Franz
Kafka
(Praga, 1883-1924)
Ante la ley (1915)
(“Vor dem Gesetz”)
Forma parte del manuscrito de la novela El proceso —capítulo “En la
catedral”
Originalmente publicado en el “semanario judío independiente” Selbswehr (7 de septiembre de 1915)
Ante la ley
hay un guardián. Un campesino se presenta frente
a este guardián, y solicita que le permita
entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que
por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre
reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán
entrar.
—Tal vez —dice
el centinela— pero no por ahora.
La puerta que
da a la Ley está abierta, como de costumbre;
cuando el guardián se hace a un lado, el hombre
se inclina para espiar. El guardián lo ve, se
sonríe y le dice:
—Si tu deseo
es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de
mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y
sólo soy el último de los guardianes. Entre
salón y salón también hay guardianes, cada uno
más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián
es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino
no había previsto estas dificultades; la Ley
debería ser siempre accesible para todos, piensa,
pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de
pieles, su nariz grande y aguileña, su barba
negra de tártaro, rala y negra, decide que le
conviene mas esperar. El guardián le da un
escabel y le permite sentarse a un costado de la
puerta.
Allí espera
días y años. Intenta infinitas veces entrar y
fatiga al guardián con sus súplicas. Con
frecuencia el guardián conversa brevemente con
él, le hace preguntas sobre su país y sobre
muchas otras cosas; pero son preguntas
indiferentes, como las de los grandes señores, y,
finalmente siempre le repite que no puede dejarlo
entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas
cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso
que sea para sobornar al guardián. Este acepta
todo, en efecto, pero le dice:
—Lo acepto
para que no creas que has omitido ningún
esfuerzo.
Durante esos
largos años, el hombre observa casi continuamente
al guardián: se olvida de los otros y le parece
que éste es el único obstáculo que lo separa de
la Ley. Maldice su mala suerte, durante los
primeros años audazmente y en voz alta; más
tarde, a medida que envejece, sólo murmura para
si. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa
y larga contemplación del guardián ha llegado a
conocer hasta las pulgas de su cuello de piel,
también suplica a las pulgas que lo ayuden y
convenzan al guardián. Finalmente, su vista se
debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz,
o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de
la oscuridad distingue un resplandor, que surge
inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda
poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las
experiencias de esos largos años se confunden en
su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no
ha formulado. Hace señas al guardián para que se
acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a
endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a
agacharse mucho para hablar con él, porque la
disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado
bastante con el tiempo, para desmedro del
campesino.
—¿Qué
quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres
insaciable.
—Todos se
esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—;
¿cómo es posible entonces que durante tantos
años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián
comprende que el hombre está por morir, y para
que sus desfallecientes sentidos perciban sus
palabras, le dice junto al oído con voz
atronadora:
—Nadie
podía pretenderlo porque esta entrada era
solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.
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