Flannery O’Connor
(Savannah, Georgia, 1925-1964)
El tren
(“The Train”, 1953)
(uno de los seis cuentos de la tesis para maestría The Geranium: A Collection of Short Storiesi> de O’Connor)
(revisado más tarde para el primer capítulo de la novela Wise Blood)
(publicado en The Sewanee Review, 1948)
The Complete Stories, 1971
De tanto pensar en el
camarero, casi se había olvidado de la litera. Le tocaba una de arriba. El
hombre de la estación había dicho que podía darle una de las de abajo y Haze le
había preguntado si no tenía de las de arriba. Al acomodarse en el asiento, Haze
se había fijado en que, encima de su cabeza, el techo era redondeado. Ahí estaba
la litera. Bajaban el techo y ahí estaba, y para subirte tenías que usar una
escalera. No había visto ninguna escalera por ahí; supuso que las guardarían en
el armario. El armario estaba justo por donde se entraba. Cuando se subió al
tren había visto al camarero de pie, delante del armario, poniéndose la chaqueta
del uniforme. Haze se había parado justo en ese instante, justo donde estaba.
La forma en que movía
la cabeza era igual, y la nuca era igual, y el brazo lo tenía igual de corto. Se
apartó del armario y miró a Haze, y Haze le vio los ojos y eran iguales; eran
idénticos... así, de entrada, idénticos a los del viejo Cash, pero después eran
diferentes. Se volvieron diferentes mientras los miraba; se endurecieron por
completo.
—¿A... a qué hora
bajan las camas? —farfulló Haze.
—Falta mucho todavía
—contestó el camarero, y volvió a buscar otra vez dentro del armario.
Haze no supo qué más
decirle. Se fue para su compartimiento.
El tren era ahora una
mancha gris que avanzaba rauda dejando atrás atisbos de árboles, campos veloces
y un cielo inmóvil que se oscurecía mientras se alejaba. Haze reclinó la cabeza
en el respaldo y miró por la ventanilla, la luz amarillenta del tren lo bañaba
con su tibieza. El camarero había pasado dos veces: dos veces hacia atrás y dos
veces hacia delante, y la segunda vez que había pasado hacia delante le había
echado a Haze una mirada severa, y luego había seguido su camino sin decir nada;
Haze se había dado la vuelta para verlo marchar tal como había hecho la vez
anterior. Hasta su forma de andar era igual. Todos los negros de la quebrada se
parecían. Eran unos negros de un tipo muy personal, pesados y calvos, pura roca.
En sus tiempos, el viejo Cash había pesado doscientas libras, sin nada de grasa,
y no subía más de cinco pies del suelo. Haze quería hablar con el camarero. ¿Qué
le comentaría el camarero cuando él le dijese: “Soy de Eastrod”? ¿Qué le diría
él?
El tren había llegado
a Evansville. Subió una señora y se sentó enfrente de Haze. Eso significaba que
a ella le tocaría la litera que había debajo de la suya. La mujer comentó que le
parecía que iba a nevar. Dijo que su marido la había llevado en coche hasta la
estación y le había dicho que sería toda una sorpresa si no nevaba antes de que
él estuviera de vuelta en casa. Tenía que recorrer diez millas; vivían en las
afueras. Ella iba a Florida, a visitar a su hermana. Nunca había tenido tiempo
de hacer un viaje tan largo. La vida era así, las cosas iban pasando una detrás
de la otra, y daba la impresión de que el tiempo volaba tanto que ya no sabías
si eras joven o vieja. Puso una cara como si el tiempo la hubiese engañado al
pasar el doble de deprisa cuando ella dormía y no podía vigilarlo. Haze se
alegró de tener a alguien que le diera conversación.
