Francis Bret Harte
(Albany, New York, 1836 - Surrey, Inglaterra, 1902)


La pupila del Coronel Starbottle (1901)
(“A Ward of Colonel Starbottle’s”)
Originalmente publicado en Harper’s Monthly Magazine,
Vol. 104, Núm. 619 (diciembre de 1901), págs. 66-83;
Trent's Trust, and Other Stories
(Boston: Houghton, Mifflin and Company, 1903, 264 págs.), págs. 121-154



      —El coronel parece estar un poco fuera de forma hoy —dijo el cantinero, mientras reponía el botellón de whisky en su lugar, mirando pensativamente a la figura del coronel Starbottle, que se alejaba.
       —Yo no observé nada —dijo uno de los parroquianos—, para mí, ha estado correcto como siempre.
       —¡Oh!, siempre es bastante cortés con los forasteros y las mujeres, aunque esté en ese estado; es sólo con los viejos amigos, o con aquellos que les gusta creer que lo son, con quienes se muestra amostazado. Precisamente, después que tuvo esa discusión con su viejo socio, el juez Pratt, en una de esas “rachas”, lo vi desviarse cincuenta metros de su camino para dar una indicación a una persona que le era extraña por completo. ¡Y en cuanto a las mujeres!... Bueno, creo que si acabara de apuntar a un hombre con un revólver y una mujer le dirigiera la palabra, dejaría caer de su mano el arma para sacarse el sombrero ante ella. No, ¡no se puede juzgar por eso!
       Y quizá en su experiencia más amplia el cantinero tenía razón. Podría haber agregado, además, que el coronel, en su vistoso aspecto exterior, no delataba, en modo alguno, su exasperación interna. Sin embargo, estaba indudablemente en una de esas “rachas”, sufriendo de ese caprichoso cinismo, que lo hacía tan susceptible de sentirse ofendido, como peligroso en su resentimiento.
       Afortunadamente, durante esa mañana en particular, llegó a la oficina y entró en su despacho privado, sin ningún encuentro serio. Abrió el escritorio y, después de ordenar sus papeles, comenzó a trabajar de lleno. No habían transcurrido muchos minutos, cuando la puerta se abrió para dar paso al señor Pyecroft, socio de una firma de letrados, que se hizo cargo de los asuntos del bufete del coronel.
       —Veo que está trabajando temprano, coronel —dijo el señor Pyecroft alegremente.
       —Lo que usted está viendo, señor —contestó el coronel, corrigiéndolo con una lenta reflexión, que no anticipaba nada bueno—, es un caballero sureño ... ¡maldito sea!... que se ha mantenido a la cabeza de su profesión durante treinta y cinco años, obligado a trabajar como un condenado negro y tratando de componer los turbios asuntos de esos comerciantes yanquis, cantores de salmos, en lugar de atender todo lo que concierne... a la legislación.
       —¡Pero usted consigue sacar buenos honorarios de allí... ¿eh, coronel? —prosiguió Pyecroft, riéndose.
       —¡Honorarios, señor! ¡Una miseria! Apenas suficiente para satisfacer una deuda de honor, por un lado, y por el otro pagar una cuenta en el bar, por divertirse con... algunas amigas.
       Esta alusión a sus pérdidas en el poker, como así también a una cena con ostras, en honor de las dos actrices principales de la “North Star Troupe”, que a la sazón actuaban en el pueblo, convenció al señor Pyecroft de que el coronel estaba de mal humor, y cambió el tema de la conversación.
       —Eso me recuerda una pequeña broma que ocurrió en Sacramento la semana anterior. ¿Se acuerda usted de Dick Stannard, que falleció hace un año... era uno de sus amigos?
       —Todavía no he sabido ——interrumpió el coronel, sumiéndose en sus taciturnas reflexiones— qué derecho tenía él, o cualquier otro, a insinuar que tenía esas relaciones conmigo. ¿Debo entender, señor, que... se jactaba públicamente de ello?
       —No lo sé —continuó Pyecroft rápidamente—; pero no importa, pues si no era un amigo, la chanza es mayor. Y bien, su viuda no le sobrevivió mucho tiempo, pues murió el otro día en el interior, dejando la propiedad de Sacramento, por valor de aproximadamente tres mil dólares, a su pequeña hija, que está en el colegio de Santa Clara. Se suscitó la cuestión de la tutoría y parece ser que la viuda —que sólo lo conocía a usted por medio de su marido—, algún tiempo antes de su muerte, mencionó el nombre de usted a ese respecto. ¡Ja! ¡Ja!
       —¿Qué? —exclamó el coronel Starbottle, sobresaltado.
       —Un momento —dijo Pyecroft con hilaridad—. ¡Eso no es todo! Ni los ejecutores ni el juez que presidía el tribunal de testamentarías lo conocían a usted para nada y el foro de Sacramento, sospechando una buena broma, se quedó quieto y no dijo nada. Luego ese viejo estúpido del juez dijo que “como usted parecía ser un abogado, un hombre de edad madura y un amigo de la familia, era la persona eminentemente adecuada y que deberían ponerse en comunicación con usted”... Ya conoce usted su estilo floreado, ¿no? Nadie dice nada, de modo que la próxima cosa que ocurra es que usted recibirá una carta de ese ejecutor, pidiéndole que se haga cargo de la chiquilla. ¡Ja! ¡Ja! Los muchachos decían que ya se lo imaginaban a usted, andando con una niña de diez años tomada de la mano, ¡bajo la mirada de la señorita Dolores o de la señorita Bablamont! O bien, les parecía verlo obligado a dejar una partida de poker, cualquier noche, porque la niñita estaría cantando: “Tutor, mi querido tutor, llévame a casa ahora... ¡el reloj del campanario ha dado la una!” ¡Y pensar que ese viejo y estúpido juez no lo conocía a usted! ¡Ja! ¡Ja!
       Un estudio del rostro del coronel Starbottle, durante ese discurso, hubiera confundido a un fisonomista más capaz que el señor Pyecroft. Su primera mirada de asombro dio lugar a una expresión turbada, de la que escapó una pequeña risa reprimida, pero ésta transformóse otra vez en una sorda indignación purpúrea y, como la risotada de Pyecroft prevaleciera, desvanecióse, finalmente, confundiéndose en una rigidez amarillenta, en la que sólo sus ojos obscuros parecían conservar los vestigios de su anterior subido matiz. No obstante —y esto fue lo más singular— algo de su habitual y anacrónica altivez y exaltación oratoria pareció llegarle de nuevo, a pesar de su obligada calma, mientras colocaba una mano sobre su henchido pecho y se volvía hacia Pyecroft.
       —La ignorancia del ejecutor de la señora Stannard y del juez a cargo de la testamentaría —comenzó a decir lentamente— puede ser perdonable, señor Pyecroft, en virtud de que las palabras de Su Señoría implicarían que, aunque personalmente le soy desconocido, por lo menos soy amicus curioe en esta cuestión de... tutoría. Pero me siento apenado, más bien debería decir muy sorprendido, señor Pyecroft, porque... la postrer y sagrada manifestación de confianza de una viuda moribunda, quizás el encargo más santo que pueda ser concebido por el hombre, el cuidado y la protección de su desamparada huerfanita, haya sido objeto de chanzas, señor, de su parte y de la de los miembros del foro de Sacramento... No haré alusión, señor, a mis propios sentimientos hacia Dick Stannard, uno de mis más apreciados amigos —continuó el coronel, con la voz abrumada por la emoción—, pero no puedo concebir un deber más noble, ofrendado sobre el altar de la amistad, ¡que el cuidado y orientación de su hijita huérfana y desvalida! Y si, como usted me dice, la suma de tres mil dólares, a todas luces insuficiente, es todo lo que queda para su mantenimiento durante su vida, parecería revestir la máxima importancia la selección de un tutor suficientemente afecto a la familia como para estar dispuesto a aumentar, con su propio peculio, esa magra pitanza.
       Antes de que el estupefacto Pyecroft pudiera reponerse, el coronel Starbottle se reclinó en su silla, entrecerrando los ojos y se dejó transportar, según su vieja costumbre, hacia una de sus reminiscencias taciturnas.
       —¡Pobre Dick Stannard! Conservo una vivida remembranza, señor, de un paseo que hicimos juntos en Shell Road, en Nueva Orleans, en el año 1854, y de las palabras que pronunció en aquella ocasión: “Star”, fue el único amigo que jamás abrevió mi nombre, “Star, si algo llegara a sucederme, a mí o a ella... ¡cuida de nuestra niña!” Fue precisamente en ese mismo paseo, señor, que debido a su insensata negligencia, al rehusar fortificarse convenientemente contra la malaria de los pantanos, con un buen vaso de vigorizante aguardiente y una pizca de corteza, cuando contrajo esa fiebre que minó su salud. Gracias, señor Pyecroft... por recordar estas circunstancias. Tendré gran interés —prosiguió, sentándose súbitamente y abandonando esas melancólicas reminiscencias, mientras ordenaba sus papeles— en recibir la... carta del ejecutor.
