Franz
Kafka
(Praga, 1883-1924)
Chacales y árabes (1917)
(“Schakale und Araber”)
Originalmente publicado en en la revista mensual Der Jude (octubre de 1917)
Acampábamos en el oasis. Los
viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya había
alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la
hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un
chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había
estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El gruñido de los chacales
me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían y se apagaban;
cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un
látigo.
Un chacal se me acercó por
detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara
mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:
—Soy el chacal más viejo de
toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya
casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la
eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y todas las madres hasta
llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
—Me asombra —dije olvidando
alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los chacales—,
me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano
Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?
Y como envalentonados por este
discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon el
círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y bufaban.
—Sabemos —empezó el más
viejo— que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra
esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los
árabes falta. De este frío orgullo, sabes, no brota ninguna chispa
de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y desprecian
la carroña.
—No hables tan fuerte —le dije—,
los árabes están durmiendo cerca de aquí.
—Eres en verdad un extranjero
—dijo el chacal—, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la
historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué
deberíamos tenerles miedo? ¿Acaso no es un desgracia suficiente el
vivir repudiados en medio de semejante pueblo?
—Es posible —contesté—,
puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe
tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la
sangre, entonces concluirá quizá solamente con sangre.
—Eres muy listo —dijo el viejo
chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes los
pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo
apretando los dientes podía tolerarse salía de sus fauces abiertas—,
eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua
doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá
terminado.
—¡Oh! —exclamé más
brutalmente de lo que hubiera querido— se defenderán, los abatirán
en masa con sus escopetas.
—Has entendido mal —dijo—,
según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte se
pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua
para purificarnos. A la simple vista de sus cuerpos con vida escapamos
hacia aires más puros, al desierto, que por esta razón se ha vuelto
nuestra patria.
Y todos los chacales en torno, a
los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos de
más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se
la frotaron con las patas; habríase dicho que querían ocultar una
repugnancia tan terrible que yo, de buena gana, con un gran salto
hubiese huido del cerco.
—¿Qué piensan hacer entonces?
—les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude; dos
jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi
camisa; debí permanecer sentado.
—Llevan la cola de tus ropas —dijo
el viejo chacal aclarando en tono serio—, como prueba de respeto.
—¡Que me suelten! —grité,
dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.
—Te soltarán, naturalmente —dijo
el viejo—, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque
siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden
abrir las mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.
—No diré que el comportamiento
de ustedes me ha predispuesto a ello —contesté.
—No nos hagas pagar nuestra
torpeza —dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono
lastimero de su voz natural—, somos pobres animales, sólo poseemos
nuestra dentadura; para todo lo que queramos hacer, bueno o malo,
contamos únicamente con los dientes.
—¿Qué quieres entonces? —pregunté
algo aplacado.
—Señor —gritó, y todos los
chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía—. Señor,
tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres,
nuestros antepasados te han descrito como el que lo logrará. Es
necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire respirable;
el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los
carneros que el árabe degüella; todos los animales deben reventar en
paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos
hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos —y ahora
todos lloraban y sollozaban—, ¿cómo únicamente tú en el mundo
puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas?
Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son
sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y
cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso,
oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos
todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el
pescuezo con esta tijera! —Y, a una sacudida de su cabeza, apareció
un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de
sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.
—¡Ah, finalmente apareció la
tijera, y ahora basta! —gritó el jefe árabe de nuestra caravana,
que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su
gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta
distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros,
tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía
como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.
—Así que tú también, señor,
has visto y oído este espectáculo —dijo el árabe riendo tan
alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.
—¿Sabes entonces qué quieren
los animales? —pregunté.
—Naturalmente, señor —dijo—,
todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el
desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo
europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada
europeo es precisamente el que les parece el predestinado. Estos
animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad.
Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los
de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo
traigan aquí.
Cuatro portadores llegaron y
arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el
suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente
atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la
tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado
el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante
los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer
mordisco encontraba la arteria. Como una pequeña bomba rabiosa que
quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un
prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba
en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como
una montaña encima del cadáver.
En aquel momento el jefe restalló
el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la
cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a
los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un
salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del
camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el
cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron
allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.
—Tienes razón, señor —dijo—,
dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los
has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar