Frank O’Connor
(Cork, Irlanda, 1903 – Dublín, 1966)


Mi primera confesión (1935)
(“First Confession”)
Originalmente publicado, como “Repentence”, en la revista Lovat Dickson’s Magazine
(Vol. 4, Núm. 1, enero 1935, págs. 58-70);
reimpreso, como “First Confession”, en la revista Harper’s Bazaar
(marzo 1939);
Traveller’s Samples. Stories and Tales
(Londres: Macmillan, 1951, 168 págs.);
(Nueva York: Knopf, 1951, 238 págs.)



      Todo el problema empezó cuando mi abuelo murió y mi abuela, la madre de mi padre, vino a vivir con nosotros. Las relaciones en una casa son tensas en el mejor de los casos, pero todo se agravó con mi abuela, una mujer campesina muy mayor y nada adaptable a la vida de la ciudad. Tenía una cara gorda, vieja y llena de arrugas, y para mayor indignación de mi madre, deambulaba por la casa con los pies descalzos porque, según ella, las botas le habían deformado los pies. Para cenar tomaba una jarra de cerveza con una cazuela de patatas y, a veces, un poco de pescado salado; ponía las patatas en la mesa y las comía poco a poco, con mucho regusto, con los dedos en vez de con el tenedor.
       Hoy día se supone que es a las chicas a quienes molesta esto, pero era a mí a quien más hacía sufrir con estas cosas. A mi hermana Nora lo único que le importaba era sacarle todos los viernes a la vieja algún cuarto de la paga de jubilación, algo que yo era incapaz de hacer. Era demasiado honesto, ese era mi problema; y cuando jugaba con Bill Connell, el hijo del sargento, y vi a mi abuela subiendo la cuesta de la calle con una jarra de cerveza que se le notaba debajo del chal, me sentí avergonzado. Le puse excusas para no dejarle entrar en la casa, porque no se sabía nunca con seguridad lo que podría estar haciendo la abuela cuando entrásemos.
       Cuando mi madre estaba en el trabajo y mi abuela hacía la cena, no se me ocurría tocarla. Nora intentó una vez incitarme a ello, pero me escondí debajo de la mesa para que no me viera y cogí el cuchillo del pan para protegerme. Nora podía llegar a ser muy desagradable (por supuesto que no lo era, pero sabía que mi madre la creía siempre a ella, por eso se ponía de parte de la abuela) y comenzó a perseguirme. La amenacé con el cuchillo y me dejó en paz. Me quedé allí hasta que llegó mi madre del trabajo y me hizo la cena, pero cuando más tarde apareció mi padre, Nora dijo con una voz de espanto:
       “Papá, no sabes lo que Jackie ha hecho antes de cenar?” Por supuesto, lo contó todo; mi padre me sacudió; mi madre intervino, y pasaron varios días antes de que volviese a hablarme y apenas habló a Nora. ¡Y todo por culpa de ese vejestorio de abuela! Dios sabe muy bien que estaba quemado por dentro.
       Y luego, para colmo de mis desgracias, tenía que confesarme por primera vez y hacer la primera comunión. Quien estaba encargada de prepararnos era una mujer mayor llamada Ryan. Tenía aproximadamente la misma edad que la abuela; estaba bien acomodada y vivía en una casa grande en Montenotte, se vestía con una capa y un sombrero negros y venía a la escuela todos los días a las tres, precisamente cuando era la hora de marchar a casa, y nos hablaba del infierno. Podía haber mencionado también otro lugar, pero eso hubiera sido una total casualidad, ya que el infierno tenía el primer puesto en su corazón.
       Encendió una vela, sacó una de las nuevas monedas de media corona y la ofreció al chico que mantuviera un dedo —sólo uno— sobre la llama durante cinco minutos por el reloj de la escuela. Como siempre me atraían los grandes retos, estuve tentado de presentarme voluntario, pero pensé que quizá pareciera demasiado avaro. Luego preguntó si teníamos miedo de poner un dedo -sólo uno- sobre la llama de la vela durante cinco minutos y en cambio no teníamos miedo de abrasarnos por los cuatro costados en los hornos del infierno para toda la eternidad. “¡Toda la eternidad! ¡Pensad en ello, chicos! Toda una vida pasa y no es nada, ni siquiera un gota de agua en el océano de vuestros sufrimientos”. Desde luego ella estaba realmente interesada en el infierno, pero yo no le quitaba ojo a la media corona. Al final de la sesión la volvió a meter en su bolso. Era una lástima; nadie podía pensar que una persona tan religiosa como ella se preocupase por algo como media corona.
