F. Scott Fitzgerald
(Saint Paul, Minnesota, 1896 – Hollywood, California, 1940)


Financiando a Finnegan
(“Financing Finnegan”)
Originalmente publicado en Esquire, 9 (January 1938),
The Stories of F. Scott Fitzgerald
(selección e introducción de Malcolm Cowley)
(New York: Charles Scribner’s Sons, 1951, 473 págs.)


I

      Finnegan y yo tenemos el mismo agente literario para que venda nuestros libros, pero, aunque he estado muchas veces en el despacho del señor Cannon inmediatamente antes e inmediatamente después de las visitas de Finnegan, nunca he coincidido con él. También teníamos el mismo editor y muchas veces, cuando yo llegaba a la editorial, Finnegan acababa de irse. Yo deducía —por los suspiros y la manera meditabunda con que hablaban de él: «Ah, Finnegan...», «Ah, sí, Finnegan ha estado aquí»— que la visita del ilustre escritor no había transcurrido sin incidentes. Ciertos comentarios daban a entender que, al irse, se había llevado algo: manuscritos, pensaba yo, alguna de sus grandes novelas de éxito. Se lo llevaba para someterlo a una revisión final, para la versión definitiva, y se decía que escribía diez versiones para conseguir la fluidez fácil, la agudeza de ingenio que caracterizaba sus obras. Sólo con el tiempo llegué a descubrir que la mayoría de las visitas de Finnegan eran por asuntos de dinero.
       —Lamento que se vaya —me decía el señor Cannon—; Finnegan viene mañana —y, tras reflexionar unos segundos, añadió—: Seguramente tendré que dedicarle un momento.
       No sé qué había en su voz que me recordaba la conversación con un director de banco, presa de los nervios, que acababa de enterarse de la presencia de Dillinger en la región. Tenía la mirada perdida y hablaba solo.
       —Claro, puede traer un manuscrito. Está trabajando en una novela, ¿sabe? Y también en una obra de teatro.
       Hablaba como si estuviera refiriéndose a algunos interesantes pero remotos acontecimientos del Cinquecento; pero en sus ojos apareció una sombra de esperanza cuando añadió:
       —O a lo mejor trae un cuento.
       —Es muy versátil, ¿no? —dije.
       —Ah, sí —el señor Cannon se repuso—. Es capaz de escribir cualquier cosa..., cualquier cosa cuando se lo propone. Su talento es incomparable.
       —No he leído casi nada suyo últimamente.
       —Pero está trabajando mucho. Algunas revistas tienen cuentos suyos, aunque no los publican.
       —¿No los publican? ¿Por qué?
       —Ah, están esperando un momento más propicio... Una subida de la cotización. Les gusta saber que tienen algo de Finnegan.
       Su nombre era una verdadera mina de oro. El inicio de su carrera había sido brillantísimo, y, si no había conseguido mantener aquel elevado nivel, por lo menos volvía a empezar brillantemente cada cierto número de años. Era la eterna promesa de la literatura norteamericana; y lo que podía hacer con las palabras era sorprendente: las palabras resplandecían, chispeaban; escribía frases, párrafos, capítulos que eran obras maestras por su admirable urdimbre y textura verbal. Sólo cuando conocí a un pobre diablo, guionista de cine, que había intentado extraer un relato con lógica de una de sus novelas, me di cuenta de que Finnegan tenía enemigos.
       — Es maravilloso cuando la lees —decía aquel hombre con cierta desazón—, pero resumirla con claridad es como pasar una semana en un manicomio.
       Cuando salí del despacho del señor Cannon fui a mi editorial, en la Quinta Avenida, y también allí me dijeron inmediatamente que esperaban a Finnegan al día siguiente.
       Proyectaba una sombra tan poderosa que el almuerzo en el que yo esperaba que habláramos de mi obra estuvo dedicado en su mayor parte a Finnegan. Y volví a tener la sensación de que mi anfitrión, el señor George Jaggers, hablaba solo, en lugar de hablar conmigo.
       —Finnegan es un gran escritor —dijo.
       —Indudablemente.
       —Y es todo un caballero, ¿sabe?
       Como yo no lo había cuestionado, pregunté si había alguna duda al respecto.
       —Ah, no —se apresuró a decir—. Es que como ha tenido últimamente esa racha de mala suerte...
       Asentí con la cabeza, con aire comprensivo.
       —Ya lo sé. Tirarse a una piscina medio vacía fue un auténtico mal paso.
       —No, no estaba medio vacía. Estaba llena de agua. Llena hasta el borde. Debería oír cómo lo cuenta Finnegan. Es para morirse de risa. Parece que estaba un poco decaído y sólo se atrevía a saltar desde el borde de la piscina, ya sabe... —el señor Jaggers señaló hacia la mesa con el tenedor y el cuchillo—. Y entonces vio a unas chicas que se tiraban desde el trampolín de cinco metros. Finnegan dice que se acordó de su juventud perdida, y subió al trampolín decidido a imitar a las nadadoras e hizo el salto del ángel y se rompió la clavícula cuando todavía estaba en el aire —me miró con impaciencia—. ¿Es que no ha oído hablar de casos así? ¿No ha oído hablar de cómo se lesionan el brazo los jugadores de béisbol?
       En aquel momento no se me ocurría nada que se le pareciera a aquel caso ortopédico.
       —Y entonces —continuó como si hablara en sueños— Finnegan tuvo que escribir en el techo.
       —¿En el techo?
       —Prácticamente, sí. No dejó de escribir: al tipo le sobran agallas, aunque usted no lo crea. Hizo que le construyeran y colgaran del techo no sé qué aparato y, sin levantarse de la cama, escribía en el aire.
       Tuve que reconocer que había sido una solución valiente.
       —¿Y afectó a su obra? —pregunté—. ¿No tuvieron ustedes que leer sus cuentos al revés, como en chino?
       —Eran más bien confusos, sí, durante algún tiempo —admitió—, pero ya se ha recuperado. He recibido varias cartas suyas donde ya se adivina al Finnegan de siempre: rebosante de vida y esperanza y proyectos para el futuro...
       Recuperó la mirada perdida y yo encaucé la conversación hacia asuntos que me interesaban más. Sólo cuando regresamos a su oficina volvió a surgir el tema, y me sonroja escribir esto porque debo confesar algo que no suelo hacer: leer los telegramas ajenos. Pero entretuvieron al señor Jaggers en el vestíbulo y, cuando entré en su despacho y me senté, me encontré el telegrama delante, abierto.

