F. Scott Fitzgerald
(Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, California, 1940)
El joven rico
(“The Rich Boy”)
Originalmente publicado en Redbook, 46 (enero & febrearo de 1926);
All the Sad Young Men
(Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1926, 267 págs.)
I
Empieza con un individuo y, antes de que te des cuenta, te encontrarás con que has creado un tipo; empieza con un tipo y te encontrarás con que has creado... nada, absolutamente nada. Y es que todos somos bichos raros, mucho más raros tras nuestras caras y nuestras voces que lo que dejamos que los otros adivinen, o de lo que nosotros mismos sabemos. Cuando oigo a uno que se proclama a sí mismo “un hombre normal, leal y honrado” estoy completamente seguro de que padece alguna precisa y quizá terrible anormalidad que intenta disimular, y que su declaración de que es normal, leal y honrado es una manera de recordarse a sí mismo sus imperfecciones.
No existen tipos, ni identidades colectivas. Existe un joven rico, y ésta es su historia, no la de sus iguales. Toda mi vida he vivido entre sus iguales, pero éste ha sido mi amigo. Y, si yo escribiera sobre sus iguales, debería empezar rebatiendo todas las mentiras que los pobres han dicho sobre los ricos y que los ricos han dicho sobre sí mismos: es tan disparatada la estructura que han erigido que, cuando abrimos un libro sobre los ricos, algún instinto nos predispone a la irrealidad. Incluso inteligentes y desapasionados cronistas de sociedad han convertido el país de los ricos en algo tan irreal como el país de las hadas.
Permitidme que os hable de quienes son riquísimos. Son diferentes a nosotros. Poseen y disfrutan desde sus primeros años, y esto influye en su carácter: los hace blandos cuando nosotros somos duros, cínicos cuando somos crédulos, de manera que, a no ser que hayas nacido rico, es difícil que los comprendas. Piensan, en lo más profundo de sus corazones, que son mejores que nosotros, porque nosotros hemos tenido que descubrir por nuestra cuenta las recompensas y artimañas de la vida. Incluso cuando penetran en lo más hondo de nuestro mundo, o caen más bajo que nosotros, siguen pensando que son mejores. Son diferentes. El único modo para lograr describir al joven Anson Hunter será acercarme a él como si fuera un extraño y aferrarme tenazmente a mi punto de vista. Si aceptara el suyo un solo instante estaría perdido: sólo conseguiría una película absurda.
II
Anson era el, mayor de seis hermanos que algún día se repartirían un patrimonio de quince millones de dólares y habían alcanzado el uso de razón —¿se alcanza a los siete años?— a principios de siglo cuando ya se deslizaban por la Quinta Avenida chicas audaces en vehículos eléctricos. En aquellos días Anson y su hermano tenían una institutriz inglesa que hablaba el idioma a la perfección, con claridad y concisión, así que los dos chicos aprendieron a hablar como ella: sus palabras y frases eran concisas y claras, jamás confusas y atropelladas como las nuestras. No hablaban exactamente como los niños ingleses, pero adquirieron ese acento que es característico de la gente distinguida de Nueva York.
En verano los seis niños dejaban la casa de la calle 71 y se mudaban a una gran finca al norte de Connecticut. No era una localidad de moda: el padre de Anson quería que sus hijos conocieran lo más tarde posible la vida de la gente distinguida. Era un hombre por encima de su clase —la alta sociedad de Nueva York— y su época —la Edad de Oro de la vulgaridad esnob y etiquetera—, y quería que sus hijos cultivaran la inteligencia, y crecieran sanos y fuertes, y se convirtieran en honrados hombres prósperos. Su mujer y él procuraron no quitarles un ojo de encima hasta que los dos mayores empezaron a ir al colegio, pero una cosa así es difícil en las casas inmensas: era mucho más sencillo en aquellas casas pequeñas o medianas en las que transcurrió mi juventud. Nunca estuve fuera del alcance de la voz de mi madre, o de la sensación de su presencia, su aprobación o desaprobación.
Anson empezó a tomar conciencia de su superioridad cuando se dio cuenta de la deferencia desganada, típica de los americanos, con que lo trataban en aquella aldea de Connecticut. Los padres de los chicos con quienes jugaba siempre le preguntaban por sus padres, y parecían vagamente nerviosos cuando invitaban a sus hijos a que fueran a casa de los Hunter. Anson aceptaba este estado de cosas como natural, y durante toda su vida conservó una especie de impaciencia hacia aquellos grupos en los que no era el centro, por su dinero, su posición social y su autoridad. No se dignaba luchar con otros chicos por sobresalir: esperaba que su supremacía fuese reconocida libremente, y, si no era así, se refugiaba en su familia. Le bastaba su familia, porque en el Este el dinero es todavía algo feudal, algo que forma clanes. En el vanidoso Oeste el dinero divide a las familias en camarillas.
A los dieciocho años, cuando se trasladó a New Haven, Alson era alto y fuerte, de cutis limpio y color saludable gracias a la vida ordenada que había llevado en el colegio. El pelo rubio le crecía de una manera cómica, y tenía la nariz aguileña —estos dos detalles le impedían ser guapo—, pero era encantador, y estaba seguro de serlo, y tenía estilo, cierta elegancia brusca, y las personas de elevada condición social con las que coincidía se daban cuenta inmediatamente, sin que nadie les dijera nada, de que era un joven rico educado en los mejores colegios. Sin embargo, su propia superioridad le impedía tener éxito en la universidad: su independencia fue tomada por egocentrismo, y su negativa a aceptar las reglas de Yale con el adecuado respeto reverencial parecía empequeñecer a quienes las acataban. Así, mucho antes de terminar sus estudios, empezó a hacer de Nueva York el centro de su vida.
En Nueva York se sentía a sus anchas: en Nueva York tenía una casa con “el tipo de servidumbre que hoy ya no se encuentra”; en Nueva York vivía su familia, de la que, gracias a su buen humor y cierta habilidad para conseguir que las cosas funcionaran, rápidamente se estaba convirtiendo en el centro; en Nueva York se celebraban las fiestas de presentación en sociedad, y Nueva York le ofrecía el viril y correcto mundo de los clubes reservados a los hombres, y las juergas desaforadas y ocasionales con chicas galantes que en New Haven sólo veías desde la fila quinta. Sus aspiraciones eran bastante convencionales: hasta incluían la irreprochable sombra de una futura esposa, pero diferían de las aspiraciones de la mayoría de los jóvenes en que no las empañaba ninguna nube, ninguna de esas cualidades a las que se suele conocer por idealismo o ilusión. Anson aceptaba sin reservas el mundo de las altas finanzas y de la extrema extravagancia, del divorcio y la disolución, del esnobismo y los privilegios. Nuestras vidas suelen terminar en un compromiso: la suya empezó con un compromiso.
Nos conocimos al final del verano de 1917, cuando Anson acababa de salir de Yale y, como todos, estaba a punto de dejarse arrastrar por el bien urdido histerismo de la guerra. Con el uniforme azul verdoso de los aviadores de la Marina llegó a Pensacola, donde las orquestas de los hoteles interpretaban Lo siento, querida, y nosotros, jóvenes oficiales, bailábamos con las chicas. A todos les caía bien, y, aunque andaba con bebedores y no era precisamente un buen piloto, incluso los instructores lo trataban con cierto respeto. Solía mantener largas y frecuentes conversaciones con ellos, con aquella voz lógica y segura de sí misma: conversaciones que terminaban cuando conseguía resolver algún problema acuciante, suyo o, con mayor frecuencia, de otro oficial. Era sociable, picante, insaciablemente ávido de placeres, y nos sorprendió a todos cuando se enamoró de una chica convencional y un tanto relamida.
Se llamaba Paula Legendre, una belleza morena, seria, de no sé qué lugar de California. Su familia pasaba los inviernos en una casa muv próxima a la ciudad, y, a pesar de su gazmoñería, Paula tenía muchísimo éxito con los chicos: existe cierta clase de hombres, muy numerosa, cuyo egocentrismo no soporta que una mujer tenga sentido del humor. Pero Anson no era de ésos, y no consigo explicarme la atracción que la “sinceridad” —ésta era la cualidad que podía reconocérsele— de Paula ejerció sobre una inteligencia aguda e irónica como la suya.
Pero se enamoraron, y según las condiciones que imponía Paula. Anson dejó de frecuentar las reuniones en el Bar De Sota a la caída de la tarde, y siempre que se les veía juntos estaban enfrascados en un largo y serio diálogo que se prolongaba durante semanas. Mucho después me contaría que aquellas conversaciones no trataban de nada en especial, sino que, por ambas partes, se alimentaban de frases inmaduras e incluso sin sentido: el contenido emotivo que poco a poco iba llenando la conversación no nacía de las palabras, sino de la extraordinaria seriedad con que eran pronunciadas. Era una especie de hipnosis. A veces se interrumpía, cediendo su lugar a ese humorismo castrado al que llamamos bromear; cuando estaban solos volvía a empezar, solemne, como un bajo, afinado para darles una sensación de armonía de sentimientos y pensamientos. Se enfadaban si los interrumpían, acabaron por ser insensibles a los chistes sobre la vida, e incluso al cinismo amable de sus contemporáneos. Sólo eran felices cuando el diálogo se reanudaba, cuando la seriedad los bañaba como el resplandor ámbar de una hoguera. Hacia el final, hubo una interrupción que no les molestó: la pasión empezó a interrumpir el diálogo.
Aunque parezca extraño, Anson estaba tan absorto en aquellas conversaciones como Paula, y tan profundamente afectado, pero al mismo tiempo era consciente de que, por su parte, había mucho de insinceridad, como, por parte de Paula, había mucho de simple ingenuidad. Al principio, despreciaba la ingenuidad emotiva de Paula, pero, gracias a su amor, el carácter de Paula se hizo más profundo y maduró: ya no podía despreciarla. Sentía que sería feliz si lograba entrar en la cálida y protegida existencia de Paula. Aquellas largas conversaciones allanaron el camino, derribaron todos los obstáculos: Anson le enseñó algo de lo que había aprendido con mujeres más atrevidas, y Paula respondió con una intensidad arrebatada y sagrada. Una noche, después de un baile, decidieron casarse, y Anson le escribió a su madre una larga carta sobre Paula. Al día siguiente Paula le dijo que era rica, que su patrimonio personal ascendía a casi un millón de dólares.
III
Era exactamente como si hubieran podido decir: “Ninguno de los dos tiene nada: compartiremos nuestra pobreza”. Compartir la riqueza era igual de maravilloso: les daba la misma sensación de compartir una aventura. Pero, cuando en abril Anson consiguió un permiso, y Paula y su madre lo acompañaron al Norte, la posición social de su familia y su tren de vida en Nueva York impresionaron a Paula. Cuando por primera vez se quedó sola con Anson en la habitación donde había jugado cuando era un muchacho sintió que la embargaba una emoción agradable, como si verdaderamente estuviera segura y protegida. Las fotos de Anson con la gorra de su primer colegio, de Anson a caballo con la novia de un verano misterioso y olvidado, de Anson entre un alegre grupo de damas de honor y testigos de una boda, le hicieron sentir celos de su vida pasada, lejos de ella; y con tal grado de perfección parecía la figura autoritaria de Anson resumir y simbolizar todas aquellas antiguas posesiones, que, en un momento de inspiración, se le ocurrió casarse inmediatamente y volver a Pensacola convertida en su mujer.
