Feodor
Dostoievski
(1821-1881)
El Gran Inquisidor (1880)
(Poema, traducido en prosa, que forma parte de la novela
Los hermanos Karamazov, 1879-1880. Lo recita
Iván a su hermano Alexei (Alyosha), un monje principiante)
Han pasado ya quince siglos
desde que Cristo dijo: “No tardaré en volver. El día y la hora,
nadie, ni el propio Hijo, las sabe”. Tales fueron sus palabras al
desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso
con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no
duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en
la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una
herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles,
sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere
sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto
por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto “¡Señor, dignáos,
aparecérosnos!”, que Él ha querido, en su misericordia inagotable,
bajar a la tierra.
Y he aquí que ha querido
mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo
sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la
acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los
cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem
Dei gloriam.
No se trata de la venida
prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita
de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, “como un
relámpago que brilla del Ocaso al Oriente”. No, hoy sólo ha
querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la
hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana
que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.
Aparece entre las cenizas de las
hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia
del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la
Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa,
quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado,
modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.
El pueblo, impelido por un
irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una
sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa
su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos
ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los
brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa.
Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: “¡Señor,
cúrame para que pueda verte!” Una escama se desprende de sus ojos,
y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él
pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo
exclama: “¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que
Él!”
Cristo se detiene en el atrio de
la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un
pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el
cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la
ciudad.
—¡Él resucitará a tu hija!
—le grita el pueblo a la desconsolada madre.
El sacerdote que ha salido a
recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.
Pero la madre profiere:
—¡Si eres Tú, resucita a mi
hija!
Y se posterna ante Él. Se
detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él
lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi
(Levántate, muchacha).
La muerta se incorpora, abre los
ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo
de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El
pueblo, lleno de estupor, clama, llora.
En el mismo momento en que se
detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor.
Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética
delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han
apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el
magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de
la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.
Sus siniestros colaboradores y
los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El
cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le
inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del
desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas
blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.
—¡Prendedle!— les ordena a
sus esbirros, señalando a Cristo.
Y es tal su poder, tal la medrosa
sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto,
silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un
solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su
bendición.
Los esbirros conducen al preso a
la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura
celda.
Muere el día, y una noche de
luna una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le
sucede.
De pronto, en las tinieblas se
abr la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en
persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras
él. E anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar
palabra, con templa, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego,
avanza lenta mente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:
—¿Eres Tú, en efecto?
Pero, sin esperar la respuesta
prosigue
—No hables, calla. ¿Qué
podías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una
sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos?…
Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana
mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien
seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de
los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba
los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego.
Quizá nada de esto te sorprenda...
Y el anciano, mudo y pensativo
sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y
suave.
—El Espíritu terrible e
inteligente — añade, tras una larga pausa —, el Espíritu de la
negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras
atestiguan que te “tentó”. No puede concebirse nada más profundo
que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el
lenguaje de la Escritura, en aquellas tres “tentaciones”. ¡Si ha
habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres
tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de
unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran
sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas
de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los
sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la
Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: “Inventad
tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento,
sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de
la Humanidad futura”, ¿crees que esa asamblea de todas las grandes
inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan
formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso
Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te
habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el
Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad
está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se
concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie.
Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún
desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba
previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia.¿Quién
tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?...
Si no el texto, el sentido de la primera
pregunta es el siguiente: “Quieres presentarte al mundo con las
manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su
tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad
espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca
nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes
todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la
Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa,
temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y
los panes se tornasen piedras.” Pero tú no quisiste privar al
hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la
idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste
que “no so1o de pan vive el hombre”, sin saber que el espíritu de
la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra
ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: “¡Nos
ha dado el fuego del cielo!” Pasarán siglos y la Humanidad
proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por
consiguiente, no hay pecado; que so1o hay hambrientos. “Dales pan si
quieres que sean virtuosos.” Esa será la divisa de los que se
alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu
templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de
Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y
mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres.
Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y
nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos
escondidos — huyendo aún de la persecución, del martirio —, para
gritarnos: “¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del
cielo no nos lo han dado!” Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles
pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu
nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su
ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el
pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando:
“¡Cadenas y pan!” Comprenderán que la libertad no es compatible
con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres,
dado que nunca — ¡nunca! — sabrán repartírselo. Se convencerán
también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos,
necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que
puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza
humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo
podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero
¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para
preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo
el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los
demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino
viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos
pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y
rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una
vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que
hayamos aceptado el cetro que — ¡tanto será el miedo que la
libertad acabará por inspirarles! — nos ofrecerán. Y reinaremos en
tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta
necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.
Como ves, la primera de la tres
preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste!
Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido
en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el
eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El
más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien
inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que
pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere
que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una
religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es,
desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y
colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se
exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su
vecino: “¡Adora a mi dios o te mato!” Y así ocurrirá hasta el
fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la
Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los
dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza
humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera
asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan
terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad,
y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay,
te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien
delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin
embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay
que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado
ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa
incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de
la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle.
En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en
la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a
explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta
existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa
provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En
vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin
duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre
prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el
hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir
tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que
pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste
de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa
los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la
vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su
libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor.
Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la
dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu
ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿,No se te alcanzaba que
acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo
la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: “Si Él
hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en
una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?” Tú
mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo
que se te proponía... Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas
capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e
indómitos — haciéndoles felices — : el milagro, el misterio y la
autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible
te llevó a la almena del templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres
el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los
ángeles tomarte han en las manos.” Tú rechazaste la proposición,
no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un
dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son
dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido
la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo,
estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas,
dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo
instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia
a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para
prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del
corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales
exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería
perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los
tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el
hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios,
siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina
ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los
hechiceros, aunque sea hereje o ateo.
Cuando te dijeron, por mofa: “¡Baja de la
cruz y creeremos en ti!”, no bajaste. Entonces, tampoco quisiste
someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una
creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un
amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo
aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote
en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya
sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién
has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de
lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le
estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has
exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías
estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se
subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de
ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de
escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra
el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término
y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos
y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la
inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán
estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha
creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán,
desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la
naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se
encarga ella misma de castigarla.
La inquietud, la duda, la
desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu
sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los
partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada
generación. Su número no es corto, si se considera que supone una
naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en
el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en
verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor,
estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí
mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata só1o de
algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la
Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no
poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el
alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles?
¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante
no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable
misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que
deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su
conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la
hemos basado en el “milagro”, el “misterio” y la “autoridad”.
Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un
rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les
ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a
la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia
de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos
autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué
callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes
ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para
qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a
decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi
boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con
Él... ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo — ¡ocho siglos!
— que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que
recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez
mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado;
nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos
declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha
acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para
verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo;
pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y,
entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también
pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal
don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los
hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de
su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un
inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro
de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre
ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más
sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los
Tamerlan, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán
devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad.
Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal,
que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre
los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en
las manos?
Tomamos la espada de César y, al
hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de
libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia —los
hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se
entregarán a la antropofagia—; pero la bestia acabará por
arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con
lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y
levantaremos una copa en la que se leerá la palabra “Misterio”. Y
entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la
paz y de la dicha. Tú te de tus elegidos, pero son una mi noria:
nosotros les daremos el re y la calma a todos. Y aun de esa minoría,
aun de entre esos “fuertes” llamados a ser de los elegidos,
¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuán tos
han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el
ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores!
Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las re
vueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de
que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su
libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les
engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad
lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia
llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales
prodigios, a causar los con tales exigencias, que los menos suaves y
dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y
violentos, se asesinarán, y otros —los más—, rebaño de cobardes
y de miserables, gritarán a nuestros pies: “¡Sí, tenéis razón!
Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos
de nosotros mismos!”
No se les ocultará que el pan
—obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno— que reciben
de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y
que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el
pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues
verán que, si no convertimos las piedras en partes, tampoco los panes
se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras.
¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo
comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su
parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le
ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de
nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni
lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una
felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad
compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad — no,
como Tú, el orgullo . Les probaremos que son débiles niños, pero
que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se
tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán
contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna.
Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la
energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto
rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los
niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con
que facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la
suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a
trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida
semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros
inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar — ¡su naturaleza
es tan flaca!—. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un
amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con
nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus
pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos
adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado
de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus
mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener
hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más
penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y
por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les
ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.
Todos los millones de seres
humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los
depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los
felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil
mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal.
Morirán en paz. pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba,
sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo
callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de
una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro
mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que
volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo
podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que
nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora,
sentada sobre la bestia y con la “copa del misterio” en las manos,
será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera,
desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me
levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres
felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien,
habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti,
diciendo: “¡Júzganos, si puedes y te atreves!” No te temo. Yo
también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de
langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les
diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes.
Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para
sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los
orgullosos para acudir en socorro de los humildes.
Lo que te digo se realizará;
nuestro imperio será un hecho.
Y te repito que mañana, a una señal mía,
verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré
morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de
la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.
El inquisidor calla. Espera unos
instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le
ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y
dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera
querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más
amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en
silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso
se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan;
se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca...
, nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad”. El preso se
aleja.
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