con seriedad. El abogado del señor Hotchkiss reía
en forma afectada, pero Hotchkiss mismo estaba pálido como un papel. También
había conmoción en la tribuna del jurado, un rápido dar vuelta de hojas y una
discusión agitada.
—Los señores del jurado —dijo el juez con
gravedad oficial— se servirán mantener el orden y atender solamente a los
discursos de la asesoría. Cualquier discusión aquí es irregular y prematura, y
debe ser reservada para el salón del jurado, una vez que se haya retirado.
El presidente del jurado se puso de pie.
Era un hombre fornido, con cara simpática y, a pesar de su sobrenombre poco
acertado de “El Rompe Huesos” era de naturaleza sentimental, amable y sencillo.
Sin embargo, parecía que lo movía una poderosa indignación.
—¿Podemos hacer una pregunta, señor juez?
—preguntó respetuosamente, aunque su voz tenía el acento inconfundible del
oeste norteamericano, como de uno que no se percataba exactamente de estar
dirigiéndose a otros que no fueran sus iguales.
—Sí —accedió el juez, con buen humor.
—Estamos encontrando aquí, en donde el
coronel acaba de leer, un lenguaje que yo y mis compañeros no creemos que
debiera ser leído delante de una joven señorita en una Corte y queremos saber
de usted..., como un hombre recto e imparcial..., si éste es el tipo de libro
que regularmente se da a las jovencitas y a las criaturas en la casa de
congregación.
—El jurado se servirá prestar atención al
discurso del asesor legal, sin comentarios —dijo el juez secamente, sabiendo bien
que el abogado de la defensa se pondría inmediatamente de pie, como
efectivamente lo hizo.
—La Corte nos permitirá explicar a los caballeros que el lenguaje que parecen objetar ha sido aceptado por los mejores
teólogos, por más de mil años como puramente místico. Como explicaré más
adelante, éstos son meramente símbolos de la Iglesia...
—¿De qué? —interrumpió el presidente del
jurado, con profundo desprecio.
—¡De la Iglesia!
—No le estamos preguntando nada a usted y
no aceptamos ninguna contestación —dijo el presidente del jurado sentándose
bruscamente.
—Debo insistir —dijo el juez severamente—,
en que debe permitirse al abogado de la demandante que prosiga su alegato sin
interrupciones. Usted, —dirigiéndose al abogado de la defensa— tendrá su
oportunidad de contestar luego.
El abogado se hundió en su silla con la
amarga convicción de que el jurado estaba manifiestamente en su contra, y que
podía considerar su caso como perdido. Pero su semblante, posiblemente, no
denotaba tanta preocupación como el de su cliente, quien, con gran agitación,
había empezado a discutir violentamente con él, tratando aparentemente de
acentuar cierto aspecto de la cuestión contra la oposición del abogado. Los
oscuros ojos del coronel cobraron brillo mientras permanecía erguido, de pie,
con la mano sobre el pecho.
—Será sometido a ustedes, caballeros,
cuando el abogado de la otra parte deje de hacer meras interrupciones y se
remita a contestar que mi infortunada cliente carece de derecho, ningún remedio
legal, porque no hubo palabras habladas de cariño. Pero, caballeros, dependerá
de ustedes el decir cuáles son y cuáles no son expresiones articuladas
de amor. Todos sabemos que entre los animales inferiores, entre los cuales
posiblemente sean llamados a clasificar al defendido, hay ciertos signos más o
menos armoniosos, según el caso. El burro rebuzna, el caballo relincha, la
oveja bala, los emplumados moradores del bosque llaman a sus compañeros en
tonos más musicales. Estos son hechos reconocidos, caballeros, que todos
ustedes conocen como hijos de la naturaleza, que habitan esta hermosa tierra.
