Flannery O’Connor
(Savannah, Georgia, 1925-1964)


Un golpe de buena suerte
(“A Stroke of Good Fortune”, 1949)
(originalmente publicado en Tomorrow, con el título «A Woman on the Stairs», vol. 8, agosto de 1949;
reimpreso con el nuevo título en Shenandoah, vol. 4 primavera de 1953;
es el cuarto cuento de Un hombre bueno es difícil de encontrar, 1955) The Complete Stories, 1971



      Ruby entró en el edificio de apartamentos con una bolsa de papel que contenía cuatro latas de habichuelas y la depositó sobre la mesa del portal. Estaba demasiado cansada para soltarla o para enderezarse y se quedó allí, con el torso inclinado, la cabeza balanceándose como una gran verdura colorada sobre la bolsa. Miró, sin reconocerlo, el rostro que tenía ante sí en el oscuro espejo con manchas amarillas que había sobre la mesa. En la mejilla derecha tenía una hoja granulosa de berza que había llevado pegada la mitad del camino hasta casa. Se la quitó con un fuerte manotazo y se enderezó, musitando: «Berzas, berzas», con voz inflamada de rabia reprimida. Erguida, era una mujer baja, con una forma que casi recordaba una urna funeraria. Tenía el pelo teñido de color morado y amontonado en rizos como salchichas alrededor de la cabeza, pero algunos se habían soltado con el calor y la larga caminata desde la tienda de ultramarinos, y apuntaban frenéticos en varias direcciones.
       —¡Berzas! —dijo, y esta vez escupió la palabra de su boca como si fuera una semilla venenosa.
       Ella y Bill Hill no comían berzas desde hacía cinco años y no iba a comenzar a guisarlas ahora. Las había comprado para Rufus, pero sería la última vez. Uno diría que, después de dos años en el ejército, Rufus habría vuelto preparado para comer como cualquier persona normal, pero no. Cuando ella le preguntó si quería que le preparara algo especial, él no había tenido seso suficiente para pensar en un plato civilizado; había dicho berzas. Había esperado que Rufus se convirtiera en alguien con empuje. Pues bien, seguía sin tener más empuje que un estropajo.
       Rufus era su hermano menor y acababa de llegar de la guerra europea. Había ido a vivir con ella porque Pitman, donde se habían criado, ya no existía. Toda la gente que había vivido en Pitman había tenido la sensatez de irse, ya fuera muriéndose o mudándose a la ciudad. Ella se había casado con Bill B. Hill, un hombre de Florida que vendía los productos Miracle, y se había instalado en la ciudad. Si Pitman todavía estuviera allí, Rufus se habría ido a Pitman. Si hubiera quedado un solo pollo en Pitman, Rufus habría estado allí para hacerle compañía. A ella no le gustaba admitirlo, tratándose de alguien de su propia sangre, mucho menos de su propio hermano, pero Rufus era un completo inútil. «Me di cuenta a los cinco minutos de verlo», le había dicho a Bill Hill, y Bill Hill, sin ninguna expresión en el rostro, había dicho: «A mí me bastaron tres». Era mortificante para ella permitir que tal marido viera que tenía semejante hermano.
       Suponía que no había nada que hacer. Rufus era igual que el resto de sus hermanos. Ella era la única de la familia que había salido diferente, que había tenido un poco de empuje. Sacó un bolígrafo del bolso y escribió en el costado de la bolsa de papel: «Bill sube esto». Luego se preparó al pie de la escalera para subir hasta el cuarto piso.
       La escalera era un delgado desgarrón negro en medio del edificio, cubierta por una alfombra del color de los topos, que parecía haber brotado del suelo. Tenía la impresión de que se elevaba como la de un campanario. Se empinaba. Mientras estaba abajo, la escalera se alzó y se hizo más empinada sólo para ella. Mientras la miraba, su boca se abrió y formó una mueca de disgusto. No estaba en condiciones de subir a ningún sitio. Estaba enferma. Madame Zoleeda se lo había dicho, pero en realidad ella ya lo sabía.
       Madame Zoleeda era la quiromántica de la autopista 87. Había dicho: «Una larga enfermedad —pero había agregado, en un susurro, con una mirada de yo-lo-sé-pero-no-te-lo-diré—: Le traerá un poco de suerte».
       Luego se había reclinado en su silla sonriendo. Era una mujer robusta de ojos verdes que se movían en sus cuencas como si estuvieran lubricados. Ruby no necesitaba que se lo dijeran. Ya había adivinado en qué consistiría la buena suerte. Mudarse de casa. Durante dos meses había tenido la clara sensación de que iban a mudarse. Bill no podía posponerlo más tiempo. No la podía matar. Donde ella quería estar era en una zona —comenzó a subir por la escalera, inclinada hacia delante y agarrada a la barandilla— donde hubiera farmacias, mercados y un cine en el mismo barrio. Ahora, viviendo en el centro de la ciudad, tenía que caminar ocho manzanas hasta las calles comerciales y aún más lejos para llegar al supermercado. Nunca se había quejado en cinco años, pero con la salud quebrantada a una edad tan temprana, ¿qué pensaba Bill que iba a hacer ella?, ¿matarse? Había puesto el ojo en Meadowcrest Heights, en un bungalow de dos plantas con toldos amarillos. Se detuvo en el quinto escalón para respirar. Con lo joven que era —treinta y cuatro—, quién podría pensar que cinco escalones la dejarían agotada «Será mejor que lo tomes con calma, querida —se dijo—, eres demasiado joven pa reventar la máquina».
       Treinta y cuatro años no eran nada. Recordó a su madre a los treinta y cuatro: parecía una vieja manzana amarilla, arrugada y agria; siempre había parecido agria, siempre había dado la sensación de que nada le satisfacía. Se comparó con su madre a los treinta y cuatro años. A esa edad su madre ya tenía el pelo cano, el suyo no estaría canoso ahora aunque no se lo hubiera retocado. Todos esos críos habían acabado con su madre, ocho en total: dos nacieron muertos, uno murió durante el primer año, otro aplastado bajo una segadora. Su madre había muerto un poco con cada uno de ellos. Y todo eso, ¿para qué? Porque no sabía nada. Pura ignorancia. ¡La más pura ignorancia!
       Y ahí estaban sus dos hermanas, ambas casadas desde hacía cuatro años y con cuatro hijos cada una. No comprendía cómo lo aguantaban, siempre yendo al médico para que las hurgaran con sus instrumentos. Recordó cuando su madre había tenido a Rufus. Ella fue la única de los hijos que no pudo aguantarlo y caminó hasta Melsy, a quince kilómetros de distancia, bajo un sol abrasador, para ir al cine y escapar de los gritos; vio dos westerns, una película de miedo y un serial, y luego caminó de vuelta para encontrarse con que la cosa acababa de empezar, y tuvo que oírlo durante toda la noche. ¡Todo ese sufrimiento por Rufus, y ahora resultaba que no tenía más empuje que un estropajo! Lo había visto esperando, en la nada, antes de nacer, tan sólo esperando, esperando convertir a su madre, a los treinta y cuarto, en una vieja. Se agarró con fuerza a la barandilla de la escalera y se esforzó por subir otro escalón, meneando la cabeza ¡Dios santo, cuánto la había desilusionado su hermano! Después de haber dicho a todas sus amistades que había regresado de la guerra europea, va y llega como si nunca hubiera salido de la porqueriza.
       También él parecía mayor. Parecía mayor que ella, y eso que tenía catorce años menos. Ella aparentaba mucha menos edad de la que tenía. Treinta y cuatro años no eran nada, y ya estaba casada. Tuvo que sonreír al pensarlo, porque le había ido mejor que a sus hermanas, que se habían casado con lugareños.
       —Estos ahogos —musitó deteniéndose de nuevo. Tendría que sentarse.
       Había veintiocho escalones en cada piso, veintiocho.
       Se sentó y de inmediato dio un respingo al notar algo debajo. Contuvo el aliento y lo sacó: era la pistola de Hartley Gilfeet. ¡Veinte centímetros de hojalata traicionera! Si hubiera sido su hijo, lo habría vapuleado tantas veces que ahora no se le ocurriría dejar sus porquerías en las escaleras. ¡Podría haberse caído y haberse hecho daño! Pero la estúpida madre del crío no le haría nada aunque ella se lo contara. No hacía más que gritarle y decir a la gente lo listo que era su niño. «¡El Pequeño de la Buena Suerte!», lo llamaba. «¡Lo único que su pobre padre me dejó!». El padre le había dicho en su lecho de moribundo: «Es lo único que t’he podío dar en mi vida». Y ella le había contestado:
       «¡Rodman, m’has dao una fortuna!». Por eso lo llamaba el pequeño de la Buena Suerte.
       —¡Le dejaría el trasero de su buena suerte hecho trizas! —musitó Ruby.
       Las escaleras subían y bajaban como un balancín con ella en medio. No quería sentir náuseas. Otra vez no. Ahora no. No lo estaba. Se acomodó en el peldaño, con los ojos cerrados, hasta que pasó el mareo y cesaron las náuseas. «No, no pienso ir al médico», se dijo. No. No. La tendrían que llevar inconsciente antes de que ella fuera por voluntad propia. Le había ido bien cuidándose a sí misma todos esos años; no había ninguna enfermedad grave, conservaba todos los dientes, no había tenido hijos, todo eso cuidándose a sí misma. Ahora tendría cinco hijos si no hubiera ido con cuidado.
       Se había preguntado más de una vez si esos ahogos no se deberían a una dolencia cardíaca. De vez en cuando, al subir por las escaleras, sentía un dolor en el pecho. Eso es lo que ella quería que fuera, una dolencia cardíaca. No le podrían sacar el corazón. Tendrían que darle un fuerte golpe en la cabeza antes de que la pudieran acercar a un hospital. Eso es lo que tendrían que hacer… ¿y si se moría si no lo hacían?
       No, no se moriría.
       Supongamos que sí.
       Se obligó a dejar de pensar en cosas tan truculentas. Sólo tenía treinta y cuatro años. No tenía ningún mal crónico. Estaba gorda y tenía buen color. Pensó nuevamente en sí misma en comparación con su madre a los treinta y cuatro, se pellizcó el brazo y sonrió. Teniendo en cuenta que tanto su madre como su padre habían sido poquita cosa, a ella le había ido muy bien. Ambos habían sido de tipo enjuto, secos, y Pitman se había secado en ellos; ellos y Pitman habían quedado reducidos a algo totalmente seco. ¡Y ella había salido de ahí! ¡Una persona tan viva como ella! Se puso en pie, aferrada a la barandilla, pero sonriente Ella era animosa, gorda, guapa, y no demasiado gorda, porque a Bill le gustaba de esa forma. Había engordado un poco pero él no se había dado cuenta, aunque tal vez estaba más contento últimamente y no sabía por qué. Ella sintió la totalidad de su ser, algo íntegro que subía por las escaleras. Ya había subido un tramo y miró hacia atrás, satisfecha. Si Bill Hill se cayese por esas escaleras, tal vez se mudarían. ¡No, se mudarían antes! Madame Zoleeda lo sabía. Se echó a reír y avanzó por el pasillo. La puerta del señor Jerger rechinó y ella se sobresaltó. «Oh, Dios, él», pensó. El vecino del segundo piso era un poco raro.
       La miró fijamente mientras se acercaba por el pasillo.
       —¡Buenos días! —dijo inclinando la parte superior del cuerpo fuera de la puerta—. ¡Muy buenos días tenga usted!
       Parecía un chivo. Tenía los ojillos de un azul violáceo, una barba de cuerdecillas y su chaqueta era de un verde casi negro o un negro casi verde.
       —Buenas —dijo ella— ¿Cómo está?
       —¡Muy bien! —exclamó él—. ¡Estupendamente bien en este día glorioso!
       Tenía setenta y ocho años y su cara parecía enmohecida. Por las mañanas estudiaba y por las tardes caminaba por las aceras deteniendo a los chicos y haciéndoles preguntas. Siempre que oía a alguien en el pasillo, abría la puerta y miraba.
       —Sí, es un buen día —dijo ella con apatía.
       —¿Sabe usted qué importante aniversario se celebra hoy? —preguntó él.
       —Oooh —dijo Ruby.
       Siempre hacía preguntas como ésa. Algún hecho histórico que nadie sabía; preguntaba y luego pronunciaba un discurso. Antes había enseñado en una escuela secundaria.
       —Adivine —le urgió.
       —Abraham Lincoln —musitó ella.
       —¡Ah! No se está esforzando. Esfuércese un poco.
       —George Washington —dijo ella empezando a subir por las escaleras.
       —¡Debería darle vergüenza! —exclamó él—. Y su marido es de allí. ¡Florida! ¡Florida! ¡Es el aniversario de Florida! Venga.
       Desapareció en su habitación tras hacerle una señal con su largo dedo.