Pero nadie había hablado de la posibilidad de una boda inmediata, e incluso el compromiso se guardaba en secreto hasta que acabara la guerra. Cuando Paula se dio cuenta de que a Anson sólo le quedaban dos días de permiso, su descontento cristalizó en la intención de conseguir que él tampoco quisiera esperar. Estaban invitados a cenar en el campo, y Paula decidió forzar una decisión aquella noche.
Estaba con ellos en el Ritz una prima de Paula, una chica seca y resentida que quería a Paula, pero un poco celosa de aquel impresionante compromiso matrimonial, y, mientras Paula acababa de vestirse, la prima, que no iba a la cena, recibió a Anson en el vestíbulo de la suite.
Anson se había encontrado con algunos amigos a las cinco y con ellos había estado bebiendo sin medida ni discreción durante una hora. Había abandonado el Club de Yale a la hora conveniente, y había ordenado al chófer de su madre que lo llevara al Ritz, pero no estaba en la plenitud de sus facultades y la calefacción del salón le provocó un mareo repentino. Al notarlo, se sintió alegre y arrepentido a la vez.
La prima de Paula tenía veinticinco años, pero era excepcionalmente ingenua, y al principio no se dio cuenta de lo que sucedía. Era la primera vez que veía a Anson, y se sorprendió cuando masculló alguna frase sin sentido y estuvo a punto de caerse de la silla, pero hasta que apareció Paula no se le ocurrió que lo que había tomado por el olor de un uniforme recién salido de la tintorería era en realidad olor a whisky. Paula se dio cuenta inmediatamente, y su único pensamiento fue quitar de enmedio a Anson antes de que su madre lo viera y, por su mirada, su prima comprendió lo que pasaba.
Cuando Paula y Anson bajaron, encontraron dentro del coche a dos hombres dormidos; eran los amigos con quienes Anson había estado bebiendo en el Club de Yale, invitados también a la cena. Anson había olvidado por completo que estaban en el coche. Se despertaron camino de Hempstead y se pusieron a cantar. Eran picantes algunas de sus canciones, y Paula, aunque intentaba resignarse al hecho de que Anson tuviera pocas inhibiciones verbales, apretó los labios avergonzada y disgustada.
Y en el hotel la prima, confundida y nerviosa, tras reflexionar sobre el incidente, entró en la habitación de la señora Legendre y le dijo:
—¿No es gracioso?
—¿Quién es gracioso?
—¿Quién? El señor Hunter. Me ha parecido muy gracioso.
La señora Legendre la miró con severidad.
—¿Por qué es gracioso?
—Me ha dicho que es francés. No sabía que era francés.
—Es absurdo. Seguro que no has entendido bien —sonrió—. Te ha tomado el pelo.
La prima negó con la cabeza, obstinada.
—No, me ha dicho que se ha criado en Francia. Ha dicho que no sabía inglés y que no podía hablar conmigo. ¡Y es verdad que no podía hablar!
La señora Legendre desvió la mirada con impaciencia en el preciso instante en que la prima, saliendo de la habitación, añadía:
—Sería por lo borracho que estaba.
El extraño episodio era verdad. Anson, advirtiendo que la lengua se le trababa sin remedio, había recurrido a un subterfugio insólito: había dicho que no sabía inglés. Años después solía contar la anécdota, e invariablemente contagiaba a todos la risa incontenible que le provocaba aquel recuerdo.
En la hora siguiente, cinco veces intentó la señora Legendre hablar por teléfono con Hempstead. Cuando por fin lo consiguió, hubo de esperar diez minutos más antes de oír la voz de Paula en el auricular.
—La prima Jo me ha dicho que Anson estaba borracho.
—Ah, no...
—Ah, sí. La prima Jo dice que estaba borracho. Le dijo que era francés, y se cayó de la silla y se portó como si estuviera muy borracho. No quiero que vuelvas aquí con él.
—¡Mamá! Está perfectamente. No te preocupes, por favor...
—Pues claro que me preocupo. ¡Qué horror! Quiero que me prometas que no volverás con él...
—Eso es cosa mía, mamá...
—No quiero que vuelvas con él.
—Muy bien, mamá. Adiós.
—Recuerda lo que te he dicho, Paula. Pídele a alguien que te acompañe.
Paula retiró muy decidida el auricular de su oído y colgó. Estaba roja de irritación e impotencia. Anson dormía a pierna suelta en un dormitorio del piso de arriba, y abajo la cena se acercaba penosamente al final.
El viaje en coche, que duró una hora, lo había espabilado un poco —la llegada sólo fue motivo de risas—, y Paula tenía la esperanza de que, a pesar de todo, no se estropeara la noche, pero dos imprudentes cócteles antes de la cena completaron el desastre. Anson se dirigió a los invitados ruidosamente, un poco agresivo, durante quince minutos y luego se desplomó silenciosamente bajo la mesa, como en un grabado antiguo, pero, a diferencia del grabado antiguo, la escena resultó espantosa sin ser en absoluto pintoresca. Ninguna de las jóvenes presentes comentó el incidente: parecía merecer únicamente silencio. Su tío y dos más lo subieron por las escaleras, e inmediatamente después Paula había hablado por teléfono con su madre.
Una hora más tarde Anson se despertó entre nubes de dolor y angustia, y entre nubes distinguió al cabo de unos segundos la figura de su tío Robert junto a la puerta.
—Digo que si te sientes mejor.
—¿Cómo?
—¿Te sientes mejor, amigo?
—Fatal —dijo Anson.
—Voy a darte otro calmante. Te ayudará a dormir, si no lo vomitas.
Con esfuerzo, Anson apoyó los pies en el suelo y se levantó.
—Estoy perfectamente —dijo con voz apagada.
—Despacio, despacio.
—Creo que si me das una copa de coñac podré bajar las escaleras.
—Ah, no.
—Sí, es lo único que necesito. Ya estoy bien. Me figuro que me estarán poniendo verde.
—Saben que te has pasado un poco de rosca —dijo el tío con desaprobación—. Pero no te preocupes. Schuyler ni siquiera ha podido venir. Perdió el conocimiento en el vestuario del club de golf.
Indiferente a todas las opiniones, excepto a la de Paula, Anson estaba decidido a salvar lo que pudiera entre los escombros de la noche, pero, cuando, después de un baño frío, apareció, casi todos los invitados se habían ido. Paula se levantó inmediatamente para volver al hotel.
En el coche reanudaron el diálogo serio y antiguo. Paula sabía que le gustaba beber, pero nunca se hubiera imaginado algo como aquello: tenía la impresión de que quizá, después de todo, no estaban hechos el uno para el otro. Sus ideas sobre la vida eran demasiado diferentes, y así sucesivamente. Cuando acabó de hablar, Anson tomó la palabra, absolutamente sobrio. Luego Paula dijo que tenía que pensarlo, que no podía tomar una decisión aquella noche; no estaba enfadada, sino terriblemente dolida. Ni siquiera le dejó entrar en el hotel con ella, pero cuando salía del coche se inclinó y le dio un beso triste en la mejilla.
La tarde siguiente Anson mantuvo una larga conversación con la señora Legendre mientras Paula escuchaba en silencio. Llegaron al acuerdo de que Paula meditaría sobre el incidente durante un periodo razonable y que luego, si madre e hija lo consideraban oportuno, se reunirían con Anson en Pensacola. Anson, por su parte, pidió perdón con sinceridad y dignidad: eso fue todo. Con todas las cartas a su favor, la señora Legendre fue incapaz de obtener ninguna ventaja sobre Anson. Anson no prometió nada, no demostró ninguna humildad, y se limitó a hacer algún sensato comentario sobre la vida, que al final le dio cierto aire de superioridad moral. Cuando regresaron al Sur tres semanas después, ni Anson, satisfecho, ni Paula, aliviada porque volvían a encontrarse, se dieron cuenta de que el momento psicológico había pasado para siempre.
IV
Anson la dominaba y atraía, y al mismo tiempo la llenaba de angustia. Confundida por aquella mezcla de fortaleza y disipación, de sensibilidad y cinismo —incongruencias que su mentalidad tradicional era incapaz de entender—, Paula empezó a pensar que Anson tenía dos personalidades que se alternaban. Cuando se veían a solas o en una fiesta, o, por casualidad, en compañía de alguien inferior a él, se sentía verdaderamente orgullosa de su fuerte y atractiva personalidad, de su gran inteligencia, paternal y comprensiva. Pero en compañía de otros se sentía incómoda cuando lo que había sido una refinada impermeabilidad al simple formalismo de las buenas maneras mostraba su otra cara. La otra cara era ordinaria, burlona, indiferente a todo lo que no fuera diversión. Entonces, por un tiempo, trataba de quitarse a Anson de la cabeza, e incluso emprendió un breve y furtivo experimento con un antiguo admirador, pero fue inútil: después de cuatro meses bajo la influencia de la envolvente vitalidad de Anson, todos los hombres le parecían de una palidez anémica.
En julio Anson fue destinado al extranjero. La ternura y el deseo aumentaron. Paula pensó en un matrimonio de última hora, y se arrepintió porque Anson siempre olía a cóctel, pero la despedida la puso enferma, físicamente enferma de tristeza. Tras la partida le escribió largas cartas, doliéndose por los días de amor que, esperando, habían perdido. En agosto el avión de Anson cayó al mar del Norte. Fue rescatado por un destructor después de pasar una noche en el agua y fue internado en un hospital, con pulmonía. El armisticio se firmó antes de que Anson fuera repatriado por fin.
Entonces, cuando volvían a presentárseles todas las oportunidades, sin ningún obstáculo material que superar, los secretos velos de sus temperamentos se interpusieron entre ellos: secaron sus besos y sus lágrimas, hicieron que sus voces se apagaran entre sí, sofocaron la conversación íntima de sus corazones hasta que la antigua comunicación sólo fue posible por carta, a distancia. Una tarde un periodista, cronista de sociedad, esperó dos horas en casa de los Hunter la confirmación de su compromiso. Anson desmintió la noticia, a pesar de que una edición anterior la había publicado con grandes titulares: se les había visto “constantemente juntos en Southampton, Hot Springs y Tuxedo Park”. Pero el diálogo serio y antiguo había desembocado de repente en una pelea interminable, y el amor se acababa. Anson se emborrachó escandalosamente y no acudió a una cita, y Paula le reprochó su comportamiento. La desesperación cedió ante su orgullo y su dominio de sí mismo: el compromiso se rompió definitivamente.
“Corazón mío”, decían entonces las cartas de Anson y Paula “corazón, corazón mío, cuando me despierto a medianoche y pienso en lo que, después de todo, nunca será, me dan ganas de morirme. No puedo seguir viviendo. Quizá cuando nos veamos este verano podamos hablar más despacio y decidir otra cosa. Estábamos tan nerviosos y tan tristes aquel día... Sé que no podré vivir la vida entera sin ti. Hablas de otras personas. ¿No sabes que no existe nadie para mí, que sólo existes tú?”
Y, aunque alguna vez Paula, en sus vagabundeos por el Este con ánimo de llamar su atención mencionara lo mucho que se divertía, Anson era demasiado perspicaz para inquietarse. Cuando en sus cartas encontraba el nombre de algún hombre se sentía más seguro que nunca de los sentimientos de Paula y un poco desdeñoso: siempre había estado por encima de aquellas cosas. Pero seguía teniendo esperanzas: algún día se casarían.
Y, mientras, se sumergió de lleno en el tumulto y el esplendor del Nueva York de después de la guerra, empezó a trabajar en la Bolsa, se hizo socio de media docena de clubes, bailaba hasta muy tarde y vivía en tres mundos diferentes: su propio mundo, el mundo de los jóvenes licenciados de Yale y esa zona del submundo que tiene una de sus fronteras en Broadway. Pero siempre respetó ocho horas completas e intocables que dedicaba a su trabajo en Wall Street, donde la combinación de sus influyentes contactos familiares, su aguda inteligencia y su exuberante energía física lo llevaron casi inmediatamente a lo más alto. Poseía una de esas inteligencias, incalculablemente valiosas, que se dividen en compartimentos. Alguna vez apareció en su despacho después de dormir menos de una hora, pero no era un caso frecuente. Así que, ya en 1920, sus ingresos, entre sueldo y comisiones, superaban los doce mil dólares.
A medida que la tradición de Yale se perdía en el pasado, en Nueva York Anson se iba convirtiendo en una figura cada vez más conocida y admirada entre sus compañeros de curso, mucho más de lo que lo había sido en la universidad. Vivía en una casa suntuosa, y contaba con los medios necesarios para introducir a los jóvenes en otras casas suntuosas. Parecía, además, tener la vida asegurada, mientras que los demás, en su mayoría, sólo habían llegado a un nuevo y precario punto de partida. Empezaron a tomarlo como referencia para sus diversiones y escapadas, y Anson siempre respondía de buena gana, y disfrutaba ayudando a la gente y resolviéndole sus asuntos.
Ya no hablaban de hombres las cartas de Paula: ahora resonaba en ellas una nota de ternura que antes no existía. Por diversas fuentes sabía que tenía un pretendiente fijo, Lowell Thayer, un bostoniano rico y de alta posición social, y, aunque estaba seguro de que aún lo quería, le inquietaba pensar que, a pesar de todo, podía perderla. Salvo un día, que fue una desilusión, Paula llevaba casi cinco meses sin aparecer por Nueva York, y, a medida que los rumores aumentaban, sentía más ganas de verla. En febrero se tomó unas vacaciones y fue a Florida.
Palm Beach se extendía saludable y opulenta entre el zafiro rutilante del lago Worth, manchado aquí y allá por los yates anclados, y la inmensa franja celeste del océano Atlántico. Las moles imponentes del Hotel Breakers y del Hotel Royal Ponciana se erguían como dos panzas gemelas sobre la luminosa línea de arena, y alrededor se arracimaban el Dancing Glade, el casino y una docena de tiendas de modas tres veces más caras que las tiendas de Nueva York. En la terraza del Hotel Breakers doscientas mujeres daban un paso a la derecha, un paso a la izquierda, giraban y se entregaban a la célebre gimnasia conocida como double-shuffle, mientras, a contratiempo, doscientas pulseras tintineaban, arriba y abajo, en doscientos brazos.
En el Club Everglades, ya de noche, Paula, Lowell Thayer, Anson y un cuarto jugador ocasional jugaban al bridge con buenas cartas. La cara de Paula, seria y agradable, le parecía a Anson pálida y cansada: Paula llevaba dando vueltas cuatro, cinco años. Hacía tres años que la conocía.
—Dos picas.
—¿Un cigarrillo? Ah, perdón. Me toca a mí.
—Doblaré tres picas.
Había una docena de mesas de juego en la sala, que iba llenándose de humo. Los ojos de Anson y Paula se encontraron, se miraron con insistencia, incluso cuando la mirada de Thayer se interpuso.
—¿Cuál es la apuesta? —preguntó Thayer, distraído.
Rosa de Washington Square
—cantaban los más jóvenes en un rincón—
Me estoy marchitando
en este aire de sótano...
El humo se espesaba como niebla y, al abrirse una puerta, la corriente de aire llenó la habitación de remolinos de ectoplasma. Ojitos Brillantes pasó como un rayo entre las mesas buscando al señor Conan Doyle entre los ingleses que en el vestíbulo del hotel representaban el papel de ingleses.
—Se podría cortar con un cuchillo.
—... cortar con un cuchillo.
—... con un cuchillo.
Cuando acabó la partida, Paula se levantó de repente y le dijo algo a Anson, en voz baja, nerviosa. Casi sin dignarse mirar a Lowell Thayer, cruzaron la puerta y bajaron una larga escalera de peldaños de piedra, y pronto paseaban por la playa, cogidos de la mano, a la luz de la luna.
—Corazón, corazón...
Se abrazaban en las sombras, con pasión, imprudentemente Entonces Paula separó la cara para que los labios de Anson pudieran decir lo que quería oír: sentía cómo las palabras iban formándose mientras se besaban de nuevo... De nuevo se separó, a la escucha, pero, mientras Anson volvía a acercársele, se dio cuenta de que no había dicho nada, sólo “Corazón, corazón...”, con aquel susurro profundo, triste, que siempre la había hecho llorar. Humildemente, obedientemente, sus sentimientos se rendían ante él, y las lágrimas le corrían por la cara, pero el corazón seguía exclamando: “Pídemelo, Anson, amor mío, pídemelo”.
—Paula... Paula....
Las palabras le oprimían el corazón como unas manos, y Anson, al sentirla temblar, supo que aquella emoción ya era bastante. No era necesario que dijera nada más, que hiciera depender sus destinos de un enigma poco práctico. ¿Para qué iba a hacerlo, si podía tenerla así, mientras ganaba tiempo, otro año, siempre? Pensaba en los dos, y más en ella que en sí mismo. Por un instante, cuando Paula dijo de repente que debía volver al hotel, dudó, y pensó primero: “Ha llegado el momento”, e inmediatamente: “No. Esperaremos. Es mía”.
Olvidaba que las tensiones de aquellos tres años también habían consumido íntimamente a Paula: los sentimientos de Paula cambiaron para siempre aquella noche.
A la mañana siguiente Anson volvió a Nueva York, nervioso e insatisfecho. [Coincidió en el tren con una preciosa debutante y comieron juntos un par de días. Al principio le contó algo de Paula e inventó una misteriosa incompatibilidad que los separaba irremediablemente. La chica tenía un temperamento impulsivo, desenfrenado, y las confidencias de Anson la halagaron. Como el soldado de Kipling, Anson podría haber conseguido lo mejor de ella antes de llegar a Nueva York, pero por fortuna estaba sobrio y se dominó.] A finales de abril, sin previo aviso, recibió un telegrama desde Bar Harbor en el que Paula le decía que se había prometido con Lowell Thayer y que se casarían inmediatamente en Boston. Lo que jamás había creído que pudiera suceder, por fin había sucedido.
Aquella mañana se empapó de whisky, se fue al despacho trabajó sin descanso, como si temiera que pasara algo si se detenía. Al atardecer salió como siempre, sin decir una palabra sobre lo ocurrido. Parecía afectuoso, de buen humor, atento. Pero había algo que no podía evitar: durante tres días, donde estuviera y con quien estuviera, de repente hundía la cabeza entre las manos y se echaba a llorar como un niño.
V
En 1922, cuando Anson acompañó al extranjero al socio menos antiguo de la empresa para estudiar ciertos créditos en Londres, el viaje fue un signo de que iba a ser aceptado como socio en la empresa. Ya tenía veintisiete años y había ganado peso, aunque no era gordo, y se comportaba como si tuviera más edad. Viejos y jóvenes lo apreciaban y confiaban en él, y las madres se sentían tranquilas cuando le encomendaban a sus hijas, porque tenía un modo muy particular, cuando entraba en un salón, de ponerse a la altura de las personas de más edad y más conservadoras. “Ustedes y yo”, parecía decir, “somos personas sólidas. Entendemos el mundo.”
Tenía un conocimiento instintivo y piadoso de las debilidades de hombres y mujeres y, como un sacerdote, por esta circunstancia, se preocupaba mucho de respetar las apariencias. Solía dar clases de catequesis los domingos por la mañana en una conocida iglesia episcopal, aunque sólo una ducha fría y un rápido cambio de chaqueta lo separaba de una noche desenfrenada. [Un día, como obedeciendo a un impulso compartido, algunos chicos se levantaron de la primera fila y se pasaron a la última. Contaba con frecuencia esta anécdota, que usualmente era recibida con alegres carcajadas.]
Después de la muerte de su padre, se había convertido en cabeza de familia, y, en efecto, dirigía los destinos de los hijos más jóvenes. A causa de una complicación legal, su autoridad no alcanzaba al patrimonio paterno, administrado por el tío Robert, el miembro de la familia aficionado a los caballos, hombre bueno, excelente bebedor, miembro de la camarilla que tiene su centro en Wheatley Hills.
El tío Robert y su mujer, Edna, habían sido grandes amigos del joven Anson, y el tío se sintió desilusionado cuando la superioridad del sobrino no desembocó en un gusto por las carreras de caballos parecido al suyo. Lo avaló para que ingresara en un club de la ciudad, el club de América donde el ingreso era más difícil, abierto sólo a miembros de las familias que hubieran contribuido a construir Nueva York (o, con otras palabras, que fueran ricas antes de 1880), y cuando Anson, tras ser aceptado en el club, renunció para darse de alta en el Club de Yale, el no Robert le dijo algunas palabras sobre el asunto. Y, cuando, como remate, Anson renunció a ser socio de la agencia de Bolsa de Robert Hunter, agencia conservadora y algo abandonada, la relación terminó de enfriarse. Como un maestro de escuela que ha enseñado todo lo que sabe, el tío Robert desapareció de la vida de Anson.
Había tantos amigos en la vida de Anson... Y era difícil hablar de uno solo al que no le hubiese hecho algún favor extraordinario, o al que no hubiera puesto alguna vez en apuros con sus ordinarieces o con su costumbre de emborracharse donde y como quisiera. No soportaba que los demás metieran la pata, pero sus patochadas siempre le divertían. Le sucedían las cosas más extrañas, y luego las contaba entre carcajadas contagiosas.
Yo trabajaba en Nueva York aquella primavera y solía comer con él en el Club de Yale, porque nuestra universidad usaba sus instalaciones mientras terminaban nuestro local. Yo había leído la noticia del matrimonio de Paula y una tarde, cuando le hablé de ella, algo lo empujó a contarme la historia. A partir de entonces me invitó a cenar frecuentemente en su casa y se comportó como si entre nosotros existiera una relación especial, como si, con sus confidencias, me hubiera traspasado una parte de aquellos recuerdos obsesivos.
