Franz
Kafka
(Praga, 1883-1924)
La condena (1912)
(“Das Urteil”)
Originalmente publicado en Arcadia (1913)
Era domingo por la mañana en
lo más hermoso de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante,
estaba sentado en su habitación en el primer piso de una de las casas
bajas y de construcción ligera que se extendían a lo largo del río
en forma de hilera, y que sólo se distinguían entre sí por la
altura y el color. Acababa de terminar una carta a un amigo de su
juventud que se encontraba en el extranjero, la cerró con lentitud
juguetona y miró luego por la ventana, con el codo apoyado sobre el
escritorio, hacia el río, el puente y las colinas de la otra orilla
con su color verde pálido.
Reflexionó sobre cómo este
amigo, descontento de su éxito en su ciudad natal, había
literalmente huido ya hacía años a Rusia. Ahora tenía un negocio en
San Petersburgo, que al principio había marchado muy bien, pero que
desde hacía tiempo parecía haberse estancado, tal como había
lamentado el amigo en una de sus cada vez más infrecuentes visitas.
De este modo se mataba
inútilmente trabajando en el extranjero, la extraña barba sólo
tapaba con dificultad el rostro bien conocido desde los años de la
niñez, rostro cuya piel amarillenta parecía manifestar una
enfermedad en proceso de desarrollo. Según contaba, no tenía una
auténtica relación con la colonia de sus compatriotas en aquel lugar
y apenas relación social alguna con las familias naturales de allí
y, en consecuencia, se hacía a la idea de una soltería definitiva.
¿Qué podía escribírsele a un
hombre de este tipo, que, evidentemente, se había enclaustrado, de
quien se podía tener lástima, pero a quien no se podía ayudar? ¿Se
le debía quizá aconsejar que volviese a casa, que trasladase aquí
su existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas,
para lo cual no existía obstáculo, y que, por lo demás, confiase en
la ayuda de los amigos? Pero esto no significaba otra cosa que decirle
al mismo tiempo, con precaución, y por ello hiriéndole aún más,
que sus esfuerzos hasta ahora habían sido en vano, que debía, por
fin, desistir de ellos, que tenía que regresar y aceptar que todos,
con los ojos muy abiertos de asombro, le mirasen como a alguien que ha
vuelto para siempre; que sólo sus amigos entenderían y que él era
como un niño viejo, que debía simplemente obedecer a los amigos que
se habían quedado en casa y que habían tenido éxito.
¿E incluso entonces era seguro
que tuviese sentido toda la amargura que había que causarle? Quizá
ni siquiera se consiguiese traerle a casa, él mismo decía que ya no
entendía la situación en el país natal, y así permanecería, a
pesar de todo, en su extranjero, amargado por los consejos y un poco
más distanciado de los amigos. Pero si siguiera realmente el consejo
y aquí se le humillase, naturalmente no con intención sino por la
forma de actuar, no se encontraría a gusto entre sus amigos ni
tampoco sin ellos, se avergonzaría y entonces no tendría de verdad
ni hogar ni amigos. En estas circunstancias ¿no era mejor que se
quedase en el extranjero tal como estaba? ¿Podría pensarse que en
tales circunstancias saldría realmente adelante aquí?
Por estos motivos, y si se quería
mantener la relación epistolar con él, no se le podían hacer
verdaderas confidencias como se le harían sin temor al conocido más
lejano. Hacía más de tres años que el amigo no había estado en su
país natal y explicaba este hecho, apenas suficientemente, mediante
la inseguridad de la situación política en Rusia, que, en
consecuencia, no permitía la ausencia de un pequeño hombre de
negocios mientras que cientos de miles de rusos viajaban
tranquilamente por el mundo. Pero precisamente en el transcurso de
estos tres años habían cambiado mucho las cosas para Georg. Sobre la
muerte de su madre, ocurrida hacía dos años y desde la cual Georg
vivía con su anciano padre en la misma casa, había tenido noticia el
amigo, y en una carta había expresado su pésame con una sequedad que
sólo podía tener su origen en el hecho de que la aflicción por
semejante acontecimiento se hacía inimaginable en el extranjero.