       Al día siguiente, era público y notorio que el coronel Starbottle había sido designado tutor de Pansy Stannard, por el juez de testamentarías de Sacramento.
       Existen constancias de dos relatos distintos acerca del primer encuentro del coronel Starbottle con su pupila, después de haber sido designado su tutor. El primero de ellos, hecho por el mismo coronel, ofrecía por momentos algunos cambios, pero expresaba invariablemente su elogio de la gracia, hermosura y singulares condiciones de esta niña bien dotada, aunque se caracterizaba más por las reminiscencias imprecisas, un tanto plañideras, de los difuntos padres, que por alguna experiencia personal de la hija.
       —La joven —observó el coronel, dirigiéndose al señor Pyecroft— me recordaba a mi querido amigo Stannard en... su forma y rasgos y aunque... personalmente no conocía a su malograda madre, que pertenecía, señor, a una de las primeras familias de Virginia, he oído decir que tiene un extraordinario parecido con ella. La señorita Stannard se halla actualmente internada en uno de los mejores establecimientos educacionales de Santa Clara, donde estudia los clásicos ingleses, literatura extranjera, bordado, el arpa y... se familiariza con la geografía y las matemáticas, bajo la supervisión más exigente y mi propia dirección personal. La directora del colegio, la señorita Eudoxia Tish, asociada con... la señorita Prinkwell, es una persona de muchos méritos; y como he estado presente durante una de las funciones del colegio, tuve la oportunidad de testimoniar sus excelentes condiciones en un... breve discurso que pronuncié delante de las alumnas.
       De estas resplandecientes, pero poco satisfactorias generalidades, prefiero volver los ojos hacia la entrevista, tal como fue en realidad, según datos obtenidos de quienes fueron testigos presenciales.
       Era uno de esos días sin nubes, deslumbrantes, propios del estío californiano, atemperado por los vientos alisios del noroeste, cuando la señorita Eudoxia Tish, al mirar hacia el portón de entrada del colegio, vio una figura desconocida, que avanzaba por la senda de acceso. Era la de un hombre de mediana edad, pero que caminaba erguido y con garbo, cuya vestimenta recordaba los retratos hechos con acuarela, de los días de su propia juventud. Su chaqueta azul, ajustada y con botones dorados, se abría lo suficiente, sobre el pecho, como para mostrar una camisa con volados, corbata negra y chaleco de malión; sus pantalones blancos, inmaculados, estaban sujetos con trabilla sobre sus botas charoladas. La galera blanca, que en ese momento llevaba en la mano para poder secarse la frente con un pañuelo de seda, junto con un bastón de mango dorado colgado del brazo, completaban su singular atuendo. Algunos pasos más atrás lo seguía un negro, llevando un enorme ramo de flores y varios paquetes y cajas pequeñas, atados con cintas. Cuando la figura se detuvo frente a la puerta, la señora Tish, sobresaltada, lanzó una rápida mirada de advertencia a la clase, pero era demasiado tarde. Una multitud de ojos azules, negros, redondos, indagadores y traviesos, ya estaban danzando y regocijándose con la bizarra silueta del desconocido, que contemplaban a través de la ventana.
       —Un cantor negro, o de circo... ¡seguro! —afirmó May Frost, de nueve años de edad, con un ruidoso susurro.
       —¡No! Es un agente del “Emporio” trayendo muestras —discrepó la señorita Briggs, de catorce años.
       —Señoritas, vuelvan a sus estudios —ordenó la señorita Tish, mientras la sirvienta traía una tarjeta.
       La señorita Tish la miró con alguna nerviosidad y observó que decía: “Coronel Culpepper Starbottle”, impreso en letra cursiva y, escrito con lápiz, debajo, “Para visitar a la señorita Pansy Stannard, con permiso de la señorita Tish.” Levantóse algo perturbada y dejó la clase en manos de una celadora, bajando luego hasta la sala de recepción. Nunca había visto al tutor de Pansy, pues el ejecutor del testamento, en persona, fue quien la condujo al establecimiento y esta extraordinaria persona, a cuya visita no se podía negar, podría ser desastrosa para la disciplina del colegio. Por consiguiente, con mayor frialdad que de costumbre, abrió la puerta del salón de recepción y entró con porte solemne. Pero, ante su gran asombro, el coronel hizo su presentación con una reverencia tan formal, tan imponente, que ella se detuvo, cortada, sobrecogida y sin poder hablar.
       —No necesito preguntar si me estoy dirigiendo a la señorita Tish —dijo el coronel con altura—, pues, aunque no he tenido el placer de conocerla antes, puedo reconocer en el acto a la... Dama Superiora y a la “castellana” de este establecimiento.
       Se oyó una leve tos de la señorita Tish, al tiempo que hacía una embarazada reverencia. El coronel, con un movimiento de su blanca mano, apuntando hacia las cosas que llevaba su criado, continuó en tono más ceremonioso:
       —He traído algunas bagatelas y baratijas para mi pupila... sujeto, naturalmente, a los reglamentos y a su discreción. Incluyendo algunas golosinas, exentas de toda substancia deletérea... según se me informa: un cinto, una cinta o dos para el cabello, guantes, mitones y un ramillete de flores... el cual, espero, será del deseo de ella, como lo es el mío, invitar a usted a escoger los pimpollos que sea de su agrado —y, dirigiéndose a su ayudante, le dijo—: Deja las cosas aquí y retírate.
       —En ese momento —dijo entrecortadamente la señorita Tish—, la señorita Stannard está ocupada con sus lecciones, pero... —se detuvo nuevamente, sin saber cómo continuar.
       —¡Ya veo! —dijo el coronel con un aire jovial de poética reminiscencia—. ¡Sus lecciones! ¡Ciertamente! —y en seguida recitó el clásico verso escolar:

Iremos... a nuestros sitios,
Con sonrisas en el rostro
Y daremos nuestras lecciones con claridad y lentitud.

       —¡Ciertamente! Por nada en el mundo las interrumpiría. Mientras terminan, nosotros... inspeccionaremos las clases...
       —¡No! ¡No! —interrumpió horrorizada la directora, con un funesto presentimiento del efecto lamentable que la entrada del coronel ejercería sobre la clase—. ¡No! Es decir... Nuestros reglamentos no lo permiten... Salvo en los días de exámenes públicos...
       —Está muy bien, mi estimada señora —dijo el coronel cortésmente—. Hasta que ella se desocupe daré un paseo por los jardines de la Academia...
       Mas la señorita Tish, alarmada igualmente por la algarabía que esto suscitaría en los ventanales de las aulas, reaccionó con un esfuerzo.
       —Por favor, espere aquí un momento —dijo apresuradamente— yo la traeré.
       Y antes de que el coronel pudiera hacer gala de su proverbial urbanidad, abriéndole la puerta, había desaparecido.
       Con feliz desconocimiento de la impresión que había causado, el coronel Starbottle sentóse en el sofá, sosteniendo en sus blancas manos el bastón de mango dorado. La puerta que se hallaba detrás de él se abrió y se cerró dos veces con suavidad tal, que apenas lo advirtió; volvió a abrirse una vez más, y se oyeron las respetuosas palabras: “¡Oh! Perdón...”, dejando la fugaz visión de una trenza rubia o una cabeza con rizos negros. A todas esas apariciones furtivas correspondía el coronel con una gentil inclinación de cabeza. Luego, hasta se puso de pie, cuando apareció una joven, más alta y recatada, excusándose también, pero con palabras y tono más afectados: “Realmente... Le ruego que me disculpe usted...” El único resultado de esta curiosidad evidente fue la de cambiar un poco la posición del coronel, para permitirle colocar su otra mano en el pecho, asumiendo su pose favorita. De pronto advirtió que en el vestíbulo había gran despliegue de actividad, escuchándose el ruido de pasos y una voz fina y juvenil que decía, como resistiéndose a una insinuación: “No quiero... ¡no lo voy a hacer!” Oyóse el chirrido de la puerta que se abría ante la aparición momentánea de la señorita Tish, que sostenía en la suya una mano pequeña y la mitad de un brazo, con cinta negra, que entraba en la habitación; notóse después su nueva y rápida desaparición, aparentemente tironeada por la pequeña mano y el brazo; hubo otra pausa más prolongada, un cuchicheo que llegaba del otro lado de la puerta y, por último, la reaparición de la señorita Tish, reforzada y apoyada por la austera presencia de su socia, la señorita Prinkwell.