Me di cuenta de que, a pesar de la confianza de las madres, su actitud con las jóvenes no era indiscriminadamente protectora. Dependía de la chica: si mostraba cierta inclinación a la vida fácil, era mejor que se cuidara de sí misma, incluso con Anson.
—La vida —me explicaría alguna vez— me ha vuelto un cínico.
Cuando decía la vida, quería decir Paula. A veces, sobre todo cuando bebía, perdía un poco la cabeza, y pensaba que Paula lo había abandonado cruelmente.
El “cinismo”, o, mejor, la constatación de que no valía la pena dejar escapar a las chicas ligeras por naturaleza, lo condujo a su relación con Dolly Karger. No fue la única relación que mantuvo en aquel tiempo, pero estuvo a punto de afectarle profundamente y ejerció una influencia trascendental en su actitud hacia la vida.
Dolly era la hija de un conocido publicista que se había casado con una representante de la alta sociedad. Se había educado en los mejores colegios, había sido presentada en sociedad en el Hotel Plaza y frecuentaba el Assembly; y sólo unas pocas familias antiguas, como los Hunter, podían discutir que perteneciera a su mundo, pues su fotografía aparecía frecuentemente en los periódicos y recibía una atención envidiable, más atención que muchas chicas sobre las que no cabía discusión posible. Tenía el pelo oscuro, labios de carmín y un cutis perfecto, encendido, que, durante el año siguiente a su puesta de largo, escondió bajo polvos de una tonalidad gris y rosa, porque no estaba de moda aquel color encendido: se llevaba una palidez decimonónica. Vestía de negro, con estilo severo, y, de pie, se metía las manos en los bolsillos, inclinándose un poco hacia adelante con una cómica expresión de d minio de sí misma. Bailaba primorosamente: bailar era lo que más I gustaba, si exceptuamos flirtear. Desde que tenía diez años había estad enamorada, casi siempre de algún chico que no quería saber nada d ella. Quienes se enamoraban de ella—y eran muchos— la aburrían des pues del primer encuentro, pero reservaba para sus fracasos el lufi más cálido de su corazón, y, cuando volvía a encontrarlos siempre lo in tentaba de nuevo: alguna vez tuvo éxito, pero fracasaba casi siempre.
Jamás se le pasó por la cabeza a esta gitana de lo inalcanzable que aquéllos que se negaban a quererla tenían cierto rasgo en común: compartían una aguda intuición que descubría la falta de carácter de Dolly no para los sentimientos, sino para encauzar su vida. Anson lo notó el mismo día que la conoció, menos de un mes después de la boda de Paula Entonces estaba bebiendo mucho y durante una semana simuló que se estaba enamorando de ella. Y luego la abandonó de repente y la olvidó: inmediatamente Anson alcanzó la posición dominante en su corazón.
Como muchas de las chicas de aquel tiempo, Dolly era poco sería e indiscretamente rebelde. La falta de convencionalismo de la generación anterior sólo había sido uno de los aspectos del movimiento de posguerra empeñado en desacreditar costumbres anticuadas: la falta de convencionalismo de Dolly era a la vez más vieja y más pobre, y hallaba en Anson los dos extremos que atraen a las mujeres incapaces de sentir emociones verdaderas: cierto abandono o complacencia indulgente que alternaba con su fuerza protectora. Descubría en el carácter de Anson al sibarita y a la roca firme, y los dos rasgos satisfacían todo lo que su naturaleza necesitaba.
Dolly presentía que la relación iba a ser difícil, pero se equivocaba en los motivos: creía que Anson y su familia esperaban una boda más espectacular, pero intuyó inmediatamente que la tendencia de Anson a beber demasiado le concedía alguna ventaja.
Se veían en las grandes fiestas de presentación en sociedad, y, conforme crecía el encaprichamiento de Dolly, procuraron encontrarse cada vez con mayor frecuencia. Como la mayoría de las madres, la señora Karger creía que Anson era excepcionalmente digno de la máxima confianza, así que le permitía a Dolly acompañarlo a lejanos clubes de campo y a casas de las afueras sin preguntar demasiado y sin dudar de las explicaciones de su hija cuando llegaban tarde. Al principio tales explicaciones quizá fueran verdad, pero los mundanos planes de Dolly para conquistar a Anson pronto cedieron ante la creciente marea de los sentimientos. Los besos en coche y en el asiento trasero de los taxis ya no bastaban, y entonces dieron un paso inesperado.
Durante cierto tiempo abandonaron su mundo y se crearor otro un poco inferior en el que se notaran y comentaran menos las borracheras de Anson y los horarios irregulares de Dolly. Formaban este mundo varios elementos: algunos amigos de los tiempos de Yale y sus mujeres, dos o tres jóvenes corredores y agentes de Bolsa y un puñado de jóvenes sin compromiso, recién salidos de la universidad, con dinero y propensos a la disipación. Lo mezquino y mediocre de este mundo les concedía, en compensación, una libertad que ni siquiera se permitía a sí mismo. Y además giraba a su alrededor, y le permitía a Dolly el placer de una leve condescendencia, un placer que Anson no podía compartir, pues su vida entera, desde la niñez sin incertidumbres, estaba hecha de condescendencia.
No estaba enamorado de Dolly, y en el invierno largo y febril que duró su relación se lo dijo muchas veces. En primavera estaba cansado: necesitaba renovar su vida, beber de otras fuentes, y comprendió que o rompía inmediatamente con ella o aceptaba la responsabilidad de una seducción definitiva. La actitud alentadora de la familia de Dolly precipitó su decisión: una noche, cuando el señor Karger llamó discretamente a la puerta de la biblioteca para decirle que había dejado una botella de buen brandy en el comedor, Anson sintió que la vida lo estaba acorralando. Aquella misma noche escribió una breve carta a Dolly en la que le decía que se iba de vacaciones y que, dadas las circunstancias, sería mejor que no volvieran a verse.
Era el mes de junio. Como su familia había cerrado la casa y se había ido al campo, Anson vivía transitoriamente en el Club de Yale. Me había mantenido al día de sus relaciones con Dolly —me contaba aquello con humor, porque despreciaba a las mujeres inestables y no les concedía ningún lugar en el edificio social en el que creía—, y, cuando aquella noche me contó que se había peleado definitivamente con ella, me alegré. Yo había visto a Dolly algunas veces, y siempre me había dado lástima su empeño inútil, y me había dado vergüenza saber, sin ningún derecho, tantas cosas sobre ella. Era eso que llaman una criatura preciosa, pero demostraba cierta temeridad que me fascinaba. Su dedicación a la diosa de la disipación hubiera sido menos evidente si Dolly hubiera sido menos animosa: seguramente acabaría dilapidándose a sí misma, así que me alegró saber que yo no sería testigo del sacrificio.
Anson iba a dejar la carta de despedida en la casa de Dolly a la mañana siguiente. Era una de las pocas casas que permanecían abiertas en la zona de la Quinta Avenida, y sabía que la familia Karger, siguiendo las informaciones equivocadas de Dolly, había suspendido un viaje al extranjero para facilitarle las cosas a su hija. Cuando salía del Club de Yale camino de la avenida Madison, Anson vio llegar al cartero y lo siguió. La primera carta que había atraído su mirada llevaba en el sobre la letra de Dolly.
Se imaginaba la carta: un monólogo ensimismado y trágico lleno de los reproches que ya conocía, de recuerdos de recuerdos, de “JVfe pregunto si...”, de todas las intimidades inmemoriales que él mismo va le había escrito a Paula Legendre en lo que parecía ser otra época. Apartó algunos sobres con facturas y abrió la carta de Dolly. Para su sorpresa era una nota breve, más bien protocolaria, que decía que Dolly no podía acompañarlo a pasar el fin de semana en el campo porque Perry Hull de Chicago, había llegado inesperadamente a la ciudad. La carta añadía que Anson se lo había merecido: “Si supiera que me quieres como yo, me iría contigo a cualquier sitio y en cualquier momento, pero Perry es tan simpático y tiene tantas ganas de que me case con él...”
Anson sonrió con desprecio: ya tenía experiencia en este tipo de cartas mentirosas. Sabía además que Dolly habría preparado su plan cuidadosamente, y habría llamado seguramente al fiel Perry, calculando la hora de su llegada; sabía que habría pensado mucho la carta, para que lo pusiera celoso sin espantarlo. Como la mayoría de las soluciones intermedias, la carta no expresaba ni fuerza ni vitalidad, sólo miedo y desesperación.
Se había puesto de mal humor. Se sentó en el vestíbulo y volvió a leer la carta. Luego llamó a Dolly por teléfono y le dijo con voz clara y autoritaria que había recibido su nota y que la recogería a las cinco como habían planeado. Casi ni se entretuvo en oír la fingida incertidumbre de su respuesta: “A lo mejor puedo estar contigo una hora”. Colgó y se fue al despacho. Por la calle rompió su carta de despedida, y fue tirando al suelo los pedazos.
No estaba celoso —Dolly no significaba nada—, pero, ante aquella patética artimaña, salieron a flote todo su orgullo y cabezonería. No podía pasar por alto la arrogancia de alguien inferior en inteligencia. Si Dolly quería saber a quién pertenecía, iba a enterarse.
A las cinco y cuarto estaba en la puerta de la casa. Dolly se había arreglado para salir, y Anson oyó en silencio la frase que ella había empezado a decirle por teléfono: “Sólo puedo estar contigo una hora”.
—Ponte el sombrero, Dolly —dijo—. Vamos a dar un paseo. Paseaban por la avenida Madison y la Quinta Avenida, mientras la camisa se empapaba de sudor sobre el cuerpo ancho de Anson: hacía mucho calor. Anson habló poco, regañándole, sin palabras de amor, y, antes de dejar atrás seis manzanas de casas, otra vez era suya. Se disculpaba por la carta: prometía, como penitencia, no ver a Perry. Le daría lo que quisiera. Creía que había venido porque había empezado a quererla.
—Tengo calor —dijo Anson cuando llegaron a la calle 71—. Llevo un traje de invierno. ¿Te importaría esperarme un momento si voy a casa a cambiarme? Sólo tardaré un minuto.
Dolly era feliz: la intimidad de que tuviera calor, como cualquier aspecto físico de Anson, la excitaba. Cuando llegaron a la cancela y Anson sacó la llave sintió una especie de placer.
La planta principal estaba a oscuras y, mientras Anson subía en el ascensor, Dolly descorrió una cortina y miró a través de visillos opacos las casas de enfrente. Oyó cómo se detenía el ascensor y, con la idea de gastarle una broma a Anson, apretó el botón para que volviera a bajar. Entonces, obedeciendo a algo que era más que un impulso, entró en el ascensor y subió al piso que pensaba que era el de Anson.
—Anson —llamó, riéndose un poco.
—Un momento —contestó desde el dormitorio. Y un instante después—: Ya puedes entrar.
Se había cambiado y estaba abotonándose el chaleco.