Ahora bien, desde entonces, Georg se había enfrentado al negocio,
como a todo lo demás, con gran decisión. Quizá el padre, en la
época en que todavía vivía la madre, lo había obstaculizado para
llevar a cabo una auténtica actividad propia, por el hecho de que
siempre quería hacer prevalecer su opinión en el negocio. Quizá
desde la muerte de la madre, el padre, a pesar de que todavía
trabajaba en el negocio, se había vuelto más retraído. Quizá
desempeñaban un papel importante felices casualidades, lo cual era
incluso muy probable; en todo caso, el negocio había progresado
inesperadamente en estos dos años, había sido necesario duplicar el
personal, las operaciones comerciales se habían quintuplicado, sin
lugar a dudas tenían ante sí una mayor ampliación.
Pero el amigo no sabía nada de
este cambio. Anteriormente, quizá por última vez en aquella carta de
condolencia, había intentado convencer a Georg de que emigrase a
Rusia y se había explayado sobre las perspectivas que se ofrecían
precisamente en el ramo comercial de Georg. Las cifras eran mínimas
con respecto a las proporciones que había alcanzado el negocio de
Georg. Él no había querido contarle al amigo sus éxitos comerciales
y si lo hubiese hecho ahora, con posterioridad, hubiese causado una
impresión extraña.
Es así como Georg se había
limitado a contarle a su amigo cosas sin importancia de las muchas que
se acumulan desordenadamente en el recuerdo cuando se pone uno a
pensar en un domingo tranquilo. No deseaba otra cosa que mantener
intacta la imagen que, probablemente, se había hecho el amigo de su
ciudad natal durante el largo período de tiempo, y con la cual se
había conformado. Fue así como Georg, en tres cartas bastante
distantes entre sí, informó a su amigo acerca del compromiso
matrimonial de un señor cualquiera con una muchacha cualquiera, hasta
que, finalmente, el amigo, totalmente en contra de la intención de
Georg, comenzó a interesarse por este asunto.
Georg prefería contarle estas
cosas antes que confesarle que era él mismo quien hacía un mes se
había prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una joven de
familia acomodada. Con frecuencia hablaba con su prometida de este
amigo y de la especial relación epistolar que mantenía con él.
—Entonces no vendrá a nuestra
boda —decía ella—, y yo tengo derecho a conocer a todos tus
amigos.
—No quiero molestarlo —contestaba
Georg—, entiéndeme, probablemente vendría, al menos así lo creo,
pero se sentiría obligado y perjudicado, quizá me envidiaría y
seguramente, apesadumbrado e incapaz de prescindir de esa pesadumbre,
regresaría solo, solo ¿sabes lo que es eso?
—Bueno, ¿no puede enterarse de
nuestra boda por otro camino?
—Sin duda no puedo evitarlo,
pero es improbable dada su forma de vida.
—Si tienes esa clase de amigos,
Georg, nunca debiste comprometerte.
—Sí, es culpa de ambos, pero
incluso ahora no desearía que fuese de otra forma.
Y si ella, respirando
precipitadamente entre sus besos, alegaba todavía:
—La verdad es que sí que me
molesta.
Entonces era realmente cuando él
consideraba inofensivo contarle todo al amigo.
—Así soy y así tiene que
aceptarme —se decía—. No pienso convertirme en un hombre a su
medida, hombre que quizá fuese más apropiado a su amistad de lo que
yo lo soy.
Y, efectivamente, en la larga
carta que había escrito este domingo por la mañana, informaba a su
amigo del compromiso que se había celebrado, con las siguientes
palabras: “Me he reservado la novedad más importante para el final.
Me he prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha
perteneciente a una familia acomodada que se estableció aquí mucho
tiempo después de tu partida y a la que tú apenas conocerás. Ya
habrá oportunidad de contarte más detalles acerca de mi prometida,
baste hoy con decirte que soy muy feliz y que en nuestra mutua
relación sólo ha cambiado el hecho de que tú, en lugar de tener en
mí un amigo corriente, tendrás un amigo feliz. Además tendrás en
mi prometida, que te manda saludos cordiales y que te escribirá
próximamente, una amiga leal, lo que no deja de tener importancia
para un soltero. Sé que muchas cosas te impiden hacernos una visita,
pero ¿acaso no sería precisamente mi boda la mejor oportunidad de
echar por la borda, al menos por una vez, todos los obstáculos? Pero,
sea como sea, actúa sin tener en cuenta todo lo demás y según tu
buen criterio”.