       —Esta... visita inesperada... —comenzó diciendo la señorita Tish—, no concertada... anteriormente por carta...
       —Que constituye una regla inflexible de nuestro establecimiento —agregó la señorita Prinkwell...
       —Y la circunstancia de que usted es una persona desconocida para nosotras —prosiguió la señorita Tish...
       —Cuya ignorancia es compartida por la niña, a quien no parecen agradarle las entrevistas —interpuso la señorita Prinkwell, como una suerte de responso antifonal...
       —Para la cual no hemos tenido tiempo de prepararla —continuó la señorita Tish.
       —Nos obliga, aunque tengamos que hacerlo con suma renuncia... —pero aquí se detuvo bruscamente.
       El coronel Starbottle, que se había puesto de pie, haciendo una pronunciada reverencia cuando entraron y que aún permanecía en esa posición, empezó a caminar hacia ellas. El habitual colorido de su rostro había desaparecido, excepto el destello de sus ojos, pero su modo exaltado se hizo aún más evidente, cuando quedó sumido en esa su peculiar adusta meditación.
       —Entiendo que he tenido... el honor de presentar mi tarjeta. Quizá esté equivocado... pero ésa es mi impresión —el coronel se detuvo y, asumiendo una actitud de efigie, se llevó una mano sobre el corazón.
       Las dos mujeres temblaron y a la señorita Tish le pareció que hasta los volados de la camisa del coronel se levantaban majestuosamente, mientras ambas tartamudeaban al unísono. —¡S-í-i!
       —Esa tarjeta contenía mi nombre completo, con el requerimiento de visitar a mi pupila, la señorita Stannard —continuó el coronel con lentitud—. Creo que es así.
       —¡Seguramente! ¡Seguramente! —exclamaron turbadas las dos mujeres.
       —Entonces... ¿puedo llamar la atención de ustedes sobre el hecho... de que... estoy esperando? Aunque hubiera sido difícil exceder la bien lograda sencillez y áspera amabilidad de las palabras del coronel, éstas parecieron desmoralizar completamente a las dos oyentes. Hubiérase dicho que la inmovilidad de la señorita Prinkwell se confundía con la de las figuras pintadas en el empapelado de las paredes. En cuanto a la señorita Tish, se inclinaba sumisamente hacia adelante, cual rosado cirio de cera, bajo los rayos ardientes del sol.
       —La traeremos inmediatamente. Mil perdones, señor —respondieron a la vez, mientras retrocedían.
       Pero aquí aconteció lo inesperado. Durante el coloquio, y sin que ninguna de las tres personas lo advirtiera, una figura pequeña, vestida de negro, luego de atisbar por la puerta entreabierta, habíase introducido dentro de la sala. Era una niña que tendría unos diez años y de quien, con sinceridad, apenas podría decirse que era bonita, aunque el desmañado cambio propio de la adolescencia no había malogrado las delicadas proporciones de sus manos y pies ni la hermosura de sus ojos castaños, los que, en ese momento, se posaban alternativamente, con estupor y fijeza, en el coronel y en las dos mujeres. Mas, al igual que muchos otros ojos redondos y azorados, también habían captado todo el significado de la situación, con una presteza que la mente adulta no es susceptible de reconocer. Advirtieron la subyugación completa y cabal de las dos supremas autoridades del colegio y, me apena decirlo, estaban colmados de una como secreta y “terrible alegría”. Pero el espectador casual nada veía de esto, los redondos y anonadados ojos, en los que se notaban vestigios de recientes y pertinaces lágrimas, parecían enormes, plenos de intenso fulgor.
       El alivio de las dos mujeres fue inmediato y natural.
       —¡Ah! ¡Por fin has llegado, querida! —dijo la señorita Tish, ansiosamente—. Este es tu tutor, el coronel Starbottle. Acércate a él, querida.
       Y diciendo esto, tomóla de la mano, pero la niña se echó hacia atrás, con una notoria sensación de vergüenza y resentimiento a la vez, cuando la voz del coronel Starbottle, con la misma meditada calma de siempre dijo:
       —Yo... hablaré con ella... a solas.
       Los ansiosos ojos de las alumnas advirtieron nuevamente el derrumbe total de la autoridad, mientras las dos mujeres retrocedían, menoscabadas, ante la modulación de esas palabras austeras, diciendo con visible precipitación:
       —Ciertamente, coronel Starbottle, quizás sea mejor —al par que abandonaban, sin gloria, la habitación.
       Mas el triunfo del coronel lo dejó sin saber qué hacer. Se hallaba solo, con una infortunada niña, una situación sin precedentes para él, y tan fuera de lo común, que se quedó sumido en una insólita confusión, sin poder articular palabra. Hasta su propia vanidad reconocía que sus frases elocuentes, sus métodos y su misma actitud, eran impotentes en esa circunstancia. El sudor le brotaba de la frente, miró a la pequeñuela con despreocupación y ensayó una débil sonrisa. La niña advirtió su desconcierto, como advirtió y comprendió su triunfo y la pequeña mujer que vivía dentro de ella, se regocijó. Llevó las pequeñas manos a su cintura y con los dedos vueltos hacia abajo, presionó sus caderas, hasta las rodillas, comunicando así a sus faldas una perfección egregia, como si estuviera haciendo una inclinación de cortesía y, poniéndose de un salto en posición erecta, se echó a reír.
       —¡Usted lo hizo! ¡Viva!
       —¿Qué es lo que hice? —preguntó el coronel alborozado, pero perplejo.
       —¡Las asustó!... ¡a las dos gatas viejas! Les metió tanto miedo en el cuerpo que ni sabían cómo se llamaban. ¡Dios mío!... ¡Nunca, nunca, ¡nunca! tuvieron tanto pavor... ¡Nunca! desde sus tiempos de internadas tuvieron que arrastrarse así... Estaban bastante aterrorizadas, al principio, cuando usted llegó, ¡pero ahora!... ¡Dios mío! No querían permitir que usted me viera... pero, ¡tuvieron que hacerlo! Sí, ¡tuvieron que hacerlo! ¡Tuvieron que hacerlo! —y acentuó con un pequeño brinco cada repetición de la palabra que provocaba su júbilo.
       —Creo... —dijo el coronel, suavemente— que yo insinué con cierta firmeza...
       —Eso es... ¡precisamente eso! —interrumpió la niña con deleite—. ¡Usted las intimidó!
       —¿Qué?
       —¡Las aplastó! ¿No lo sabe? ¡A ellas... siempre tan altivas y poderosas! Parece que siempre estuvieran diciendo: “No me toque; mi madre es ángel; mi padre es un rey”... y otras cosas parecidas. Ellas hicieron así —se irguió en actitud que presumía imitar la majestuosa entrada de las dos mujeres al salón— y después —continuó— usted hizo nada más que esto —y levantando el mentón, al par que ensanchaba su pequeño pecho, se dirigió al coronel con evidente simulación de su porte más pomposo.
       El coronel Starbottle dejó escapar una breve risa ahogada, pero en seguida su semblante volvió a cobrar seriedad. Pansy, entre tanto, se había apoderado de la manga de su chaqueta, contra la que restregaba, como un potrillo, su pequeño rostro, ante lo cual el coronel sucumbió sin fuerzas y se sentó en el sofá. A su lado, inclinada sobre él, estaba la pequeña, que trataba de abrocharle la solapa de la levita, mirando al mismo tiempo los obscuros ojos de su tutor.
       —Las otras chicas decían —comenzó ella, tironeando el botón— que usted era “del circo” —otro tirón al botón—, un cantor negro —un tercer tirón—, un corredor de muestras... ¡pero eso demostraba lo poco que sabían!
       —¡Ah! —exclamó el coronel con exagerada suavidad— y... ¿qué dijiste?
       La niña sonrió.
       —Yo dije que usted era un asno embalsamado... pero eso fue antes de conocerlo. Yo también estaba un poco asustada, pero ahora... —logró abrochar la levita, dejando confundido al coronel— ahora no tengo nada de miedo... ¡no! ¡ni un chiquito! Pero —agregó, después de una pausa, desabrochando nuevamente la levita y alisando la solapa con sus dedos—, usted tiene que seguir asustando a las “gatas viejas”, ¿sabe? Y no se preocupe por las chicas. Yo les contaré todo.
       El coronel hubiera dado cualquier cosa por poder responder con expresiones adecuadas. No era porque su vanidad hubiera sufrido detrimento alguno por aquellos irresponsables epítetos, que sólo excitaban en él un divertido asombro, sino porque tenía la sensación franca y genuina de un placer embarazoso, en las caricias familiares de la niña, y la completa confianza que le demostraba conmovía su extravagante caballerosidad. Era su deber protegerla y, sin embargo, tenía que corregirla. Conscientemente de estos deberes, puso su mano sobre la cabeza de ella. En seguida, la pequeña levantó su propio brazo y transfirió la mano y parte del brazo del coronel a su cuello y hombros, acurrucándose contra él. El coronel Starbottle respiró profundamente, mas, como sintiera necesidad de decir algo, comenzó con palabras entrecortadas:
       —El... uso de un lenguaje precinto y elegante, tratándose de jovencitas... debe cultivarse con asiduidad...
       Pero la niña interrumpió la perorata con una sonrisa y, acercándose más aún al coronel, musitó:
       —¡Eso es! ¡Dele fuerte a ella cuando baje! ¡En ese estilo!
       El coronel se detuvo frustrado. Sin embargo, cierta tibia ternura emanaba del contacto de la pequeña figura que se acurrucaba contra él.
       Luego trató de decir:
       —Te he traído algunas golosinas...
       —Sí —dijo Pansy—, ya veo, pero te has equivocado de negocio, ¡querido tontuelo! Son de Tomkinson y todas las chicas detestamos las cosas de allí. Debiste haberlas comprado en Emmons... No importa. Te mostraré dónde está cuando salgamos. Porque vamos a salir... ¿verdad? —preguntó rápidamente, levantando la cabeza con ansiedad—. Tú sabes que está permitido ¡y que es uno de los derechos de los padres y tutores!
       —Sí, no hay duda —contestó el coronel, que sabía que no se sentiría tan restringido cuando respirara un poco de aire libre.
       —Entonces iremos ahora —dijo Pansy, poniéndose de pie de un salto—. Voy arriba en seguida a ponerme mis cosas. Yo diré que son “órdenes” tuyas. Y me pondré mi vestido nuevo... el más largo.
       El coronel se sintió algo aliviado por estas últimas palabras de la pequeña; le había parecido, en su condición de tutor, que las medias negras de Pansy eran quizá un tanto conspicuas.
       —Espérame, no me demoraré.
       Se alejó rápidamente hacia la puerta, pero al llegar allí se detuvo de súbito, volvió al sofá, donde todavía estaba sentado el coronel, le dio un beso en su moteada mejilla y huyó, dejándolo envuelto en un vaho, que no era más que una conjunción de aroma de muselina recién planchada, pastillas de menta, pan fresco y mantequilla. Quedóse inmóvil por algún tiempo, mirando con fijeza por la ventana. Todo era quietud en la habitación; un abejorro, llegado de los jardines exteriores, comenzó a zumbar fuertemente contra el vidrio, pero el coronel apenas si se percató de la presencia del insecto, tan abstraído estaba en sus pensamientos, hasta que la puerta se abrió, dando paso a la señorita Tish y a la pequeña Pansy, que llevaba puesto su mejor vestido y cinturón. El coronel se sobrecogió y asumió nuevamente su porte erguido y formal.
       —Estoy por llevar a mi pupila a dar un paseo —dijo con palabras reposadas— para... probar el aire de la Alameda y... recorrer un poco las tiendas. Quizás también nos proporcionemos el placer de disfrutar de un refrigerio apropiado... torta de semillas aromáticas... o pan y mantequilla y... una taza de té.
       Sojuzgada ya por completo, la señorita Tish concedió complacida a la señorita Stannard el permiso por medio día, que era usual en tales ocasiones. Rogó al coronel que hiciera su propio gusto y puso a la “querida niña” al cuidado de su tutor, “con la mayor confianza”.
       El coronel hizo una acentuada reverencia y Pansy, deslizando su manecilla en la mano del señor Starbottle, salió hacia el vestíbulo; se oyó el leve crujir de vestidos que se alejaban y Pansy apretó significativamente la mano de su compañero. Cuando ya se encontraban afuera, ella dijo, a media voz.
       —No mires para arriba que estamos debajo de las ventanas del gimnasio.
       El coronel, estupefacto, pero obediente, siguió avanzando.
       —¡Ahora! —dijo Pansy.
       El tutor miró hacia arriba y comprobó que las ventanas estaban colmadas de brillantes rostros jóvenes que en amplio bullicio movían pañuelos y batían palmas, ante lo cual el coronel se detuvo y, descubriéndose, devolvió el saludo con una vehemente reverencia. Pansy estaba contentísima.
       —Yo sabía que iban a estar allí; yo les avisé. ¡Tenían unas ganas locas de conocerte!...
       El coronel sintió un tenue destello de satisfacción.
       —Yo... ya había expresado.. . mis deseos de inspeccionar las clases, pero..., entiendo que los reglamentos...
       —Son reglamentos que se caen de puro viejos —interrumpió la chica—. Tish y Prinkwell son los reglamentos. ¡Diles directamente que las visitarás! ¡Sólo tienes que aplastarlas!
       El coronel experimentaba la vaga sensación de que debía corregir tanto el espíritu como el lenguaje de aquel discurso indómito e indisciplinado, pero Pansy lo tironeó otra vez del brazo y luego lo arrolló impetuosamente con una extensa charla sobre temas colegiales, sus amigas, las maestras, su vida y sus infinitamente pequeñas miserias y alegrías. Pansy era voluble y el coronel nunca se había visto relegado a la condición de oyente pasivo. Sin embargo, le agradaba esa experiencia y, a medida que seguían andando bajo la sombra de la Alameda, Pansy alternaba caprichosamente su andar, otra balanceándose de la mano de su tutor, otra saltando a su lado. Una sonrisa de profunda satisfacción esbozábase sobre el rostro del coronel. Los transeúntes volvían la cabeza para contemplar tan desigual pareja, o se sonreían aceptándolos, según imaginaba el coronel, como padre e hija. Una inusitada sensación, que entrañaba por igual dolor y placer, estrujaba el corazón de aquel hombre de vida vacía y sin descendientes.
       Y ahora que se aproximaban a las calles más concurridas, surgía con vehemencia, en su pecho, el instinto de protección caballeresca. Condujo a la niña con habilidad, ajustando su propio andar a su paso saltarín; la levantó con escrupulosa cortesía sobre los obstáculos, pavoneábase a su lado en los lugares donde la multitud era mayor y le abría camino, haciendo balancear su bastón. Durante todo ese tiempo, observó también la gracia de sus movimientos, el porte de la cabeza y hombros de la niña, y en especial sus manos y pies, pequeños y delgados que, para el exigente gusto del coronel, delataban indiscutiblemente, su ascendencia. “Señor bendito”, musitaba para sí, “si es de pura alcurnia, hasta donde la busquen”. A la callada admiración siguió el orgullo, con un ligero toque de sentimiento de posesión, expresando en alta voz, mientras entraban a una tienda, cosa que, gracias al ingenio de Pansy, hacían bastante a menudo. El coronel hacía la presentación con un movimiento de la mano, diciendo:
       —Hoy no estoy buscando nada..., pero si quiere usted tener la bondad de atender a mi... pupila, la señorita Stannard.
       Más tarde, cuando hacían lo propio en una confitería y Pansy se declaraba francamente a favor de “helados y tartas de crema”, en lugar del consabido “té con pan y mantequilla”, que el coronel había pedido en cumplimiento de su promesa, él, con heroísmo, aceptó ese refrigerio... para satisfacer su honor. A la verdad, no conozco figura más sublime que la del coronel Starbottle, dominando con su superioridad el deseo, largamente reprimido, de saborear un “cóctel”, consciente en grado sumo de lo ridículo de su apariencia para cualquiera de sus viejos amigos que pudiera verlo... tomando té y “picoteando” con renuencia pan y mantequilla, sentado a una mesita, al lado de su pequeña tiranuela.