Se acordó de cuando
era niño, cuando su madre y él y los demás niños iban a Chattanooga en el
ferrocarril de Tenesí. Su madre siempre se ponía a conversar con los demás
pasajeros. Era como un viejo perro de caza al que acababan de soltar y salía
corriendo, olía cada piedra y cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto con
el que se encontraba. Y además se acordaba de todos ellos. Años más tarde, de
repente se preguntaba qué sería de aquella señora que iba a Fort West, o se
preguntaba si el vendedor de biblias había conseguido sacar a su mujer del
hospital. Sentía una especie de anhelo por la gente, como si lo que le pasaba a
las personas con las que conversaba le pasara a ella. Era una Jackson. Annie Lou
Jackson.
“Mi madre era una
Jackson”, dijo Haze para sus adentros. Había dejado de prestar atención a la
señora, aunque seguía mirándola a la cara y ella creía que la escuchaba.
—Me
llamo Hazel Wickers —dijo—. Tengo diecinueve años. Mi madre era una Jackson. Me
crié en Eastrod, Eastrod, Tenesí.
Pensó otra vez en el
camarero. Le preguntaría al camarero. De pronto se le ocurrió que el camarero
podía ser hijo de Cash. A Cash se le había fugado un hijo. Eso pasó antes de que
Haze naciera. Aun así, seguro que el camarero conocía Eastrod.
Haze miró por la
ventanilla y vio las negras siluetas giróvagas adelatándolo a toda velocidad. Si
cerraba los ojos, entre cualquiera de ellas, distinguía Eastrod de noche, y
lograba encontrar las dos casas con el camino en medio, y la tienda, y las casas
de los negros, y aquel granero, y el trozo de valla que se internaba en el
prado, entre gris y blanco, con la luna en lo alto. Era capaz de ver la cara de
la mula suspendida encima de la valla y ahí la dejaba, para que sintiera la
noche. Él también la sentía. Sentía su suave caricia en el aire. Había visto a
su mamá acercarse por el sendero y secarse las manos en el mandil que acababa de
quitarse, la había visto aparecer sombría como si fuese la encarnación de la
noche y luego de pie en la puerta: Haaazzzeee, Haaazzzeee, ven aquí. El tren lo
decía por él. Quiso levantarse e ir a buscar al camarero.
—¿Vas para tu casa?
—le preguntó la señora Hosen. Se llamaba señora de Wallace Ben Hosen; de soltera
se apellidaba Hitchcock.
—¡Ummm! —exclamó
Haze, sobresaltado—, me bajo en... me bajo en Taulkinham.
La señora Hosen
conocía a algunas personas en Evansville que tenían un primo en Taulkinham... un
tal señor Henrys, no estaba segura. Siendo de Taulkinham, Haze debía de
conocerlo. ¿Alguna vez había oído hablar de...?
—Yo no soy de
Taulkinham —refunfuñó Haze—. Yo no sé nada de Taulkinham.
No miró a la señora
Hosen. Sabía lo que le iba a preguntar; vio venir la pregunta y vino:
—¿Y se puede saber
dónde vives?
Quería huir de ella.
—Eso estaba allí
—murmuró, revolviéndose en el asiento, luego añadió—: Es que no me acuerdo,
estuve una vez pero... esta es la tercera vez que voy a Taulkinham —se apresuró
a explicar; la cara de la mujer había surgido ante él y lo miraba con fijeza—,
no volví más desde aquella vez que fui y yo tenía seis años. No sé nada de ese
lugar. Una vez vi ahí un circo pero no...
Oyó un ruido metálico
al final del vagón y se asomó para ver de dónde venía. El camarero iba bajando
las paredes de los compartimentos del principio del vagón.
—Tengo que ver al
camarero —dijo Haze, y escapó pasillo abajo.
No sabía qué le iba a
decir al camarero. Cuando lo tuvo delante seguía sin saber qué le iba a decir.
—Supongo que se
prepara para hacerlas ya —comentó Haze.
—Así es —dijo el
camarero.
—¿Cuánto tarda en
hacer una? —preguntó Haze.
—Siete minutos
—contestó el camarero.
—Yo soy de Eastrod
—dijo Haze—. Soy de Eastrod, Tenesí.
—Pues eso no está en
esta línea —le aclaró el camarero—. Te has equivocado de tren si cuentas con
llegar a un sitio como ese.