CON CINCUENTA PODRÍA AL MENOS PAGAR MECANÓGRAFA CORTARME EL PELO Y COMPRAR LÁPICES VIVIR ASÍ ES IMPOSIBLE SÓLO EXISTO PORQUE SUEÑO CON BUENAS NOTICIAS DESESPERADAMENTE FINNEGAN.

       No podía creer lo que veían mis ojos: cincuenta dólares, y, según me constaba, el precio de un cuento de Finnegan rondaba los tres mil dólares. George Jaggers me encontró todavía aturdido, con la mirada clavada en el telegrama. Lo leyó y clavó la mirada en mí, destrozado.
       —No veo, en conciencia, manera de mandárselos —dijo.
       Me sorprendió, y miré a mi alrededor para cerciorarme de que estaba en la próspera editorial de Nueva York. Y entonces comprendí: había interpretado mal el telegrama. Finnegan pedía un anticipo de cincuenta mil dólares: una petición que, al margen del escritor que la hiciera, hubiera asombrado a cualquier editor.
       —Hace menos de una semana —dijo el desconsolado señor Jaggers— le mandé cien dólares. Todos los años nos pone en números rojos, y yo ya no me atrevo a decírselo a mis socios. Le mando el dinero de mi bolsillo, lo que iba a gastarme en un traje y unos zapatos.
       —¿Me está diciendo que Finnegan está en la ruina?
       —¡En la ruina! —me miró y se echó a reír silenciosamente. La verdad es que no me gustó precisamente cómo se reía. Mi hermano tuvo una crisis nerviosa... Pero eso es otra historia. Se serenó—: No dirá una palabra de esto, ¿de acuerdo? La verdad es que Finnegan ha sufrido un bajón, ha recibido golpe tras golpe durante los últimos cinco años, pero está saliendo adelante y sé que recuperaremos hasta el último billete que le hemos... —buscaba qué palabra podía emplear, hasta que por fin se le escapó—: ... le hemos dado.
       Esta vez fue el señor Jaggers el que se apresuró a cambiar de tema.
       No quiero dar la impresión de que los problemas de Finnegan acapararon mi atención durante toda la semana que pasé en Nueva York: era inevitable, sin embargo, que, al pasar mucho tiempo en las oficinas de mi agente y mi editor, no dejaran de salirme al paso. Por ejemplo, dos días después, al usar el teléfono en el despacho del señor Cannon, por casualidad, por una interferencia, oí la conversación que en aquel momento mantenía con George Jaggers. Pero quiero aclarar que sólo fui un espía a medias, porque sólo llegué a oír el final de la conversación, lo que no es tan grave como oírla toda.
       —Por lo menos me ha dado la impresión de que goza de buena salud... Me dijo algo acerca del corazón hace unos meses, pero me ha parecido entender que ya está mejor... Sí, me ha dicho algo de una operación que necesita hacerse. Creo que me ha dicho que era cáncer... Bueno, me han dado ganas de decirle que yo también tengo pendiente una pequeña operación, y que ya me hubiera operado si hubiera podido permitírmelo... No, no le he dicho eso. Parece que anda mejor de ánimo y hubiera sido imperdonable desmoralizarlo. Hoy va a empezar a escribir un cuento. Me ha leído un poco por teléfono...
       —...Le he dado veinticinco porque me ha cogido sin nada en los bolsillos... Ah, sí, estoy seguro de que ahora mismo está estupendamente. Parece que tiene ganas de trabajar.
       Y entonces lo entendí todo. Aquellos dos se habían conjurado para animarse mutuamente en todo lo que se refería a Finnegan. Habían invertido en él, en su futuro, una suma tan considerable que Finnegan les pertenecía. No podían permitir que nadie dijera una palabra en su contra, ni siquiera ellos mismos.