       Ella bajó los dos escalones y dijo: «Tengo qu’irme», e introdujo la cabeza por la puerta. La habitación era del tamaño de un armario grande y las paredes estaban completamente recubiertas de postales de edificios locales; esto producía una ilusión de espacio. Una sola bombilla transparente colgaba sobre el señor Jerger y una mesa pequeña.
       —Ahora, mire esto —dijo él. Estaba inclinado sobre un libro y deslizaba un dedo por las líneas—. El domingo de Resurrección, tres de abril de mil quinientos dieciséis, llegó a la punta de este continente. ¿Sabe usted de quién estoy hablando? —preguntó.
       —Sí, Cristóbal Colón —respondió Ruby.
       —¡Ponce de León! —gritó él—. ¡Ponce de León! Debería saber algo de Florida. Su marido es de Florida.
       —Sí, nació en Miami —dijo Ruby—. No es de Tennessee.
       —Florida no es un estado noble —observó el señor Jerger—, pero es importante.
       —Sí, claro, qu’es importante —convino Ruby.
       —¿Sabe usted quién era Ponce de León?
       —Fue el fundador de Florida —dijo Ruby, animada.
       —Era español —dijo el señor Jerger—. ¿Sabe usted lo que estaba buscando?
       —Florida —contestó Ruby.
       —Ponce de León estaba buscando la fuente de la juventud —dijo el señor Jerger cerrando los ojos.
       —Oh —musitó Ruby.
       —Un manantial —continuó el señor Jerger— cuya agua daba juventud eterna a quienes la bebían. En otras palabras —añadió—, quería permanecer joven eternamente.
       —¿La encontró? —preguntó Ruby.
       El señor Jerger hizo una pausa, con los ojos todavía cerrados. Al cabo de un minuto preguntó:
       —¿Cree usted que la encontró? ¿Cree usted que la encontró? ¿Cree usted que nadie habría ido hasta ella si la hubiese encontrado? ¿Cree usted que habría alguna persona en el mundo que no hubiera bebido de ella?
       —No lo había pensao —dijo Ruby.
       —Ya nadie piensa —se quejó el señor Jerger.
       —Tengo qu’irme.
       —Sí, la encontraron —dijo el señor Jerger.
       —¿Dónde? —preguntó Ruby.
       —Yo he bebido de ella.
       —¿Adónde tuvo qu’ir? —preguntó ella.
       Se inclinó un poco más y le llegó el olor del hombre. Fue como meter la nariz bajo el ala de un buitre.
       —Dentro de mi corazón —respondió él poniéndose la mano sobre el pecho.
       —Oh. —Ruby retrocedió—. Tengo qu’irme. Creo que mi hermano está en casa. —Pasó el umbral de la puerta.
       —Pregúntele a su marido si sabe qué importante aniversario se celebra hoy —dijo el señor Jerger mirándola con timidez.
       —Sí, lo haré.
       Dio media vuelta y esperó hasta que oyó el chasquido de la puerta. Miró hacia atrás para comprobar que estaba cerrada y luego resopló y se quedó frente a los oscuros y empinados escalones que aún le faltaban por subir.
       —¡Dios Santo! —dijo. Se volvían más negros y empinados a medida que uno ascendía.
       Cuando hubo llegado al quinto escalón, estaba sin aliento. Subió unos pocos más, resoplando. Luego se paró. Sintió un dolor en el estómago. Era un dolor como si un pedazo de algo estuviera empujando otra cosa. Lo había sentido antes, hacía pocos días. Era el dolor que más miedo le daba. En una ocasión llegó a pensar en la palabra «cáncer», pero la había desechado de inmediato porque un horror como ése no podía estarle destinado, no podía ser. La palabra regresó al instante, pero de un tajo la partió en dos con madame Zoleeda. Terminará con buena suerte. Volvió a partirla y luego otra vez hasta que sólo quedaron pedazos que no podían reconocerse. Iba a detenerse en el siguiente piso —Dios Santo, si es que llegaba— y hablar con Laverne Watts. Laverne Watts era la vecina del tercero, la secretaria del podólogo, y muy amiga suya.
       Llegó jadeando y con la sensación de que tenía las rodillas llenas de gas; golpeó la puerta de Laverne con la culata de la pistola de Hartley Gilfeet. Se reclinó contra el marco de la puerta y de pronto el suelo desapareció a ambos lados. Las paredes se oscurecieron y sintió que se tambaleaba, sin aliento, en medio del aire, aterrorizada ante la caída inmediata. Vio la puerta abierta a una gran distancia y a Laverne, de diez centímetros de altura, parada en el umbral.