Georg había permanecido mucho
tiempo sentado en su escritorio con la carta en la mano y el rostro
vuelto hacia la ventana. Con una sonrisa ausente había apenas
contestado a un conocido que, desde la calle, le había saludado al
pasar.
Finalmente, se metió la carta en
el bolsillo y, a través de un corto pasillo, se dirigió desde su
habitación a la de su padre, en la que no había estado desde hacía
meses. No existía, por lo demás, necesidad de ello, porque
constantemente tenía contacto con él en el negocio; comían juntos
en una casa de comidas, por la noche cada uno se tomaba lo que le
apetecía pero después la mayoría de las veces se sentaban un ratito,
cada uno con su periódico, en el cuarto de estar común, a no ser que
Georg, como ocurría con mucha frecuencia, estuviese en compañía de
amigos o, como ahora, fuese a ver a su novia.
Georg se extrañó de lo oscura
que estaba la habitación del padre incluso en esta mañana soleada,
tal era la sombra que proyectaba la alta pared que se elevaba al otro
lado del estrecho patio. El padre estaba sentado ante la ventana, en
un rincón adornado con recuerdos de la difunta madre, y leía el
periódico, que sostenía de lado ante los ojos, con lo cual intentaba
contrarrestar una cierta falta de visión. Sobre la mesa estaban aún
los restos del desayuno, del que no parecía haber comido mucho.
—¡Ah Georg! —exclamó el
padre, e inmediatamente se dirigió hacia él. Su pesada bata se
abría al andar y los bajos revoloteaban a su alrededor.
“Mi padre sigue siendo un
gigante”, se dijo Georg.
—Esto está insoportablemente
oscuro —dijo a continuación.
—Sí, sí que está oscuro —contestó
el padre.
—¿También has cerrado la
ventana?
—Lo prefiero así.
—Afuera hace bastante calor —dijo
Georg como complemento a lo anterior, y se sentó.
El padre retiró la vajilla del
desayuno y la colocó sobre una cómoda.
—La verdad es que sólo quería
decirte —continuó Georg, que seguía los movimientos del anciano
totalmente aturdido— que, por fin, he informado a San Petersburgo de
mi compromiso.
Sacó un poco la carta del
bolsillo y la dejó caer dentro de nuevo.
—¿Cómo que a San Petersburgo?
—preguntó el padre.
—Sí, a mi amigo —dijo Georg,
y buscó los ojos del padre.
“En el negocio es completamente
distinto”, pensó. “Cuánto sitio ocupa ahí sentado y cómo se
cruza de brazos!”
—Sí, claro, a tu amigo —dijo
el padre recalcándolo.
—Ya sabes, padre, que en un
principio quería silenciar mi compromiso. Por consideración, por
ningún otro motivo. Tú ya sabes que es una persona difícil. Puede
enterarse de mi compromiso por otros cauces, me dije, y si bien esto
apenas es probable dada su solitaria forma de vida, yo no puedo
evitarlo, pero por mí mismo no debe enterarse.
—¿Y ahora has cambiado de
opinión? —preguntó el padre.
Puso el periódico en el antepecho
de la ventana y sobre el periódico las gafas que tapaba con las manos.
—Sí, ahora he cambiado de
opinión. Si verdaderamente se trata de un buen amigo, me he dicho,
entonces mi feliz compromiso es también para él motivo de alegría y
por eso no he dudado más en comunicárselo. Sin embargo, antes de
echar la carta quería decírtelo.
—Georg —dijo el padre, y
estiró la boca sin dientes—, escucha por una vez. Has venido a mí
por este asunto, para discutirlo conmigo. Esto te honra sin duda
alguna, pero no sirve para nada, y menos aún que para nada, si no me
dices ahora mismo toda la verdad. No quiero traer a colación cosas
que nada tienen que ver con esto. Desde la muerte de nuestra querida
madre han ocurrido ciertas cosas desagradables. Quizá también les
llegue su turno, y quizá antes de lo que pensamos. En el negocio se
me escapan algunas cosas, quizá no se me oculten, ahora no quiero en
modo alguno alimentar la sospecha de que se me ocultan, ya no estoy lo
suficientemente fuerte, me falla la memoria, ya no puedo abarcar
tantas cosas. En primer lugar esto es ley de vida y, en segundo lugar,
la muerte de tu madre me ha afligido mucho más que a ti. Pero ya que
estamos tratando de este asunto de la carta, te pido, Georg, que no me
engañes. Es una pequeñez, no merece la pena, así pues, no me
engañes. ¿Tienes de verdad ese amigo en San Petersburgo?