—Voy a Taulkinham
—dijo Haze—. Me crié en Eastrod.
—¿Quieres que te haga
la litera ahora mismo? —le preguntó el camarero.
—¿Eh? —respondió
Haze—. Eastrod, Tenesí. ¿Nunca oyó hablar de Eastrod?
El camarero bajó un
lateral del asiento.
—Soy de Chicago —le
dijo.
Echó las cortinas de
ambas ventanillas y bajó el otro asiento. Hasta la nuca era la misma. Cuando se
agachó, se le vieron tres pliegues. Era de Chicago.
—Estás justo en medio
del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar —le dijo, y le dio la espalda a
Haze.
—Me parece que mejor
me voy a sentar un rato —dijo Haze sonrojándose.
Al regresar a su
compartimiento notó que la gente lo observaba con atención. La señora Hosen
miraba por la ventanilla. Se volvió y lo examinó con suspicacia; luego dijo que
todavía no se había puesto a nevar, ¿verdad?, y soltó una parrafada. Imaginaba
que a esa hora su marido se estaría preparando la cena. Ella pagaba a una chica
para que le hiciera el almuerzo, pero para la cena se arreglaba solo. Le parecía
que eso, de vez en cuando, no le hacía daño a ningún hombre. Al contrario,
pensaba que a él le venía bien. Wallace no era vago, pero no tenía ni idea de lo
sacrificado que era ocuparse todo el santo día de la casa. La verdad es que no
sabía cómo iba a sentirse en Florida con alguien sirviéndole todo el rato.
El camarero era de
Chicago.
Hacía cinco años que
ella no se tomaba vacaciones. La última vez había ido a ver a su hermana a Grand
Rapids. El tiempo vuela. Su hermana se había mudado de Grand Rapids a Waterloo.
Si llegaba a cruzarse ahí mismo con los hijos de su hermana, no sabía bien si
iba a ser capaz de reconocerlos. Su hermana le había escrito que estaban tan
grandes como su padre. Las cosas cambiaban deprisa, le decía. El marido de su
hermana había trabajado en la compañía del agua de Grand Rapids, tenía un buen
puesto, pero en Waterloo, se...
—Estuve allí la
última vez —dijo Haze—. No me bajaría en Taulkinham si eso estuviera allí; se
vino abajo como... no sé... como...
—Debes de estar
pensando en otra Grand Rapids —le dijo la señora Hosen frunciendo el ceño—. La
Grand Rapids de la que yo te hablo es una ciudad grande y está donde ha estado
siempre.
Lo miró con fijeza un
instante y luego continuó: cuando estaban en Grand Rapids se llevaban bien, pero
en Waterloo él se dio a la bebida. Su hermana tuvo que sacar adelante la casa y
educar a los niños. La señora Hosen no lograba entender cómo podía pasarse ahí
sentado año tras año.
La madre de Haze
nunca había hablado demasiado en el tren; más bien escuchaba. Era una Jackson.
Al cabo de un rato,
la señora Hosen dijo que tenía hambre y le preguntó si quería acompañarla al
vagón restaurante. Le dijo que sí.
El vagón restaurante
estaba lleno y había gente esperando turno para entrar. Haze y la señora Hosen
hicieron media hora de cola meciéndose en el estrecho pasillo; de cuando en
cuando, se pegaban a los costados para dejar paso a un goteo de gente. La señora
Hosen se puso a conversar con la mujer que tenía al lado. Haze miraba la pared
con cara de tonto. Nunca se hubiera animado a ir solo al vagón restaurante;
menos mal que había encontrado a la señora Hosen. Si ella no llegaba a estar
hablando, él le hubiera contado con inteligencia que había estado allí la última
vez y que el camarero no era de allí, pero que se parecía bastante a los negros
de la quebrada, también se parecía al viejo Cash lo suficiente para ser su hijo.
Se lo hubiera contado mientras comían. Desde donde estaba no se veía el vagón
restaurante; se preguntó cómo sería por dentro. “Como un restaurante”, imaginó.