       Laverne, una muchacha alta de pelo pajizo, dejó escapar una gran risotada y se palmeó el costado como si al abrir la puerta hubiera visto la escena más graciosa de su vida.
       —¡Esa pistola! —gritó—. ¡Esa pistola! ¡Qué pinta! Volvió tambaleándose al sofá y se sentó, levantó las piernas más alto que las caderas y las dejó caer con un ruido sordo.
       El suelo volvió a aparecer donde Ruby podía verlo y allí permaneció un rato. Con una mirada de gran concentración, dio un paso para alcanzarlo. Vio una silla en la habitación y se encaminó hacia ella poniendo con sumo cuidado un pie delante del otro.
       —¡Deberías estar en un espectáculo del salvaje Oeste! —dijo Laverne Watts—. ¡Estás muy cómica!
       Ruby alcanzó la silla y se sentó despacio.
       —Cállate —dijo con voz ronca.
       Laverne se inclinó hacia ella apuntándola con un dedo y luego se recostó temblando.
       —¡Para! —gritó Ruby—. ¡Para! Estoy mareada.
       Laverne se puso en pie y cruzó la habitación en tres zancadas. Se inclinó hacia Ruby y la miró a la cara con un ojo cerrado como si estuviera espiando por una cerradura.
       —Estás lívida —observó.
       —Estoy muy mareada —dijo Ruby, ceñuda.
       Laverne continuó mirándola y después cruzó los brazos, sacó el estómago y comenzó a balancearse.
       —Bien, ¿para qué has venido con esa pistola? ¿Dónde la has conseguido? —preguntó.
       —Me senté sobre ella —murmuró Ruby.
       Laverne continuó balanceándose, con el estómago hacia fuera, y una expresión perspicaz empezó a aparecer en su rostro. Ruby se arrellanó en la silla con su mirada en los pies. La habitación retornó al silencio. Se enderezó en la silla y se miró los tobillos. ¡Estaban hinchados! «No voy a ir al médico —pensó—, no voy a ir. No voy a ir».
       —No voy a ir —empezó a susurrar— al médico, no…
       —¿Cuánto tiempo piensas que puedes seguir aplazándolo? —murmuró Laverne, y dejó escapar una risita.
       —¿Tengo los tobillos hinchados? —preguntó Ruby.
       —A mí me parece qu’están como siempre —respondió Laverne dejándose caer en el sofá de nuevo—. Un poco gordos. —Colocó sus tobillos sobre el almohadón y los dobló un poco—. ¿Te gustan mis zapatos? —preguntó. Eran de color verde saltamontes, de tacón muy alto y fino.
       —Creo que los tengo hinchados —dijo Ruby—. Cuando estaba subiendo ese último tramo de escalones tuve la sensación más horrible, en todo mi cuerpo, como…
       —Deberías ir al médico.
       —No necesito ir al médico —musitó Ruby—. Puedo cuidarme sola. No lo he hecho mal to este tiempo.
       —¿Está Rufus en casa?
       —No lo sé. No he ido al médico en toda mi vida. No he… ¿Porqué?
       —¿Por qué, qué?
       —¿Por qué preguntas si está Rufus en casa?
       —Rufus es muy mono —respondió Laverne—. Quería preguntarle si le gustan mis zapatos.
       Ruby se enderezó en la silla, con cara de rabia, muy colorada y lívida.
       —¿Por qué Rufus? —gruñó—. Es sólo un crío. —Laverne tenía treinta años—. A él no le interesan los zapatos de las mujeres.
       Laverne se puso derecha y se quitó un zapato y miró en su interior.
       —Nueve B —dijo—. ¡Apuesto a que le gusta lo que tienen dentro!
       —¡Rufus no es más que un niño! —replicó Ruby—. No tiene tiempo pa estar mirando tus pies. No tiene esa clase de tiempo.
       —Oh, tiene mucho tiempo —dijo Laverne.
       —Sí —murmuró Ruby, y lo vio de nuevo, esperando, con tiempo de sobra, en la nada antes de nacer, esperando para hacer que su madre muriera un poco más.
       —Creo que tienes los tobillos hinchados —comentó Laverne.