Georg se levantó desconcertado.
—Dejemos en paz a mis amigos.
Mil amigos no sustituyen a mi padre. ¿Sabes lo que creo?, que no te
cuidas lo suficiente, pero los años exigen sus derechos. En el
negocio eres indispensable para mí, bien lo sabes tú, pero si el
negocio amenaza tu salud mañana mismo lo cierro para siempre. Esto no
puede seguir así. Tenemos que adoptar otro modo de vida para ti, pero
desde el principio. Estás sentado aquí en la oscuridad y en el
cuarto de estar tendrías buena luz. Tomas un par de bocados del
desayuno en lugar de comer como es debido. Estás sentado con las
ventanas cerradas y el aire fresco te sentaría bien. ¡No, padre mío!
Iré a buscar al médico y seguiremos sus prescripciones Cambiaremos
las habitaciones. Tú te trasladarás a la habitación de delante y yo
a ésta. No supondrá una alteración para ti, todo se llevará allí
Ya habrá tiempo de ello, ahora te acuesto en la cama un poquito,
necesitas tranquilidad a toda costa. Vamos, te ayudaré a desnudarte,
ya verás cómo sé hacerlo. ¿O prefieres trasladarte inmediatamente
a la habitación de delante y allí te acuestas provisionalmente en mi
cama? La verdad es que esto sería lo más sensato.
Georg estaba de pie justo al lado
de su padre, que había dejado caer sobre el pecho su cabeza de
blancos y despeinados cabellos.
—Georg —dijo el padre en voz
baja y sin moverse.
Georg se arrodilló inmediatamente
junto al padre, vio las enormes pupilas en su cansado rostro dirigidas
hacia él desde las comisuras de los ojos.
—No tienes ningún amigo en San
Petersburgo. Tú has sido siempre un bromista y tampoco has hecho una
excepción conmigo. ¡Cómo ibas a tener un amigo precisamente allí!
No puedo creerlo de ninguna manera.
—Padre, haz memoria una vez más
—dijo Georg, levantó al padre del sillón y le quitó la bata,
estaba allí tan débil—, pronto hará ya tres años que mi amigo
estuvo en casa de visita. Recuerdo todavía que no te hacía demasiada
gracia. Al menos dos veces te oculté su presencia, a pesar de que en
esos momentos se hallaba precisamente en mi habitación. Yo podía
comprender bien tu animadversión hacia él, mi amigo tiene sus
manías, pero después conversaste agradablemente con él. En aquellos
momentos me sentía tan orgulloso de que le escuchases, asintieses y
preguntases... Si haces memoria tienes que acordarte. Él contó
entonces historias increíbles de la revolución rusa. Cómo, por
ejemplo, en un viaje de negocios a Kiev, había visto en un balcón a
un sacerdote que se había cortado una ancha cruz de sangre en la
palma de la mano, la levantó e invocó con ella a la multitud. Tú
mismo has contado de vez en cuando esta historia.
Mientras tanto Georg había
conseguido sentar al padre y quitarle cuidadosamente el pantalón de
punto que llevaba encima de los calzoncillos de lino, así como los
calcetines. Al ver la ropa, que no estaba precisamente limpia, se hizo
reproches por haber descuidado al padre. Seguro que también formaba
parte de sus obligaciones el cuidar de que el padre se cambiase de
ropa. Todavía no había hablado expresamente con su prometida de
cómo iban a organizar el futuro del padre, porque tácitamente
habían supuesto que él se quedaría solo en el piso viejo. Sin
embargo, ahora se decidió, de repente y con toda firmeza, a
llevárselo a su futuro hogar. Bien mirado, casi daba la impresión de
que el cuidado que el padre iba a recibir allí podría llegar
demasiado tarde.
Llevó al padre en brazos a la
cama. Una terrible sensación se apoderó de él cuando, a lo largo de
los pocos pasos hasta ella, notó que su padre jugueteaba con la
cadena del reloj sobre su pecho. Se agarraba con tal fuerza a la
cadena del mismo, que no pudo acostarlo inmediatamente. Apenas se
encontró en la cama, todo pareció volver de nuevo a la normalidad.
Se tapó solo y se cubrió muy bien los hombros con el cobertor. No
miraba a Georg precisamente con hostilidad.