       Y esta dominación del indefenso continuó durante el regreso a casa. Aunque la señorita Pansy ya no hablaba de sí misma, no dejó de indagar acerca de los hábitos del coronel, su forma de vida, sus amigos y conocidos, restringiendo, afortunadamente, sus averiguaciones concernientes a su propio sexo, a las “niñas que él conocía”. Salvado por esta especificación, el coronel advirtió la oportunidad de explayarse sobre su diferido deber de monitor, al igual que la de dar rienda suelta a su lozana imaginación. Y trazó, con muchos pormenores, por un lado, cuadros de niñas imposibles que había conocido, criaturas de lenguaje encomiable y pulcra vestimenta, dedicadas a sus lecciones y deberes, que se abstenían de juegos y confituras y, por el otro, aludía a las propias palabras de Pansy, “aborrecibles hasta la saciedad”. Como “hijas de los más viejos y queridos amigos”, podrían haber excitado los celos infantiles de Pansy, a no ser por el hecho singular de que, desde hacía muchísimo tiempo, todas ellas habían logrado la recompensa de casarse con senadores, jueces y generales..., también buenos amigos del coronel. Esta lejanía de las circunstancias, episodios y actores, tuvo la virtud, empero, de malograr parcialmente su pretendido efecto como ejemplo y el coronel quedó muy mortificado, aunque no enteramente descontento, al observar que las sorprendentes virtudes a que había aludido no habían atenuado la voracidad de Pansy por los dulces, la temeridad de sus saltos, ni la liberalidad de su lenguaje. El coronel se hallaba compungido, pero feliz.
       Cuando regresaron al colegio, Pansy se retiró con sus diversas compras pero, después de un intervalo, reapareció con la señorita Tish.
       —Recuerdo —dijo la dama, en tono vacilante, temblando bajo la fascinación que ejercía sobre ella la profunda inclinación del coronel— que usted expresó el deseo de recorrer el colegio y, aunque no fue posible hacerlo entonces, tendré mucho gusto en acompañarle ahora, para visitar una de las clases.
       El coronel, que había mirado de soslayo a Pansy, tuvo una conmoción momentánea, al percibir la contorsión de un lado del rostro de la pequeña, que parecía, empero, terminar en el parpadeo de sus inocentes ojos castaños, pero recuperándose, expresó con galantería su gratitud. Al instante, se encontraba subiendo las escaleras, teniendo a su lado a la señorita Tish, y la inequívoca impresión de que Pansy, que los seguía a corta distancia, le había pellizcado la pantorilla. Era el momento del receso, pero la amplia clase estaba colmada de alumnas, muchas de ellas eran niñas mayores y bonitas, cuya presencia allí, según se supo más tarde, había sido el resultado de ingeniosas maniobras de Pansy, respondiendo a algún precoz presentimiento acerca de las preferencias de su tutor. La reverencia de excusa y galantería, a la vez, que prodigó el coronel al entrar y su erguida, aunque anticuada apostura, captó al punto la grata atención general. Y todo hubiera ido bien a no ser por la señorita Prinkwell, quien, con el propósito de impresionar al coronel, así como a las alumnas, le brindó una majestuosa presentación, expresando que se trataba de “un distinguido Jurista, profundamente interesado en la causa de la educación y, al mismo tiempo, tutor de una de sus compañeras”. El coronel no dejó escapar la oportunidad que se le presentaba.
       Ubicóse en el pupitre de la sorprendida directora, apoyó delicadamente los dedos sobre el plano inclinado y, con el gesto preparatorio de un movimiento de cabeza hacia ella, colocó su otra mano sobre el pecho, después de lo cual, con una mirada de invocación hacia el cielorraso, comenzó a hablar.
       Era costumbre del coronel, en análogas circunstancias, iniciar su perorata afirmando, con gran cuidado y precisión, las cosas que él “no diría”, que él “no necesitaba decir” y a las que, en apariencia, ni siquiera era necesario hacer alusión. Por eso no era extraño que el coronel les hiciese saber que no necesitaba decir que consideraba el privilegio de ese momento entre los más encumbrados que le habían sido encomendados, pues, además del que configuraba poder contemplar aquella plétora de talento y excelsitud juvenil que tenía frente a sí, junto con la prerrogativa de hallarse rodeado por una verdadera guirnalda de los pimpollos del colegio, llenos de frescura y belleza, apreciaba en todo su valor el privilegio —mayor aun— de... actuar in loco parentis para uno de aquellos capullos. Y no le incumbía a él aludir a la elevada misión que le había sido impuesta por aquella... difunta y querida amiga, hija de una de las primeras familias de Virginia, que desempeñaría a la vera de quien debía sentirse también la depositaría de misiones igualmente elevadas (diciendo esto, el coronel hizo una pausa y, asumiendo una actitud de efigie, dirigió la vista hacia ]a amedrentada señorita Prinkwell, como si lo dudara), pero que no podía dejar de decir que cumpliría con diligente atención su devota, ardiente y apasionada misión de abogar por los derechos de los huérfanos, desvalidos e inocentes, dónde y cuándo la ocasión se hiciera presente, aunque tuviera que enfrentar las dificultades más extremas y la infausta prevalencia de una autoridad mal empleada. (Como dejara, en su elocuente alocución, la impresión de que la señorita Prinkwell contemplaba una invasión de tales derechos, el coronel tornóse más indulgente y alentador.) Reconocía plenamente su elevado y noble ministerio, veía en ella la digna sucesora de aquellas dos famosas educadoras de Atenas..., aquellas damas griegas..., cuyos nombres escapaban a su memoria, pero que..., no dudaba, la señorita Prinkwell recordaría a sus alumnas con todo gusto, relatándoles algunos pasajes prominentes de sus fecundas existencias. La señorita Prinkwell se ruborizó; nunca había sabido nada de aquellas dos célebres mujeres y hasta el genuino deleite de las alumnas por el triunfo del coronel se hallaba muy satisfecho, contemplando ese grupo de rostros radiantes y hermosos, cuyo destino, en años venideros —lo creía firmemente— sería llevar sus encantos y embelesos hasta el punto más culminante de la dicha. Les dejaba un minúsculo testimonio de su aprecio, materializado en... unas inocentes golosinas, que quedaban en manos de su pupila..., quien actuaría como su... apoderado para la distribución. Y el coronel se sentó ante un revuelo de pañuelos, un aplauso reprimido a medias y la completa desmoralización de la señorita Prinkwell. Pero había llegado el momento de su partida y su experiencia de hombre público era demasiado grande como para arriesgar la posibilidad de que se produjera un anticlímax al prolongar su despedida. Y ante el ominoso brillo de los grandes ojos de Pansy, a medida que se acercaba ese momento, sintióse sobrecogido a la vez por una gran perplejidad y un extraño presentimiento de soledad. Más, con una prolija advertencia sobre los peligros de desviarse de las normas de la sobriedad y luego de deslizar veladamente una pieza grande de oro en la mano de la niña, con la promesa de hacer otra visita muy pronto y la exigencia de una frecuente correspondencia, el coronel recibió, en recompensa, mientras salía al vestíbulo, un beso húmedo, gran parte de una pequeña mejilla, también húmeda, apoyada contra la suya y una retención, tierna y breve, como la que se experimenta al cortar una flor. En el rellano, sobre él, un prieto conjunto de faldas breves se apretujaba contra la baranda y una voz que presumiblemente llegaba desde un par de pequeñas y moteadas piernas que sobresalían de los balustres, decía con toda nitidez: “¡Viva el “Conel” Tarbottle!” Y después de esta bendición, el coronel, sombrero en mano, traspuso los dinteles de aquel paraíso para entrar al mundo otra vez.


       La siguiente visita del coronel al colegio no produjo la misma sensación que la primera, si bien estuvo acompañada por igual perturbación de las autoridades femeninas del establecimiento. De haber sido un hombre menos presumido, podría haber observado que el antagonismo de las damas, aunque restringido por el gran temor que le tenían, corría el riesgo de convertirse más en una convicción que en una mera sospecha. Supo esto por el resentimiento de Pansy hacia las mujeres y la revelación que le hizo la niña de ciertas averiguaciones a que había estado sometida, relacionadas con las ocupaciones, hábitos y relaciones del coronel. Pansy sabía, naturalmente, muy poco sobre estas cosas que se le preguntaban, lo cual no le impidió decir más de la cuenta. El modo y actitud de las interrogadoras hizo sospechar a la pequeña que su tutor estaba siendo objeto de un ataque y, para defenderlo, recurrió a la mendacidad e imaginación propios de una criatura inteligente. Lo que ella había dicho realmente no trascendió, excepto por sus propios comentarios al coronel.
       —Y por supuesto..., tú has matado, porque eres un coronel, ¿verdad? —Aquí, el coronel admitió como cuestión de hecho, que había estado en servicio activo en la guerra mejicana—. Y también tú predicas algo, porque te han oído cuando estuviste aquí, antes —agregó confiadamente—. También, naturalmente..., eres dueño de unos negros..., pues ahí está Jim... —Ante estas palabras, el coronel trató de explicar que Jim, por vivir en un estado libre, ahora gozaba de plena libertad, pero Pansy parecía hacer caso omiso de tan sutiles distinciones—. Además, eres rico, pues me has dado esa moneda de oro. Así que les di lo que querían..., ¡viejas espías!