       —Así es —dijo Ruby moviéndolos—. Sí. Los noto tirantes. He tenido la sensación más horrible cuando subía por las escaleras, como si me faltara el aliento, una especie de tirantez en to el cuerpo, una especie de… algo horrible.
       —Deberías ir al médico.
       —No.
       —¿Has ido alguna vez?
       —Me llevaron cuando tenía diez años —explicó Ruby—, pero m’escapé. Los tres que me agarraban no pudieron hacer absolutamente na.
       —¿Qué tenías entonces?
       —¿Por qué m’estás mirando de esa manera? —murmuró Ruby.
       —¿De qué manera?
       —Esa manera —dijo Ruby—, sacando el estómago y moviéndolo de esa manera.
       —Tan sólo te preguntaba qué tenías entonces.
       —Era un divieso. Una negra de la calle me dijo lo que debía hacer y lo hice y desapareció.
       Sentada en el borde de la silla, se quedó mirando al frente como si estuviera recordando un tiempo mejor.
       Laverne inició una especie de danza cómica por la habitación, Daba dos o tres pasos lentos en una dirección, con las rodillas dobladas, y luego volvía y con una pierna se daba un golpe en la otra lenta y penosamente. Empezó a cantar en voz alta y gutural, poniendo los ojos en blanco: «¡Juntadlas y dicen madre!, ¡madre!», y extendía los brazos como si estuviera en un escenario.
       Ruby abrió la boca sin pronunciar palabra y la fiera expresión de su rostro desapareció. Durante medio segundo se quedó inmóvil; luego se levantó de un salto.
       —¡Yo no! —gritó—. ¡Yo no!
       Laverne dejó de moverse y la observó con una expresión perspicaz.
       —¡Yo no! —gritaba Ruby—. ¡Oh, yo no, no! ¡Bill Hill se ocupa d’eso! ¡Hace cinco años que Bill Hill se ocupa d’eso! ¡Eso no me va pasar a mí!
       —El bueno de Bill Hill tuvo un descuido hace cuatro o cinco meses, amiga mía —dijo Laverne—. Na más que un descuido…
       —No creo que sepas na d’esto, ni siquiera estás casada, ni siquiera…
       —Apuesto a que no es uno, apuesto a que son dos —prosiguió Laverne—. Más vale que vayas al médico y averigües cuántos son.
       —¡No es así! —chilló Ruby. ¡Laverne se creía muy lista! No veía que una mujer estaba enferma cuando la tenía delante, lo único que sabía hacer era mirarse los pies y calzárselos para Rufus, calzárselos para Rufus y él era un niño y ella tenía treinta y cuatro años de edad—. ¡Rufus es un crío! —gritó.
       —¡Así que serán dos! —repuso Laverne.
       —¡Deja d’hablar d’ese modo! —exclamó Ruby—. ¡Cállate ya! ¡No voy tener un hijo!
       —Ja, ja —dijo Laverne.
       —No sé por qué crees que sabes tanto —replicó Ruby—, siendo soltera. Si yo fuera soltera, no andaría por ahí diciéndole a la gente casada lo que debe hacer.
       —No son sólo los tobillos —dijo Laverne—, toa tú estás hinchada.
       —No me voy quedar aquí pa que me insultes —dijo Ruby, y caminó con cuidado hasta la puerta, muy tiesa, sin bajar la vista a su estómago como deseaba hacer.
       —Bueno, espero que mañana todos os sintáis mejor —dijo Laverne.
       —Creo que mañana tendré mejor el corazón —repuso Ruby—. De tos modos, espero que nos mudemos pronto. No puedo subir por estas escaleras con mis problemas cardíacos. —Y agregó, con una mirada digna—: Rufus no tiene el menor interés en tus enormes pies.
       —Mejor que levantes el cañón de esa pistola —dijo Laverne—, antes de que mates a alguien.
       Ruby salió dando un portazo y se miró el cuerpo. Estaba gorda, pero siempre había tenido un estómago bastante grande. No estaba más abultado que otras partes de su cuerpo. Era natural que al engordar el estómago aumentara, y a Bill Hill no le importaba que ella estuviera gorda, se ponía algo más contento y no sabía por qué. Vio el rostro largo y alegre de Bill Hill, que le sonreía como solía hacer cuando estaba contento. Él nunca tendría un descuido. Se frotó la mano en la falda y notó cómo se tensaba la tela; pero ¿acaso no estaba siempre así? Sí. Era la falda, llevaba la falda ajustada, la que apenas se ponía… llevaba… no, no llevaba puesta la falda ajustada. Llevaba la ancha. Pero no era muy ancha. En todo caso, daba lo mismo, simplemente estaba gorda.
