Franz
Kafka
(Praga, 1883-1924)
Un artista del hambre (1922)
(“Ein Hungerkünstler”)
Originalmente publicado en la revista Die neue Rundschau (octubre de 1922);
seleccionado por Kafka para la selección de cuentos (Ein Hungerkünstler)
publicado en la editorial berlinesa Die Schmiede (1924)
En los últimos decenios, el
interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un
buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como
espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del
todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del
ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían
verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba
quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del
ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era
realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la
jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a
los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma,
en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de
las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel
hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que,
desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por
el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada
sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo
por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después
a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada,
ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única
pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba
mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de
cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para
humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin
cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados
por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser
carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la
misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por
cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era
sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues
los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del
ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más
mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo
prohibía.
A la verdad, no todos los
vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había
grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy
débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se
sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta
intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual,
a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de
dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo
atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces,
sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que
duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a
aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le
servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le
permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él,
los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose
con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada
momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a
su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en
general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía
hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena
de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda
la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con
ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio,
las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de
nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el
hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se
sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era
servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se
arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche
de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver
en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa
seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su
cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero
conservaban siempre sus sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las
sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en
situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como
vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por
experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin
falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo
tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque,
por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la
causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya,
tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder
sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su
descontento consigo mismo. Sólo él sabía —sólo él y ninguno de
sus adeptos— qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil
del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso
más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban
un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil
porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el
cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el
curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su
interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al
fin de su ayuno —esta justicia había que hacérsela—, había
abandonado su jaula voluntariamente.
El empresario había fijado
cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no
le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no
dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había
enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda
suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá
aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado
este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito
de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían
observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones;
pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno
más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era
abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un
público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de
una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al
ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición
se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos
señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel
papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella
al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante
una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo
cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se
resistía.
Cierto que colocaba
voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas,
inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no
quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente
entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más,
un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo
mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando,
y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos,
cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a
sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su
capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo
tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por
qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba
muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan
largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella
sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas.
Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia
tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente,
sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de
plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba
el empresario silenciosamente —con la música no se podía hablar—,
alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a
contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja,
aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en
otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura,
tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer
creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio;
y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin
poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco,
se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto
mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos
sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas,
y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo
estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie,
apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo
como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo
el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las
damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento —jamás se
hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica—,
alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del
contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su
compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se
limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de
huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las
divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que
ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás
preparado para ello.
Después venía la comida, en la
cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a
un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de
una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores
del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis
dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el
ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo,
marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había
visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto
él.
Vivió así muchos años, cortados
por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación
de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un
humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había
nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían
consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía
alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle
comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien
podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el
ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de
todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas
para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba
emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía
que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad
incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable
la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para
explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era
posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble
ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que
claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba
echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas
al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama,
casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto
lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable
para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase
allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz
terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella
incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe,
escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero
al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y,
sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público
podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los
testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que
se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que
mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de
repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es
capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan
mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa
de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario
recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio
hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un
pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión
hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este
fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y
compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la
embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente,
presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado
tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que
alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero
para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer,
pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes,
no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar
otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba
fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del
empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo
contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del
contrato.
Un gran circo, con su infinidad de
hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se
complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a
cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son
modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo
el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso
nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su
arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista
veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de
refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador
aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar
entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su
voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en
que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que
provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el
espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase
olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el
ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó
sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista,
como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las
cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles,
de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que
admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el
público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi
inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí
un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no
hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los
empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que
no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las
interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador
temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el
objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido
paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado,
con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él,
hasta que muy pronto —ni la más obstinada y casi consciente
voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia—
tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin
excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y
siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque
cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e
insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los
que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando
el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les
interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria
y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo
antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel,
venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse
mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida
por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una
mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era
caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos,
mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se
trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una
exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla;
y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación
escolar y general —¿qué sabían ellos lo que era ayunar?—,
seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus
inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos.
Quizá estarían un poco mejor las cosas —decíase a veces el
ayunador— si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de
las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir
lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por
deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna
inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los
sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de
presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se
atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre
tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que
pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se
podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe
en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún
vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser
más que un estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso,
un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban
acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como
ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya
pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto
quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente
pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el
arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo
comprender.
Los más hermosos rótulos
llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se
le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días
transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros
tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho
tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño
trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo,
cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había
anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo
había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie,
ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno
llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así,
cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su
jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla,
pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta
la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la
malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba
honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus
merecimientos.
* * *
Volvieron a pasar
muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin.
Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los
criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable
que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban,
hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se
acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de
ella hallaron al ayunador.
—¿Ayunas todavía? —preguntole
el inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
—Perdónenme todos —musitó el
ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído
pegado a la reja.
—Sin duda —dijo el inspector,
poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el
estado mental del ayunador—, todos te perdonamos.
—Había deseado toda la vida que
admiraran mi resistencia al hambre —dijo el ayunador.
—Y la admiramos —repúsole el
inspector.
—Pero no deberían admirarla —dijo
el ayunador.
—Bueno, pues entonces no la
admiraremos —dijo el inspector—; pero ¿por qué no debemos
admirarte?
—Porque me es forzoso ayunar, no
puedo evitarlo —dijo el ayunador.
—Eso ya se ve —dijo el
inspector—; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
—Porque —dijo el artista del
hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del
inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados
como si fuera a dar un beso—, porque no pude encontrar comida que me
gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho
ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras,
pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción,
aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
—¡Limpien aquí! —ordenó el
inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula
pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más
obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la
hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La
comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus
guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble
cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le
pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad;
parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la
alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no
les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se
sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno
querían apartarse de allí.
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