II

       Le dije al señor Cannon lo que pensaba.
       —Si ese Finnegan es un embustero, no deben seguir dándole dinero indefinidamente. Si está acabado, está acabado, y no hay nada que hacer. Es absurdo que usted no pueda ni siquiera operarse mientras Finnegan va por ahí tirándose a piscinas medio vacías.
       —Estaba llena —dijo el señor Cannon con paciencia—. Llena hasta el borde.
       —Bueno, llena o vacía, ese tipo me parece un desastre.
       —Mire —dijo Cannon—, estoy esperando una llamada de Hollywood. ¿Por qué no le echa mientras un vistazo a esto? —dejó caer un manuscrito sobre mis piernas—. Quizá le ayude a comprender. Nos lo mandó ayer.
       Era un relato breve. Lo empecé con escepticismo, pero antes de que hubieran pasado cinco minutos, me había absorbido por completo, fascinado y convencido totalmente, y le pedí a Dios poder escribir así. Cuando Cannon terminó de hablar por teléfono, tuvo que esperar a que terminara de leerlo, y, cuando lo hice, había lágrimas en estos ojos viejos y profesionales. Cualquier revista del país hubiera publicado aquel cuento en la mejor página, en cualquier número.
       Pero nadie había negado jamás que Finnegan supiera escribir.


III

       Pasé meses sin volver a Nueva York y, cuando lo hice, al menos en lo que concernía a las oficinas de mi agente literario y mi editor, aterricé en un mundo más tranquilo y estable. Por fin había tiempo para hablar de mis concienzudos aunque poco inspirados intentos literarios, para que el señor Cannon me invitara a su casa de campo y para matar las tardes de verano en compañía de George Jaggers allí donde la luz de las estrellas de Nueva York, la ciudad vertical, cae como lentos relámpagos sobre las terrazas de los restaurantes. Me daba lo mismo que Finnegan estuviera en el Polo Norte o en..., pero casualmente estaba en el Polo Norte. Lo acompañaba una verdadera expedición, entre la que se contaban tres antropólogas de la universidad de Bryn Mawr, y parecía que iba a recoger muchísimos materiales. Pasarían en el Polo varios meses, y si la cosa me sonaba a una prometedora fiestorra en familia, seguramente se debía a mi temperamento cínico y envidioso.
       —Estamos encantados —dijo Cannon—. Para él es un don de Dios. Finnegan ya no podía más, y lo que le hacía falta era precisamente...
       —Hielo y nieve —completé la frase.
       —Sí, hielo y nieve. Lo último que dijo fue característico de él: lo que escriba será de un blanco purísimo y despedirá un brillo cegador.
       —Me figuro que será así. Pero, dígame, ¿quién lo financia? La última vez que estuve aquí me pareció entender que Finnegan era insolvente.
       —Ah, en ese sentido se ha portado muy bien. Me debía algún dinero, y creo que a George Jaggers también le debía algo... —el viejo hipócrita creía: lo sabía perfectamente—. Así que, antes de irse, nos hizo beneficiarios de la mayor parte de su seguro de vida. Por si se da el caso de que no vuelva... Estos viajes son siempre peligrosos.
       —Ya lo creo —dije—, sobre todo si vas con tres antropólogas.
       —De modo que Jaggers y yo tenemos la espalda bien cubierta en caso de que ocurra algo. Así de simple.
       —¿Fue la compañía de seguros la que financió la expedición?
       Se alteró visiblemente.
       —Ah, no. La verdad es que cuando supieron la razón del seguro de vida se inquietaron un poco. George Jaggers y yo estábamos de acuerdo en que, puesto que tenía un proyecto serio del que al final saldría un libro, estaba justificado que siguiéramos respaldándolo un poco más.
       —No lo entiendo —dije terminantemente.
       —¿No? —sus ojos volvieron a reflejar preocupación—. Bueno, tengo que admitir que hemos dudado. Reconozco, de entrada, que es un error. Yo solía anticipar a los escritores pequeñas sumas de vez en cuando, pero últimamente he tomado por norma inviolable no hacerlo. Sólo en dos ocasiones no me he atenido a este principio durante los dos últimos años, y fue por una escritora que estaba pasando un mal momento: Margareth Trahill. ¿La conoce? A propósito: fue novia de Finnegan.
       —Recuerde que ni siquiera conozco a Finnegan.
       —Ah, sí. Tengo que presentárselo cuando vuelva... Si vuelve. Le caerá bien: es absolutamente encantador.
       Volví a irme de Nueva York, rumbo a mis Polos Norte imaginarios, mientras el año seguía corriendo a través del verano y el otoño. Cuando llegaron los primeros fríos de noviembre me acordé de la expedición de Finnegan con una especie de estremecimiento y cierta envidia del hombre que se fue. Conseguiría algún botín, literario o antropológico, que traería consigo cuando regresara. Y entonces, cuando ni siquiera llevaba tres días en Nueva York, leí en el periódico que Finnegan y algunos miembros de la expedición se habían perdido en una tormenta de nieve después de agotar la reserva de víveres, y que el Ártico había exigido un nuevo sacrificio humano.
       Lo sentí por él, pero con el suficiente sentido práctico como para alegrarme de que Cannon y Jaggers se hubieran cubierto las espaldas. Claro que, puesto que Finnegan apenas empezaba a enfriarse —si la comparación no es demasiado horrenda—, no hablaban sobre el asunto, pero me figuré que la compañía de seguros había renunciado al babeas corpus, o como se llame en su jerga, y parecía bastante claro que el editor y el agente literario cobrarían la prima.
       El hijo de Finnegan, un joven bien parecido, se presentó en la oficina de George Jaggers cuando yo estaba allí, y por él pude adivinar algo del encanto de Finnegan: una franqueza tímida y la impresión de que se desarrollaba en su interior una terrible batalla valiente y silenciosa, de la que no se atrevía a hablar, pero que se transparentaba, como vehementes relámpagos, en su obra.
       —El chico también escribe bien —dijo George cuando se fue el hijo de Finnegan—. Nos ha traído algunos poemas notables. Todavía no está a la altura del padre, pero es una promesa segura.
       —¿Puedo leer algo suyo?
       —Por supuesto. Aquí hay un poema que nos acaba de dejar.
       George cogió un papel de la mesa de despacho, lo desdobló y se aclaró la garganta. Entonces bizqueó, casi cerró los ojos y se hundió un poco en el sillón.
       —Querido señor Jaggers —comenzó a leer—, no me he atrevido a pedírselo en persona...
       Jaggers se detuvo, aunque sus ojos seguían leyendo rápidamente.
       —¿Cuánto quiere? —pregunté.
       Suspiró.
       —Creía que era uno de sus poemas —dijo en tono afligido.
       —Y lo es —traté de consolarlo—. Aunque es evidente que todavía no está a la altura del padre.
       Más tarde me arrepentí de haber dicho esto, pues al fin y al cabo Finnegan había pagado sus deudas, y era agradable seguir vivo ahora que los buenos tiempos volvían y los libros habían dejado de ser considerados un lujo innecesario. Muchos escritores que yo conocía, y que habían pasado terribles apuros durante la Depresión, ahora estaban haciendo los viajes que habían aplazado durante años, o liquidando sus hipotecas, o publicando ese tipo de obras perfectamente terminadas que sólo son posibles si dispones de un poco de tiempo y cierta seguridad. Yo acababa de cobrar un anticipo de mil dólares por una aventura en Hollywood y estaba a punto de emprender el vuelo con toda la energía de los viejos tiempos de vacas gordas. Cuando fui a despedirme de Cannon y a recoger el dinero, fue una alegría descubrir que también él estaba aprovechando la ocasión: quería que lo acompañara a ver una lancha motora que iba a comprarse.
       Pero uno de esos asuntos que se presentan siempre a última hora lo entretuvo, y yo perdí la paciencia y decidí largarme. Nadie me respondió cuando llamé a la puerta del santuario de Cannon, así que entré.
       En el despacho parecía reinar cierta confusión. El señor Cannon atendía varios teléfonos a la vez y dictaba a una taquígrafa algo sobre una compañía de seguros. Una de las secretarias se apresuraba a ponerse el abrigo y el sombrero como si fuera a salir a hacer un encargo y otra contaba el dinero suelto que tenía en el monedero.
       —Será sólo un minuto —dijo Cannon—. Es uno de los típicos líos de la oficina. Usted todavía no había visto ninguno.
       —¿Es por el seguro de Finnegan? —no pude evitar la pregunta—. ¿No es válido?
       —¿Su seguro? Ah, sí, está perfectamente en regla, perfectamente. Sólo estamos reuniendo doscientos o trescientos dólares. Los bancos están cerrados y estamos intentando reunirlos entre todos.
       —Tengo aquí el dinero que usted acaba de darme —dije—. No lo necesito todo para volver a California —saqué rápidamente doscientos dólares—. ¿Es bastante?
       —Claro que sí: esto nos soluciona el problema. No se preocupe, señorita Carlsen. Señora Mapes, ya no es necesario que salga.
       —Bueno, yo también me voy —dije.
       —Espere un par de minutos —me rogó—. Sólo me queda contestar este telegrama. Son noticias verdaderamente espléndidas. De las que te suben la moral.
       Era un telegrama procedente de Oslo, Noruega, y antes de empezar a leerlo tuve un presentimiento.

MILAGROSAMENTE SANO Y SALVO AQUÍ PERO RETENIDO POR AUTORIDADES RUEGO ENVIAR TELEGRÁFICAMENTE DINERO Y PASAJES PARA CUATRO PERSONAS MÁS DOSCIENTOS EXTRA A CUENTA ANTICIPO DE VUELTA MANDO ENTRAÑABLES SALUDOS DEL DIFUNTO FINNEGAN

       —Sí, es espléndido —asentí—. Ahora sí que tiene una buena historia que contar.
       —Eso parece —dijo Cannon—. Señorita Carlsen, póngales un telegrama a los padres de esas chicas. Y sería conveniente que informara al señor Jaggers.
       Y, minutos después, mientras caminábamos por la calle, me di cuenta de que el señor Cannon, como anonadado por la noticia maravillosa, se había sumido en oscuras cavilaciones: no quise molestarlo, pues a fin de cuentas yo no conocía a Finnegan y no podía compartir plenamente la alegría del señor Cannon. Su mutismo se prolongó hasta la puerta de la exposición de lanchas motoras. Se detuvo bajo el letrero y lo miró, como si sólo entonces se hubiera dado cuenta de adonde íbamos.
       —¡Caramba! —dijo, retrocediendo—. Ya no tiene ningún sentido entrar ahí. Pensaba que íbamos a tomar una copa.
       Nos la tomamos. El señor Cannon seguía ligeramente ido, como bajo el hechizo de la gran sorpresa. Rebuscó tanto en sus bolsillos para encontrar dinero con que pagar su ronda, que insistí en que aquella invitación también era mía.
       Creo que aquel día estaba verdaderamente aturdido, porque, a pesar de ser un hombre meticuloso, casi puntilloso, los doscientos dólares que le di en su despacho jamás han aparecido en las cuentas y liquidaciones qué me manda. Pero supongo que alguna vez los recuperaré, pues alguna vez Finnegan conseguirá escribir algo y sé que el público recibirá fervorosamente lo que Finnegan escriba. Últimamente me ha dado por investigar algunas de las historias que se cuentan sobre él y he descubierto que la mayoría son tan falsas como las de la piscina vacía. La piscina estaba llena hasta el borde.
       Hasta el momento sólo ha aparecido un breve relato sobre la expedición polar, un cuento de amor: quizá el tema no era tan interesante como Finnegan esperaba. Pero la industria del cine se ha interesado por Finnegan: si consiguen controlarlo, y no tengo por qué pensar lo contrario, sobrevivirá. Le vendría bien.


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