       El coronel, más satisfecho con la devoción de Pansy que preocupado por la gravedad del incidente, aceptó con una sonrisa esta versión de su carácter, según la cual era un prelado militante y munificente. Pero un suceso ulterior lo indujo a recordarlo con mayor seriedad.
       Habían dado su paseo habitual por la Alameda y concurrido a las tiendas, en las cuales el coronel demostró, una vez más, su generosidad en las compras y su exaltada protección paternal, yendo después a disfrutar de la merienda, constituida por los consabidos helados y pasteles para Pansy, y esta vez —también como concesión a favor de la tiranuela— una copa de limonada y soda, junto con un bizcocho, para el tutor. Este estaba tosiendo, al ingerir su desacostumbrada bebida y Pansy, repuestas ya su compostura y volubilidad por obra y gracia de las golosinas, canturreaba gozosa a su lado; el amplio salón se hallaba colmado de parroquianos, principalmente damas y niños, circunstancia que lo molestaba un tanto, pues era el único hombre presente en el local, cuando, de súbito, la atención de Pansy se concentró en la llegada de otra persona. Era una mujer joven y bonita, vestida con afectación, de porte y maneras conspicuos, aunque un tanto forzados, ostentando el aire de quien tiene la costumbre de llamar la atención. Tomó asiento, acompañada por una persona del sexo opuesto, a una mesa vacía, y comenzó a despojarse de un guante muy ceñido.
       —¡Cáspita! ¡Qué bonita! —exclamó Pansy, con una admiración de sorpresa.
       El coronel Starbottle miró distraídamente, pero, al dirigir la primera mirada, su rostro enrojeció un poco, luego más y, trasponiendo el matiz purpurino, tornóse lívido y austero. Había reconocido en aquella deslumbrante belleza, a la señorita Flora Montague, la actriz del “Western Star of Terpsichore and Song”, con quien había cenado hacía algunos días, en Sacramento. La dama estaba “en gira” con su “Compañía de Revistas”.
       El coronel fijó sus oscuros ojos sobre Pansy.
       —El salón se está llenando; el ambiente se está haciendo sofocante; debo... pedirte que te des prisa.
       Era evidente que en la actitud del coronel se había operado un cambio, que no pasó inadvertido para la perspicaz niñita, pero no había logrado relacionar esa transformación con la entrada de los extraños y, engullendo obendientemente el helado, siguió con toda inocencia...
       —Esa hermosa señora que sonreía y miraba hacia aquí, parece conocerte; lo mismo que el hombre que estaba con ella.
       —¿Puedo pedirte —dijo el coronel, con seria firmeza— que no mires para ese lado y que termines tu merienda?
       Su tono era tan decidido, que los labios de la niña insinuaron un mohín de enfado, pero, antes de que pudiera hablar, una sombra se proyectó sobre la mesa. Era el compañero de la “hermosa dama”.
       —No parece usted vernos, coronel —dijo con tosca familiaridad, mientras posaba una mano sobre el hombro del coronel—. Florry quiere saber qué pasa.
       El coronel, al sentir el roce de la mano, se puso de pie.
       —Dígale, señor —respondió gravemente, pero con su habitual reflexión— que ya no tengo nada que hacer y que me voy de aquí con mi pupila, la señorita Stannard. Buenos días.
       Levantó de la silla a Pansy, con infinita cortesía, la tomó de la mano, caminó hasta el mostrador, donde arrojó una moneda de oro y, pasando ante la mesa de la estupefacta “bella”, salió del local con el pecho henchido, junto con la pequeña. Al llegar a la calle se detuvo, ordenando a la niña que siguiera andando y, al comprobar que el escolta de la dama no lo seguía, volvió a reunirse con su pequeña compañera.
       Durante breves instantes caminaron en silencio, uno al lado del otro. Luego, la curiosidad de Pansy, cediendo a su intrascendental enfado, requirió información. Había aplicado una rápida lógica infantil a la escena que acababa de presenciar. El coronel debía estar enfadado y había castigado a la mujer por algo. Pansy se acercó más a su tutor y, alzando sus grandes ojos, preguntó confidencialmente:
       —¿Qué es lo que ha hecho?
       El coronel enmudeció por efecto del asombro y el embarazo en que lo colocaba la niña. Estaba totalmente desprevenido para esa pregunta y no pudo contestarla. Su brusca partida del negocio se debió a su deseo de eludir la verdad que ahora se le requería. Sólo le quedaba hacer un supremo esfuerzo de mendacidad. Se enjugó la frente con el pañuelo, tosió y comenzó a hablar pausadamente.
       —La dama a que te refieres..., tiene la costumbre de usar un perfume muy intenso, llamado..., pachulí..., que es una esencia que me deprime enormemente. Lo capté no bien entró en el salón. Es un hecho... un tanto singular, pero bien conocido, que algunas personas son particularmente afectadas por algunos olores. Me acuerdo de un viejo y querido amigo, que siempre... se desvanecía al oler la fragancia de los jazmines; también he sido íntimo amigo del general Bludyer, que se caía como si le hubieran disparado un tiro..., con la simple presentación de una violeta. El hábito de usar estos perfumes excitantes con exceso, en público —prosiguió el coronel, sin dejar de mirar a la inocente Pansy y hablar con su austera reflexión—, debe merecer la desaprobación general, lo mismo que la costumbre de... frecuentar lugares públicos luciendo trajes extravagantes y presentarse con... individuos que gustan inmiscuirse en la intimidad de la gente. Confío en que tú eludirás siempre estos perfumes, lugares y vestidos, así como... esas compañías... ¡para siempre y en todas las ocasiones!
       El coronel había levantado la voz, imprimiéndole el énfasis que usaba en sus peroratas forenses y Pansy, algo alarmada, asintió. Si aceptó totalmente la explicación del coronel, es otra cosa.
       El incidente, aunque no volvió a ser comentado, pareció ensombrecer un tanto el breve paseo vespertino y la actitud del coronel se hizo indiscutiblemente más seria. A la niña le pareció, empero, más afectuoso y considerado. Hacía un instante, al salir, se había sometido de buen grado al beso que le diera Pansy, con majestuosa tolerancia y reasumiendo, en seguida, su modo altivo. Al despedirse posó sus labios sobre la coronilla de la oscura cabeza de la niña, cuyos pequeños brazos le ceñían el cuello mientras él la estrechaba cada vez más contra su cuerpo. La niña emitió un ligero grito y el coronel se llevó en el acto la mano al pecho. La redonda mejilla de la pequeña había estado en contacto con su revólver..., un arma pequeña, de singular belleza y precisión, que invariablemente apretaba también contra su cuerpo y que siempre llevaba en el bolsillo de su chaleco. La niña rió, el coronel hizo lo propio, pero sus mejillas se sonrojaron inmediatamente.


       Aconteció cuatro meses después, una noche turbulenta. Las lluvias tempranas, impulsadas por un recio vendaval del sudoeste contra las ventanas del piso superior del restaurante Magnolia empañaban el resplandor de las brillantes luces de adentro y el rugido de los pinos circundantes ahogaba el sonido de la música y el bullicio de las carcajadas que estallaban en un comedor privado. Ni siquiera el ruido de la diligencia de Sacramento, al llegar y partir, que turbaba la calma de las profundas llanuras distantes, logró afectar a aquellos calaveras del piso de arriba. En efecto, el coronel Starbottle, Jack Hamlin, el juez Beeswinger y Joe Wynyard, asistidos por las señoras Montague, Montmorency, Bellefield y “Tinky” Clifford, de la Compañía Teatral Western Star, que a la sazón efectuaba una “gira”, estaban en plena “francachela” en el comedor privado. El coronel, últimamente, se mostraba irascible, nervioso y fácilmente quisquilloso. Al decir de un amigo y admirador, “Estaba sereno sólo a doce pasos”.
       En un instante fugaz de sosiego que se produjo en la general algarabía, un mozo chino se presentó a la puerta, tratando vanamente de atraer la atención, del coronel, mediante señas e interjecciones. El primero en captar la presencia del intruso fue el señor Hamlin, con su aguzada vista.
       —Entra, Confucio —dijo Jack, bromeando—. Estás un poco atrasado para una vuelta común, pero..., hay alguna cosita en forma de “traga-espadas”...
       —Una pequeña quiere ver al coronel —interrumpió el chino, en su típico ceceo y dividiendo sus palabras entre Jack y el coronel.
       —¿Qué? ¿Otra dama? ¡Este no es lugar para mí! —exclamó Jack, poniéndose de pie con simulado decoro.