Son hechos que nadie negaría, y tendríamos una opinión muy pobre del sano que,
en... tal momento supremo, intentara sugerir que su llamado fue hecho sin
querer y sin tener significación. Pero, caballeros, les demostraré que tal era
la estúpida y autocondenatoria costumbre del demandado. Con la mayor renuencia
y el... más aciago dolor conseguí arracancar de la prístina y virginal modestia
de mi cliente la inocente confesión de que el defendido la había inducido a
corresponderle mediante estos mismos métodos. Imaginaos, caballeros del jurado,
el camino solitario iluminado por la luna, al lado de la humilde casita de la
viuda. Es una noche hermosa, santificada a los afectos, y la inocente joven
está asomada hacia el camino. De pronto aparece la oscura y furtiva figura del
defendido, dirigiéndose a la iglesia. Fiel a las instrucciones que ha recibido
de él, sus labios emiten un sonido musical —el coronel bajó la voz logrando un
leve falsete, presumiblemente en cariñosa imitación de su cliente— ¡Chipíi! En
la noche resuena, instantáneamente, la contestación desapasionada —el coronel
aquí levantó su voz en tono estentóreo— “Chipée”. Otra vez, mientras pasa, se
oye el dulce “Chipíi” y mientras su figura se pierde en la distancia, se oye el
profundo “Chipée”.
Una carcajada sonora, estridente, larga,
fuerte, e incontenible partió de toda la sala y antes de que el juez pudiera
levantar la cara medio compuesta y quitarse el pañuelo de la boca, un débil “Chipíi”
partió de algún punto oscuro del recinto, seguido por un fuerte “Chipée” del
lugar opuesto.
—El sheriff despejará la corte —dijo el
juez, severamente; pero, por desgracia, mientras los confundidos ayudantes
corrían aquí y allá, un dulce “Chipíi” de los espectadores que se hallaban
afuera, recibió la respuesta de un ruidoso coro de “Chipée” de las ventanas
opuestas, colmadas de curiosos. La algazara prevaleció en todas partes y hasta
la hermosa demandante ocultaba su risa detrás de su pañuelo.
Sólo la figura del coronel Starbottle se
mantenía erguida, blanca y rígida. Y luego el juez, levantando la vista, vio,
lo que nadie en la corte había visto, que el coronel hablaba con sinceridad y
en serio; que aquello que había creído fuera una comedia perfecta del abogado,
con la más esmerada ironía, no eran sino las profundas, graves y atribuladas
convicciones de un hombre sin el menor sentido del humor.
La voz del juez estaba imbuida por el
respeto de esta convicción, mientras le dijo con suavidad:
—Prosiga, coronel Starbottle.
—Agradezco a Vuestra Señoría —dijo el
coronel, lentamente— por reconocer y hacer todo lo posible por evitar una
interrupción que, durante mis treinta años de experiencia en los tribunales,
nunca he sufrido sin el privilegio de hacer responsables a los inspiradores...
hacerlos personalmente responsables. Puede achacárseme quizá, desde el
punto de vista de la oratoria, de no haber logrado transmitir a los señores del
jurado toda la fuerza y significado de las señales de que se valía el demandado.
Me doy cuenta de que mi voz es en grado sumo deficiente para producir, ya sea
los tonos dulces de mi bella clienta o la desapasionada vehemencia de la
respuesta del demandado. Yo —continuó el coronel, con fatigada pero ciega
fatuidad, que ignoro la rápida contracción de cejas y la mirada de prevención
del juez— trataré otra vez. La nota emitida por mi cliente —bajando la voz al
más hábil falsete— era “Chipíi”; la respuesta era “Chipée” —y la voz del
coronel pareció hacer temblar la cúpula del edificio.
Otra explosión de risa siguió a esta
aparentemente audaz repetición, pero fue interrumpida por un incidente
inesperado. El demandado se levantó bruscamente, y escabulléndose de la mano
que lo asía y de las palabras con que quería retenerlo su abogado, salió
literalmente a la carrera del recinto y su aparición en la calle fue saludada
con un prolongado “Chipée” de los presentes, que se repitió una y otra vez,
mientras se alejaba.
En el silencio momentáneo que siguió, se
oyó la voz del coronel que decía:
—Nos detenemos aquí, Vuestra Señoría
—sentándose al mismo tiempo.
Igualmente blanca, pero más agitada, estaba
la cara del abogado defensor, que inmediatamente se puso de pie.
—Por alguna razón no explicada, señor juez,
mi cliente desea que se suspenda el juicio con el objeto de llegar a un arreglo
amigable con la demandante. Como él es un hombre de fortuna y posición, puede y
está deseoso de pagar ampliamente por ese privilegio. Si bien yo, como su
abogado, todavía estoy convencido de que no es legalmente responsable,
considerando que él ha elegido el camino de abandonar en público sus derechos,
sólo puedo pedir a Vuestra Señoría permiso para suspender el juicio hasta que
pueda conferenciar con el coronel Starbottle.