       Otro día nos dijo que conoció a un cura que una noche se despertó y encontró a una persona a la que no conocía reclinada a los pies de su cama. El cura estaba un poco asustado —naturalmente— pero, sin embargo, le preguntó qué quería y éste le dijo con voz profunda y resonante que confesarse. El cura contestó que era un momento bastante poco apropiado y que por qué no lo dejaba para por la mañana, pero el penitente respondió que la última vez que se confesó se había guardado uno de los pecados por estar avergonzado de él y que ahora lo tenía siempre en su mente. Por ello, el cura supo que era un pecado mortal. Se levantó para vestirse y justo en ese momento el gallo cantaba en el corral de al lado, y ¡he aquí! que, al darse media vuelta el cura, no había ni rastro del alma en pena, sólo un olor como a madera quemada, y cuando el cura miró a su cama, ¿acaso no vio la huella de dos manos quemadas en ella? Eso era porque el pecador había hecho una mala confesión. La verdad es que esta historia me impresionó.
       Pero lo peor de todo fue cuando nos enseñó cómo teníamos que hacer examen de conciencia. Primero, si habíamos jurado el nombre de Dios en vano; si habíamos respetado a nuestros padres (yo le pregunté si esto incluía a las abuelas y me dijo que sí); si deseábamos el bien para el prójimo (pensé cómo me sentía cada vez que Nora recibía los centavos de la abuela todos los viernes). Pensé que entre unas cosas y otras debía haber pecado contra todos los diez mandamientos, todo por causa de la abuela, y por lo que me parecía, mientras estuviese en casa, no había ninguna esperanza de que fuese de otra manera.
       Tenía un miedo de muerte con lo de la confesión. El día en que toda la clase tuvo que ir, yo cogí un tremendo dolor de muelas, esperando que mi ausencia no se notara; pero a las tres, cuando pensé que todo había pasado, un compañero me trajo un recado de la señora Ryan: el sábado tendría que ir solo a confesarme y tendría que estar en la capilla con el resto para comulgar. Para colmo, mi madre no iba a poder venir conmigo y Nora la sustituiría.
       Pues bien, ella sabía atormentarme de manera que mi madre nunca se enterara. Me cogió de la mano, cuesta abajo, sonriendo tristemente y diciendo cuánto lo sentía por mí, como si me llevase al hospital a que me operaran.
       —¡Que Dios nos ampare! —se lamentó—. ¿Acaso no es una desgracia horrible que no hayas sido un buen chico? ¡Oh Jackie, cuanto lo siento! ¿Serás capaz de pensar en todos tus pecados? No te olvides de decir al cura lo del día que diste una patada a la abuela en la barbilla.
       —¡Suéltame! —le dije intentando deshacerme de ella—. No pienso ir a confesarme de ninguna forma.
       —Te equivocas, tendrás que confesarte, Jackie —dijo ella con el mismo tono de lamentación—. Ten por seguro que si no lo haces el cura irá a casa a buscarte. No quiero pensar lo que te pueda pasar, Dios santo. ¿Te acuerdas el día que desde debajo de la mesa intentaste matarme con el cuchillo?, ¿y las cosas que me dijiste? No sé lo que hará contigo, Jackie. A lo mejor tiene que enviarte a ver al obispo.
       Recuerdo haber pensado amargamente que ella no sabía ni la mitad de lo que tenía que confesar, si se lo dijese. Sabía que no podía decirlo, y entendía muy bien por qué el hombre de la historia de la señora Ryan hizo una mala confesión; era una vergüenza enorme que la gente no parase de criticarle a uno. Recuerdo esa bajada de la cuesta hacia la iglesia y las colinas soleadas más allá del valle del río, que aparecieron al pasar entre dos casas, como el último adiós de Adán al Paraíso.