—¿Verdad que ya te acuerdas de
él? —preguntó Georg, y asintió con la cabeza haciendo un gesto
alentador.
—¿Estoy bien tapado? —preguntó
el padre como si no pudiese asegurarse él mismo de que sus pies se
encontraban tapados.
—Así es que te gusta estar en
la cama —dijo Georg, y colocó mejor el cobertor a su alrededor.
—¿Estoy bien tapado? —preguntó
el padre de nuevo, y pareció prestar especial atención a la
respuesta.
—Estate tranquilo, estás bien
tapado.
—¡No! —gritó el padre de tal
forma que la respuesta chocó contra la pregunta, echó hacia atrás
el cobertor con una fuerza tal que por un momento quedó extendido en
el aire, y se puso de pie sobre la cama. Sólo con una mano se apoyaba
ligeramente en el techo.
—Querías taparme, lo sé,
retoño mío, pero todavía no estoy tapado, y aunque sea la última
fuerza es suficiente para ti, demasiada para ti. ¡Claro que conozco a
tu amigo! Sería el hijo que desea mi corazón, por eso también lo
has engañado durante todos estos años. ¿Por qué si no? ¿Acaso
crees que no he llorado por él? Precisamente por eso te encierras en
tu oficina: “el jefe está ocupado, no se le puede molestar”.
Sólo para poder escribir tus falsas cartitas a Rusia. Pero,
afortunadamente, nadie tiene que dar lecciones al padre sobre cómo
adivinar las intenciones del hijo. De la misma manera que ahora has
creído haberlo subyugado, subyugado de tal forma que podrías
sentarte con tu trasero sobre él y él no se movería, en ese momento
mi señor hijo ha decidido casarse.
Georg levantó la mirada hacia el
espectro de su padre. El amigo de San Petersburgo, a quien de repente
el padre conocía tan bien, se apoderaba de él como nunca hasta ahora.
Lo vio perdido en la lejana Rusia. Lo vio en la puerta del negocio
vacío y desvalijado, entre las ruinas de las estanterías, entre los
géneros hechos jirones, entre los tubos de gas que estaban caídos...
y él permanecía todavía erguido. ¿Por qué había tenido que irse
tan lejos?
—¡Pero mírame —gritó el
padre—. Georg corrió, casi distraído, hacia la cama, con la
intención de comprenderlo todo, pero se quedó parado a mitad de
camino.
—Porque ella se ha levantado las
faldas —comenzó a hablar el padre—, porque se ha levantado así
las faldas de cerda asquerosa —y para expresarlo plásticamente se
levantó el camisón tan alto que se veía sobre el muslo la cicatriz
de sus años de guerra—, porque se ha levantado así, y así las
faldas, te has acercado a ella y, para poder gozar con ella sin que
nadie molestase, has profanado la memoria de nuestra madre, has
traicionado al amigo y has metido en la cama a tu padre para que no se
pueda mover, pero ¿puede moverse o no?
Permanecía en pie sin apoyo
alguno y lanzaba las piernas en todas las direcciones. Sonreía con
entusiasmo al comprenderlo todo.
Georg estaba de pie en un rincón
lo más lejos posible del padre. Desde hacía un rato había decidido
firmemente observarlo todo con exactitud, para no ser indirectamente
sorprendido de alguna forma por detrás o desde arriba. Entonces se
acordó de nuevo de la decisión, ya hacía rato olvidada, y volvió a
olvidarla tan deprisa como se pasa un hilo corto a través del ojo de
una aguja.
—No obstante el amigo no ha sido
todavía traicionado —gritó el padre, y lo corroboraba su índice
movido de acá para allá— yo era su representante en este lugar.
Georg no pudo evitar gritar:
—¡Comediante!
Reconoció inmediatamente el daño
y, demasiado tarde, los ojos fijos, se mordió la lengua hasta
doblarse de dolor.
—¡Sí, por supuesto que he
representado una comedia! ¡Comedia! ¡Buena palabra! ¿Qué otro
consuelo le quedaba al anciano padre viudo? Dime, y durante el momento
que dure la respuesta sé todavía mi hijo vivo. ¿Qué otra salida me
quedaba en mi habitación interior, perseguido por un personal infiel,
viejo hasta los huesos? Y mi hijo iba con júbilo por la vida,
ultimaba negocios que yo había preparado, se retorcía de la risa y
pasaba ante su padre con el reservado rostro de un hombre de honor. ¿Crees
tú que yo no te hubiese querido, yo, de quien saliste tú?