Pensó en la litera. Cuando terminara de comer, seguro que la litera estaba hecha
y se podía subir a ella. ¿Qué diría su mamá si lo viera ocupando una litera en
un tren? Seguro que ella nunca llegó a imaginar que eso iba a pasar. Cuando se
acercaron un poco más a la entrada del vagón restaurante, vio el interior. ¡Era
igualito a un restaurante de la ciudad! Seguro que su mamá nunca llegó a
imaginar que sería así.
Cada vez que alguien
salía del vagón restaurante, el encargado le hacía señas a las personas del
principio de la cola; a veces le hacía señas a una sola persona, a veces a
varias. Pidió que entraran dos personas, la cola avanzó y Haze, la señora Hosen
y la mujer con la que conversaba quedaron al final del vagón restaurante,
mirando hacia el interior. Al cabo de poco, se marcharon dos personas más. El
hombre hizo una seña y entraron la señora Hosen y la mujer; Haze las siguió. El
hombre detuvo a Haze y le dijo: "Dos nada más", y lo hizo retroceder hasta la
puerta. Haze se puso colorado como un tomate. Intentó colocarse detrás de la
persona que iba antes que él y luego intentó abrirse paso en la cola para
regresar al vagón en el que viajaba, pero había demasiada gente apretujada cerca
de la puerta. Tuvo que quedarse allí de pie y aguantar que todos lo miraran.
Durante un rato nadie se marchó y tuvo que quedarse ahí de pie. La señora Hosen
no volvió a fijarse en él. Al final, la señora que se encontraba al fondo del
vagón restaurante se levantó y el encargado agitó la mano, Haze vaciló, vio la
mano agitarse otra vez y entonces avanzó, recorrió el pasillo tambaleándose y,
antes de llegar a su sitio, chocó contra dos mesas y se le cayó encima el café
de alguien. No miró a las personas que estaban sentadas a su mesa. Pidió lo
primero que vio en el menú y, cuando se lo sirvieron, se lo comió sin pensar en
lo que era. La gente con la que compartía mesa había acabado y notó que
esperaban y, mientras, aprovechaban para verlo comer.
Cuando salió del
vagón restaurante se sentía débil y las manos le temblaban solas, con
movimientos imperceptibles. Era como si hubiera pasado un año desde que había
visto al encargado hacerle señas para que se sentara. Se detuvo entre dos
vagones; para despejarse inspiró hondo el aire frío. Funcionó. Cuando regresó a
su vagón, todas las literas estaban montadas y los pasillos, oscuros y
siniestros, flotaban envueltos en un verde espeso. Se dio cuenta otra vez de que
tenía una litera, de las de arriba, y de que ya podía meterse en ella. Podía
tumbarse y subir la persiana un poquito para mirar y vigilar —justo lo que
pensaba hacer— y ver cómo pasaban las cosas de noche desde un tren en marcha.
Podía observar la noche en movimiento.
Cogió su mochila, se
fue al lavabo de caballeros y se puso la ropa de dormir. Un cartel indicaba que
había que avisarle al camarero para subir a las literas de arriba. Se le ocurrió
de repente que a lo mejor el camarero era primo de algunos de los negros de la
quebrada; podía preguntarle si tenía algún primo en Eastrod, o en Tenesí. Fue
pasillo abajo a buscarlo. A lo mejor podían charlar un poco antes de que él se
metiera en la litera. No encontró al camarero al final de vagón y se fue para la
otra punta. Al ir a doblar chocó con algo pesado, color rosa, que lanzó un grito
ahogado y masculló:
—¡Serás
torpe!
Era la señora Hosen
envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de rulos. Se había
olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo brillante, peinado para atrás y
esos rizadores que parecían setas negras enmarcándole la cara. Ella trató de
avanzar y él quiso dejarla pasar, pero los dos se movieron a la vez. A ella se
le puso la cara morada salvo por unas manchitas blancas que no se le
encendieron. Se puso tiesa, se quedó inmóvil y le preguntó:
—¿Se puede saber qué
es lo que te pasa?
