Franz
Kafka
(Praga, 1883-1924)
Un artista del trapecio (1922)
[La primera desgracia]
(“Erstes Leid”)
Originalmente publicado en la revista Genius (enero de 1923)
Un artista del trapecio —como
todos sabemos, este arte que se practica en lo más alto de las
cúpulas de los grandes circos, es uno de los más difíciles entre
los accesibles al hombre— había organizado su vida de manera tal
—primero por un afán de perfección profesional y luego por
costumbre, una costumbre que se había vuelto tiránica— que
mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en su
trapecio. Todas sus necesidades, por cierto muy moderadas, eran
satisfechas por criados que se turnaban y aguardaban abajo. En cestos
especiales para ese fin, subían y bajaban cuanto se necesitaba allí
arriba.
Esta manera de vivir del
trapecista no creaba demasiado problema a quienes lo rodeaban. Su
permanencia arriba sólo resultaba un poco molesta mientras se
desarrollaban los demás números del programa, porque como no se la
podía disimular, aunque estuviera sin moverse, nunca faltaba alguien
en el público que desviara la mirada hacia él. Pero los directores
se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible.
Por otra parte, se sabía que él no vivía así por simple capricho y
que sólo viviendo así podía mantenerse siempre entrenado y
conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba el ambiente
era saludable y cuando en la época de calor se abrían las ventanas
laterales que rodeaban la cúpula y el sol y el aire inundaban el
salón en penumbras, la vista era hermosa.
Por supuesto, el trato humano de
aquel trapecista estaba muy limitado. De tanto en tanto trepaba por la
escalerilla de cuerdas algún colega y se sentaba a su lado en el
trapecio. Uno se apoyaba en la cuerda de la derecha, otro en la de la
izquierda, y así conversaban durante un buen rato. Otras veces eran
los obreros que reparaban el techo, los que cambiaban algunas palabras
con él, por una de las claraboyas o el electricista que revisaba las
conexiones de luz en la galería más alta, que le gritaba alguna
palabra respetuosa aunque no demasiado inteligible.
Fuera de eso, siempre estaba solo.
Alguna vez un empleado que vagaba por la sala vacía en las primeras
horas de la tarde, levantaba los ojos hacia aquella altura casi
aislada del mundo, en la cual el trapecista descansaba o practicaba su
arte sin saber que lo observaban.
El artista del trapecio podría
haber seguido viviendo así con toda la tranquilidad, a no ser por los
inevitables viajes de pueblo en pueblo, que le resultaban en extremo
molestos. Es cierto que el empresario se encargaba de que esa
mortificación no se prolongara innecesariamente. Para ir a la
estación el trapecista utilizaba un automóvil de carrera que
recorría a toda velocidad las calles desiertas. Pero aquella
velocidad era siempre demasiado lenta para su nostalgia del trapecio.
En el tren se reservaba siempre un compartimiento para él solo, en el
que encontraba, arriba en la red de los equipajes, una sustitución
aunque pobre, de su habitual manera de vivir.
En el lugar de destino se había
izado el trapecio mucho antes de su llegada, y se mantenían las
puertas abiertas de par en par y los corredores despejados. Pero el
instante más feliz en la vida del empresario era aquel en que el
trapecista apoyaba el pie en la escalerilla de cuerdas y trepaba a su
trapecio, en un abrir y cerrar de ojos.
Por muchas ventajas económicas
que le brindaran, el empresario sufría con cada nuevo viaje, porque
—a pesar de todas las precauciones tomadas— el traslado siempre
irritaba seriamente los nervios del trapecista.
En una oportunidad en que
viajaban, el artista tendido en la red, sumido en sus ensueños, y el
empresario sentado junto a la ventanilla, leyendo un libro, el
trapecista comenzó a hablarle en voz apenas audible. Mordiéndose los
labios, dijo que en adelante necesitaría para vivir dos trapecios, en
lugar de uno como hasta entonces. Dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió sin
vacilaciones. Pero como si quisiera demostrar que la aceptación del
empresario era tan intrascendente como su oposición, el trapecista
añadió que nunca más, bajo ninguna circunstancia, volverla a
trabajar con un solo trapecio. Parecía estremecerse ante la idea de
tener que hacerlo en alguna ocasión. El empresario vaciló, observó
al artista y una vez más le aseguró que estaba dispuesto a
satisfacerlo. Sin duda, dos trapecios serían mejor que uno solo. Por
otra parte la nueva instalación ofrecía grandes ventajas, el número
resultaría más variado y vistoso.
Pero, de pronto, el trapecista
rompió a llorar. Profundamente conmovido, el empresario se levantó
de un salto y quiso conocer el motivo de aquel llanto. Como no
recibiera respuesta, trepó al asiento, lo acarició y apoyó el
rostro contra la mejilla del atribulado artista, cuyas lágrimas
humedecieron su piel.
—¡Cómo es posible vivir con
una sola barra en las manos! —sollozó el trapecista, después de
escuchar las preguntas y las palabras afectuosas del empresario.
Al empresario le resultó ahora
más fácil consolarlo. Le prometió que en la primera estación de
parada telegrafiaría al lugar de destino para que instalaran
inmediatamente el segundo trapecio y se reprochó duramente su
desconsideración por haberlo dejado trabajar durante tanto tiempo, en
un solo trapecio. Luego le agradeció el haberle hecho advertir
aquella imperdonable omisión. Así pudo el empresario tranquilizar al
artista e instalarse nuevamente en su rincón.
Pero él no había conseguido
tranquilizarse. Muy preocupado estaba, a hurtadillas y por encima del
libro, miraba al trapecista. Si por causas tan pequeñas se deprimía
tanto, ¿desaparecerían sus tormentos? ¿No existía la posibilidad
de que fueran aumentando día a día? ¿No acabarían por poner en
peligro su vida? Y el empresario creyó distinguir —en aquel sueño
aparentemente tranquilo en el que había desembocado el llanto— las
primeras arrugas que comenzaban a insinuarse en la frente infantil y
tersa del artista del trapecio.
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