“Ahora se inclinará hacia
delante”, pensó Georg, “¡si se cayese y se estrellase!” Esta
palabra le pasó por la cabeza como una centella.
El padre se echó hacia delante,
pero no se cayó. Puesto que Georg no se acercaba como había esperado,
se irguió de nuevo.
—¡Quédate donde estás, no te
necesito! Piensas que tienes todavía la fuerza suficiente para venir
aquí, y solamente te contienes porque así lo deseas, ¡No te
equivoques! Todavía soy el más fuerte, ¡Yo solo habría tenido
quizá que retirarme, pero tu madre me ha dado su fuerza, con tu amigo
me alié maravillosamente y a tu clientela la tengo aquí en el
bolsillo!
—¡Incluso en el camisón tiene
bolsillos! —se dijo Georg, y creyó que con esta observación
podría hacerle quedar en ridículo ante todo el mundo. Pensó en esto
sólo durante un momento, porque inmediatamente volvía a olvidarlo
todo.
—¡Cuélgate del brazo de tu
novia y ven hacia mí! ¡La barro de tu lado y no sabes cómo!
Georg hacía muecas como si no
pudiese creerlo. El padre sólo asentía con la cabeza, ratificando la
verdad de lo que decía y dirigiéndose al rincón en que se
encontraba Georg.
—¡Cómo me has divertido hoy
cuando has venido y me has preguntado si debías contarle a tu amigo
lo del compromiso! Si lo sabe todo, estúpido, lo sabe todo! Yo le
escribía porque olvidaste quitarme las cosas para escribir. Por eso
ya no viene desde hace años, lo sabe todo cien veces mejor que tú
mismo, tus cartas las arruga con la mano izquierda sin haberlas leído,
mientras que con la derecha se pone delante mis cartas para leerlas.
De puro entusiasmo agitaba el
brazo por encima de la cabeza.
—¡Lo sabe todo mil veces mejor!
—gritó.
—Diez mil veces —dijo Georg
con la intención de burlarse de su padre, pero todavía en su boca
estas palabras adquirieron un tono profundamente serio.
—¡Desde hace años estoy a la
espera de que me vengas con esa pregunta! ¿Crees que me preocupa
alguna otra cosa? ¿Crees que leo periódicos? ¡Mira! —Y tiró a
Georg un periódico que, de alguna forma, había ido a parar a su cama.
Un periódico viejo con un nombre que a Georg le era completamente
desconocido.
—¡Cuánto tiempo has tardado en
llegar a la madurez! Tuvo que morir tu madre, no llegó a ver el día
de júbilo. El amigo perece en su Rusia, ya hace tres años estaba
amarillo de muerte, y yo, ya ves cómo me va a mí, para eso tienes
ojos.
—Entonces me has espiado —gritó
Georg.
El padre, en tono compasivo e
incidental, dijo:
—Probablemente eso querías
haberlo dicho antes, ahora ya no viene a cuento —y en voz más alta—:
Ahora ya sabes lo que había además de ti, hasta ahora no sabías
más que de ti mismo. Lo cierto es que fuiste un niño inocente, pero
aún más ciertamente fuiste un hombre diabólico. Por eso has de
saber que yo te condeno a morir ahogado.
Georg se sintió como expulsado de
la habitación, el golpe con el que el padre a su espalda había
caído sobre la cama resonaba todavía en sus oídos. En la escalera,
por cuyos escalones bajaba tan de prisa como si se tratase de una
rampa inclinada, sorprendió a la criada que estaba a punto de subir
para arreglar el piso.
—¡Jesús! —gritó, y se tapó
la cara con el delantal, pero él ya se había ido.
Salió del portal de un salto, el
agua lo atraía por encima de la calzada. Ya se asía firmemente a la
baranda como un hambriento a la comida. Saltó por encima como el
excelente atleta que, para orgullo de sus padres, había sido en sus
años juveniles. Todavía seguía sujeto con las manos, débilmente.
cuando divisó entre las barras de la baranda un ómnibus que
cubriría con facilidad el ruido de su caída. Exclamó en voz baja:
“Queridos padres, a pesar de todo siempre los he querido”, y se
dejó caer.
En ese momento atravesaba el
puente un tráfico verdaderamente interminable.
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