       —Dile que suba —gorjeó “Tinky” Clifford. Pero, en ese momento, la puerta se abrió sobre el chino y una pequeña figura, envuelta en una capa y llevando un sombrero, empapados por el agua de la lluvia, se deslizó rápidamente al interior del recinto. Luego de echar una rápida mirada a la concurrencia, imbuida de pavor y admiración a la vez, corrió hacia adelante, como una saeta y, exhalando un débil grito, arrojó sus brazos mojados, alrededor del coronel. Los demás participantes de la fiesta detuvieron el bullicio, con intermitentes expresiones de sorpresa, mientras sonreían vagamente; el coronel se puso rojo y emitió un sonido entrecortado. Pero sólo por un momento. Al instante se hallaba de pie, sosteniendo a la criatura con una mano.
       —Mi pupila..., la señorita Pansy Stannard —dijo con hosco laconismo. Pero llevando a la niña hacia afuera, cuchicheó rápidamente—: ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué estás aquí?
       Mas Pansy, infantil, atraída por el fulgor de las luces, la mesa colmada de delicados manjares, dijo distraídamente, y quizá contestando tanto a los curiosos ojos que la rodeaban como a la voz del coronel:
       —¡Me escapé!
       —¡Chist! —susurró despavorido el coronel, clamando silencio.
       Pansy, empero, dirigiéndose siempre más bien a todos los demás que a su propio tutor, como si les suplicara, prosiguió, medio enfurruñada:
       —¡Sí! ¡Me escapé porque me atormentaban! Porque no te quieren y dicen cosas horribles de tu persona... ¡Porque dijeron espantosas, horrendas mentiras! Porque dicen que yo no soy huérfana... Que mi nombre no es Stannard y que tú lo has arreglado todo así. Porque dicen que yo soy una embustera y que tú..., ¡eres mi padre!
       Una repentina y estruendosa carcajada sacudió al salón y hasta logró apagar el estrépito exterior de la tormenta, que fue cobrando cada vez más intensidad, a medida que el coronel vacilaba, jadeante, sobre sus pies. Por un instante, pareció como si sus esfuerzos para serenarse terminarían en un acceso apoplético. Tal vez por esta razón, Jack Hamlin, dominando su propia ligera risa, quedó gravemente a la expectativa. Al punto, el coronel Starbottle, mostrando una funesta lividez y apoyándose sobre la mesa, dijo áspero pero resueltamente:
       —Debo solicitar a las damas aquí presentes, que se retiren.
       —No haga caso de nosotros, coronel —dijo el juez Beeswinger—, aquí queda todo en familia..., ¡ya sabe! Y ahora..., —mirando a la niña—, ¡maldito sea! ¡Se parece a usted, viejo!. .. ¡Ja, ja!
       —En cuanto a las damas —dijo Wynyard con voz débil y aguardentosa—, a menos que alguna de ellas esté dispuesta a aceptar la cuestión como personal. .., ¿eh?
       —¡Basta! —rugió el coronel.
       Ahora ya no era posible confundir su voz ni sus intenciones. Ambos hombres insultados e instantáneamente sobrios, permanecieron en silencio. El señor Hamlin se levantó, golpeó los hombros de las compañeras del bello sexo, suave pero resueltamente, instándolas a marcharse, prácticamente sacándolas de la habitación con cajas destempladas, mientras irrumpían en una risotada falsa y dejaban oír sus protestas. Cerró la puerta y permaneció de pie, de espaldas contra ella. Luego pudo verse que el coronel, todavía sumamente pálido, sostenía a la niña por la mano, mientras la pequeñuela retrocedía hacia él algo azorada.
       —Le agradezco, señor Hamlin —dijo el coronel con voz más suave, aunque con un ligero dejo de su habitual arrogancia—, por estar aquí para testimoniar, en presencia de esta niña, mi exposición, en el sentido de una falsedad más ruin, vil e inicua que la que se acaba de volcar en sus inocentes oídos, ¡jamás ha sido pronunciada por nadie! Hizo un breve silencio, caminó hacia la puerta, sosteniendo todavía la pequeña mano, y como el señor Hamlin se hiciera a un lado, la abrió, pidió a Pansy que lo esperara en la sala, volvió a cerrar la puerta y, una vez más, encaró a los dos hombres.
       —Y —prosiguió austeramente— por las chanzas infames que usted, juez Beeswinger y usted, señor Wynyard osaron gastar en su presencia y la mía, espero que cada uno de ustedes me den la más amplia satisfacción..., satisfacción personal. Mis padrinos los esperarán por la mañana.
       Ambos hombres permanecieron erguidos, serenos..., pero belicosos.
       —Como usted guste, señor —respondió el juez Beeswinger, ruborizándose.
       —Para mí, cuanto antes mejor —añadió Wynyard, cortésmente.
       Pasaron junto al impasible y sereno Jack Hamlin con una sonrisa y un aire vagamente significativo como si lo exhortaran a ser testigo de la locura del coronel y en el acto salieron de la habitación.
       Mientras la puerta se cerraba detrás de ellos, el señor Hamlin se asentó el blanco chaleco y, llevándose las manos a las caderas, se adelantó parsimoniosamente hacia el coronel.
       —¿Y después? —inquirió apaciblemente.
       —¿Cómo? —dijo el coronel, tratando de entender mejor.
       —Una vez que haya matado a uno de estos hombres, o a ambos..., o bien, si uno de ellos lo “despacha” a usted, ¿qué será de esa criatura?
       —Si soy yo quien sale airoso —contestó el coronel, ásperamente—, seguiré defendiéndola contra la calumnia y el vituperio...
       —¿De esta manera, eh? —interrumpió Jack—. Después de haber convertido su vida en un infierno, vinculándola a un hombre de su reputación, usted propone plantarlo todo mediante una disputa con un par de beodos, como Beeswinger y Wynyard, en presencia de tres golfas pintarrajeadas y un... ¡condenado bribón como yo! ¿Supone que esto no estallará sobre California, antes de que pueda ser enviada nuevamente al colegio? ¿Supone que esas lenguaraces buenas piezas que están en esa habitación no van a divulgar todo el incidente al primer hombre que esté dispuesto a pagarles una vuelta? (Un olímpico desprecio por el bello sexo en general, era para ellas una de las más sutiles atracciones del señor Hamlin.)
       —Sin embargo, señor —dijo vacilando el coronel—, el pronto castigo del hombre que ha osado...
       —¡Castigo! —interrumpió Hamlin—, ¿quién ha de castigar al hombre que más ha osado? ¿El único hombre responsable por todo esto? ¿Quién lo va a castigar a usted?
       —Señor Hamlin..., ¡señor! —dijo jadeante el coronel, retrocediendo, mientras una de sus manos
se alzaba involuntariamente a la altura del bolsillo del chaleco donde guardaba su revólver.
       Más el señor Hamlin sólo bajó la copa de vino que había levantado de la mesa, haciéndola girar delicadamente entre sus dedos, mientras miraba con fijeza al coronel.
       —Mire usted —dijo con lentitud—. Cuando los muchachos dijeron que usted aceptaba la custodia de esa niña, no en honor de Dick Stannard, sino sólo como una baladronada por la chanza que había gastado a sus expensas, ¡no les creí! Cuando estos hombres y mujeres, esta noche, aludieron al cuento de que esa niña es suya, ¡tampoco lo creí! Cuando otros dijeron que usted consideraba seriamente hacerla su pupila y darle su propiedad, porque quería dotarla como si fuera su padre, ¡tampoco lo creí!
       —¿Y por qué no esto? —inquirió el coronel con presteza, aunque denotando un raro temblor en su voz.
       —Porque —contestó Hamlin, tornándose de súbito tan serio como el coronel— no podía creer que cualquiera que le importase un ápice la niña, pudiera confiarla a un tutor que podría ponerla en contacto con una vida y compañía tan perdida y disoluta como la nuestra. No podía creer que ni el más descreído y presuntuoso mentecato, por el mero prurito de lograr un poco de ostentación sentimental entre gente ajena a su vida regular, permitiría que se malograran las perspectivas de la criatura. No podía creerlo, aunque esa persona pensase que estaba actuando como un padre. No lo he creído..., ¡pero estoy comenzando a creerlo ahora!
       Había poco que elegir entre las actitudes y expresiones de los dos adustos rostros, que se miraban fijamente, separados tan solo por unos centímetros de distancia. Pero el coronel fue el primero que habló:
       —Señor Hamlin..., ¡señor! Acaba usted de decir que yo soy responsable por el episodio de esta tarde..., pero usted expresó una duda acerca de quién podría... castigarse por esa falta. Acepto la responsabilidad que usted me ha señalado, señor, y le ofrezco esa oportunidad. Pero como este asunto entre nosotros debe tener precedencia sobre... mis compromisos con esa banda de canallas, lo espero con sus padrinos a la salida del sol en Burnt Ridge. Buenas tardes, señor.