       Se puso los dedos sobre el estómago, apretó y los retiró enseguida. Echó a andar hacia las escaleras, muy lentamente, como si el suelo fuera a moverse bajo sus pies. Comenzó a subir. El dolor reapareció de inmediato. Volvió en el primer escalón.
       —No —susurró—, no.
       Era una leve sensación, nada más que una leve sensación, como si un trozo de sí misma se diera la vuelta en su interior, pero hizo que el aliento le apretara en la garganta. No había nada dentro de ella que pudiera darse la vuelta.
       —Un solo escalón —susurró—, un solo escalón lo ha producido.
       No podía ser cáncer. Madame Zoleeda le había dicho que terminaría con buena suerte. Comenzó a llorar y a decir: «Un solo escalón lo ha producido…», mientras continuaba subiendo, distraída, como si pensara que estaba parada. En el sexto, se sentó de pronto, y su mano resbaló por una barra de la barandilla hasta el suelo.
       —Noooo —dijo, y puso su cara redonda y colorada entre las dos barras más cercanas.
       Miró hacia abajo por el hueco de la escalera y lanzó un largo y profundo gemido que se ampliaba y resonaba a medida que bajaba. La caverna de la escalera era verde oscuro y del color de los topos, y el gemido sonó abajo como una voz que le respondiera. Jadeó y cerró los ojos. No. No. No podía ser un bebé. No tenía dentro de sí algo esperando a que muriera un poco más. Ella no. Bill Hill no podía haber tenido un descuido. Dijo que estaba garantizado y había funcionado bien todo ese tiempo y no podía ser eso, no podía ser. Se estremeció y se apretó la boca con la mano. Sintió que se le arrugaba la cara. Dos nacidos muertos, uno muerto el primer año y el otro aplastado como una manzana amarilla y seca, no, sólo tenía treinta y cuatro años, era vieja. Madame Zoleeda dijo que no terminaría secándose. Madame Zoleeda dijo: «Oh, ¡pero terminará en un golpe de suerte! Un cambio».
       Dijo que terminaría en un golpe de suerte.
       Notó que comenzaba a calmarse. Notó, al cabo de un minuto, que casi se calmaba y pensó que se había dejado llevar por los nervios muy fácilmente; caramba, eran gases. Madame Zoleeda todavía no se había equivocado en nada, sabía más que…
       Dio un salto: en el fondo del hueco de la escalera se oyó un portazo, seguido del estruendo de alguien que trapaleaba escaleras arriba haciéndolas temblar hasta donde estaba ella. Miró a través de las barras de la barandilla y vio a Hartley Gilfeet, que subía por los escalones con dos pistolas empuñadas, y oyó una voz chillona que procedía del piso de arriba:
       —¡Eh, Hartley, basta de alboroto! ¡Estás haciendo temblar toda la casa!
       Pero él continuó subiendo, alborotando aún más mientras giraba en el rellano del primer piso y pasaba como un rayo por el pasillo. Vio que se abría de par en par la puerta del señor Jerger y que éste saltaba con los dedos como garras y cogía un trozo de la camisa del niño, que revoloteó y salió nuevamente disparado, diciendo con voz aguda: «Tú, viejo chivo de l’escuela, déjame pasar», y continuó aproximándose hasta que los escalones retumbaron directamente debajo y un rostro de ardilla chocó con ella y pasó volando sobre su cabeza, haciéndose más y más pequeño en un torbellino de oscuridad.
       Sentada en el escalón, se aferró a la barandilla mientras le volvía el aliento, poco a poco, y las escaleras dejaron de temblar.
       Abrió los ojos y miró hacia el agujero negro, hasta el mismo fondo desde donde había comenzado a subir hacía tanto tiempo.
       —Buena Suerte —dijo con una voz profunda que resonó en todas las plantas de la caverna—, Bebé.
       «Buena Suerte, Bebé», repitieron maliciosos los tres ecos. Luego volvió a reconocer la sensación, un pequeño vuelco, parecía no estar en su estómago. Parecía no estar en ningún lado, en la nada, descansando y esperando, con tiempo de sobra.


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