—Ésta es mi habitación —dijo despreocupadamente—. ¿Te gusta?
Dolly vio la foto de Paula en la pared y la miró fascinada, como Paula, cinco años antes, había mirado las fotos de las novias infantiles de Anson. Sabía algo de Paula: lo poco que sabía la había atormentado más de una vez.
De repente se acercó a Anson, tendiéndole los brazos. Se abrazaron. En la ventana temblaba ya el crepúsculo, artificial y suave, aunque el sol aún lucía sobre el tejado de enfrente. Dentro de media hora la habitación estaría completamente a oscuras. La ocasión imprevista les turbaba, les cortaba la respiración: se abrazaron con más fuerza. Era inminente, inevitable. Abrazándose todavía, levantaron la cabeza, y sus miradas se posaron juntas sobre la foto de Paula, que los observaba desde la pared.
Entonces Anson dejó caer los brazos y, sentándose al escritorio, trató de abrir el cajón con un manojo de llaves.
—¿Quieres beber algo? —preguntó con voz ronca.
—No, Anson.
Se llenó medio vaso de whisky, se lo bebió y abrió la puerta que daba al pasillo.
—Vamos —dijo.
Dolly dudó.
—Anson... He decidido que me voy al campo contigo esta noche. ¿Lo entiendes?
—Claro que sí —respondió con brusquedad.
Se dirigieron a Long Island en el coche de Dolly, más unidos sentimentalmente que nunca. Sabían qué iba a suceder, sin la cara de Paula recordándoles que faltaba algo: nada les importaría cuando estuvieran solos en la tranquila y calurosa noche de Long Island.
La casa de Port Washington donde pensaban pasar el fin de semana era de una prima de Anson que se había casado con un comisionista del cobre de Montana. En la casa del guarda empezaba un ca mino interminable que serpenteaba bajo álamos recién trasplantado hasta llegar a una villa de estilo español, enorme y rosa. Anson la visi taba con frecuencia.
Después de cenar fueron a bailar al Club Linx. Poco después de medianoche Anson se aseguró de que sus primos no volverían antes de las dos. Entonces dijo que Dolly estaba cansada, que iba a llevarla a la casa y que después volvería al club. Casi temblando de excitación se fueron en un coche prestado, camino de Port Washington. Cuando llegaron a la casa del guarda, Anson paró y habló con el vigilante nocturno.
—¿Cuándo haces la próxima ronda, Cari?
—Ahora.
—¿Te quedarás hasta que vuelvan todos?
—Sí, señor.
—Estupendo. Oye, si algún coche, sea el que sea, se dirige a la casa, llama por teléfono inmediatamente —puso un billete de cinco dólares en la mano de Cari—. ¿Está claro?
—Sí, señor Anson —natural del Viejo Continente, no hizo ningún guiño ni sonrió. Mientras, Dolly miraba hacia otra parte.
Anson tenía llave. Dentro de la casa, preparó unas bebidas —Dolly no tocó la suya—, comprobó dónde estaba el teléfono y se aseguró de que podía oírlo desde sus habitaciones, que estaban en el primer piso.
Cinco minutos más tarde llamó a la puerta de la habitación de Dolly.
—¿Anson?
Entró y cerró la puerta. Dolly estaba acostada, esperando nerviosa, con los codos en la almohada. Se sentó a su lado y la abrazó.
—Anson, querido.
No respondió.
—Anson... Anson... Te quiero. Dime que me quieres. Dímelo ahora. ¿No puedes? ¿Aunque no sea verdad?
No la escuchaba. Mirando por encima de su cabeza, le pareció ver el retrato de Paula colgado en la pared.
Se levantó y se acercó: el marco resplandecía débilmente con el triple reflejo de la luz de la luna: enmarcaba la vaga sombra de una cara que no conocía. Casi sollozando, se volvió y miró fijamente, con odio, a la figurilla que estaba en la cama.
—Esto es absurdo —dijo con voz apagada—. No sé en que estaba pensando. No te quiero: es mejor que esperes a otro que te quiera. Yo no te quiero ni poco ni mucho, ¿no lo entiendes?
Se le quebró la voz, y salió rápidamente. Bebía una copa en el salón, le temblaba la mano, cuando la puerta de la casa se abrió de repente y entró su prima.
—Ah, me he enterado de que Dolly se sentía mal —dijo con preocupación—. Me he enterado de que se sentía mal...
—No es nada —la interrumpió, elevando la voz para que también se oyera en la habitación de Dolly—. Estaba un poco cansada. Se ha acostado.
Desde entonces, durante mucho tiempo, Anson creyó que un Dios protector interviene algunas veces en los asuntos humanos. Pero Dolly Karger, que no podía dormirse, con los ojos fijos en el techo, no volvió a creer en nada.
VI
Cuando Dolly se casó durante el otoño siguiente, Anson estaba en Londres en viaje de negocios. Como la boda de Paula, fue algo imprevisto, pero le afectó de otra manera. Al principio le pareció gracioso, y le daban ganas de reír cuando se acordaba. Pero luego empezó a desanimarse: la noticia le hacía sentirse viejo.
Parecía que las cosas se repetían, aunque Paula y Dolly pertenecían a generaciones distintas. Tuvo un anticipo de la sensación de un hombre de cuarenta años que se entera de la boda de la hija de un antiguo amor. Mandó un telegrama de felicitación y, no como en el caso de Paula, el telegrama era sincero: jamás había creído de verdad que Paula pudiera ser feliz.
Cuando volvió a Nueva York se convirtió en socio de la empresa donde trabajaba, y, conforme aumentaban sus responsabilidades, le fue quedando menos tiempo libre. La negativa de una compañía de seguros a hacerle un seguro de vida le impresionó tanto que dejó de beber un año, y presumía de sentirse mucho mejor físicamente, aunque yo creo que echaba de menos contar alegremente aquellas aventuras cellinianas que, en los primeros años de la veintena, habían ocupado una parte muy importante de su vida. Pero nunca abandonó el Club de Yale. Era una figura en el club, una personalidad, y la tendencia de sus antiguos compañeros de curso —ya hacía siete años que habían dejado la universidad— a frecuentar lugares más serios era frenada por su presencia.
Nunca tenía la agenda demasiado llena, ni la mente demasiado cansada para prestarle ayuda a quien se la pidiera. Lo que al principio hacía por orgullo y por convicción de su propia superioridad, se había convertido en costumbre y pasión. Y siempre había algo: uno de sus hermanos menores con problemas en New Haven; un amigo que se había peleado con la mujer y quería arreglarlo; conseguirle trabajo a uno y aconsejarle a otro cierta inversión. Pero la especialidad de Anson era resolver los problemas de los matrimonios jóvenes. Los matrimonios jóvenes lo fascinaban, sus apartamentos le parecían casi sagrados: conocía la historia de sus noviazgos, les aconsejaba dónde y cómo vivir, y recordaba el nombre de sus hijos. Hacia las jóvenes esposas mantenía una actitud circunspecta: jamás se aprovechaba de la confianza que sus maridos depositaban en él, algo verdaderamente extraño si se tienen en cuenta sus confesadas aventuras.
Llegó a sentir como suyos los placeres de los matrimonios felices, y una agradable melancolía cuando alguno se estropeaba. No había temporada en que no le tocara ser testigo del fracaso de una unión que quizá él mismo había apadrinado. Cuando Paula se divorció y casi inmediatamente volvió a casarse con otro de Boston pasó una tarde entera hablándome de ella. Nunca quiso a nadie como había querido a Paula, pero insistía en que le era indiferente desde hacía mucho tiempo.
—Jamás me casaré —llegó a decir—. He visto muchas bodas, y sé que un matrimonio feliz es una cosa rarísima. Y ya soy demasiado viejo.
Pero creía en el matrimonio. Como todos los nacidos de un matrimonio afortunado y feliz creía apasionadamente en el matrimonio, y como, viera lo que viera, nada podía minar su fe, su cinismo se disolvía como humo. Pero creía de verdad que era demasiado viejo. A los veintiocho años empezó a admitir con ecuanimidad la perspectiva de un matrimonio sin amor; eligió a una joven de Nueva York perteneciente a su misma clase social, una chica agradable, inteligente, compatible con él, irreprochable, e hizo lo posible por enamorarse. Las cosas que le había dicho a Paula con sinceridad, y con elegancia a las demás, ya no sabía decirlas sin una sonrisa, ni con el calor necesario para que resultaran convincentes.
—A los cuarenta años —dijo a sus amigos— alcanzaré la madurez. Me enamoraré de alguna corista, como todos.
Pero perseveró en su intento. Su madre quería verlo casado, y Anson podía permitirse sin problemas una boda: era agente de Bolsa y ganaba 25.000 dólares al año. La idea era agradable: cuando sus amigos —pasaba casi todo su tiempo con el grupo que se había creado alrededor de Dolly y él— se encerraban por la noche tras las paredes del hogar, Anson no conseguía disfrutar de la libertad. Y llegaba a preguntarse si no debería haberse casado con Dolly. Ni siquiera Paula lo había querido más que ella, y empezaba a darse cuenta de lo raro que resulta encontrar, en el transcurso de una vida, emociones sinceras.
Empezaba a dejarse dominar por aquel estado de ánimo, cuando llegó a sus oídos una historia inquietante. Su tía Edna, que ya había cumplido los cuarenta, mantenía sin esconderse una aventura con un joven disoluto y bebedor llamado Cary Sloane. Todo el mundo lo sabía, menos el tío de Anson, Robert, que, seguro de la fidelidad de su mujer, fanfarroneaba en todos los clubes desde hacía quince años.
Anson oyó la historia una y otra vez con creciente irritación. Recuperó algo del viejo afecto que había sentido por su tío, un sentimiento que rebasaba lo estrictamente personal: era un salto atrás una vuelta a la solidaridad familiar en la que se basaba su orgullo. Su intuición supo distinguir el elemento esencial del problema: que su tío no sufriera. Era su primera experiencia en un caso en el que nadie había pedido su intervención, pero, conociendo el carácter de Edna creía que podía ocuparse del asunto mejor que su tío y mejor que uri juez.
Su tío estaba en Hot Springs. Anson investigó y comprobó las fuentes del escándalo para que no existiera posibilidad de error llamó a Edna y la invitó a comer en el Plaza al día siguiente. Algo en el tono de su voz debió de asustarla, y se mostró poco dispuesta a aceptar, pero Anson insitió, proponiendo retrasar la cita, hasta que no le quedaron excusas.
Se encontraron a la hora fijada en el vestíbulo del Plaza: era una rubia de ojos grises, encantadora, marchita, con un abrigo de marta rusa. Cinco enormes anillos, fríos de diamantes y esmeraldas, brillaban en sus manos finísimas. Se le ocurrió a Anson que la inteligencia de su padre, y no la de su tío, había ganado lo necesario para pagar las pieles y las piedras preciosas, el rico fulgor que mantenía a flote la perdida belleza de Edna.
Aunque Edna percibía la hostilidad de Anson, no se esperaba la franqueza con que abordó la cuestión.