Él se escurrió como
pudo, salió corriendo pasillo abajo y chocó con tal fuerza contra el camarero
que este perdió el equilibrio y él le cayó encima; la cara del camarero quedó
muy cerca de la suya, era clavado al viejo Cash Simmons. Por un instante no pudo
quitarse de encima del camarero por estar pensando en que era Cash, y musitó: “Cash”, y el camarero se lo sacó de encima, se levantó y se alejó pasillo abajo,
a toda prisa, y Haze se incorporó como pudo, fue tras él y le dijo que quería
subirse a su litera mientras pensaba: “Es pariente de Cash”, y entonces, de
repente, como si alguien se lo hubiera soltado cuando estaba distraído: “Este es
el hijo que se le fugó a Cash”. Y luego: “Conoce Eastrod y no quiere saber nada,
no quiere hablar de eso, no quiere hablar de Cash”.
Se quedó mirando
mientras el camarero le ponía la escalera para subir a la litera; luego subió
sin dejar de mirar al camarero; veía a Cash, aunque distinto, no tenía los
mismos ojos, y cuando estaba a medio subir, dijo, sin dejar de mirar al
camarero:
—Cash está muerto. Un
puerco le pegó el cólera.
El camarero se quedó
con la boca abierta y, observando a Haze con desdén, masculló:
—Soy de Chicago. Mi
padre era empleado del ferrocarril.
Haze se lo quedó
mirando y se echó a reír: un negro empleado de ferrocarril; y rió otra vez y el
camarero apartó la escalera con un movimiento del brazo tan brusco que Haze tuvo
que agarrarse de la manta.
Se acostó boca abajo
en la litera, temblando por la forma en que había subido. El hijo de Cash. De
Eastrod. Pero que no quería saber nada de Eastrod, que odiaba Eastrod. Siguió
acostado boca abajo durante un rato, sin moverse. Era como si hubiese pasado un
año desde que se había caído en el pasillo encima del camarero.
Al cabo de un rato se
acordó de que, en realidad, estaba en la litera, se dio la vuelta, encendió la
luz y miró a su alrededor. No había ventana.
En la pared del
costado no había ninguna ventana. No se subía hacia arriba para convertirse en
ventana. No había ninguna ventana disimulada en la pared. Había como una red de
pesca en toda la pared del costado, pero no había ninguna ventana. Por un
instante, se le pasó por la cabeza que eso era obra del camarero: le había dado
esa litera que no tenía ventana, solo una red de pesca colgando a lo largo,
porque lo odiaba. Seguro que eran todos iguales.
El techo encima de la
litera era bajo y curvo. Se acostó. El techo curvo daba la impresión de no estar
bien cerrado; daba la impresión de estar cerrándose. Se quedó acostado un rato,
sin moverse. Notó en la garganta como una esponja con sabor a huevo. En la cena
había tomado huevos. Ahora los notaba en la esponja que tenía en la garganta.
Justo en la garganta los tenía. No quería darse la vuelta, tenía miedo de que se
movieran; quería que la luz estuviera apagada; quería que estuviera oscuro.