—A juzgar por los alegatos —dijo el juez, con
tono grave—, apenas parecen existir bases para seguir un pleito, y apruebo lo
sugerido por la defensa, pero recomiendo enérgicamente a los demandantes que lo
acepten.
El coronel Starbottle se inclinó sobre su
gentil clienta. En seguida se levantó, inmutable en su mirada y en su gesto.
—Me inclino, Vuestra Señoría, ante los
deseos de mi clienta y... esta dama. Aceptamos.
Antes de haber sido levantada la sesión ese
día, se supo en todo el pueblo que Adoniram K. Hotchkiss había arreglado el
pleito mediante el pago de cuatro mil dólares y costas.
El coronel había recobrado su ecuanimidad y
se le vio caminar con ligereza a su oficina, donde debía esperar a su gentil
clienta. Se sorprendió, sin embargo, al encontrar que ella ya estaba allí, y en
compañía de un hombre joven, de tímido aspecto, un extraño. Si el coronel
sintió alguna desilusión al encontrarse con una tercera persona en la
entrevista, su cortesía innata no le permitió demostrarla. Se inclinó con
donaire y, amablemente, indicó una silla a cada uno de ellos.
—Me pareció bien traerlo a Hiram conmigo
—dijo la joven, levantando sus ojos inquisitivos hacia el coronel—, aunque
opuso mucha timidez y admitía que usted no sólo no lo conocía, sino que ni
siquiera sospechaba su existencia. Pero yo dije, “Ahí es justamente donde te
equivocas, Hiram; un Hombre poderoso como el coronel lo sabe todo... y yo se lo
he visto en los ojos. ¡Dios mío! —¡continuó riéndose e inclinándose hacia
adelante, sobre su sombrilla, mientras sus ojos buscaban los del coronel—. ¿No
se acuerda cuando usted me preguntó si yo amaba a ese viejo Hotchkiss y yo le
contesté “eso es mucho decir” y me miró... y ¡mi Dios! entonces supe que
usted sospechaba que existía un Hiram, en algún lado, como si yo se lo hubiera
dicho con claridad. Ahora levántate, Hiram, y dale un buen apretón de manos al
coronel, pues si no hubiera sido por él, y su forma de investigar y el
tremendo poder de sus palabras, yo nunca le hubiera sacado esos cuatro mil
dólares a ese estúpido galanteador de Hotchkiss... lo suficiente para comprar
una granja, ¡para que tú y yo nos podamos casar! Eso es lo que le debes a él.
No te quedes ahí, como un imbécil, mirándolo. No te va a comer... aunque ha
matado a muchos hombres mejores qué tú. ¡Vamos, hombre! ¿Tengo que ser yo, la
que da todos los pasos?
Se supo que el coronel se inclinó tan
cortés y profundamente que consiguió no sólo evitar la mano extendida del
tímido Hiram, sino que tocó suavemente las francas y más impulsivas puntas de
los dedos de la gentil Zaidee.
—Yo les doy mis más sinceras
felicitaciones... aunque creo que usted exagera... mis facultades de
penetración. Desgraciadamente, un compromiso urgente, que quizá me obligue a
alejarme del pueblo esta noche me impide decir nada más. He dejado el arreglo
de este... caso, en manos de los abogados que trabajan en mis oficinas y que
harán todo lo que sea necesario. Y ahora permítanme decirles buenas tardes.
Sin embargo, el coronel regresó a su
habitación privada y era casi el anochecer cuando entró el fiel Jim, que lo
encontró sentado, muy meditativo, delante de su escritorio.
—¡Por Dios!, coronel, espero que no pase
nada, pero usted tiene un aspecto terriblemente solemne. No lo he visto con ese
semblante, coronel, desde aquél día en que trajeron al pobre “patroncito”
Stryker con un tiro en la cabeza.
—Alcánzame el whisky, Jim —dijo el coronel,
levantándose lentamente.
El negro corrió alegremente hacia el
armario y trajo la botella. El coronel se sirvió un vaso copioso y lo bebió,
sumido en sus viejas reflexiones.
—Tienes razón, Jim —dijo, poniendo el vaso
sobre el escritorio— pero me estoy... poniendo viejo y, no sé cómo, pero...
¡estoy echando terriblemente de menos al pobre Stryker!
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