       Con la cabeza erguida, el coronel salió de la habitación. El señor Hamlin se encogió ligeramente de hombros, volvió hacia la puerta hasta la que había conducido a las mujeres y, en pocos minutos, su voz se oyó melodiosa, confundida entre las más alegres.
       Después de despachar a las mujeres en un gran carruaje y contemplar cómo se alejaban, bajo la tormenta, regresó por un minuto a la sala de espera, en busca de su abrigo. Se sorprendió al oír el sonido de la voz de la niña en el comedor y, como la puerta estaba entreabierta, pudo verla, con toda nitidez, sentada a la mesa, frente a un plato colmado de dulces, mientras el coronel Starbottle, dando la espalda a la puerta, ocupaba la silla opuesta a ella y, con los hombros un poco inclinados, la contemplaba vehementemente. Pensó el señor Hamlin que asistía a la terminación de una emotiva entrevista, pues la voz de Pansy se quebraba, me apena decirlo, en parte por sus sollozos y en parte por la precipitación con que engullía las golosinas que tenía por delante. Sin embargo, por sobre todo el estrépito de la tormenta, que arreciaba afuera, pudo oír decir a la niña:
       —Sí, prometo ser buena... (sollozo)..., e iré con la señora Pyecroft... (sollozo), y trataré... de querer a otro tutor... (sollozo)..., y no lloraré más... (sollozo) y..., ¡oh!, ¡por caridad! ¡tampoco lo hagas tú!
       Al llegar a esta altura de los acontecimientos, el señor Hamlin salió de la habitación y de la casa, con el rostro más bien grave. Una hora más tarde, cuando el coronel llegó con Pansy a la casa de los Pyecrofts, observó que la señora Pyecroft estaba ligeramente molesta. Notó también, en la oscuridad, que una figura parecida a la de Hamlin, acababa de emerger de la puerta, cuando él entró.
       Sin embargo, en Burnt Ridge el sol no había madrugado más que el señor Hamlin. La tormenta de la noche había cesado; prevalecían algunos sectores de bruma, colgando en los valles desde las colinas, que iban cobrando color. Luego, una brisa lo barrió todo y, fuera del sector de bruma que se disipaba, el señor Hamlin vio aparecer dos figuras negras, de chaquetas impecablemente abrochadas, como él, reconociendo en ellas a Beeswinger y Wynyard, seguidos por sus padrinos. Pero el coronel no había llegado. Hamlin tuvo con ellos una animada conversación confidencial, en una atenta espera del adversario ausente. Transcurrieron cinco, diez minutos, y aún no llegaba el coronel, habitualmente tan puntual. La mirada del señor Hamlin era torva. Wynyard y Beeswinger cambiaron fugaces miradas interrogativas. Pronto se vio un vehículo llegar por la pendiente; de él descendió el coronel Starbottle, acompañado por Dick MacKinstry, su padrino, que traía su caja de pistolas. Y luego..., por extraño que pudiera parecer, en hombres que aguardaban la llegada de un adversario célebre por su eximia puntería..., ¡tuvieron una inesperada sensación de positivo alivio!
       El señor MacKinstry, apenas precedía a Starbottle y los demás pudieron ver que éste, aunque erguido, caminaba lentamente. Se sorprendieron también al comprobar que se hallaba fatigado y que tenía los ojos hundidos. En las pocas horas transcurridas desde que lo habían visto por última vez, parecía haber envejecido diez años. El señor MacKinstry, ciudadano de Kentucky, de alta estatura, saludó y fue el primero en hablar.
       —El coronel Starbottle —dijo formalmente— desea expresar que deplora mucho esta demora, que se hizo inevitable, pues tuvo que atender a su pupila, que se marcha hacia Sacramento en la diligencia de esta mañana, a casa de la señora Pyecroft. —Hamlin, Wynyard y Beeswinger cambiaron miradas—. El coronel Starbottle —continuó MacKinstry, volviéndose hacia su principal— desea decir una palabra al señor Hamlin.
       Como el señor Hamlin se adelantara, el coronel levantó la mano, para impedirle que lo hiciera.
       —Lo que tengo que decir debo expresarlo delante de estos caballeros— comenzó pausadamente—. Señor Hamlin, ¡señor! Cuando solicité el honor de esta cita estaba bajo la funesta interpretación errónea del verdadero intento y propósito de sus comentarios acerca de mi actitud de la otra tarde. Creo —añadió, levantando suavemente su bien abotonado pecho— que la reputación de la que siempre he gozado en reuniones de esta índole... evitarán cualquier malentendido de mi presente actitud..., que consiste en solicitar permiso para retirar mi reto... y presentar mis humildes excusas.
       Apenas se hubo desvanecido el estupor producido por tan inesperada disculpa y la rapidez con que el señor Hamlin estrechara la mano del coronel, cuando el coronel irguióse nuevamente, y dirigiéndose a su padrino, dijo:
       —Y ahora estoy a completa disposición del juez Beeswinger y Wynyard..., quienquiera sea el primero que acepte mi reto.
       Mas los dos hombres, así aludidos, parecieron por un instante extrañamente turbados y molestos. El juez Beeswinger quebró, empero, aquella incómoda situación, adelantándose resueltamente hacia el Coronel, con la mano extendida.
       —Hemos venido solamente para disculparnos, coronel Starbottle. No poseyendo ni su reputación ni su experiencia en estos trances, todavía creemos que podemos pretender una análoga exención de cualquier falsa interpretación, si decimos lamentar profundamente nuestra conducta insensata y descortés de la otra tarde.
       Un rápido rubor subió a las macilentas mejillas del coronel al apartarse, mientras dirigía una fugaz mirada de suspicacia a Hamlin.
       —¡Señor Hamlin! ¡Caballeros!..., si esto es...
       Pero, antes de que pudiera terminar la frase, Hamlin, golpeando suavemente la espalda del coronel, le dijo:
       —Le doy mi palabra de honor, coronel. Estos caballeros trataron sinceramente de disculparse y vinieron aquí con esa finalidad...; y yo también..., ¡sólo que usted se anticipó!
       Ante la carcajada que siguió a la sincera declaración del señor Hamlin, los rasgos del coronel se relajaron torvamente y, en esa actitud, estrechó la mano de sus dos últimos posibles contrincantes.
       —Y ahora —insinuó Hamlin, alegremente—, todos ustedes me acompañarán a almorzar..., y trataremos de compensar la cena que no hemos terminado la otra noche.
       Esa fue la única alusión que se hizo a la interrupción y sus consecuencias, pues durante el almuerzo, el coronel nada dijo de su pupila y los demás comensales se mostraron sumamente discretos al respecto. Pero el señor Hamlin no estaba del todo satisfecho. Logró traer a su lado al criado del coronel, Jim, y supo por el negro que el coronel Starbottle había llevado a la niña a casa de los Pyecroft, aquella noche; que había celebrado una larga entrevista con Pyecroft; que había escrito varias cartas y que anduvo “paseándose” toda la noche por su cuarto, y que él (Jim) estaba contento de que la niña se hubiera ido.
       —¿Por qué? —preguntó Hamlin, con afectada indolencia.
       Con su peculiar ceceo, el negro justificó su satisfacción por el alejamiento de la pequeña, atribuyéndole los mismos graves y peligrosos defectos de todas las otras mujeres que conservaban la amistad de su amo. ¿Y para qué debía “guardarla”?... Únicamente para pasearse con ella, ¡y dar la impresión de que era su respetable padre!”
       —¿Y la niña estaba triste al separarse del coronel? —preguntó Hamlin.
       —No..., es curioso lo que ocurre con estas muchachas, señor Jack —contestó el negro en su pintoresco ceceo—. Todas, grandes y chicas..., ¡sólo usan al coronel! ¡Eso es todo! Sólo usan al viejo como una caña, para bajar los nísperos del árbol...
       Pero el señor Hamlin no sonrió.
       Más tarde se supo que el coronel Starbottle había renunciado a la tutoría, con el consentimiento de la Corte. Si volvió a ver a su pupila o si permaneció leal a su memoria, nunca se ha sabido con certeza.
       Los lectores de estas crónicas podrán, empero, recordar que, años después, cuando el coronel contrajo enlace con la viuda de un tal señor Tretherick, tanto en su noviazgo, como en su breve vida de casado, se mostró indiferente en grado sumo a las infantiles gracias de Carrie Tretherick, la pequeña hija de la viuda, y esta torpe insensibilidad del coronel provocó la ira de esta última.




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