       Luego, cuando consiguió hacerme descender los numerosos peldaños de la escalinata que llevaban al recinto de la iglesia, Nora cambió de repente de tono. Se tornó en la maliciosa y diabólica serpiente que siempre era.
       —Ya hemos llegado —dijo con un gañido triunfal, zarandeándome hacia dentro de la iglesia por la puerta de entrada—. Espero que te ponga la penitencia que te mereces, so mendrugo.
       Sabía que estaba perdido, abandonado a los caminos de la justicia eterna. La puerta con sus paneles de cristal de colores se cerró tras de mí, la luz de la calle desapareció y en su lugar se instaló una profunda sombra, y el viento silbaba fuera de tal forma que el silencio del interior se resquebrajaba como hielo bajo mis pisadas. Nora se sentó en frente de mí al lado del confesionario. Había un par de señoras mayores antes, y luego llegó un pobre hombre con cara de estar en la miseria y me flanqueó por el otro lado, con lo que no podía escaparme, ni siquiera aunque tuviese el coraje. Juntó sus manos e hizo girar sus ojos en dirección al artesonado, mascullando cosas en un tono angustiado y me preguntaba si tendría también una abuela como yo. Sólo una abuela podría ser la responsable de aquella manera de comportarse, con el corazón roto; pero su situación era mejor que la mía, pues parecía que al menos venía a confesar sus pecados mientras que yo iba a hacer una mala confesión y luego moriría durante la noche y volvería a la vida y quemaría los muebles de la gente.
       Le tocó el turno a Nora y oí el golpe de una mampara y luego su voz como si la mantequilla no se derritiese en su boca, y luego otro golpe, y había terminado. ¡Por Dios, qué hipócritas son las mujeres! Sus ojos miraron hacia abajo, su cabeza se inclinó hacia su estómago, y caminó por el pasillo hasta el altar como si fuera una santa. Nunca vi tal exhibición de beatitud, al mismo tiempo que recordaba la malicia diabólica con que me atormentó durante todo el camino desde la puerta de casa, y me preguntaba si todas las personas devotas eran así en realidad. Me tocaba a mí ahora. Con el miedo de la condenación de mi alma me acerqué y la puerta del confesionario se cerró tras de mí.
       Estaba muy oscuro y no podía ver al confesor ni nada. Luego comencé realmente a tener miedo. En la oscuridad era un asunto entre Dios y yo, y Él tenía todo a su favor. Sabía cuáles eran mis intenciones incluso antes de que comenzara; no tenía ninguna escapatoria. Todo lo que me habían dicho sobre la confesión se entremezclaba en mi mente. Me arrodillé frente a una de las paredes y dije: “Bendígame, padre, porque he pecado; ésta es mi primera confesión”. Esperé unos momentos, pero nada sucedía, así que me cambié de pared. Nada sucedió allí tampoco. Sin embargo, él me tenía localizado perfectamente.
       Debió ser entonces cuando noté que, aproximadamente a la altura de mi cabeza, había un estante. En verdad era un sitio para que las personas mayores pusiesen sus brazos, pero en mi despiste absoluto pensé que era probablemente el lugar donde se supone que uno se arrodilla. Por supuesto, estaba en el lado más alto y no muy profundo, pero siempre he sido un buen escalador y pude subirme sin problema.
       Había espacio sólo para mis rodillas y nada donde pudieras agarrarte excepto a la moldura, un poco por encima. Me agarré a la moldura y repetí las palabras un poco más alto, y esta vez surtieron el efecto deseado.
       Una mampara se abrió; un poco de luz se filtró en el confesionario y una voz de hombre dijo:
       —¿Quién está ahí?
       —Soy yo, padre —dije por miedo a que no me viera y se marchase otra vez. No podía verle lo más mínimo. El sitio del que venía la voz era de debajo de la moldura, a nivel de mi rodilla aproximadamente, de manera que me sujeté bien a la moldura y bajé hasta que vi la cara perpleja del joven confesor mirando hacia arriba, hacia donde yo estaba. Tenía que tornar su cabeza hacia un lado para poder verme y tuve que colocar la mía hacia el otro para poder verle, de manera que estábamos más o menos dirigiéndonos la palabra uno a otro casi al revés. Me resultaba extraña esta manera de confesar a la gente, pero pensé que no era asunto mío el criticarlo.
       —Alabado sea el Señor, padre; he pecado; ésta es mi primera confesión —carraspeé con un golpe de aliento y me desplacé hacia donde menos daba la sombra para ponérselo más fácil.
       —¿Qué estás haciendo ahí subido? —dijo con una voz airada; y tanto la tensión que a mis modales educados imponía el agarrarme a la moldura, como el impacto que me produjo el tono tan incivilizado en su manera de dirigirme la palabra, fueron demasiado para mí. Perdí mi sujeción, me tambaleé, rodé por los suelos y me paré contra la puerta, de un golpetazo desafortunado antes de que me encontrase panza arriba en medio del pasillo. La gente que estaba esperando se levantó perpleja y boquiabierta. El cura abrió la mampara del confesionario y salió, empujando el bonete de su frente hacia atrás; tenía una expresión terrible. Luego Nora se acercó precipitadamente por el pasillo.
       —¡So mendrugo! pero, ¿qué haces? —dijo ella—. Me podía haber imaginado que algo así te iba a pasar. Debía saber que algo así me ocurriría contigo. No te puedo dejar ni un minuto solo.
       Antes de que pudiera ponerme en pie para defenderme, se inclinó y me dio un pellizco en la oreja. Esto me recordó que estaba tan asustado que incluso me había olvidado gritar, así que para que la gente no pensase que no me había hecho daño en absoluto, cuando de hecho era probable que estuviese mutilado de por vida, grité como un león con todas mis ganas.
       —¿Qué es lo que pasa aquí? —masculló el cura, cada vez más enfadado y apartando a Nora de mí—. ¿Cómo te atreves a golpear al chico, regañona entrometida?
       —No puedo cumplir con mi penitencia por su culpa, padre —gritó Nora, mirándole con rabia.
       —Está bien, vete a cumplirla si no quieres que te imponga una mayor —dijo el cura mientras me echaba una mano para levantarme—. ¿Eras tú quien quería confesarse, hijo mío? —me preguntó.
       —Sí, padre —dije con un sollozo.
       —Bueno —dijo respetuosamente— un muchacho grande y fuerte como tú debe tener pecados terribles. ¿Es tu primera confesión?
       —Sí, padre.
       —Peor que peor —dijo con cierta pesadumbre—. Los crímenes de una vida. No sé si me libraré de ti en todo el día. Mejor esperas hasta que acabe con estas otras personas. Puedes ver por sus miradas que no deben tener mucho que confesar.
       —Sí, esperaré, padre —dije con cierta esperanza de pronta liberación.
       El alivio que sentía era enorme. Nora me sacó la lengua desde un banco de detrás, pero ni siquiera me molesté en replicar. Supe, desde el primer momento que este hombre pronunció sus primeras palabras, que era una persona de una inteligencia superior a lo común. Cuando tuve tiempo de pensar, vi cómo era realmente. Era comprensible que una persona que no se hubiese confesado durante siete años tuviera más pecados que confesar que alguien que lo hiciese todas las semanas. Los crímenes de una vida, exactamente eso fue lo que dijo. Era lo lógico y el resto simple chácharas de viejas y jovencitas con sus habladurías de infiernos, obispos y penitencias. Era todo lo que sabían. Empecé a hacer examen de conciencia y a dejar a un lado el asunto de mi abuela que no me parecía tan malo.
       La vez siguiente, el cura me encaminó hacia el confesionario y dejó la mampara abierta para que pudiera verle entrar y sentarse al otro lado de la rejilla donde yo estaba.
       —Bueno, vamos a ver —dijo— ¿cómo te llamas?
       —Jackie, padre.
       —Y ¿cuál es tu problema, Jackie?
       —Padre —respondí, pensando quitarme todo de encima lo antes posible mientras estuviera de buen humor— lo he dispuesto todo para matar a mi abuela.
       Pareció un poco impactado por mi declaración, creo yo, porque no dijo nada durante un momento.
       —Caramba —dijo finalmente— eso sería algo horroroso. ¿Quién te ha metido eso en la cabeza?
       —Padre —dije, sintiendo pena por mí mismo— es una mujer horrible.
       —¿Sí? —preguntó—. ¿En qué sentido es horrible?
       —Bebe cerveza, padre —contesté, al recordar que mi madre lo consideraba un pecado mortal, y esperando que el cura tomase una posición más a mi favor en el caso.
       —Claro —dijo, y pude ver que estaba impresionado.
       —Y se sorbe la nariz —añadí.
       —Es un caso grave, por supuesto, Jackie —dijo.
       —Y va descalza, padre —continué en un impulso de autocompasión— y, ¿sabe?, no me cae nada simpática, y siempre da unos centavos de propina a Nora y a mí nada de nada, y mi padre está de parte de ella y me zurra, y una noche estaba tan quemado por dentro que decidí que tendría que matarla.
       —Y ¿qué harías con el cuerpo? —preguntó con gran interés.
       —Creo que podría partirlo en trozos y trasportarlos a cualquier parte en una carretilla que tengo.
       —¡Dios Santo, Jackie! —exclamó— ¿sabes que eres un chico peligroso?
       —Sí, padre, ya lo sé —le dije, porque yo estaba pensando otro tanto de mí mismo—. Intenté matar a Nora también con un cuchillo de cortar pan desde debajo de la mesa, sólo que se escapó por pelos.
       —¿Era esa la chica que estaba arreándote hace un momento? —me preguntó.
       —La misma, padre.
       —Un día alguien irá por ella con un cuchillo del pan y no fallará —afirmó de una manera un tanto vaticinadora—. Debes de tener gran coraje. Entre nosotros, yo también tengo a mucha gente a la que me gustaría hacer lo mismo, pero no tengo valor. La horca es una muerte terrible.
       —¿Es cierto? —le pregunté con profundo interés, tenía cierta curiosidad en lo de la horca—. ¿Vio usted alguna vez a alguien ahorcado?
       —Docenas de ellos —dijo solemnemente— y todos mueren rugiendo.
       —¡Uf! —dije.
       —Sí, una muerte horrible —dijo con gran solemnidad—. Muchos de ellos habían dado muerte a sus abuelas, pero todos dijeron que no había merecido la pena.
       Me tuvo allí durante unos diez minutos hablando, y luego salimos juntos de la iglesia. Estaba verdaderamente afectado por tener que irme de su lado, pues era el personaje más entretenido que había encontrado jamás dentro de lo religioso. Fuera ya, pasada la oscuridad de la iglesia, el sol resplandecía como en las olas de una playa; me deslumbraba. Y cuando el sonido del silencio impenetrable desapareció y pude oír el chirriar de los tranvías en los raíles de la calle, mi corazón estaba henchido.
       Sabía que no moriría por la noche y que no regresaría para dejar huellas en los muebles de mi madre. Sería algo muy preocupante para ella, y la pobre ya tenía bastante.
       Nora estaba sentada en la verja, esperándome, y puso una cara bastante agria cuando me vio con el cura. Estaba celosa porque nunca ningún cura salió de la iglesia acompañándola como a mí.
       —Y bien —me preguntó— ¿cuál ha sido tu penitencia?
       —Tres avemarías —dije.
       —Tres avemarías —repitió sin poder creérselo—. No le debes haber contado nada.
       —Se lo he dicho todo —dije con plena satisfacción.
       —¿Lo de la abuela y todo?
       —Lo de la abuela y todo.
       (Lo que ella quería era ir a casa y decir que yo había hecho una mala confesión.)
       —¿Le dijiste que fuiste por mí con un cuchillo del pan? —preguntó frunciendo el ceño.
       —Sí, ciertamente, así es.
       —¿Y tan sólo te puso tres avemarías?
       —Sí, eso es todo.
       Bajó despacio de laverja con un aire de incredulidad. Por supuesto, yo era superior a ella. Mientras subíamos los peldaños de la escalinata que llevaban a la calle principal me miró de manera sospechosa.
       —¿Qué estás chupando? —me preguntó.
       —Caramelos.
       —¿Te los dio el cura?
       —Sí, señorita.
       —¡Santo Cielo! —rezongó amargamente— ¡qué suerte tiene alguna gente! No es ninguna ventaja ser buena. Es mejor ser un pecador como tú.



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