—Edna, me sorprende lo que estás haciendo —le dijo con voz firme—. Al principio, no podía creerlo.
—¿Creer qué? —preguntó con aspereza.
—No hace falta que finjas, Edna. Te estoy hablando de Cary Sloane. Al margen de otras consideraciones, no creía que pudieras tratar a tío Robert...
—Oye, Anson —empezó a decir, irritada, pero la voz perentoria de Anson se impuso.
—... ni a tus hijos de esa manera. Llevas casada dieciocho años y tienes ya edad para saber mejor lo que haces.
—¡No tienes derecho a hablarme así! Tú...
—Sí, tengo derecho. Tío Robert ha sido siempre mi mejor amigo.
Estaba muy emocionado. Sentía verdadera pena por su tío y sus tres primos.
Edna se levantó. No había probado el cóctel de mariscos.
—Esto es lo más ridículo...
—Muy bien, si no quieres escucharme le contaré a tío Robert toda la historia. Tarde o temprano se va a enterar. Y luego iré a ver al viejo Moses Sloane.
Edna se derrumbó en su silla.
—No hables tan alto —le rogó. Las lágrimas le empañaban los ojos—. No sabes cómo suena tu voz. Deberías haber elegido un lugar más reservado para hacerme todas esas acusaciones disparatadas.
Anson no respondió.
—Sí, nunca te he caído bien, lo sé —continuó—. Aprovechas cualquier chisme ridículo para intentar romper la única amistad interesante que he tenido. ¿Qué te he hecho yo para que me aborrezcas así?
Anson siguió esperando, en silencio. Ahora Edna apelaría a su caballerosidad, a su compasión y, por fin, a su elegante superioridad, y cuando Anson se hubiera abierto paso a empujones entre esas tres barreras vendrían las confesiones y habría de luchar a brazo partido con ella. Callando, impenetrable, volviendo constantemente a su mejor arma, que eran sus sentimientos, la intimidó, la sacó de quicio, la fue desesperando conforme pasaba la hora de la comida. A las dos Edna sacó un espejo y un pañuelo, borró la huella de sus lágrimas y se empolvó los pliegues delicados donde se habían depositado. Estaba de acuerdo: esperaría a Anson a las cinco en su casa.
Cuando Anson llegó, estaba tendida en un diván, cubierto por la cretona de los veranos, y las lágrimas que Anson había provocado durante la comida parecían seguir en sus ojos. Entonces advirtió la presencia sombría y angustiada de Cary Sloane junto a la chimenea apagada.
—¿Qué es lo que quieres? —estalló Sloane inmediatamente—. Tengo entendido que invitaste a Edna a comer y la amenazaste fundándote en calumnias vulgares.
Anson se sentó.
—No tengo razones para pensar que sean calumnias.
—He oído que vas a ir con el cuento a Robert Hunter y a mi padre.
Anson asintió.
—O acabáis con esto, o lo haré yo —dijo.
—¿Y a ti qué mierda te importa, Hunter?
—No pierdas el control, Cary —dijo Edna, nerviosa—. Sólo se trata de demostrarle lo absurdo que...
—En primer lugar, está en juego mi apellido —interrumpió Anson—. Eso es lo único que tienes que tener en cuenta, Cary.
—Edna no pertenece a tu familia.
—¡Claro que sí! —su indignación aumentó—. ¡Pero si le debe esta casa y los anillos que lleva a la inteligencia de mi padre! Cuando se casó con tío Robert no tenía ni un céntimo.
Todos miraron los anillos como si tuvieran una importancia decisiva en la situación. Edna hizo ademán de quitárselos.
—Me figuro que no son los únicos anillos que existen en el mundo —dijo Sloane.
—Ah, es absurdo —exclamó Edna—. Anson, ¿puedes escucharme? He descubierto cómo han empezado todos estos chismes. Ha sido una criada a la que despedí, contratada por los Chilicheff: todos estos rusos les tiran de la lengua a las criadas, y luego no entienden
bien lo que les han dicho —dio un puñetazo en la mesa, con rabia •
Y eso que Robert les prestó la limusina un mes entero cuando nos fuimos al Sur el invierno pasado.
—¿Te das cuenta? —se apresuró a intervenir Sloane—. Esa criada ha causado todo el equívoco. Sabía que Edna y yo éramos amigos, y ha ido con el cuento a los Chilicheff. En Rusia dan por supuesto que si un hombre y una mujer...
Convirtió el asunto en una larga disquisición sobre las relaciones sociales en el Cáucaso.
—Si se trata de eso, es mejor que tío Robert se entere —dijo Anson, seco—; así, cuando le lleguen los rumores, sabrá que son mentira.
Adoptando el método que había utilizado con Edna durante el almuerzo dejó que siguieran dándole explicaciones. Sabía que eran culpables y que muy pronto cruzarían el límite entre las explicaciones y las justificaciones para condenarse a sí mismos mucho más terminantemente de lo que él hubiera sido capaz. A las siete tomaron la desesperada decisión de decirle la verdad: la indiferencia de Robert Hunter, la vida vacía de Edna, el flirteo sin trascendencia que había encendido la pasión. Pero, como tantas historias verdaderas, su historia tenía la desgracia de sonar a vieja, y su débil argumentación se estrelló contra la armadura de la voluntad de Anson. La amenaza de recurrir al padre de Sloane acabó de sumirlos en la impotencia, porque el señor Sloane, comisionista de algodón en Alabama, ya retirado de los negocios, era un conocido fundamentalista que dominaba a su hijo asignándole una estricta cantidad mensual fija y asegurándole que, a la próxima extravagancia, la paga se acabaría para siempre.
Cenaron en un pequeño restaurante francés, y la discusión continuó. En cierto momento Sloane recurrió a las amenazas físicas, pero, unos minutos después, la pareja suplicaba a Anson que les concediera un poco de tiempo. Anson fue inflexible. Se había dado cuenta de que Edna empezaba a derrumbarse, de que no convenía ofrecerle la oportunidad de recuperar el ánimo gracias a un renacimiento de la pasión.
A las dos de la mañana, en un pequeño club nocturno de la calle 53, Edna perdió los nervios y pidió que la llevaran a casa. Sloane no había dejado de beber en toda la noche, y estaba a punto de deshacerse en lágrimas: se apoyaba en la mesa y lloriqueaba con la cara entre las manos. Anson aprovechó para imponerles sus condiciones. Sloane pasaría seis meses fuera de la ciudad, que abandonaría en un plazo de cuarenta y ocho horas. Cuando volviera, la relación no sería reanudada, pero, dentro de un año, Edna, si así lo deseaba, podría decirle a Robert Hunter que quería divorciarse e iniciar los trámites necesarios.
Anson se interrumpió un momento, pero la expresión de sus caras lo animó a pronunciar la última palabra.
—Ah, hay otra cosa que podríais hacer —dijo lentamente—: si Edna quiere abandonar a sus hijos, no puedo impediros que os escapéis juntos.
—¡Quiero volver a casa! —repitió Edna—. ¿No te parece que ya es bastante por hoy?
Era una noche oscura, aunque desde el fondo de la calle llegaba el resplandor borroso de la Sexta Avenida. A aquella luz, los dos que habían sido amantes se miraron por última vez, y vieron en sus caras trágicas que entre los dos no reunían la juventud ni la fuerza suficientes para impedir la separación eterna. Entonces Sloane se perdió calle abajo y Anson golpeó el brazo de un taxista medio dormido.
Eran casi las cuatro. El agua de las bocas de riego fluía pacientemente por las aceras fantasmales de la Quinta Avenida y las sombras de dos mujeres de la noche aparecieron y desaparecieron en la fachada oscura de la iglesia de Santo Tomás. Y surgieron los desolados arbustos de Central Park, donde Anson había jugado tantas veces cuando era un niño, y los números cada vez más altos, significativos como nombres, de las calles que atravesaban. Esta era su ciudad, pensaba, donde su apellido había sido lucido con orgullo a lo largo de cinco generaciones. Ningún cambio podría alterar la solidez de su posición en la ciudad, porque el cambio era el sustrato esencial sobre el que él y los que llevaban su apellido se identificaban con el espíritu de Nueva York. La capacidad de iniciativa y el poder de la voluntad —pues sus amenazas, en manos más débiles, hubieran sido menos que nada— habían limpiado el polvo que se acumulaba sobre el nombre de su tío, el nombre de la familia e incluso el nombre de la figura temblorosa que iba sentada a su lado, en el taxi.
El cadáver de Cary Sloane fue encontrado a la mañana siguiente al pie de uno de los pilares del puente de Queensboro. En la oscuridad, en su estado nervioso, Cary había pensado que el agua corría a sus pies, pero, apenas un segundo después, la diferencia resultó insignificante, a no ser que Cary hubiera planeado dedicarle un último pensamiento a Edna y repetir su nombre mientras se debatía débilmente en el agua.
VII
Anson nunca sintió remordimientos por su intervención en este asunto: no era responsable de la situación que la había provocado Pero el justo sufre por el injusto, y se encontró con que su amistad más antigua y, en cierta manera, más preciosa, había terminado. Jamás llegaron a sus oídos las falsedades que fue contando Edna, pero su tío no volvió a recibirlo en su casa.
Poco antes de Navidad la señora Hunter se retiró al más distinguido de los cielos episcopalianos, y Anson se convirtió oficialmente en el cabeza de familia. Una tía soltera que desde hacía muchos años vivía con ellos llevaba la casa e intentaba con lamentable ineficacia proteger y vigilar a las chicas más jóvenes. Todos los Hunter tenían menos confianza en sí mismos que Anson, y eran más convencionales tanto en lo que se refiere a las virtudes como a los defectos. La muerte de la señora Hunter había aplazado la presentación en sociedad de una de las hijas y la boda de otra, y les había arrebatado a todos algo absolutamente esencial, porque con su desaparición llegó a su fin la discreta y costosa superioridad de los Hunter.
En primer lugar, el patrimonio familiar, considerablemente disminuido por los impuestos de sucesión y destinado a ser dividido entre seis hijos, no era ninguna fortuna considerable. Anson se dio cuenta de que sus hermanas pequeñas solían hablar con bastante respeto de familias que ni siquiera existían hacía veinte años. Su sentido de preeminencia no encontraba eco en sus hermanas, que, a lo sumo, a veces eran convencionalmente esnobs. En segundo lugar, aquél era el último verano que pasarían en la casa de Connecticut. El clamor contra la casa había crecido demasiado: ¿quién quería perder los mejores meses del año encerrado en aquel pueblo sin vida? Anson cedió de mala gana: la casa sería puesta a la venta en otoño, y en el próximo verano alquilarían una casa más pequeña en el condado de Westchester. Significaba descender un peldaño de la costosa sencillez que su padre había concebido y, aunque comprendía la rebelión, no podía evitar sentirse disgustado. En vida de su madre no pasaba más de un fin de semana sin ir a la casa, incluso en los veranos más animados.
También a él le afectaba aquel cambio, y, gracias a su extraordinario instinto vital, no se había sumado, cuando tenía poco más de veinte años, a las exequias vanas de aquella clase malograda y ociosa, pero no era plenamente consciente: aún creía que existía una norma, un modelo de sociedad, aunque no existiera ninguna norma, y era dudoso que hubiera existido alguna vez en Nueva York. Los pocos que todavía pagaban y luchaban por entrar en un grupo restringido cuando lo conseguían se encontraban con que no funcionaba como sociedad, o con que, y eso era aún más alarmante, la Bohemia de la que habían huido se sentaba a la mesa con ellos, pero en mejor sitio.
A los veintinueve años la principal preocupación de Anson era su soledad, cada vez mayor. Era evidente que nunca se casaría. Eran incontables las bodas a las que había asistido como testigo o invitado: tenía en su casa un cajón rebosante de corbatas usadas en tal o cual fiesta nupcial, corbatas que simbolizaban amores que ni siquiera habían durado un año, parejas que habían desaparecido completamente de su vida. Pillacorbatas, portaminas de oro, gemelos, regalos de una generación entera de novios habían pasado por su joyero y se habían perdido, y en cada ceremonia nupcial cada vez era menos capaz de imaginarse en el lugar del novio. La felicidad que había deseado de corazón a todos aquellos matrimonios ocultaba la desesperación por su matrimonio nunca celebrado.
Y, cerca de la treintena, empezaron a dolerle las bajas que el matrimonio, especialmente en los últimos tiempos, causaba entre sus amistades. Los grupos de amigos tenían una desconcertante tendencia a disolverse y desaparecer. Sus antiguos compañeros de universidad —a quienes precisamente había dedicado la mayor parte de su tiempo y afecto— eran los más esquivos de todos. La mayoría se había retirado a lo más profundo del ambiente hogareño, dos habían muerto, uno vivía en el extranjero y otro estaba en Hollywood y escribía guiones de películas que Anson iba a ver fielmente.
Casi todos, sin embargo, estaban en permanente viaje de las afueras al centro, con una complicada vida de familia centrada en algún lejano club de campo: este distanciamiento era el que más le dolía.
En los primeros tiempos de su vida matrimonial todos lo habían necesitado. Les había aconsejado sobre su frágil situación económica, como un adivino exorcizaba dudas sobre la oportunidad de traer al mundo un niño en dos habitaciones con baño, y sobre todo era el representante del mundo ancho y ajeno. Pero ahora los problemas económicos pertenecían al pasado y el niño esperado con temor se había convertido en una familia absorbente. Siempre se alegraban de ver a su viejo amigo Anson, pero se ponían para recibirlo el traje de los domingos, intentaban impresionarlo con su nueva relevancia social, y ya no le contaban sus problemas. Ya no lo necesitaban.
Pocas semanas antes de cumplir treinta años se casó el último de sus más viejos e íntimos amigos. Anson desempeñó su acostumbrado papel de padrino, le regaló el acostumbrado juego de té de plata y fue a despedir a los novios, que se iban de viaje en el barco acostumbrado. Era una tarde calurosa de mayo, un viernes, y cuando se alejaba del puerto recordó que había empezado el fin de semana y no tenía nada que hacer hasta la mañana del lunes.
“¿Adonde puedo ir?”, se preguntó a sí mismo. Al Club de Yale, naturalmente: bridge hasta la hora de la cena, cuatro o cinco cócteles secos en la habitación de algún conocido y una noche agradable y confusa. Lamentaba que no pudiera acompañarlo el recién casado: siempre habían sabido aprovechar al máximo noches como aquélla. Conocían el modo de conquistar a las mujeres y el modo de desembarazarse de ellas, sabían la cantidad exacta de atención que su inteligente hedonismo debía prestarle a una chica. Una fiesta era algo perfectamente organizado: llevabas a ciertas chicas a ciertos locales, gastabas exactamente lo que merecían que gastaras para que se lo pasaran bien; bebías un poco más, no mucho, de lo debido, y, por la mañana, a la hora exacta, te levantabas y decías que te ibas a casa. Evitabas a los estudiantes, a los gorrones, los compromisos para el futuro, las peleas, el sentimentalismo y las indiscreciones. Así era como debía ser. Lo demás era disipación.
A la mañana siguiente nunca te sentías profundamente arrepentido: no habías tomado decisiones irreversibles, pero si habías exagerado y se resentía el corazón, dejabas de beber unos días sin decírselo a nadie y esperabas hasta que la acumulación de aburrimiento te arrastrara a otra fiesta.
El vestíbulo del Club de Yale estaba vacío. En el bar tres estudiantes muy jóvenes lo miraron un segundo, sin curiosidad.
—Hola, Oscar —le dijo al camarero—. ¿Ha venido el señor Cahill esta tarde?
—El señor Cahill ha ido a New Haven.
—¿Y eso?
—Ha ido al fútbol. Ha ido mucha gente.
Anson echó otra ojeada al vestíbulo, se quedó pensativo un momento y se dirigió a la Quinta Avenida. Desde el ventanal de uno de los clubes a los que pertenecía —un club en el que quizá no entraba desde hacía cinco años— lo miró un hombre de cabellos grises y ojos húmedos. Anson miró a otra parte: aquella figura, sumida en una resignación vacía, en una arrogante soledad, le parecía deprimente. Se detuvo y, volviendo sobre sus pasos, atravesó la calle 47, hacia el apartamento de Teak Warden. Teak y su mujer habían sido sus amigos más íntimos: Dolly Karger y Anson solían ir a su casa cuando salían juntos. Pero Teak se había aficionado a la bebida y su mujer había comentado públicamente que Anson era una mala compañía para su marido. El comentario había llegado, muy exagerado, a oídos de Anson, y; cuando por fin se aclararon las cosas, el hechizo de la intimidad se había roto para siempre y sin remedio.
—¿Está el señor Warden? —preguntó.
—Se han ido al campo.
La noticia le dolió de manera inesperada. Se habían ido al campo y él no lo sabía. Dos años antes hubiera sabido la fecha, la hora, les hubiera hecho una visita en el último momento para beber la última copa, y hubieran planeado la próxima cita. Ahora se habían ido sin decirle una palabra.
Anson miró su reloj y pensó en la posibilidad de pasar el fin de semana con su familia, pero el único tren era un tren de cercanías, tres horas de traqueteo y calor agobiante. Y tendría que pasar el sábado en el campo, y el domingo: no estaba de humor para jugar al bridge en la terraza con educados estudiantes de último curso, ni para bailar después de la cena en un hotel de carretera, una caricatura de la alegría que tanto había apreciado su padre.
“No”, se dijo. “No.”
Era un hombre serio, imponente, joven, un poco gordo ya, pero, por lo demás, sin ningún signo de disipación. Hubiera podido ser tomado por el pilar de algo —en ciertos momentos se tenía la certeza de que no podía tratarse de la sociedad; en otros, de que no podía tratarse de otra cosa—, el pilar de la ley o de la Iglesia. Durante unos instantes permaneció inmóvil en la acera, ante un edificio de apartamentos de la calle 47: quizá era la primera vez en su vida que no tenía absolutamente nada que hacer.
Entonces echó a andar rápidamente por la Quinta Avenida, como si acabara de recordar una cita importante. La necesidad de disimular es una de las pocas características que tenemos en común con los perros, y me imagino a Anson, aquel día, como un perro de raza bien adiestrado que ha visto cómo le cerraban sin motivo una puerta conocida. Anson iba a ver a Nick, barman de moda en otro tiempo, solicitadísimo en todas las fiestas privadas, empleado ahora en las bodegas laberínticas del Hotel Plaza, donde se ocupaba de que se mantuviera frío el champán sin alcohol.
—Nick —dijo—, ¿qué ha pasado con todo?
—Está muerto —dijo Nick.
—Prepárame un whisky con limón —Anson le pasó una botella de medio litro por encima del mostrador—. Nick, las mujeres han cambiado; tenía una novia en Brooklyn y se casó la semana pasada sin decirme una palabra.
—¿En serio? ¡Ja, ja, ja! —respondió Nick con diplomacia—. Pues le ha jugado una mala pasada.
—Absolutamente —dijo Anson—. Y habíamos salido juntos la noche antes.
—Ja, ja, ja! —respondió Nick—. ¡Ja, ja, ja!
—¿Te acuerdas, Nick, de aquella boda en Hot Springs, cuando les obligué a cantar a los camareros y a la orquesta Dios salve al rey?
—¿Dónde fue aquello, señor Hunter? —Nick se concentraba, dubitativo—. Si no me equivoco, fue en...
—En la boda siguiente quisieron repetir, y empecé a preguntarme cuánto les había pagado la vez anterior —prosiguió Anson.
—Me parece que fue en la boda del señor Trenholm.
—No conozco a ése —dijo Anson, muy decidido. Le ofendía que un nombre extraño se entrometiera en sus recuerdos. Nick lo notó.
—No, no —admitió—. No sé cómo he podido equivocarme. Era uno del grupo de ustedes... Brakins... Baker...
—Bicker Baker —dijo Anson con entusiasmo—. Me montaron en un coche fúnebre, me cubrieron de flores y me sacaron de la boda.
—Ja, ja, ja —respondió Nick—. Ja, ja, ja.
Fue perdiendo fuerza la actuación de Nick en el papel de viejo criado de la familia, y Anson subió al vestíbulo. Miró alrededor: su mirada se cruzó con la mirada del recepcionista, a quien no conocía, se posó en una flor de la boda que se había celebrado por la mañana, una flor en el filo de una escupidera de bronce, a punto de caer dentro. Salió del hotel y siguió la dirección del sol, rojo de sangre, por Columbus Circle. Y de pronto volvió sobre sus pasos, otra vez hacia el Plaza, y se encerró en una cabina telefónica.
Luego me contaría que me había llamado tres veces aquella tarde, y que había llamado a todos los que podían estar en Nueva York: hombres y mujeres a quienes no veía desde hacía años; una modelo de los tiempos de la universidad cuyo número todavía estaba, borroso, en su agenda, aunque en la central telefónica le dijeron que ni siquiera existía la línea desde hacía años. Por fin la búsqueda se dirigió hacia el campo, y mantuvo breves conversaciones decepcionantes con criadas y mayordomos presuntuosos. Fulano no estaba en casa, estaba montando a caballo, nadando, jugando al golf, había zarpado hacia Europa la semana pasada. ¿De parte de quién?
Era intolerable tener que pasar la noche solo: el tiempo libre que planeas dedicar a estar a solas contigo mismo pierde todo su atractivo cuando la soledad es forzosa. Siempre puedes recurrir a ciertas mujeres, pero las que conocía parecían haberse evaporado, y ni se le ocurrió pagar por una noche en Nueva York en compañía de una extraña: le hubiera parecido algo vergonzoso y clandestino, la diversión de un viajante de comercio de paso por una ciudad desconocida.
Anson abonó las llamadas —la telefonista intentó en vano bromear sobre el importe desmesurado— y por segunda vez aquella tarde se dispuso a salir del Hotel Plaza para ir a no sabía dónde. Junto a la puerta giratoria la silueta de una mujer, evidentemente encinta, se perfilaba contra la luz: un ligero echarpe ocre le temblaba en los hombros cuando la puerta giraba, y entonces ella miraba con impaciencia hacia la puerta, como si estuviera cansada de esperar. En cuanto la vio se apoderó de él una violenta y nerviosa sensación de familiaridad, pero hasta que no la tuvo a un metro de distancia no se dio cuenta de que era Paula.
—¡Pero si es Anson Hunter!
Le dio un vuelco el corazón.
—Paula...
—Es maravilloso. No me lo puedo creer, Anson.
Paula le cogió las manos, y la libertad de aquel gesto le hizo comprender que Paula podía recordarlo sin angustia. Pero a él no le ocurría lo mismo: sentía cómo lo iba dominando aquel bien conocido estado de ánimo que Paula le provocaba, aquella dulzura con la que siempre había acogido el optimismo de Paula, como si temiera empañarlo.
—Estamos pasando el verano en Rye. Pete tenía que venir al Este en viaje de negocios... Sabrás, claro, que me casé con Peter Hagerty... Así que hemos alquilado una casa y nos hemos traído a los niños. Tienes que venir a vernos.
—¿Cuándo te parece? —preguntó sin rodeos.
—Cuando quieras. Ahí está Pete.
La puerta volvió a girar y entró un hombre alto y agradable, de unos treinta años, con la cara bronceada y un bigote bien cuidado. Su impecable forma física contrastaba con el creciente volumen de Anson, evidente bajo un traje ligeramente entallado.
—No deberías estar de pie —dijo Hagerty a su mujer—. ¿Por qué no nos sentamos ahí?
Señalaba las sillas del vestíbulo, pero Paula no parecía muy decidida.
—Tengo que volver pronto a casa —dijo—. Anson, ¿por qué no te vienes y cenas con nosotros esta noche? Todavía está todo un poco desordenado, pero si no te importa...
Hagerty reiteró la invitación con cordialidad.
—Sí, ven y quédate a dormir en casa.
El coche los estaba esperando ante el hotel, y Paula, con gesto cansado, se echó en unos cojines de seda.
—Me gustaría contarte tantas cosas —dijo—. Me va a ser imposible.
—Quiero que me hables de ti. Estoy deseando saber cómo te va —Ay —le sonrió a Hagerty—, eso también me llevaría mucho tiempo. Tengo tres hijos de mi primer matrimonio. Tienen cinco, cuatro y tres años —volvió a sonreír—. No he perdido el tiempo, ¿verdad?
—¿Son niños?
—Un niño y dos niñas. Y han ocurrido un sinfín de cosas y hace un año me divorcié en París y me casé con Pete. Y nada más aparte de que soy inmensamente feliz.
En Rye se detuvieron ante una gran casa cerca del Club Marítimo, de la que surgieron de repente tres niños delgados, de pelo oscuro, que se escaparon de su niñera inglesa y se acercaron entre gritos esotéricos.
Como distraída, con trabajo, Paula los fue cogiendo en brazos, caricia que los niños aceptaban con cierta rigidez, porque evidentemente les habían dicho que tuvieran cuidado de no darle un golpe a mamá. Ni siquiera junto a sus caras frescas el cutis de Paula revelaba el paso del tiempo: a pesar del cansancio, parecía más joven que la última vez que Anson la había visto, hacía siete años, en Palm Beach.
Parecía, durante la cena, preocupada por algo, y después, mientras rendían homenaje a la radio, se echó en el sofá con los ojos cerrados, y Anson llegó a preguntarse si su presencia en aquel momento no sería una molestia. Pero a las nueve, cuando Hagerty se levantó y dijo amablemente que iba a dejarlos solos un rato, Paula empezó a hablar despacio, a hablar de sí misma y del pasado.
—La primera niña —dijo—, la que llamamos Darling, la mayor... Quería morirme cuando supe que me había quedado embarazada, porque Lowell era como un desconocido. No podía creer que la niña pudiera ser mía. Te escribí una carta, pero la rompí. Ay, qué mal te portaste conmigo, Anson.
Era el diálogo, que volvía a empezar, con sus claroscuros y altibajos. Anson sintió cómo revivían los recuerdos.
—Estuviste a punto de casarte, ¿no? —le preguntó Paula—. ¿Con una tal Dolly?
—Nunca he estado a punto de casarme. Lo he intentado, pero nunca he querido a nadie, excepto a ti.
—Ah —dijo. Y un segundo después—: El niño que estoy esperando es el primero que deseo de verdad. Ya ves, ahora estoy enamorada, por fin.
Anson no contestó, dolorido por la traición que suponían aquellas palabras. Y Paula debió de darse cuenta de que aquel “por fin” le había hecho daño, porque añadió:
—Estaba loca por ti, Anson: podrías haber conseguido lo que hubieras querido. Pero no hubiéramos sido felices. No soy suficientemente inteligente para ti. No me gustan las cosas complicadas como a ti —hizo una pausa—. Tú eres incapaz de casarte.
La frase fue como un golpe a traición: quizá era la única acusación que nunca había merecido.
—Me casaría si las mujeres fueran diferentes —dijo—. Si no las conociera demasiado, si las mujeres no lo dejaran a uno inservible para el resto de las mujeres, si tuvieran un poco de orgullo. ¡Si pudiera dormirme un instante y despertarme en un hogar que fuera realmente mío! Porque es para lo que estoy hecho, Paula, y es exactamente eso lo que las mujeres ven, lo que les gusta de mí. Lo único que pasa es que no soporto los requisitos previos que hay que cumplir.
Hagerty volvió poco antes de las once; después de beber un whisky, Paula se levantó y anunció que se iba a la cama. Se acercó a su marido.
—¿Dónde has estado, querido? —preguntó.
—He estado tomando una copa con Ed Saunders.
—Estaba preocupada. Ya creía que me habías abandonado —apoyó la cabeza en el pecho de Hagerty—. Es maravilloso, ¿verdad, Anson? —preguntó.
—¡Desde luego! —dijo Anson, echándose a reír.
Paula levantó la cara hacia su marido.
—Bueno, estoy lista —dijo. Se volvió hacia Anson—: ¿Quieres ver las acrobacias gimnásticas de la familia?
—Sí —dijo con curiosidad.
—Muy bien. ¡Adelante!
Hagerty la cogió en brazos sin esfuerzo.
—Éstas son las acrobacias gimnásticas de la familia —dijo Paula—. Me sube en brazos las escaleras. ¿No es maravilloso?
—Sí —dijo Anson.
Hagerty inclinó la cabeza, y su cara rozó la de Paula.
—Y lo quiero —dijo Paula—. Ya te lo había dicho, ¿no, Anson?
—Sí.
—Es el ser más adorable del mundo, ¿verdad, mi vida? Venga, buenas noches. Allá vamos. Tiene fuerza, ¿eh?
—Sí —dijo Anson.
—Encima de la cama tienes un pijama de Pete. Que duermas bien. Nos veremos en el desayuno.
—Sí —dijo Anson.
VIII
Los socios más antiguos de la empresa se empeñaron en que Anson pasara el verano en el extranjero. Decían que llevaba casi siete años sin vacaciones. Estaba cansado y necesitaba cambiar de aires Anson se resistía.
—Si me voy —dijo—, no volveré.
—Es absurdo, hombre. Volverás dentro de tres meses y habrás olvidado todos los problemas. Estarás como nuevo.
—No —negó con la cabeza, testarudo—. Si lo dejo, no volveré al trabajo. Si lo dejo, significa que me he rendido: se acabó.
—Estamos dispuestos a correr ese riesgo. Quédate fuera seis meses, si quieres. No tememos que nos abandones. Te sentirías un desgraciado si no trabajaras.
Le reservaron el pasaje. Querían a Anson —todos querían a Anson— y el cambio que había sufrido había caído como una mortaja sobre el despacho. El entusiasmo que siempre había caracterizado su trabajo, el respeto hacia iguales e inferiores, su vitalidad y energía: en los últimos cuatro meses un intenso agotamiento nervioso había transformado todas aquellas cualidades en el quisquilloso pesimismo de un hombre de cuarenta años. En todos los asuntos en los que intervenía resultaba un peso muerto y un obstáculo.
—Si me voy, no vuelvo —decía.
Tres días antes de zarpar, supo que Paula Legendre Hagerty había muerto al dar a luz. En aquella época pasábamos mucho tiempo juntos, porque íbamos a viajar juntos, pero, por primera vez desde que nos conocíamos, no me dijo ni una palabra sobre sus sentimientos, ni vi el menor signo de emoción. Su mayor preocupación era que ya había cumplido los treinta: siempre llevaba la conversación hasta el punto en que podía recordártelo y luego se sumía en el silencio, como si estuviera convencido de que aquella afirmación podía desencadenar una serie de pensamientos autosuficientes. Me sorprendía, como a sus socios, el cambio que había experimentado, y me alegré cuando nuestro barco, el París, se adentró en el húmedo espacio que separa dos mundos, dejando atrás el reino de Anson.
—¿Tomamos una copa? —sugirió.
Entramos en el bar con ese estado de ánimo desafiante que caracteriza el día de la partida y pedimos cuatro martinis. Tras el primer cóctel cambió de repente: se echó hacia delante y me palmeó la rodilla, el primer gesto alegre que le había visto desde hacía meses.
—¿Has visto a la chica de la boina roja? —pregunte)—. ¿Esa muy maquillada que se trajo a dos perros policías para que la despidieran?
—Es guapa —admití.
—Me he informado en la oficina del barco: viaja sola. Voy a hablar con el camarero. Esta noche cenaremos con ella.
Y se fue, y una hora después paseaba con ella, arriba y abajo, por la cubierta, hablándole con su voz clara y potente. La boina roja destacaba como una mancha brillante de color sobre el verde metálico del mar, y de vez en cuando la muchacha levantaba la vista con una relampagueante sacudida de la cabeza y sonreía divertida, interesada, curiosa. Bebimos champán en la cena, y estábamos verdaderamente alegres, y Anson jugó al billar con un entusiasmo contagioso, y varias personas que me habían visto con él me preguntaron quién era. Y Anson y la joven charlaban y reían juntos en un sofá del bar cuando me fui a la cama.
Durante el viaje lo vi menos de lo que me esperaba. Incluso me buscó pareja, pero no había nadie disponible, y sólo lo veía en las comidas. A veces iba al bar, a beber un cóctel, y me hablaba de la chica de la boina roja y de sus aventuras con ella, describiéndolas siempre, como sólo él sabía hacerlo, de manera extravagante y divertida, y me alegró que volviera a ser el de antes o, al menos, aquél que yo había conocido y con el que me sentía cómodo. No creo que pudiera ser feliz a menos que alguna mujer estuviera enamorada de él, obedeciéndolo como las limaduras de hierro obedecen al imán, ayudándolo a entenderse a sí mismo, prometiéndole alguna cosa. No sé qué. Quizá le prometieran que habría siempre mujeres en el mundo que perderían sus horas más brillantes, vivas y extraordinarias acunando y protegiendo aquella superioridad que abrigaba en su corazón.
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