Levantó la mano sin darse la vuelta, tanteó en busca del interruptor, le dio y
la oscuridad le cayó encima, y después se hizo menos intensa por la luz que se
filtraba por el espacio sin cerrar, como de un palmo. Quería que la oscuridad
fuera completa, no que estuviera diluida. Oyó al camarero acercarse por el
pasillo, sus pasos mullidos en la alfombra, avanzaba sin pausa, rozando las
cortinas verdes, luego los pasos se fueron perdiendo a lo lejos hasta que no se
oyeron más. El camarero era de Eastrod. Era de Eastrod pero no quería saber nada
de ese lugar. Cash no lo hubiera reclamado. No lo hubiera querido. No hubiera
querido nada que llevara una chaquetilla blanca y ajustada y anduviera con una
escobilla en el bolsillo. La ropa de Cash tenía la misma pinta que si la
hubiesen guardado un tiempo debajo de una piedra; y olía como los negros. Pensó
en cómo olía Cash, pero el olor que le vino era el del tren. En Eastrod ya no
quedaban negros de la quebrada. En Eastrod. Al entrar por el camino vio en la
oscuridad, en la penumbra, la tienda de comestibles cerrada con tablas y el
granero abierto donde la oscuridad andaba suelta, y la casa más pequeña medio
desmontada, sin balcón ni suelo en la entrada. Se suponía que debía ir a casa de
su hermana en Taulkinham la última vez que estuvo de permiso, al volver del
campamento de Georgia, pero no quería ir a Taulkinham y había regresado a
Eastrod pese a que sabía lo que se iba a encontrar: las dos familias
desperdigadas por los pueblos y hasta los negros que vivían en el camino se
habían marchado a Memphis, a Murfreesboro y a otros sitios. Él había vuelto a
dormir en la casa, en el suelo de la cocina, y del techo se había desprendido
una tabla que le había caído en la cabeza y hecho un corte en la cara. Pegó un
salto, como si notara la tabla, y el tren dio una sacudida, se detuvo y volvió a
arrancar. Recorrió la casa para comprobar que no quedara nada que conviniera
llevarse.
Su mamá siempre
dormía en la cocina y guardaba allí su ropero de nogal. En ninguna parte había
otro ropero así. Su mamá era una Jackson, había pagado treinta dólares por aquel
ropero y no había vuelto a comprarse nada grande. Y ahí se lo dejaron. Él
calculó que en el camión no había quedado sitio para llevarlo. Abrió todos los
cajones.
En el de arriba de
todo encontró dos trozos de cordón y nada en los demás. Le pareció raro que no
hubiera entrado nadie a robar un ropero como aquel. Cogió el cordón, ató las dos
patas a unas tablas sueltas del suelo y dejó una hoja de papel en cada uno de
los cajones:
Este ropero
le pertenece a Hazel Wickers. No lo robes o serás perseguido y matado.
Así ella descansaría
mejor sabiendo que el ropero estaba protegido de alguna manera. Si ella llegaba
a buscarlo por la noche, lo vería. Haze se preguntó si alguna vez su mamá
caminaba de noche y pasaba por ahí... si pasaba con aquella expresión en la
cara, inquieta y fija, si subía por el sendero y recorría el granero abierto por
todas partes y si se paraba en la penumbra, cerca de la tienda de comestibles
cerrada con tablas, si se acercaba intranquila con aquella expresión en la cara
como la que él le había visto a través de la grieta cuando la bajaban. Le había
visto la cara a través de la grieta cuando le ponían la tapa, había visto la
sombra que le nubló la cara y le hizo torcer la boca como si no estuviera
contenta de descansar, como si fuera a levantarse de un salto, apartar la tapa y
salir volando como un espíritu que iba a estar satisfecho: pero ellos encerraron
dentro al espíritu. A lo mejor ella iba a salir volando de ahí dentro, a lo
mejor iba a levantarse de un salto; tremenda, como un enorme murciélago que se
colaba por la rendija, la vio salir volando de ahí pero la oscuridad caía sobre
ella, se cerraba todo el tiempo, se cerraba; desde dentro la vio cerrarse,
acercarse más y más, tapando la luz y el cuarto y los árboles que se veían por
la ventana, por la rendija que se cerraba más deprisa, más negra. Abrió los
ojos, vio que la tapa bajaba, se levantó de un salto, se coló por la grieta y se
quedó ahí moviéndose, qué mareo, la tenue luz del tren le permitió ver poco a
poco la alfombra del suelo, moviéndose, qué mareo. Se quedó ahí, mojado y frío,
y vio al camarero en el otro extremo del vagón, una silueta blanca en la
oscuridad, ahí de pie, observándolo sin moverse. Las vías describieron una curva
y él, mareado, cayó de espaldas en la intensa calma del tren.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar